LA FELICIDAD
Buscando leones en las nubes se presenta en esta primavera recién estrenada, con una emisión acorde a tan prometedora época del año. Y no sé si el ilusionante comienzo de esta optimista estación es la causa de que el 20 de marzo haya sido designado por Naciones Unidas como Día Mundial de la Felicidad.
En cualquier caso, he querido aprovechar la celebración y dedicar el programa a tan benéfico y entusiasta estado de ánimo, con una selección de temas musicales y fragmentos literarios (estos últimos en su mayor parte muy breves y concentrados, casi unos haikus) que tratan expresamente de la felicidad, todos ellos con un tono leve, nada exaltado ni euforizante -ya habrá ocasión de organizar una emisión de estas características-, y sí recogido y tenue, dulce y apacible.
Y así, en el programa os encontraréis con fragmentos extraídos de la obra de Marcelo Birmajer, John Maxwell Coetzee, Julio Ramón Ribeyro, Jorge de Sena, Gustave Flaubert, Antonio Gamoneda, Luisgé Martín, Luis Mateo Díez, Clara Sánchez, Fernando Palazuelos, Albert Camus, Andrés Trapiello y Willa Cather (cuyo texto cierra este comentario), presentados entre espléndidas canciones de The Blue Nile, Emmylou Harris con Mark Knopfler, Talk Talk, Rosa Passos con Vânia Bastos, Lokua Kanza, Tracy Chapman, Ben Harper, Sophie Zelmani, Stacey Earle, Celso Fonseca, Jenny Lewis con The Watson Twins, Erin Boheme y Macy Gray, unos y otros, textos y temas musicales, relativos a nuestro feliz asunto central.
Arearea ou Joyeuses (Felicidad en el paraíso), un cuadro de Gauguin de 1892 (que creo haber dejado aquí en alguna otra ocasión) ilustra, a mi juicio muy convenientemente, el motivo sobre el que gira el programa, con el que cerramos el trimestre hasta el próximo
4 de abril. ¡Pasad una "feliz" Semana Santa!
Me senté en medio del huerto, donde las serpientes difícilmente podían acercarse sin ser vistas, y apoyé la espalda en una calabaza amarilla y caliente. A lo largo de los surcos crecían unos cuantos cerezos silvestres llenos de frutos. Di la vuelta a las vainas triangulares, de tacto semejante al papel, que protegían las cerezas, y me comí unas cuantas. Por todas partes había saltamontes gigantes, el doble de grandes de cuantos había visto hasta entonces, realizando proezas acrobáticas entre los sarmientos marchitos. Las ardillas de tierra correteaban de un lado a otro del huerto. Allí, en el fondo de la hondonada, el viento no soplaba con demasiada fuerza, pero le oía murmurar su melodía en lo alto y veía agitarse la alta hierba. Notaba caliente la tierra bajo mi cuerpo, y al dejarla caer, escurriéndose entre mis dedos. Aparecieron unos extraños bichos rojos desfilando lentamente en escuadrones en torno a mí. Tenían el dorso de un reluciente color bermellón con puntos negros. Me quedé tan quieto como me fue posible. No ocurrió nada. No esperaba que ocurriera nada. Yo era algo que yacía bajo el sol y lo sentía, igual que las calabazas, y no quería ser nada más. Era totalmente feliz. Tal vez nos sentimos así cuando morimos y nos convertimos en parte de un todo, sea el sol o el aire, la bondad o la sabiduría. En cualquier caso, eso es la felicidad: diluirse dentro de algo completo y grandioso. Cuando le sucede a uno, es un proceso tan natural como el sueño. Willa Cather