LESTER YOUNG. AGONIZANDO EN UNA HABITACIÓN DE HOTEL
En la emisión de esta semana y en la de dentro de siete días vamos a seguir celebrando homenajes a artistas que, al igual que ocurrió los dos últimos lunes a propósito de los cuarenta y cinco años de la creación del grupo Supertramp, “nacieron” (biológica o “artísticamente”) en agosto y cuyas efemérides no pudieron ser recordadas aquí entonces a causa de nuestro “silencio” durante las vacaciones veraniegas. En este caso el protagonista invitado de Buscando leones en las nubes será Lester Young, nacido en Woodville, Mississippi, el 27 de agosto de 1909, hace ahora ciento cinco años.
Entre los dos programas voy a ofreceros una veintena larga de temas del siempre inspirado saxofonista norteamericano. Para la emisión de hoy he elegido once piezas, grandes baladas, extraídas de sus grabaciones para el sello Verve entre 1946 y 1959, recogidas en un fantástico cofre, con ocho CDs espléndidos, que incluyen curiosidades, rarezas, tomas descartadas e incluso alguna entrevista con el músico, presentadas bajo el título The Complete Lester Young Studio Sessions on Verve y que no deberíais perderos.
Para acompañar la intensa y profunda música del saxofonista, os leeré fragmentos del capítulo dedicado a Young en un libro excelente, del que tendréis próximamente una reseña en mi espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad y que podréis consultar dentro de unas semanas en el blog del programa, todosloslibrosunlibro.blogspot.com. Se trata de Pero hermoso, su autor es el inglés Geoff Dyer y fue presentado hace unos meses en España por el sello editorial Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. En el libro se nos cuentan algunos momentos esenciales de las nada convencionales biografías de siete inmortales músicos de jazz: el propio Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Ben Webster, Charlie Mingus, Chet Baker y Art Pepper, con la presencia de Duke Ellington hilando las diferentes historias individuales.
Del largo capítulo del libro centrado en Young he eliminado en la emisión -por razones exclusivas de tiempo y de una adecuada organización de la estructura de los programas- los fragmentos que describen su doloroso paso por el ejército, experiencia que marcó la vida del músico y a la que se aludirá de modo lateral, sin embargo, en algunos de los textos que aparecen en las dos ediciones. Igualmente, he prescindido del relato de los episodios vividos por el saxofonista con Billie Holiday, por cuanto la colaboración musical, tan intensa, entre Pres (Presidente), Lester Young y Lady Day, la genial Billie, da para una emisión monográfica que algún día no muy lejano (exactamente, en el programa del 6 de abril de 2015, con ocasión del centenario de "la gran dama del jazz") os ofreceré aquí, en Buscando leones en las nubes. En la narración que une los dos programas vemos al músico encerrado en una habitación de hotel, el Alvin de Nueva York, devastado por el alcohol y las drogas, reflexionando sobre su vida y su música, envuelto en una bruma de tristeza y melancolía, desgranando, confuso y nostálgico, sus recuerdos del pasado, desvaneciéndose, marchito, sin esperanza, aguardando la muerte.
No obstante la obligada selección de textos realizada para el programa, os dejaré aquí, en el blog y en dos entregas, el capítulo completo escrito por Dyer, para que podáis disfrutarlo en su integridad.
Eran las horas tranquilas de la tarde, entre la salida del trabajo de la gente diurna y la llegada al Birdland de los noctámbulos. Contemplaba desde la ventana del hotel cómo una lluvia desganada oscurecía y ensuciaba Broadway. Se sirvió una copa, puso un montón de discos de Sinatra en el tocadiscos… tocó el teléfono silencioso y regresó a la ventana. Enseguida su aliento empañó las vistas. Rozó el reflejo neblinoso como si fuera un cuadro y trazó con el dedo líneas mojadas alrededor de sus ojos, boca y cabeza hasta que lo vio convertirse en una cosa con forma de calavera chorreante que borró con el pulpejo de la mano.
Se tumbó en la cama, hundiendo apenas el mullido colchón, convencido de que se notaba encoger, desvanecerse. Por el suelo había platos de comida que apenas había picoteado. Había probado un bocado de esto y quizá una pizca de aquello, y luego había vuelto a la ventana. No comía casi nada, pero no obstante tenía sus preferencias culinarias: su favorita era la comida china, que era de la que dejaba casi todo. Durante mucho tiempo se había alimentado de crema de leche y Cracker Jacks, pero ya ni eso le gustaba. Cuanto menos comía, más bebía: ginebra seguida de un jerez, Courvoisier y cerveza. Bebía para diluirse, para desleírse todavía más. Hacía poco se había cortado un dedo con el borde de un papel y le había sorprendido lo roja y densa que tenía la sangre, que suponía plateada como la ginebra, salpicada de rojo, o pálida, rosácea. Ese mismo día lo habían echado de un bolo en Harlem porque no se tenía en pie. Ahora, incluso levantar el instrumento le agotaba, como si pesara más que él. Probablemente hasta su ropa pesaba más que él.
Hawk con el tiempo terminó igual. Fue Hawk quien convirtió el saxo tenor en un instrumento de jazz y definió cómo debía sonar: panzudo, grande, a pleno pulmón. O sonabas como él o no sonabas a nada… que es exactamente como pensaban que sonaba Lester, con su tono liviano como si patinara por el aire. Todos le presionaban para que tocara como Hawk o se cambiara al saxo alto, pero él se daba unos golpecitosen la cabeza y decía:
– Aquí dentro pasan cosas, tío. Algunos de vosotros solo tenéis barriga.
Cuando improvisaban juntos, Hawk lo intentaba todo para cortarle, pero nunca lo conseguía. En Kansas, en 1934, tocaron sin parar hasta la mañana siguiente, Hawk en camiseta, tratando de volarlo con su tenor huracanado y Lester, desplomado en una silla con aquella mirada distante tan suya y el tono todavía ligero como la brisa después de ocho horas de actuación. Los dos fueron agotando pianistas hasta que ya no quedó ninguno y Hawk se bajó del escenario, arrojó el saxo al asiento trasero del coche y salió disparado hacia el concierto de esa noche en Saint Louis.
El sonido de Lester era delicado y perezoso, pero siempre con un algo incisivo. Sonaba como si estuviera a punto de perder el control, sabiendo que no pasaría jamás: de ahí nacía la tensión. Tocaba con el saxo ladeado, y a medida que se adentraba en el solo el instrumento iba desplazándose unos grados de la vertical hasta que terminaba horizontal, como una flauta. Nunca tenías la impresión de que lo levantara él; era más bien como si el instrumento cada vez pesara menos y se alejara flotando (y si tal era su deseo, Lester no iba a impedírselo).
Pronto la elección estuvo clara: Pres o Hawk, Lester Young o Coleman Hawkings, dos enfoques. No podrían haber tenido un sonido ni un aspecto más distintos, pero los dos acabaron igual: deslavazados y apagados. Hawk sobrevivía a base de lentejas, licor y comida china y se consumió, igual que le estaba pasando ahora a Lester.
Estaba desapareciendo, fundiéndose con la tradición sin ni siquiera haber muerto. Eran tantos los músicos que habían mamado de él que ya no le quedaba nada. Ahora, cuando tocaba, los enterados decían que se arrastraba detrás de sí mismo, que era una triste imitación de otros que tocaban como él. En un bolo donde había tocado mal, un tipo se le acercó y le dijo: «No eres tú, yo soy tú». Adondequiera que fuera escuchaba a gente que sonaba como él. Llamaba a todo el mundo Pres porque se veía en todas partes. Le habían expulsado del conjunto de Fletcher Henderson porque no sonaba como Hawk. Y ahora lo expulsaban de su propia vida porque no sonaba como él mismo.
Nadie sabía cantar una canción ni contar un cuento al saxo como él. Salvo que ahora ya solo tocaba una historia, y era la historia de que ya no podía tocar, de que todo el mundo contaba su historia por él, la historia de cómo había acabado allí, en el Alvin, contemplando el Birdland desde la ventana, preguntándose cuándo iba a morir. Era una historia que no comprendía del todo y que ya no le importaba una mierda salvo para puntualizar que comenzaba en el ejército. O comenzaba en el ejército o comenzaba con Basie y terminaba en el ejército. Daba igual. Durante años no había hecho caso de la llamada a filas, confiando en que la vida errante de músico lo mantendría varios pasos por delante del ejército. Entonces, una noche, al bajar del escenario, se le acercó un oficial del ejército con cara de tiburón y gafas de aviador como si fuera un fan que quería un autógrafo y le entregó los papeles de la incorporación a filas.
Lester se presentó en la oficina de reclutamiento en tan malas condiciones que veía temblar las paredes por culpa de la fiebre. Se sentó ante tres hoscos oficiales, uno de los cuales ni siquiera levantó la vista del expediente que tenía delante. Hombres de rostro huesudo que sometían sus mandíbulas a un afeitado diario como si fueran botas que lustrar. Pres, con su delicado olor a colonia, estiró las largas piernas y se colocó lo más horizontal que le permitía aquella silla tan dura, como si en cualquier momento fuera a apoyar sus refinados zapatos en la mesa que tenía delante. Sus respuestas, al mismo tiempo ágiles y arrastradas, esquivaban las preguntas. Se sacó un botellín de ginebra del bolsillo interior de la chaqueta cruzada y uno de los oficiales se lo arrancó de la mano, bramando malhumorado mientras Pres, tranquilo y perplejo, decía gesticulando despacio:
– Eh, tranquila, señora, que hay para todos.
Las pruebas revelaron que tenía sífilis; estaba borracho, fumado, tan colocado de anfetaminas que el corazón le hacía tictac como un reloj… y, sin embargo, no se sabe cómo, pasó el examen médico. Por lo visto, estaban decididos a pasarlo todo por alto con tal de alistarlo.
El jazz consistía en crear un sonido propio, en encontrar la manera de distinguirse de todos los demás, de no tocar nunca lo mismo dos noches seguidas. El ejército quería que todo el mundo fuera igual, idéntico, indistinguible, con el mismo aspecto, con la misma mentalidad, que todo fuera igual día tras día, sin cambios. Todo tenía que formar ángulos rectos y bordes definidos. Las sábanas del catre eran tan duras como los ángulos metálicos de la taquilla. Te afeitaban la cabeza como un carpintero cepilla un madero, intentando obtener un cuadrado perfecto. Incluso los uniformes estaban diseñados para remodelar el cuerpo, para fabricar personas cuadradas. Nada curvo ni blando, ni colorido, si silencioso. Costaba creer que en el transcurso de una quincena la misma persona pudiera encontrarse de pronto en un mundo tan distinto.
Lester tenía un caminar relajado, cansino, y allí esperaban que desfilara, que marchara arriba y abajo en formación con unas botas que pesaban igual que unos grilletes. Que desfilara hasta notar la cabeza quebradiza, de cristal.
– Dale ritmo a esos brazos, Young. Dale ritmo.
Que les diera ritmo, él.
Detestaba todas las cosas duras, incluso los zapatos con suela de cuero. Le gustaban las cosas bellas, las flores y la fragancia que dejaban en la habitación, el tacto suave del algodón y la seda en la piel, los zapatos que abrazaban el pie: zapatillas, mocasines. De haber nacido treinta años más tarde habría sido camp, de haber nacido treinta años antes habría sido un esteta. En el París decimonónico podría haber sido un decadente fin de siécle, pero allí estaba, atrapado en mitad de un siglo, obligado a ser soldado.
Cuando se despertó, el resplandor verde de un neón de la calle que había vuelto a la vida con un parpadeo mientras él dormía inundaba la habitación. Tenía un sueño tan ligero que difícilmente merecía tal nombre, era un mero cambio de ritmo, las cosas se alejaban flotando. Cuando estaba despierto a veces se preguntaba si no estaría dormido, soñando que estaba allí, agonizando en una habitación de hotel…
El saxo descansaba en la cama junto a él. En la mesilla de noche había una foto de sus padres, botellas de colonia y un sombrero pork-pie. Había visto una fotografía de unas chicas victorianas con ese tipo de sombrero adornado con cintas. Qué bonito, me gusta, pensó, y lo usaba desde entonces. Herman Leonard había ido una vez a fotografiarle y había terminado por eliminarle del encuadre, había preferido un bodegón del sombrero, la funda del saxo y el humo del cigarrillo elevándose hacia el cielo. De aquello hacía años, pero la fotografía fue como una premonición que estaba más próxima a cumplirse cada día que pasaba mientras Lester iba descomponiéndose en los trozos y retazos por los que la gente le recordaba.
Rompió el precinto de otra botella y regresó a la ventana, teñido de verde un lado de la cara por el resplandor de neón. Había parado de llover, el cielo se había despejado. Una luna fría colgaba cerca de la calle. Los habituales comenzaban a llegar al Birdland, estrechando manos y cargados con las fundas de los instrumentos. A veces miraban hacia su ventana y se preguntaban si acababan de verlo limpiando el vaho del cristal con la mano.
Se dirigió al ropero, vacío salvo por unos cuantos trajes y camisas y la maraña de perchas. Se quitó los pantalones, los colgó con delicadeza y se acostó en la cama en calzoncillos, con las paredes teñidas de verde plagadas por los ángulos de las sombras de los coches al pasar.
– ¡Revista!
El teniente Ryan corrió a abrir su taquilla, miró dentro y golpeó con el bastón –la varita mágica, según Pres– la fotografía pegada en el interior de la puerta: la cara sonriente de una mujer.
– ¿Es tu taquilla, Young?
– Sí, mi teniente.
– ¿Y has colgado tú la foto, Young?
– Sí, mi teniente.
– ¿Notas algo en esta mujer, Young?
– ¿Mi teniente?
– ¿No te llama nada la atención de esta mujer, Young?
– Sí, mi teniente, lleva una flor en el pelo.
– ¿Nada más?
– ¿Mi teniente?
– A mí me parece una mujer blanca, Young, una joven blanca, Young. ¿A ti también?
– Sí, mi teniente.
– ¿Y te parece correcto que un soldado negro tenga una foto de una blanca en su taquilla?
Lester clavó la vista en el suelo. Vio las botas de Ryan todavía más pegadas a él, rozándole los dedos. Otra vaharada en las narices.
– ¿Me oyes, Young?
– Mi teniente.
– ¿Estás casado, Young?
– Mi teniente.
– Pero en lugar de una fotografía de tu mujer prefieres tener una foto de una blanca para poder pensar en ella cuando te la cascas por la noche.
– Es mi mujer.
Lo dijo lo más quedo que pudo, esperando despojar la declaración de cualquier posible ofensa, pero la carga del hecho en sí le confería el tono desafiante de un desacato.
– Es mi mujer, mi teniente.
– Es mi mujer, mi teniente.
– Retira la foto, Young.
– Mi teniente.
– Ahora mismo, Young.
Ryan permaneció donde estaba. Para alcanzar la taquilla Lester lo rodeó como a una columna, cogió la cara de su mujer por la oreja y arrancó la cinta adhesiva del metal hasta que rasgó la foto, que se convirtió en un puente de papel tendido entre sus dedos y la taquilla. La dejó colgar de su mano.
– Arrúgala... Y tírala a la papelera.
– Sí, mi teniente.
En lugar de la descarga de adrenalina que normalmente experimentaba cuando humillaba a los reclutas, Ryan sintió lo contrario: se había humillado delante de toda la compañía. La expresión de Young había estado tan desprovista de orgullo y amor propio, tan vacía de todo salvo pena, que de pronto Ryan se preguntó si la obediencia cobarde de los esclavos sería una forma de protesta, de desafío. Se sintió sucio y por eso odió a Young más que nunca. Le ocurría algo similar con las mujeres: cuando se echaban a llorar era cuando más ganas tenía de pegarles. Antes humillar a Young le habría bastado, ahora quería destruirlo. Nunca se había topado con un hombre con menos fuerza, pero convertía la idea de la fuerza y todo lo relacionado con ella en irrelevante, en tonterías. Rebeldes, cabecillas y amotinados, a todos ellos podía responderse: atacaban al ejército de frente, jugaban según sus normas. Por muy fuerte que fueras, el ejército podía doblegarte, pero la debilidad... ante eso el ejército era impotente porque destruía la idea misma de oposición que era la base de la fuerza. Lo único que podías hacer con los débiles era infligirles dolor... y Young iba a sufrir lo suyo.
Soñó que estaba en la playa, subía una marea de licor, olas de alcohol transparente rompían por encima de él y chisporroteaban en la arena.
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