martes, 23 de diciembre de 2014

 
CHET BAKER. EL ROCE DE TUS LABIOS
 
Una semana más os damos la bienvenida a nuestra segunda emisión dedicada a Chet Baker con ocasión del octogésimo quinto aniversario de su nacimiento que se cumple hoy, día 23 de diciembre. En la presente edición de Buscando leones en las nubes -la penúltima por este año- podréis escuchar una docena de canciones del músico estadounidense (Almost blue, These foolish things (remind me of you), Everything happens to me, The touch of your lips, I don't stand a ghost of a chance with you, Alone together, You're mine, you, There is no greater love, Like someone in love, My funny valentine, Time after time y My one and only love) acompañando la narración de los últimos momentos de su vida en el espléndido relato que hace Geoff Dyer, en su obra Pero hermoso, de esas horas postreras vividas en el hotel de Ámsterdam desde una de cuyas ventanas Baker se precipitó al vacío, en circunstancias no del todo aclaradas, en mayo de 1988.
 
 
Su última conversación había sido muy simple:
–Me debes pasta.
–Lo sé.
–Último aviso.
–Lo sé.
 
Después los dos se quedaron mirándose varios segundos, satisfechos de la breve poesía del intercambio. Para rematarlo, Manic subió el tono de la amenaza.
–Te doy dos días. Tienes dos días. Dos días, nada más.
Chet asintió: dos días; y el dueto terminó.
 
Chet llevaba seis meses comprándole, y Manic, encantado de tener un cliente de prestigio, había roto su primera norma: no se fía... nunca. Había dejado que Chet se fuera con un par de papelas a crédito dos veces y las dos veces Chet había aparecido con el dinero a los pocos días. De ahí a abrirle cuenta no había un gran paso y, al menos durante un tiempo, Chet pagó puntualmente, y a menudo adelantaba un par de cientos de dólares para futuras compras. Funcionó una temporada y luego Manic tuvo que empezar a recordarle que la deuda se le estaba escapando de las manos... y, de nuevo, un aviso bastaba para garantizar que Chet saldara lo que debía en cuestión de días, a lo sumo de una semana. Luego llegaron al punto de que Chet no solo compraba a crédito, sino que también le pedía dinero prestado. Los intereses fueron acumulándose, las promesas de Chet -mañana, tío, mañana- se habían alargado una semana y su cara parecía el agua que se escapa por el desagüe. De ahí su última conversación.
 
El mismo Manic no se encontraba bien. Por lo que recordaba, llevaba un mes sin dormir, ni dar ni una cabezadita, esnifando sulfato y engullendo anfetaminas hasta acabar con la cabeza como un papel quemado. Hacía tanto que no dormía que notaba que su cerebro se devoraba como el estómago de un hombre muriéndose de hambre, temblaba tanto que prácticamente vibraba. Sus pensamientos estaban convirtiéndose en fragmentos de sueños que duraban un par de segundos, con trama, color y acción.
 
Chet estaba en el Moonstruck tomándose una taza de café oleoso cuando volvieron a encontrarse. Manic lo vio por la ventana, entró, dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas para poder apoyarse en el respaldo como un sheriff con barriga cervecera en una película del Oeste cuya parsimonia está preñada de amenazas dormidas. Las formas de Manic no tenían nada de soñolientas: estaba flaco como un palo e inquieto como un insecto; cualquier amenaza suya recordaba a un perro asustado. Pidió un café y vació azucarillos en la taza hasta darle la consistencia del pegamento. Le apestaba el aliento y se empeñaba en pegar la cara a la de Chet, obligándole a respirar el hedor. Manic se sentía como si hubiera visto todas las películas del mundo seis o siete veces en una tarde y acabara de salir a la luz del día, impresionado porque el mundo y el sol seguían existiendo. Estaba preguntándose qué hacer, perdido en la intensidad congelada de su cabeza, cuando llegó el desayuno de Chet. Miró cómo salaba la comida y dijo:
–¿Cómo es que nunca sonríes, Chet?                 
–Supongo que he olvidado cómo se hace.
–Te di dos días.
Chet miraba fijamente el estanque muerto del café, donde las luces del techo se reflejaban como destellos de peces brillantes. Un cigarrillo se consumía en el cenicero.
–Hace ocho. Ha pasado dos veces el doble de tiempo –dijo Manic, quitándole el cuchillo de la mano a Chet y clavándolo en la yema del huevo, que embadurnó el plato de amarillo.
 
Antes de entrar en la cafetería sabía que por mucho que quisiera el dinero disfrutaba más de los pequeños rituales amenazadores; si Chet le seguía el juego, decía las frases correctas y contribuía al momento cinematográfico, sabía que le concedería más tiempo para pagar. Sin embargo, ese día Chet parecía indiferente a la pantomima, lo que hizo que Manic se sintiera un idiota.
–¿Lo tienes?                                     
–No.
–¿Vas a conseguirlo, gilipollas?                   
–No lo sé.               
 
Manic asía el cuchillo, Chet el tenedor: como si entre los dos formaran un par de manos. De forma impulsiva, sin ira, desesperado por inyectar algo de energía a esa escena sin vida, Manic le tiró el café a la cara. Chet se estremeció, se secó con la servilleta, el café no estaba tan caliente como para escaldarle. Manic esperó: quizá después le clavara el cuchillo en el ojo, como había hecho con el huevo. Chet siguió sentado, con el desayuno nadando en el charco marrón de café.
 
A Manic no se le ocurría nada que decir ni que hacer. La escena carecía de fuerza. Normalmente un movimiento desencadenaba el siguiente, pero Chet estaba sentado como en un callejón sin salida. Manic miró la mesa, agarró la botella de ketchup por el cuello, la levantó por encima del hombro y le golpeó con ella en la boca como si fuera un bate de béisbol. No porque quisiera hacerlo o porque la situación lo demandara, sino porque no había nada más que hacer. La botella se rompió, salpicó la pared de cristales y salsa espesa. Chet tenía la boca llena de cristales y astillas de los dientes, el tomate sabía a sangre. Sorprendentemente, siguió sentado a la mesa como quien espera el postre con paciencia... hasta que Manic se abalanzó hacia él y la mesa se volcó y Chet acabó en el suelo, recibiendo una tanda de patadas en la cabeza y la mandíbula. Notó que le caía encima la mesa, un plato le rebotó en la cabeza y se estampó contra el suelo, una mano le resbaló en el charco amarillo del huevo. Intentó rodear la mesa a gatas y escapar entre la maraña de patas, pero las patas iban levantándose y cayéndole encima como una avalancha. Con la oleada de gritos y chillidos de los otros clientes le llovió una cascada de agua, más café, un jarrón de flores y un azucarero que salpicó el suelo de cristales blancos.
 
Después la tormenta amainó y se vio atrapado entre las ruinas del túnel de muebles rotos, cortándose las manos con añicos de cristal y de dientes, en un suelo empantanado de ketchup, café y el agua de las flores en cuyo caos flotaban tres tulipanes amarillos. Hizo acopio de todas sus fuerzas y se puso de pie como un hombre saliendo a pulso del fondo de un lago, goteando yema de huevo, trozos de vajilla y tiras de beicon, con la boca desdibujada en la cara. Lo primero que vio fue al camarero a su lado, cafetera en mano, dispuesto a rellenarle la taza; detrás de él, las bocas abiertas de la clientela, paralizadas a medio comerse las tortillas, los bagels, las tortitas. Consciente de que iba a derrumbarse, alargó un brazo y embadurnó la pared con una espantosa huella de la mano antes de salir corriendo por la puerta de la calle, cubierto por los restos de un desayuno de pesadilla. Fuera, San Francisco se empinaba y volvía a caer en un mar de calles como montañas, un autobús amarillo remontaba unas olas inmensas, dirigiéndose hacia él como un transatlántico.
 
Fue en 1972. En 1976 tenía el aspecto que tendría que haber tenido siempre, quizás algo peor. Su cara regresó al terruño, tenía el aspecto que habría tenido de no haber salido nunca de Oklahoma: barba, cazadora Levi’s, vaqueros, camiseta. La clase de tío que veías por todo el Medio Oeste, apoyado en la barra de un bar, charlando de coches y bebiendo Coors a morro, chasqueando los labios cuando una mujer cruzaba la puerta. La clase de tío que habría tardado veinte años en terminar bebiendo en el mismo sitio donde se había tomado la primera cerveza. Trabajando en una gasolinera, escuchando la radio, rodeado todo el tiempo del olor a gasolina, el destello y el brillo de los coches. Mirando a las mujeres de otros mientras limpiaba las manchas y salpicaduras de insectos del parabrisas.
 
Incluso desdentado y con la mirada endurecida por la derrota, incluso entonces los traficantes de imágenes y los yonquis de las lentes le seguían, asombrados por la velocidad a la que había pasado de pálido Shelley del bebop a marchito jefe indio, encantados con la obviedad del proceso, con la parábola del rostro. Si hubieran mirado con más atención se habrían percatado de lo poco que había cambiado la cara, de la constancia de la expresión: el mismo aire inquisitivo y ausente, los mismos gestos. Por eso, a pesar de todo, podías amarle durante treinta años: los rasgos hundidos, los brazos resecos como árboles en invierno, pero la forma de coger una taza de café o un tenedor, la manera de cruzar una puerta o recoger el abrigo, como su sonido, esos gestos seguían siendo los mismos. Los mismos gestos y las mismas poses: el pitillo colgando de los dedos, la trompeta suelta, balanceándose ligeramente en la mano. En 1952 Claxton le fotografió acunando la trompeta, cabizbajo, con el pelo peinado hacia atrás y los ojos mirando con aire de niña a la cámara. En 1987 Weber lo fotografió igual, salvo que los ojos son meras sombras; en todas partes parece estar desapareciendo en la oscuridad, como su voz va apagándose poco a poco, como la trompeta va silenciándose. En 1986 Weber lo fotografió en brazos de Diane, con la cabeza apoyada en su hombro igual que Claxton lo había mostrado con Lilli abrazándolo contra su pecho treinta años antes, con la misma mirada de bebé consolado por su madre, con la misma sensación de entrega.
 
Las canciones se tomaron la revancha: él las abandonaba una y otra vez pero siempre regresaba, siempre volvía con ellas. Así como antes elegía cualquier canción a su antojo y le bastaba susurrar cuatro frases para hacerla llorar, ahora las canciones no sentían nada y no les afectaba su modo de tocar. Levantar la trompeta lo dejaba sin aliento para soplar y cada vez más cantaba las letras de las canciones, con una voz suave y frágil como el cabello de un bebé. A veces acariciaba sus viejas canciones con tanta ternura que recordaban lo que habían sentido en otro tiempo, la facilidad con que sus dedos y su respiración las excitaba; pero sobre todo se apiadaban de él, le ofrecían un cobijo que él apenas tenía fuerzas para aceptar.
 
Dondequiera que iba la gente quería conocerle, hablar con él, contarle lo que su música significaba para ellos. Los periodistas le hacían preguntas tan largas que se contestaban con un simple gruñido afirmativo o negativo. De todas las cosas que nunca le habían interesado, probablemente hablar era la que le dejaba más indiferente. A veces se preguntaba si había mantenido alguna conversación interesante en toda su vida. Aunque le gustaba rodearse de charlatanes, gente que no esperaba que les contestara. Su forma de tocar era lo mismo, un modo de no decir nada, de moldear el silencio, de darle cierto tono. Sonaba íntimo porque era como si alguien se sentara delante de ti, concentrado en lo que se decía, esperando tranquilamente su turno para hablar.
 
En Europa la gente se aferraba a cada una de sus notas, acudían en rebaños porque cada actuación podía ser la última, escuchaban en su música las cicatrices de todo por lo que había pasado. Creían que estaban atendiendo, penetrando en la música, pero en realidad no ponían suficiente atención. Ese dolor no estaba. Simplemente Chet sonaba así. Habría sonado así con independencia de lo que le hubiera pasado. Solo sabía tocar de una manera, un poco más rápido o un poco más lento, pero siempre con el mismo sentimiento: una emoción, un estilo, un tipo de sonido. El único cambio derivó de la debilidad, del deterioro de la técnica... pero ese deterioro del sonido también lo reforzó, le aportó un falso patetismo que no habría tenido si su técnica hubiera sobrevivido a los daños que él mismo se infligía.
 
Quienes veían en su vida la tragedia de una promesa rota, de un talento desperdiciado y una habilidad despilfarrada también se equivocaban. Chet tenía talento, y el verdadero talento se asegura de no dejarse desperdiciar, insiste en su capacidad de florecer. Solo quienes no tienen talento desperdician su talento, pero existe también una clase de talento que promete más de lo que puede alcanzar: viene con esas condiciones. Y tal era el caso de Chet, lo oías cuando tocaba, es lo que le imprime el suspense. Promesas... nunca iba a pasar de ahí, ni aunque no hubiera visto una aguja en su vida.
 
En Ámsterdam no se alejaba del hotel, daba breves paseos y se detenía en los puentes mientras bandas de yonquis desgarbados pasaban arrastrándose, sin saber que su santo patrón los observaba desde las sombras. La ciudad zumbaba a su alrededor: al cruzar la calle miraba a derecha e izquierda cuatro o cinco veces pero constantemente tenía que esquivar a bandazos tranvías, coches pitando y los timbres de viejas bicicletas. Una ciudad hecha de ventanas, que no escondía nada. Pasaba por delante de ventanas enrojecidas por los labios de chicas que le saludaban, viejos comercios que parecían casas, casas viejas que parecían comercios. Apenas hablaba, y cuando lo hacía parecía simple coincidencia que su boca articulara las palabras que flotaban en el aire como la niebla. Sabía que se mantenía artificialmente con vida a la gente mediante equipos de soporte vital y le parecía que en eso se había transformado su cuerpo... y cuando lo apagaran ni siquiera se daría cuenta.
 
De vuelta en el hotel veía trozos de videos, marcaba números de teléfono, fumaba y esperaba, dejando que la habitación se oscureciera a su alrededor. Por la ventana miraba las luces de los cafés que moteaban el canal igual que las hojas, escuchaba las campanas repicando por encima de las aguas negras. El viejo cuento de que al morir ves pasar toda tu vida ante ti. Su vida llevaba pasándole por delante desde que tenía uso de razón, como mínimo desde hacía veinte años, quizá llevara todo ese tiempo muriéndose, quizá los últimos veinte años fueran simplemente el largo momento de su muerte. Se preguntaba si le daría tiempo de regresar de nuevo al hogar, a dondequiera que hubiera nacido, a Oklahoma, de convertirse en una piedra del desierto. Las piedras no estaban muertas, eran la versión pétrea de los peces que permanecen en el lecho del océano fingiéndose otra cosa. Las piedras eran el estado que buscan alcanzar los budistas y los gurús, meditación transformada de acción en cosa. Las ondas de calor eran las señales de la respiración del desierto.
 
Entre el destello de las baldosas del baño se miró en el espejo y no vio nada, ningún reflejo. Se colocó justo delante, miró al frente y no vio ni rastro de su persona, solo las toallas, gruesas y níveas, colgadas detrás de él. Sonrió, pero el espejo no corroboró nada. Una vez más, no tuvo miedo. Pensó en vampiros y no muertos, pero le pareció más bien que había entrado en el reino de los no vivos. Miró fijamente el espejo, recordando los cientos de fotografías suyas repartidas por discos y revistas de todo el mundo. Cogió de la mesa de la habitación principal la portada de un disco que mostraba una fotografía que le había sacado Claxton hacía años en Los Ángeles. De vuelta en el baño, la levantó y miró el reflejo en el espejo. Flotando en el aire, enmarcado por las toallas y las baldosas del lavabo, el espejo lo mostraba sentado al piano, con la cara reflejada en la tapa, perfecto como un Narciso despeinado junto al estanque. Se quedó mirando varios minutos, bajó el disco y, una vez más, solo vio una expansión nevada de toallas.

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