MOMENTOS PERDIDOS PARA SIEMPRE
Hoy cerramos la breve serie de dos emisiones dedicadas a Lo que olvidamos, el muy tierno y literariamente brillante libro de Paloma Díaz-Mas que protagonizó tanto la pasada edición de nuestro espacio como una extensa reseña en Todos los libros un libro, mi otro programa en la emisora universitaria.
Lo que olvidamos relata el progresivo hundimiento de la madre de la narradora en los trágicos abismos de la enfermedad de Alzheimer. Con un planteamiento en el que se adivinan rastros claramente autobiográficos, Díaz-Mas da cuenta de los inexorables avances del mal y de la correspondiente “desaparición” de la madre, desprovista poco a poco de su auténtica personalidad, y cuyo cerebro, cuyo espíritu, cuya alma, se ven desplazados por la oscuridad, el olvido y el vacío que trae consigo el deterioro senil. Simultáneamente a la pérdida de memoria de la anciana, la narradora profundiza en los recuerdos de su propia vida, con y sin su madre, para reflexionar -de un modo muy delicado y emotivo- sobre quiénes somos en realidad, sobre la construcción de nuestra identidad, hecha de remembranza y olvido, sobre los fragmentos de vida que perdemos y sobre los retazos del pasado que nos quedan tras el devastador paso de un tiempo que, a la vez que acaba con nosotros, nos constituye.
Envolviendo los muy tristes pero bellísimos fragmentos del libro que os leo en la emisión, suenan una decena de también preciosas canciones en las que la propia enfermedad mental, la demencia, las pérdidas y la destrucción que la edad, que la vejez conlleva ocupan un papel protagonista a partir de las experiencias, a menudo autobiográficas, que cantan sus intérpretes: interpretadas por Engelbert Humperdinck, Liz Longley, Charlie McGettigan, Reba McEntire, The Magnetic Fields, Bill Withers, Momo, Redouane Diri con Zakaria Haddani, Jacques Brel, Amy MacDonald y Paula Marchesini, que cierra el programa con una estupenda versión del clásico de los Beatles, When I’m sixty four, una de las más delicadas de las muchas que se han hecho desde su inicial publicación hace cincuenta años.
Las cosas, sin embargo, son tozudas, insisten en sobrevivir y, quizás, en sobrevivirnos. Pueden apañárselas muy bien sin nosotros, sus antiguos poseedores. Y, liberadas de nuestra posesión, se reencarnan en numerosos avatares.
Por ejemplo, ese suelo de baldosas hidráulicas que fue parte de nuestras vidas, elemento fundamental de los juegos de la infancia, y que vimos por última vez hace ya más de dos años. Las que mandó colocar en toda la casa nuestra abuela en los años treinta (entonces eran el pavimento decorativo de moda), cuando a nosotros nos faltaban muchos años para empezar a existir.
No sé bien por qué se nos ocurrió acudir a esta exposición antológica de pintura hiperrealista española, Era, nada más, una manera de pasar esta tarde lluviosa y fría de un otoño que parece ya invierno. Deambulábamos, un tanto desganados, por las salas en las que se exhibían lienzos bastante previsibles: el bodegón en el que el jarro o la fruta destacan sobre un mantel blanco heredado directamente de Zurbarán; los fragmentos de cuerpos desnudos cuyos miembros se enredan en las sábanas de una cama revuelta; una botella medio llena o medio vacía en cuyo vidrio se refleja el cuadrado de sol de una ventana ausente; frutas en un lebrillo de barro vidriado; la vieja máquina de escribir mecánica, sobre un pupitre de madera en el que se amontonan, en cuidadoso desorden, libros y cuadernos en lo que casi podemos leer. Hasta que, en una de las salas, lo vi: un lienzo grande que ocupaba casi toda la pared Un óleo en blanco y negro de calidad casi fotográfica en el que puedo identificar sin vacilación, sin ningún atisbo de duda, las coloridas baldosas, de dibujos complicados, del comedor de la casa de mi madre, de la casa de mi infancia y de mi juventud, de la casa que fue también de mis abuelos. Alguien dijo que era el mejor cuadro de la exposición; para mí fue como entrar en una foto antigua de esa casa que hace tanto tiempo que no habito.
La casa, con su comedor embaldosado, había dejado de ser mía y ahora era de otro. Alguien, el pintor, había entrado en ella, había pisado aquel mismo suelo y se había apropiado de él para llevarlo a otro lugar: el lienzo en el que cuidadosamente lo había pintado, reproduciendo con mimo cada detalle, invirtiendo días, semanas, meses en repetir una realidad que yo conocía bien, pero que ya no existía o existía de otra manera. La vida de las cosas se nos escapa.
No podía ser simplemente un suelo parecido, sino el mismo suelo de la casa de mi infancia, no cabía ninguna duda. Las mínimas variaciones creativas del pintor no habían podido disfrazarlo.
El tema pictórico tenía un punto de nostalgia: dos habitaciones vacías, comunicadas entre sí por el hueco de una puerta con jambas pero sin puerta. En la habitación del fondo, una niña de ocho o nueve años mira, melancólica, por la ventana; en el suelo, un par de cajas de cartón, como las que se usan en las mudanzas, medio abiertas, por las que asoman algunos juguetes. El resto de la casa parece vacío, como si se hubiese hecho ya la mudanza. Así que el cuadro es también un relato, una narración sobre el marcharse y el perder cosas que se han tenido, sobre cómo la niña, sola en las habitaciones ya despojadas, se despide de la casa que ha sido suya, se asoma por última vez a la ventana para ver la calle desde una perspectiva desde la cual ya no la verá jamás. No volverá a esa casa que ahora abandona y que será, para siempre en su recuerdo, la casa de su primera infancia.
La niña está al fondo del cuadro, sugiriéndonos apenas su historia, pero el verdadero protagonista de la imagen es el suelo brillante de baldosas que se adivinan llenas de color (aunque el cuadro, en realidad imita una fotografía en blanco y negro), unas baldosas sobre las que riela el cuadrado de luz de la ventana: el suelo que tantas veces habíamos pisado.
Las cosas, sin embargo, son tozudas, insisten en sobrevivir y, quizás, en sobrevivirnos. Pueden apañárselas muy bien sin nosotros, sus antiguos poseedores. Y, liberadas de nuestra posesión, se reencarnan en numerosos avatares.
Por ejemplo, ese suelo de baldosas hidráulicas que fue parte de nuestras vidas, elemento fundamental de los juegos de la infancia, y que vimos por última vez hace ya más de dos años. Las que mandó colocar en toda la casa nuestra abuela en los años treinta (entonces eran el pavimento decorativo de moda), cuando a nosotros nos faltaban muchos años para empezar a existir.
No sé bien por qué se nos ocurrió acudir a esta exposición antológica de pintura hiperrealista española, Era, nada más, una manera de pasar esta tarde lluviosa y fría de un otoño que parece ya invierno. Deambulábamos, un tanto desganados, por las salas en las que se exhibían lienzos bastante previsibles: el bodegón en el que el jarro o la fruta destacan sobre un mantel blanco heredado directamente de Zurbarán; los fragmentos de cuerpos desnudos cuyos miembros se enredan en las sábanas de una cama revuelta; una botella medio llena o medio vacía en cuyo vidrio se refleja el cuadrado de sol de una ventana ausente; frutas en un lebrillo de barro vidriado; la vieja máquina de escribir mecánica, sobre un pupitre de madera en el que se amontonan, en cuidadoso desorden, libros y cuadernos en lo que casi podemos leer. Hasta que, en una de las salas, lo vi: un lienzo grande que ocupaba casi toda la pared Un óleo en blanco y negro de calidad casi fotográfica en el que puedo identificar sin vacilación, sin ningún atisbo de duda, las coloridas baldosas, de dibujos complicados, del comedor de la casa de mi madre, de la casa de mi infancia y de mi juventud, de la casa que fue también de mis abuelos. Alguien dijo que era el mejor cuadro de la exposición; para mí fue como entrar en una foto antigua de esa casa que hace tanto tiempo que no habito.
La casa, con su comedor embaldosado, había dejado de ser mía y ahora era de otro. Alguien, el pintor, había entrado en ella, había pisado aquel mismo suelo y se había apropiado de él para llevarlo a otro lugar: el lienzo en el que cuidadosamente lo había pintado, reproduciendo con mimo cada detalle, invirtiendo días, semanas, meses en repetir una realidad que yo conocía bien, pero que ya no existía o existía de otra manera. La vida de las cosas se nos escapa.
No podía ser simplemente un suelo parecido, sino el mismo suelo de la casa de mi infancia, no cabía ninguna duda. Las mínimas variaciones creativas del pintor no habían podido disfrazarlo.
El tema pictórico tenía un punto de nostalgia: dos habitaciones vacías, comunicadas entre sí por el hueco de una puerta con jambas pero sin puerta. En la habitación del fondo, una niña de ocho o nueve años mira, melancólica, por la ventana; en el suelo, un par de cajas de cartón, como las que se usan en las mudanzas, medio abiertas, por las que asoman algunos juguetes. El resto de la casa parece vacío, como si se hubiese hecho ya la mudanza. Así que el cuadro es también un relato, una narración sobre el marcharse y el perder cosas que se han tenido, sobre cómo la niña, sola en las habitaciones ya despojadas, se despide de la casa que ha sido suya, se asoma por última vez a la ventana para ver la calle desde una perspectiva desde la cual ya no la verá jamás. No volverá a esa casa que ahora abandona y que será, para siempre en su recuerdo, la casa de su primera infancia.
La niña está al fondo del cuadro, sugiriéndonos apenas su historia, pero el verdadero protagonista de la imagen es el suelo brillante de baldosas que se adivinan llenas de color (aunque el cuadro, en realidad imita una fotografía en blanco y negro), unas baldosas sobre las que riela el cuadrado de luz de la ventana: el suelo que tantas veces habíamos pisado.
Escuchar este programa me ha animado de tratar de ser mejor persona. Vivir el ahora con los que tengo alrededor y disfrutar de ellos.
ResponderEliminarQue bonito programa.
Alberto:)
¡¡Qué bien que el programa haya servido para algo!!... Me alegro mucho...
ResponderEliminarGracias, Alberto