martes, 24 de marzo de 2020


LA INMENSIDAD DEL MUNDO 

(Seguimos encerrados. Seguimos viviendo, con esperanza. Un día más, un programa más. Espero que los disfrutéis)

Esta noche continuamos con la serie que iniciamos hace siete días y que tendrá su conclusión dentro de otros siete, dedicada al último libro de Felipe Benítez Reyes, un escritor muy querido en el programa, hasta el punto de que un fragmento de una de sus novelas encabeza el blog con el que salimos a vuestro encuentro en internet. 

El pasado marzo, hace ahora un año, la Fundación José Manuel Lara, que patrocina el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos, otorgó su galardón del año 2019 a El intruso honorífico. Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo, un delirante y divertidísimo catálogo de conocimientos esféricamente inútiles presentados con la refinada prosa poética y el aguzadísimo humor del gaditano, una recopilación de saberes innecesarios sobre las más variadas cosas del mundo. Diez de las extravagantes nociones glosadas en la insólita enciclopedia completan el programa de esta noche, entreveradas con otros tantos temas musicales, de orígenes y géneros muy diversos, que solo tienen en común el que sus respectivas letras se vinculan, siquiera sea de un modo lateral o indirecto, al vocablo analizado por el ingenio de nuestro recurrente invitado. 

En el programa de esta noche, los conceptos sobre los que han girado las reflexiones de Benítez Reyes aparecen bajo las rúbricas de Canciones, Goma de borrar, Grifo, Reloj, Llave, Panadería, Pez, Juguetes, Juventud y Lectura. Pink Floyd, Aimee Mann, Billie Holiday, Johnny Cash, Jack Johnson, Márcio Faraco, Phil Collins, Gabinete Caligari, Laura Branigan y Nick Lowe son sus, en general, muy conocidos intérpretes. 


Lectura 

El encuentro de un lector cualquiera con un libro cualquiera resulta imprevisible: lo mismo le aburre que le cambia la vida. Entre un extremo y otro, caben todos los matices posibles, claro está: la indiferencia, la incomprensión, la repugnancia incluso, el disentimiento, el acuerdo o el espanto. En esa conjugación, el lector aporta la historia de su vida: sus ilusiones morales, sus dudas, sus temores, las reverberaciones insospechadas de su conciencia; el libro, por su parte, actúa como reactivo de todo eso, y el resultado del experimento quién lo sabe, ¿verdad? De ahí que el argentino Ricardo Piglia haya podido suponer que la lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. 

Abre uno una novela y empiezan a ocurrir cosas: un muchacho amanece transformado en insecto, pongamos por caso, y ya es mala suerte, nos decimos, y sufrimos con él la fantasía de su metamorfosis; o un hombre memorioso e hipocondríaco muerde una magdalena y nota en el paladar toda la esencia del tiempo perdido, la niebla itinerante del pasado, y nos cuenta todo eso a lo largo de miles de páginas repletas de duquesas y de digresiones; o bien alguien se enrola como ballenero y acaba enfrentándose a un monstruo blanco. Abre uno una novela, en fin, y ya está dentro de la barraca de las grandes figuraciones. Y acecha el miedo allí, y el asombro, y las grandes epopeyas, y las pequeñas cosas, y está uno en otro sitio, deambulando por quién sabe dónde, hablando con desconocidos, y padece lo que ellos padecen, y goza lo que ellos gozan, y se desazona con las volutas de la intriga, y oye incluso el mar a través de las páginas que hablan del mar, y todo el ruido del mundo en la descripción de un mercado. 

Abres un libro y estás en el libro. Alguien te habla del alma inmortal para que cuides de ella y alguien procura hacerte reír para aligerarte el peso de las sombras del alma, sea inmortal o no, que eso viene a ser lo de menos mientras anda uno por aquí. Alguien te transporta a un castillo transilvano para mostrarte al vampiro Drácula, sediento de vida y sangre, y alguien te transporta al castillo de If para mostrarte al más triste de los cautivos. Alguien, con una voz que viene desde muy lejos, te narra las tribulaciones de los argonautas y alguien, con una voz de hoy, te cuenta una historia de hoy, y ambas voces te resultan nuevas, porque el tiempo de la ficción es una especie de milagro estático: lo que se contó una vez no deja jamás de suceder. 

Cuando entramos en una gran biblioteca, nos sobrecoge esa inmensidad de papel que soporta una inmensidad de conceptos, esa inmensidad de conceptos soportada por inmensidades de palabras, esas inmensidades de palabras que están hechas de combinaciones casi infinitas de letras, que por sí solas son nada. Y nos decimos: «Un mundo inabarcable», y es cierto, y sentimos la desazón propia del codicioso, pues quisiéramos acceder a la totalidad del secreto. Pero enseguida esa condición de mundo inabarcable se nos revela no sólo como ineludible, sino también como fascinadora: la literatura está obligada a imitar fragmentariamente la inmensidad del mundo para simular el reflejo total del mundo. Y ya todo se explica. (O casi.) 

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