EL OASIS PERDIDO
Buscando leones en las nubes ofrece esta semana la segunda edición de la serie de cuatro que desde hace siete días estamos dedicando a El paciente inglés, la imprescindible novela de Michael Ondaatje.
Su protagonista principal, claramente inspirado en un personaje real, el conde László Almásy, al queveíamos la semana pasada sobrevivir en el desierto tras un terrible accidente aéreo, forma parte de un grupo de amigos (international bastards, “nómadas del espíritu”, como se los denomina en el libro), alemanes, ingleses, húngaros, italianos, egipcios, que a partir de 1930 buscan apasionadamente, en un territorio en las lindes de Egipto, Libia y Sudán, el mítico oasis de Zerzura, en un marco en el que se suceden las expediciones por el desierto, los lances de la guerra, el espionaje, la sofisticación de los clubes nocturnos y una intensa y conmovedora historia de amor -sobre la que girarán las dos últimas emisiones de la serie-, entre reflexiones filosóficas, referencias literarias y apasionantes citas de las páginas de Heródoto.
Es precisamente esta dimensión de la novela, la que se ocupa de los descubrimientos geográficos, el avance de las caravanas, las escaramuzas bélicas, las aventuras en el desierto, entre dunas y oasis, entre horizontes interminables oscurecidos de improviso por infernales tormentas de un polvo opaco, la que aflora en los textos escogidos para integrar el programa de hoy.
Entre ellos, como la semana pasada, envolventes e hipnóticas canciones interpretadas por músicos de los países bañados por ese inmenso mar de arena: Hassan Hakmoun con Adam Rudolph, Majid Bekkas, Ali Farka Touré, Talia Issouf, Terakaft, Aziza Brahim con Tarba Bibo, Gigi Shibabaw, Bombino, Abaji y Les filles de Illighadad, las muy talentosas chicas tuareg que ya escuchábamos en el programa del lunes pasado.
Teníamos que continuar en movimiento. Si te paras, la arena se va acumulando, como en torno a todo lo que esté inmóvil, y te encierra. Te pierdes para siempre. Una tormenta de arena puede durar cinco horas. Hasta cuando, en años posteriores, viajábamos en camiones, teníamos que seguir avanzando sin ver nada. Los peores terrores sobrevenían de noche. En cierta ocasión, al norte de Kufra, nos asaltó una tormenta en la obscuridad, a las tres de la mañana. La tormenta arrancó las tiendas de sus amarras y rodamos con ellas, al tiempo que nos llenábamos de arena —como un barco, al hundirse, se llena de agua—, abrumados, sofocándonos, hasta que un camellero cortó las ataduras y nos liberó.
Pasamos por tres tormentas durante nueve días. No dimos con las aldeas del desierto en las que esperábamos obtener más provisiones. El caballo desapareció. Tres de los camellos murieron. Durante los dos últimos días carecimos de comida, sólo teníamos té. El último vínculo con cualquier otro mundo era el tintineo de la tetera ennegrecida por el fuego, la larga cuchara y el vaso que llegaban hasta nosotros en la obscuridad de las mañanas. Después de la tercera noche, dejamos de hablar. Lo único que importaba era el fuego y el mínimo líquido carmelita.
El oasis perdido