No sé cuánta gente oirá mi programa. A veces sospecho que no está oyéndolo nadie, lo que se dice nadie: cero personas en total, y eso me produce una sensación de afantasmamiento: la voz inútil que suena en la noche vacía. Y entonces me siento como un turista belga que tocase el acordeón o similar en mitad del desierto de Nafud o similar. (Felipe Benítez Reyes)
martes, 28 de diciembre de 2010
RECUERDOS DE ÁFRICA
Buscando leones en las nubes os presenta una edición especial de Navidad ciertamente peculiar. Se trata de un programa que no ha sido radiado y que se emite exclusivamente aquí, en internet, en las páginas de nuestro blog y teniendo como destinatarios sólo a vosotros, nuestros seguidores habituales, todos los que amablemente frecuentáis nuestro espacio.
La idea de esta emisión fuera de norma surgió cuando hace mes y medio, con ocasión del programa Voces africanas, algunos de los oyentes de Buscando leones en las nubes me sugirieron, tanto a través de los comentarios de la página como en persona, que debiera darle voz a aquellos recuerdos de mi primer viaje al África negra que acompañaron en el blog la entrada del programa de aquella semana. Entonces recogí la idea, que en seguida me gustó, -en realidad ya había pensado hacer un programa centrado en ese contacto inaugural con el África negra- y decidí ponerla en práctica de algún modo que en ese momento todavía desconocía. Ahora, ya articulada, convenientemente desarrollada, os la presento aquí, como personalísimo regalo de Navidad pensado para celebrar y agradecer vuestra fidelidad a Buscando leones en las nubes. Escucharéis, pues, mi lectura de ese largo texto que contiene lo esencial de mis recuerdos de aquella experiencia tan intensa y emotiva, tan arrebatadora y tan feliz. Entre los distintos fragmentos, aparecerá, casi completo, un disco espléndido que contribuirá, sin duda, mucho mejor que mis palabras, a trasladaros al continente africano. Se trata de Chamber music, una preciosa gema, delicada, mágica, intimista, envolvente, arrebatadora, bellísima, fruto de la colaboración del músico maliense Ballaké Sissoko, genial intérprete de kora, con Vincent Segal, un virtuoso violonchelista que antes de este disco de 2010 había colaborado con Sting, Elvis Costello, Cesaria Evora o Carlinhos Brown. Suenan en la emisión nueve de las piezas del disco, todas instrumentales, salvo la impresionante Regret à Kader Barry en la que encontramos la sensual voz de Awa Sangho. No os perdáis otros dos discos maravillosos de Ballaké Sissoko: uno, de 2003, con Ludovico Einaudi y titulado Diario Malí, ya fue la base de un programa de Buscando leones en las nubes, el primero de la serie dedicada a Cita en Tombuctú, la novela de Pep Subirós; el otro, anterior pero igualmente esplendoroso, New ancient strings, lo grabó Sissoko con Toumani Diabaté en 1999. Imprescindibles todos.
No son nueve sino diez, el disco entero, las piezas deslumbrantes que podéis degustar en los vídeos, de una magnífica calidad en imagen y sonido, que completan mi regalo. Contienen la grabación completa de un excepcional concierto ofrecido por Sissoko y Segal en 2009, en el íntimo y acogedor espacio del Rhino Jazz Festival. La filmación, como os digo de una impecable factura técnica, se debe al realizador François Goetghebeur y su visión -y sobre todo su escucha- constituye una experiencia conmovedora y deslumbrante.
Espero que mis evocaciones africanas asociadas a la maravilla de Chamber music os hagan disfrutar de unos momentos agradables en estas fiestas. Pasad unas excelentes vacaciones. ¡¡Feliz 2011!!
La entrada del blog correspondiente a esta semana, la última del trimestre, repleta para mí de obligaciones, será por ello escueta y breve. Una brevedad que, sinceramente, no merece la protagonista de nuestro programa de ayer, la magnífica Abbey Lincoln, fallecida hace unos meses y a la que hemos homenajeado en esta edición monográfica de Buscando leones en las nubes. A cambio, intentaré compensar lo exiguo de mi presentación de hoy con hasta cuatro enlaces a otras tantas interesantes páginas repletas de informaciones sobre la vida y la música de la genial intérprete.
Abbey Lincoln murió el 14 de agosto de 2010, a los ochenta años, en Manhattan, en donde llevaba tres años esperando la muerte tras una operación a corazón abierto que había sufrido en 2007. Por lo que a mí respecta, soy consciente de que nunca volveré a cantar, le había confesado a Chema García Martínez, el crítico de El País, en la que quizá fue su última entrevista a los pocos días de ser dada de alta tras la intervención quirúrgica.
La cantante de Chicago nos dejó tras una amplísima trayectoria de más de sesenta años sobre los escenarios y con un inmenso legado discográfico (os recomiendo Abbey is blue, Straight ahead, A turtle’s dream y, sobre todo, el último publicado, Abbey sings Abbey, del cual, como habréis podido comprobar tantas veces nuestros oyentes más asiduos, han aparecido bastantes interpretaciones a los largo de la modesta historia del programa). Su voz, profunda, intensa, introspectiva, potente, grave, íntima, recrea en esta edición especial de Buscando leones en las nubes con la que despedimos las emisiones oficiales (habrá una sorpresa ‘extraoficial’ la semana próxima) algunas de sus piezas más destacadas: Blue monk, Throw it away, Brother can you spare a dime, Bird alone, Time after time, The world is falling down, Down here below, Love has gone away, The music is the magic y And it’s supposed to be love.
Entre ellas han aparecido algunas breves reflexiones sobre el jazz, sentencias rotundas, casi aforismos, iluminadores pensamientos debidos a muy notables y conocidos músicos, clásicos todos de este género, que de esta manera se suman en el programa a la celebración del genio de Abbey Lincoln: Louis Armstrong, Chet Baker, Charlie Parker, Duke Ellington, Boris Vian, Count Basie, B. B. King, Miles Davis, Thelonius Monk y el inspirado y siempre imprevisible personaje de El perseguidor, el relato de Julio Cortázar que tiene al saxofonista Charlie Parker como referente último y del que se ofrece un significativo fragmento a modo de cierre.
Y, por supuesto, no podían faltar algunos estupendos vídeos de distintas épocas de carrera de la cantante. En primer lugar, jovencísima, con sólo veintiséis años, en 1956, cantando You came along from St. Louis. Luego Freedom day, con el que fue su marido, el batería Max Roach. A continuación, ya más recientemente, en 1999, la excepcional And it’s supposed to be love, que se disfruta pese a las deficiencias técnicas. Y acabamos con una larga grabación en el festival de jazz de Marciac en la que podemos escucharla interpretando Down here below y Bird alone.
Aunque siempre me he declarado stoniano (estuve en aquel concierto inigualable, más allá de la música, en el Vicente Calderón, en verano del 1982, y Aftermath, Their Satanic Majesties Request o Sticky fingers figuran entre mis discos preferidos de todos los tiempos), los Beatles han ocupado un lugar importantísimo en mi educación musical y aun sentimental. Entre mis catorce y mis dieciséis años escuché con devoción, con entrega casi religiosa, todos sus ‘elepés’ y su influjo, en las costumbres y en los valores, en lo trivial y en lo presumiblemente importante, en el modo de vestir y en el de ser -¡ay, aquella época hippie!-, formó mi personalidad, si es que la expresión no suena demasiado enfática (sí suena, pero es -pese a ello- verdad). Entenderéis, por tanto, que lleve preparando, desde hace meses, una edición de Buscando leones en las nubes vinculada al trigésimo aniversario de la muerte de John Lennon a manos de su disparatado seguidor Mark David Chapman. Os diré la verdad: Lennon siempre me cayó muy mal, con ese aire de santón laico, con sus opciones tan nítidas, tan obvias, tan sin claroscuros, tan -en el fondo- superficiales e infantiles en favor de la paz, el amor universal, todas esas causas nobles y vacías, su énfasis en los mensajes trascendentes, su Imagine insoportable -ese himno estomagante-, su estricta gobernanta japonesa. Siempre preferí la creatividad sin pretensiones de Paul, la ligereza gamberra de Ringo, el perpetuo segundo plano (o el tercero) de George, perdido en sus ensoñaciones místicas y orientalizantes. Otra confesión: desde su disolución como grupo, volví a comprar discos de cada uno de ellos por separado, el estupendo Ram de Paul y Linda McCartney, el Bangladesh de Harrison, el Photograph de Ringo y sus amigos, y tantos más... pero nunca pude con Lennon. Y ahora, el aniversario de su desgraciada y lamentable tragedia va a recuperar la versión más absurdamente beatífica de su figura, millones de fans babeando ante el mito elevado a los altares de no se sabe qué ridícula religión. En fin, de nuevo, mis filias y mis fobias; de nuevo, los recuerdos del pasado.
Ese 8 de diciembre de 1980 (yo llevaba un par de meses trabajando, perdonad que vuelva a mi propia historia personal; jovencísimo, había obtenido mi primer destino como profesor en Salamanca; era aún un inocente muchacho, si exagero un poco, aunque no creáis que tanto. Recuerdo el estremecimiento, el impacto emocional que me produjo la noticia cuando de camino a mis clases, de buena mañana, uno de mis alumnos, compungido, me la comunicó), ese 8 de diciembre, decía, además de acabar una era, se hizo definitivo e irreversible lo que ya era un hecho desde diez años antes: los Beatles no existían como grupo y jamás volverían a estar juntos. He querido enfatizar ese hecho ofreciendo la voz autónoma de cada beatle, seleccionando doce canciones, tres por cada uno de los miembros de la banda de Liverpool, (incluyendo, cómo no, para cerrar la emisión, el inevitable y previsible tostón: la sólita Imagine) que no sólo me hicieron compañía y llegaron a entusiasmarme durante los setenta (no me refiero, por supuesto, a las canciones del ‘comprometido’ santo), sino que, mientras sonaban, en su arrebatada escucha, lograron hacer creer de modo benévolo a mi ya entonces intensa componente nostálgica que la irremediable desaparición de los Beatles no era del todo cierta y que aún cabría el milagro de su reagrupamiento.
En la vertiente literaria del programa os ofrezco, algo retocado para adaptarlo a su emisión radiofónica, un cuento escrito por Andrés Neuman, titulado Cómo maté a John Lennon, incluido en 22 escarabajos. Antología hispánica del cuento beatle. La versión íntegra del cuento, que incluye numerosos fragmentos en inglés de canciones de Lennon y los Beatles, muy oportunamente integrados en el texto y sin embargo extirpados sin contemplaciones por mí para lograr acomodarme a la hora de programa (objetivo no conseguido), podéis leerla en la página de Vuelta de tuerca, una revista literaria colombiana.
22 escarabajos es una recopilación, publicada por Páginas de Espuma, de veintidós relatos debidos a la pluma de otros tantos escritores españoles e hispanoamericanos, en los que de manera principal y expresa, o de un modo algo más lateral y menos evidente, los Beatles están presentes en la narración. Con la excepción de Leopoldo Marechal, que vino al mundo en 1900, todos los demás son escritores generacionalmente vinculados entre sí, nacidos entre 1961 y 1978, habiendo estado sometidos, por lo tanto, a una educación musical y sentimental, influida por los Beatles. La edición se debe al escritor español Mario Cuenca Sandoval, que además de incluir un cuento suyo en la antología, realiza un interesante estudio preliminar. Los cuentos se organizan en tres capítulos ordenados por un criterio más o menos temático. En el primero, de título Yesterday, se incluyen lo que el editor llama relatos sentimentales, que rezuman una evidente melancolía por los días del pasado que ya no volverán. Hipólito Navarro, Fernando Iwasaki o Marcelo Figueras forman parte de esta primera sección. En la segunda, Los Beatles posmodernos, las narraciones se desenvuelven en el territorio de la ficción a partir de la realidad: son cuentos, como los de Leopoldo Marechal, Xavier Velasco o Care Santos, en los que descubrimos, por ejemplo, a un robot en construcción con la apariencia de Ringo, o nos encontramos con un relato de fantasmas con aliento de ultratumba, entre otros futuristas experimentos similares. El tercer capítulo se presenta bajo la rúbrica Yo soy la morsa, título de una reveladora, aunque no demasiado conocida, canción de la última etapa de los de Liverpool. Aquí aparecen relatos apócrifos, es decir, se presentan algunos de los elementos del universo beatle, pero desplazados, ubicados en circunstancias hipotéticas, aunque verosímiles. Son los casos, entre otros, de Rodrigo Fresán o del propio Andrés Neuman. En fin, un libro indispensable para muy fanáticos y meramente curioso para quienes no lo sean.
Y si el leitmotiv de la emisión, que recoge su título, es el de los Beatles sin los Beatles, mantengo en cierto modo esa pauta en la sección de vídeos. Cuatro canciones, tres grabadas en vivo (el It don’t come easy de Ringo y su tropa algo freaky; Bangladesh, de George, entre terribles imágenes de la tragedia en el país asiático, en aquel impresionante concierto benéfico de 1971; Too many people -seguida de She came in through the bathroom window-, de Paul) y una versión de estudio, The ballad of John and Yoko, el último sencillo de los Beatles (aunque ni George ni Ringo intervinieron en él) que alcanzó el número 1 en las listas británicas y el último, creo, que compré del grupo (me parece recordar que un single costaba entonces -hablo de 1969 o 1970- 60 pesetas, no llega a 40 céntimos de euro); obviamente, dado el título, la canción se aviene perfectamente con el contenido del programa y constituye un cierre muy adecuado, a mi juicio, de la emisión.
Para cerrar la serie que Buscando leones en las nubes ha dedicado esta últimas semanas a Fernando Pessoa con ocasión del septuagésimo quinto aniversario de su muerte he elegido un programa plural, acorde a la multiplicidad de identidades que convivían en su compleja personalidad. Serán pues los heterónimos, esas personalidades de ficción, pero a la vez tan reales, de las que se valió Fernando Pessoa para expresar las distintas vertientes de su alma, los protagonistas de la emisión. Así, podréis escuchar poemas -algunos muy conocidos y hasta populares- de Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro y del propio Pessoa, extraídos de algunos buenos libros que recogen la obra del melancólico maestro lisboeta: Poesía, publicado por Alianza Tres en 1983, con las traducciones de José Antonio Llardent; Poesías completas de Alberto Caeiro, en la editorial Pretextos, traducidas por Ángel Campos Pámpano en 1997; Un corazón de nadie, de Galaxia Gutemberg (y no de Pretextos como dije en el programa) y también con Ángel Campos Pámpano como traductor, en edición de 2001. He escogido estos tres estupendos libros de entre una muy amplia variedad de publicaciones sobre el poeta y de antologías de su obra porque son los que más cerca he tenido a lo largo de mi vida, los que están permanentemente al lado de mi cama, los que me han acompañado en viajes, los que he leído y releído con gozosa reiteración.
Os dejo aquí, para que os demoréis en sus atractivas páginas, hasta cuatro interesantísimas referencias sobre la obra de Pessoa: un breve estudio de una revista literaria uruguaya, una conferencia sobre los heterónimos pessoanos, dictada por Gonzalo Torrente Ballester en la Fundación Juan March, en un ya lejanísimo junio de 1981, un libro entero -que podéis descargaros- sobre poesía portuguesa del siglo XX, con sugestivos análisis y profusión de poemas, sobre todo de Pessoa, y, por último, un sitio excepcional, en portugués y castellano, en el que encontraréis todo lo que se os pueda antojar sobre la vida y la obra del lisboeta (entre otras cosas, la fotografía -ya un clásico- que ilustra mi entrada de esta semana).
Como la semana pasada, para complementar la escucha de los poemas he seleccionado algunas intimistas interpretaciones al piano, con un sesgo más jazzístico -más clásico- esta noche que la de hace siete días, que tuvo un tono quizá algo más minimalista, aunque las diferencias, de cualquier modo, son sutiles e irrelevantes porque en ambos casos, creo, la enorme calidad de todas las piezas es lo esencial. André Previn, Oscar Peterson, Marcus Roberts, Bill Evans, Enrico Pieranunzi, Hiroko Kokubu, Gonzalo Rubalcaba, Monty Alexander, Paul Bley y Eliane Elias han sido los artistas invitados. (Por cierto, hay algún disco con música creada a partir de los versos de Pessoa, en particular el interesantísimo A música em Pessoa, en el que intérpretes brasileños ilustran piezas escritas por el lisboeta. Os lo recomiendo vivamente, merece la pena que lo escuchéis, aunque yo lo haya desechado para su emisión radiofónica porque no encajaba demasiado bien en mi idea del programa).
Os dejo también, en el apartado de vídeos, una larga e ilustrativa conferencia sobre Fernando Pessoa impartida por el escritor chileno Arturo Fontaine en la Fundación La Academia imaginaria y que se emitió en un programa televisivo chileno en el seno de una serie titulada ‘La sensibilidad del siglo XX’. Os la ofrezco dividida en cuatro fragmentos en los que van apareciendo, en una sucesión muy fluida y pedagógica, la infancia, la vida, los libros, los heterónimos, las ideas religiosas y políticas y, sobre todo, la obra de Pessoa -fundamentalmente El libro del desasosiego- que el ponente analiza con penetración e inteligencia y describe con ese muy seductor acento del español de Chile (pese a su inexplicable pronunciación de Alberto Caeiro o Ricardo Reis).
El programa de esta semana, dentro de la serie dedicada a Fernando Pessoa con ocasión del aniversario -setenta y cinco años- de su muerte, se centra en su, a mi juicio, obra maestra dentro de una poesía abundante en joyas literarias. Se trata del largo poema, que forzosamente me veo obligado a presentar fragmentado (aunque desde mi punto de vista, aquí, a diferencia de la semana pasada, la comprensión del texto, la emoción que transpiran sus palabras no pierden demasiado en la emisión radiofónica), titulado Estanco, y que concentra la mayor parte de las claves de su sensibilidad poética. Estanco está escrito, en realidad, si esta expresión tiene sentido en el universo del lisboeta (¿cuál es la realidad?, se pregunta constantemente Pessoa a lo largo de su obra), por Álvaro de Campos, uno de los heterónimos pessoanos. Os lo ofrezco en la versión de José Antonio Llardent, la primera que conocí y la que está ya indisolublemente unida a mi vida. Otro de sus traductores, también espléndido, el malogrado Ángel Campos Pámpano, califica a Estanco como uno de los grandes poemas de la historia de la poesía de todos los tiempos, aunque qué importan las clasificaciones cuando hablamos de belleza y verdad, cuando hablamos de poesía.
En Estanco, un personaje, la voz que habla en el poema, contempla la calle desde su ventana, observa desde su soledad las gentes que pasan y el movimiento ante la puerta de un estanco y reflexiona sobre su existencia y el sentido de la vida, a partir de la distancia que percibe entre el normal fluir del mundo externo y su triste interioridad. El poema refleja la desesperanza, la radical imposibilidad del poeta de dotar de justificación y propósito a la vida, su desolador inmovilismo, su desengaño existencial, su lúcido nihilismo, su perplejidad, su congoja, su inmensa tristeza ante una realidad en la que él -extranjero de sí mismo, desterrado de la vida, exiliado de la existencia-, a diferencia del dueño del estanco, de la niña que come chocolatinas, del cliente del establecimiento, no es capaz de encajar. El largo poema es, como os digo, una obra maestra que habla del drama de ser humano y describe el alma del hombre contemporáneo, y que por ello toca nuestra sensibilidad y estimula nuestra reflexión, pese a que lo leamos ochenta años después de haber sido escrito.
El tono estremecido, la conmovedora intensidad de los versos de Pessoa, requerían, más que nunca en Buscando leones en las nubes, una música intimista y sosegada, que propiciara la escucha atenta y que dejara aflorar libremente la emoción. Es por ello por lo que he elegido, como banda sonora del programa, algunas piezas musicales en las que el piano, solo o con un tenue acompañamiento en segundo plano, se sumara a la atmósfera de evocación y tristeza del poema. De la habitual aspiración de belleza que nos mueve dan buena prueba, pues, las delicadas interpretaciones al piano de Ketil Björnstad, Ludovico Einaudi, Keith Jarrett, Michel Camilo, Ryuichi Sakamoto, Wim Mertens, Jacky Terrason, Suzanne Ciani y Brad Mehldau.
El apartado de vídeos tiene hoy dos ejes claramente diferenciados. Por un lado, en un terreno propiamente literario os dejo, en primer lugar, el poema íntegro en portugués, con subtítulos en castellano (lo de subtítulos es un decir, porque ocupan la pantalla entera), sobre un fondo de imágenes bastante desquiciadas. A continuación un interesante acercamiento al mundo de Pessoa realizado por la revista Contrasentidos. Además, no desaprovecho la ocasión de mostraros a algunos de los pianistas que han sonado en el programa y que tanto me gustan. Resisto, sin embargo, la tentación de inundaros de vídeos y me limito a dos, de dos músicos excelentes: I giorni, de Ludovico Einaudi, con un enojoso ruido de fondo, toses y móviles incluidos, y Amore, de Riuychi Sakamoto, de mejor calidad.
El 30 de noviembre de 1935 -dentro de una semana se cumplirán, pues, setenta y cinco años- moría en Lisboa Fernando Pessoa, sin ningún género de dudas, uno de los poetas más destacados de la literatura portuguesa y universal. En cualquier caso, y disculpad este arranque de intimidad, el poeta que más he leído en mi vida, el que me ha aportado más momentos de intensidad, de emoción, de reflexión, el que más me ha conmovido, el que más me ha hecho pensar, el que más me ha interesado. He querido dedicar por ello, por la razón objetiva, el aniversario de su muerte, y por las muchas subjetivas, hasta tres programas al inmenso poeta portugués.
En la emisión de esta semana Buscando leones en las nubes se centra de manera monográfica en Lluvia oblicua, mi primera aproximación a Pessoa; un poema que yo leí en 1978 ó 79, quizá 1980, en una traducción de José Antonio Llardent, publicada, creo, en La estafeta literaria, y que sigue siendo ‘mi’ voz de Pessoa, pese a posteriores lecturas en distintas traducciones quizá más perfectas, pero ya jamás la mía. Esa lectura fue un descubrimiento, caí deslumbrado por aquella maravilla, por el sorprendente juego de planos que se entremezclaban y superponían, por sus imágenes enlazadas en un sugestivo trampantojo verbal, por la sensación de irrealidad envolvente, y sin embargo nítidamente real, que transmitían sus versos, por su música, por su ritmo, por su modernidad. ¡¡¡Y todo ello en un poema de 1914!!! Desde ese descubrimiento iniciático fui adentrándome en la compleja personalidad de Pessoa, en su poesía, en su vida. Recuerdo incluso -o quizá los invento, de nuevo los límites de la memoria- algunos viajes en aquella España de la transición en la que apenas se publicaba al portugués, los viajes, decía, los peregrinajes quizá hubiera debido decir, a las para mí cercanas Valença do Minho o Viana do Castelo -recordad que soy de Vigo- para intentar encontrar en sus modestas librerías algún rastro de sus libros. Más tarde la normalidad, con la progresiva aparición aquí de sus principales obras, incluso el majestuoso Libro del desasosiego en la traducción de Ángel Crespo. Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Alberto Caeiro, los heterónimos de Pessoa, esas personalidades de ficción, pero a la vez tan reales, esas creaciones literarias de las que se valió Fernando Pessoa para expresar las distintas vertientes de su alma, las diferentes manifestaciones de su sensibilidad, están, desde entonces, entre mis lecturas habituales, y no hay año en que no relea alguno de sus poemas.
Como indico tantas veces en mis presentaciones, pero esta vez el comentario está más justificado que nunca, resulta imposible (al menos partiendo de mis limitaciones) siquiera resumir brevemente las líneas maestras de la poesía de Fernando Pessoa. Intento, a vuelapluma, una aproximación impresionista a través de algunas palabras que sirven para definir su personalidad y su obra: tormento, sufrimiento, introversión, infelicidad, timidez, infancia, soledad, desamor, melancolía, desesperanza, máscaras, desdoblamiento, dualidad, despersonalización, metafísica, sinsentido existencial, cansancio vital, dolor, desasosiego, ironía, nostalgia, saudade, naturaleza, sentir, pensar, sueño, juego, tristeza. Es un intento vano, es demasiado universo, el pessoano, para poder abarcarlo en algunos escasos párrafos. Renuncio, pues, en la confianza de que mis pobres palabras os hayan podido despertar el interés por su obra y, sobre todo, con la convicción de que, más allá de mis comentarios, será la lectura de Lluvia oblicua y la de los restantes poemas que aparecerán en las emisiones de las próximas semanas las que puedan servir para mostraros la grandeza de este poeta excepcional.
Por cierto, he escrito ‘lectura’ y no ‘escucha’. A mi juicio, la belleza, la complejidad, la riqueza, la variedad de matices del poema seleccionado, se perciben en toda su plenitud si se degusta el texto con detenimiento, si con sosiego nos demoramos en él a nuestro propio ritmo, si avanzamos y retrocedemos entre sus versos a nuestro antojo, llevados de nuestras propias sensaciones. Mi recreación radiofónica del poema es imperfecta, forzosa y algo arbitrariamente fragmentada para adecuarlo a la duración del programa, para mantener un equilibrio en la extensión de los distintos textos; la lectura en voz alta de un poema como este es compleja y muy difícil, y, en cualquier caso, vuestra escucha del programa fugacísima, discontinua y limitada. Es por ello que os ofrezco aquí, al final de la entrada de hoy, la versión completa del texto para que, si os gusta, os recreéis en él.
Entre los versos, el programa os propone un juego musical: canciones con la lluvia como protagonista principal. Canciones interpretadas por Tony Joe White, Sophie Zelmani, Diana Krall, Madeleine Peyroux, Eleni Mandell, Jann Arden, Allison Moorer, Leila Maria, Trijntje Oosterhuis y Rebecca Parris. En ellas encontraréis tristes noches de lluvia, melancólicas gotas que resbalan en los cristales de las ventanas y en nuestras almas, aguaceros reales y húmedas lloviznas metafóricas, una cascada de evocaciones provocadas por la lluvia, lluvia dulce, lluvia tibia, lluvia acogedora, lluvia nostálgica, lluvia liberadora, lluvia soledad, lluvia desamparo, lluvia anhelo, lluvia triste... lluvia oblicua.
En nuestro apartado de vídeos, algo más de lluvia. En primer lugar, la desgarrada versión del Rainy night in Georgia, de Tony Joe White, mejor que la que ha sonado en el programa, con una armónica emocionante. Por ultimo, un reportaje, con una extraordinaria calidad de imagen, en el que Madeleine Peyroux canta I think it’s going to rain today, precedida por otra de sus canciones, I’m alright.
Lluvia oblicua
I Cruza este paisaje mi sueño de un puerto infinito y el color de las flores es transparencia de velas de los grandes navíos que zarpan del muelle arrastrando en las aguas la sombra de los bultos al sol de esos árboles antiguos...
El puerto soñado es sombrío y es pálido y el paisaje resplandece de sol a este lado... Mas el sol de este día en mi espíritu es un puerto sombrío y un navío zarpando del puerto cada árbol al sol.
Paisaje abajo, dos veces liberado me abandono... El bulto del muelle es nítido camino en calma que se levanta erguido como un muro mientras los navíos pasan por dentro de los árboles horizontalmente verticales soltando amarras agua adentro de las hojas una a una.
No sé quién me sueño. De pronto el agua del puerto es transparente y veo en su fondo, cual enorme estampa desdoblada todo este paisaje, fila de árboles, camino ardiendo hacia aquel puerto, y la sombra de un velero más antiguo que ese puerto pasa entre mi y llega hasta mí y en mí se adentra y pasa al otro lado de mi alma.
II La iglesia se ilumina desde dentro de la lluvia de este día y el encender de cada vela es más lluvia batiendo en el vitral.
Alegra oír la lluvia porque lluvia es que hay templo encendido y vitrales de iglesia desde fuera suenan a lluvia oída desde dentro...
El esplendor del altar mayor es que no pueda yo ver casi los montes a través de esa lluvia que es oro tan solemne en el mantel del altar.
Suena el cántico del coro, latín y viento sacuden los vitrales y se siente el gorjeo del agua en el hecho mismo de haber coro.
La misa es un automóvil que pasa a través de los fieles de rodillas sobre el ser de hoy, que es día triste... Golpes de viento azotan con esplendor más grande la fiesta de la catedral, y todo lo absorbe el ruido de la lluvia hasta que se oye tan sólo la voz del padre, agua perdiéndose a lo lejos con son de ruedas de automóvil.
Y se apagan las luces de la iglesia en la lluvia que cesa.
III La Gran Esfinge de Egipto sueña desde dentro del papel. Escribo -y surge a través de mi mano transparente mientras al borde del papel se yerguen las pirámides...
Escribo -y me turba ver que el punto de la pluma es perfil del rey Keops. De pronto me detengo. Todo oscurecido, caigo en un abismo hecho de tiempo.
Soterrado en pirámides escribo versos a la clara luz de esta lámpara y desde las alturas todo Egipto me aplasta a través de los trazos de la pluma.
Oigo a la Esfinge que ríe desde dentro el son de la pluma recorriendo el papel. Una mano enorme atraviesa mi imposibilidad de verla, todo lo barre hacia el borde del techo que tengo a mis espaldas y sobre el papel en que escribo, entre el papel y la pluma que escribe, yace el cadáver de Keops contemplándome con ojos muy abiertos y en este cruzar de nuestras miradas fluye el Nilo y una alegría de barco embanderado va errátil en diagonal difusa entre yo y lo que pienso...
¡Funerales del Keops en oro viejo y Yo!
IV ¡Qué panderetas, el silencio de este cuarto! Y las paredes están allá, en Andalucía...
Hay en el fijo brillar de la luz unas danzas sensuales... Todo el espacio de pronto se detiene. Se detiene, resbala, se desdobla... Y en un rincón del techo, pero tan lejos de este techo, manos blancas abren ventanas secretas y ramos de violetas se derraman desde una noche de primavera que hay por fuera sobre este estar mío con los ojos cerrados.
V Por fuera van los caballitos en un remolino de sol del carrousel... Piedras, árboles, montes danzan sin moverse en mi interior. Noche absoluta en la feria iluminada, luz de luna en el soleado día allá que hay por fuera, y las luces todas de la feria hacen ruido de muro de quintal... Rondas de muchachas con cántaros sobre la cabeza, plenas de estar bajo ese sol de fuera, cruzan con los grupos viscosos de la gente que va por la feria, gente mezclada con luz de casetas, y noche y claro de luna...
Al encontrarse los grupos y las rondas se penetran y llegan a formar solo un grupo que es dos... La feria, y las luces de la feria, y la gente que va por la feria, y la noche que recoge la feria y en vilo la lleva, caminan sobre copas de árboles rebosantes de sol, caminan visiblemente bajo los peñascos que brillan al sol, asoman detrás de los cántaros que llevan las muchachas y todo este paisaje de primavera es la luna que hay sobre la feria y el ruido y la luz de la feria son el suelo de este día de sol.
Alguien sacude de repente como en un tamiz la doble hora y el mezclado polvo de las dos realidades va cayendo sobre mis manos llenas de dibujos de unos puertos donde grandes veleros zarpan y no piensan volver... Hay entre mis dedos un polvo de oro blanco y negro. Y mis manos son pasos de aquella muchacha que abandona la feria solitaria y alegre como el día de hoy.
VI El maestro agita la batuta, triste y lánguida irrumpe la música...
Recuerdo mi infancia, recuerdo aquel día en que jugaba al pie del muro del quintal -y había a un lado del balón tenía el deslizar de un perro verde y al otro el correr de un caballo azul con un jockey amarillo...
Prosigue la música, y yo estoy en mi infancia... De pronto va y viene entre mí y, muro blanco, el maestro, aquel balón a veces perro verde, otras caballo azul con jockey amarillo.
Todo el teatro es ya quintal, mi infancia está en todos los lugares y vienen con el balón sones de música, vaga y triste música que por el quintal pasea vestida de perro verde tornándose jockey amarillo... (Tan rápido gira el balón entre mí y los músicos...)
La lanzo contra la infancia y cruza el teatro que tengo a mis pies y juega con un jockey amarillo y con un perro verde y con un caballo azul que se asoma al muro del quintal... Y me lanza la música balones a la infancia... Y el muro del quintal se hace de gestos de batuta y de las confusas rotaciones de unos perros verdes y de unos caballos azules y de unos jockeys amarillos...
Todo el teatro es ya un blanco muro de música donde corre un perro verde detrás de mi saudade de la infancia, caballo azul con jockey amarillo...
Y va de un lado a otro, a derecha y a izquierda, a donde hay árboles y en unas ramas de la copa tocan las orquestas, a donde desde unas filas de balones, y en aquella tienda a la que fuimos para comprar el mío, entre memorias de mi infancia el tendero sonríe...
Cesa la música cual derrumbar de muro, rueda el balón por el despeñadero del sueño interrumpido, sobre un caballo azul el maestro se convierte en jockey negro desde el amarillo, agradece, posa la batuta sobre la fuga de un muro, se inclina, sonriente, con un balón blanco sobre su cabeza, y el balón blanco se sume espalda abajo del maestro.
Esta semana os ofrezco la segunda parte del especial que iniciamos hace siete días y con el que conmemoramos los cincuenta años del acceso a la independencia de un buen número de países africanos, que en 1960 se desembarazaban del yugo colonial europeo y se volcaban jubilosos en una soberanía que, pese a los esperanzadores inicios, se ha revelado más problemática de lo que la ilusión inicial podía hacer presuponer.
Para configurar la vertiente literaria de la emisión he escogido poemas de escritores africanos. La poesía africana es, en general, absolutamente desconocida entre nosotros, más allá de algunos casos singulares, en particular el de Léopold Sédar Shengor, que llegó a ser presidente de Senegal y que hizo una muy relevante carrera literaria en Francia. He seleccionado poemas ‘combativos’, por así decirlo, versos que muestran la dramática realidad de los pueblos africanos, de la raza negra en general, las terribles condiciones de vida, las guerras, la esclavitud, la discriminación de los africanos en el mundo. Poemas que aluden a los sufrimientos que África padece, evocaciones de su dolorosa historia, cantos con un tono algo trágico, lamentos airados, sufrientes, aunque esperanzados, en los que, con un punto también de épica, se muestra el orgullo del anónimo héroe africano y se recogen las legendarias aspiraciones de libertad de los pueblos negros. Sus autores son Paul Dakeyo de Camerún, Véronique Tadjo de Costa de Marfil, Fernando D’Almeida, también de Camerún, Chicaya U’Tamsi del Congo Brazzaville, Amadou Ide de Níger, Wole Soyinka, el premio Nobel nigeriano, Koulsy Lamko del Chad y el reconocido Léopold Sédar Senghor de Senegal. Os llamo especialmente la atención sobre el poema de Soyinka, con una antológica conversación telefónica (de muy difícil traslación desde el papel a la lectura radiofónica) entre la muy racista propietaria de un piso en alquiler y un africano de raza negra -probablemente el propio autor- que llama con la intención de informarse sobre las condiciones del arrendamiento. Igualmente quiero remarcar la presencia final de Mujer negra, un clásico de Shengor incluido en la antología de su obra publicada por la editorial Cátedra. Aunque no ha sido el de Cátedra el único libro consultado para elaborar el programa. La mayor parte de los versos que configuran la emisión están extraídos del libro Voces africanas: poesía de expresión francesa, 1950-2000, publicado por la editorial Verbum y debido a la labor como antólogo y recopilador de Landry-Wilfrid Miampika, profesor en el Departamento de Filología Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares. La revista literaria Prometeo, que se edita en el Medellín colombiano, publicó igualmente a finales de 2007 un monográfico titulado Continente poético africano, de donde proceden el resto de los poemas que completan el Buscando leones en las nubes de esta semana.
Y al igual que en el primer programa de la serie podréis escuchar estupendas canciones, muchas de ellas auténticos clásicos ya de la música no sólo africana sino universal, surgidas del inmenso acervo de algunos de esos diecisiete países que estrenaron su libertad hace ahora cincuenta años. En particular, en esta emisión suenan gozosas, alegres y muy festivas canciones de Manu Dibango y Youssou N’Dour, las dos leyendas vivas de Camerún y Senegal respectivamente, del grupo Kékelé del Congo-Brazzaville, del albino (y esta singularidad es en África muy relevante socialmente) Salif Keita de Malí, del efervescente Kanda Bongo Man de la República Democrática del Congo, del grupo Tarika procedente de Madagascar, de Femi Kuti, el ídolo nigeriano, del senegalés Baaba Maal y, como ejemplo destacado de esa mujer negra a la que aludía el poema de Shengor, de la marfileña Aïcha Koné.
El jueves pasado estuve en Madrid en un magnífico concierto de Afrocubism, el experimento de fusión (odio el término) de la música cubana y maliense que Nick Gold, el avispado productor de World Circuit, pretendía haber llevado a cabo en 1996 en Cuba y que se frustró porque los músicos africanos perdieron sus pasaportes y no llegaron a tiempo a la isla. El resultado de aquella experiencia que nació, pues, truncada se llamó, ni más ni menos, Buena Vista Social Club. Catorce años después el intento ha fructificado y Afrocubism es la criatura surgida de tan arduo parto. Eliades Ochoa, Toumani Diabaté, Djelimady Tounkara, Bassekou Kouyaté, Kasse Mady, entre otras inmensas figuras de la música de ambos mundos, ofrecieron un concierto memorable, del que ahora os dejo algunas muestras (grabadas en otras actuaciones de la gira y en el making-of del disco) en nuestra sección de vídeos.
Hace siete días os prometí haceros partícipes aquí de mis impresiones de aquel primer viaje a Costa de Marfil, Burkina Faso y Malí. Han pasado veinte años, mi memoria va, lentamente, desvaneciéndose, no son, pues, muchos mis recuerdos y seguro que no son ya, siquiera, del todo ciertos, entreverados de sueños, de las inocentes invenciones que aporta el tiempo. Mis recuerdos...
Recuerdo el calor, abrasador ya al poco de salir el sol. Recuerdo la humedad insoportable de los desayunos en Abiyán (entonces aún se escribía Abidjan), a las seis de la mañana, recién duchado y, al minuto, empapado en sudor. Recuerdo el exquisito cacao, difícil de encontrar no obstante, lo que sorprendía en un país productor, una de las potencias mundiales en el sector. Recuerdo el agradable encanto del Centro Suizo, envuelto en vegetación, un oasis ‘civilizado’ casi en la densa selva, en las afueras de la ciudad, en cuyos pabellones nos alojábamos gracias a la amabilidad de los jóvenes investigadores europeos -farmacéuticos, biólogos, médicos- que allí residían. Recuerdo los desplazamientos a Abiyán, a veces en auto-stop, casi siempre en los atestados taxis colectivos locales. Recuerdo un río tímido, llegando ya a la gran urbe, en una hondonada, con las riberas en cuesta recubiertas de ropas multicolores, la colada puesta a secar al sol, decenas de mujeres risueñas, en una escena alegre y multitudinaria que se repetía cada día. Recuerdo el caos de la estación de autobuses, un mercadillo atosigante con miles de puestos abigarrados, con centenares de coches, camiones, furgonetas, autobuses, en un incesante fluir, entrando y saliendo sin orden, sin andenes, una desmesurada explanada de tierra y polvo, llena de baches, de elevaciones, de montículos, de charcos inundados por el agua putrefacta de la última lluvia; una inmensidad opresiva y agobiante por la que atravesaban los lentos vehículos, todos rebosantes de una ‘fauna’ inexplicable, mujeres cargando bultos imposibles, niños harapientos, infinidad de animales, hombres de aspecto amenazador y hasta patibulario, chóferes que anunciaban a voz en grito sus destinos, en una melopea contagiosa e irritante: ¡¡Anyama, Anyama, le bus pour Anyama!! Recuerdo a los dos alemanes filonazis (lo eran, al menos en el fenotipo), que habían elegido (¿elegido?) Costa de Marfil como destino de vacaciones dejando caer un índice al azar sobre un mapa del mundo, y que vagaban por África sin información previa alguna, sin guías, sin propósito, que dormían, inconscientes, en la calle, en los barrios más peligrosos de la ciudad; quizá, en su inocencia casi entrañable -pese a que eran dos ‘armarios’ de 1.90-, desplazándose al ritmo de sus impulsos, eran los viajeros perfectos, aunque no parecían entender nada de lo que vivían. Recuerdo al simpático suizo -¿o era francés?- que había llegado desde su hogar centroeuropeo en bicicleta, atravesando el Sahara a pedales. Recuerdo la tranquilizadora postal que mandé a mi familia, una Abiyán de rascacielos, trasunto de Nueva York. Recuerdo los mercados, ese tópico africano, pero no hablaré -no hay aquí espacio suficiente- de ellos (hay un gran libro de Sergi Ramis, Mercados africanos, en Altaïr). Recuerdo la desbordante animación de los maquis (pronunciado a la francesa, con acento en la i), que os anticipé hace siete días. Recuerdo las gentes, las sonrisas, la simpatía, las mujeres guapísimas, su elegancia natural, los cuerpos perfectos de los hombres, su atildamiento algo excesivo, las alegres vestimentas, los ropajes coloristas.
Recuerdo el tren-gacela a Bobo-Dioulasso y que nos las prometíamos muy felices con las sugerencias implícitas en el término gacela y con la mención en nuestra guía a su cómodo vagón restaurante. Recuerdo la muchedumbre agolpada en el descampado aledaño a las vías, el asalto enloquecido al tren -hasta por las ventanas entraban, eso es lo que recuerdo-, los bultos de nuevo, los animales, miles de niños, maletas y baúles, hatillos y bolsas saltando por los aires, las carreras frenéticas, el griterío, las risas -siempre las risas-, y nuestra tranquilidad contemplando la escena en la estación confiados en el cómodo privilegio de nuestros asientos reservados en la primera clase de los blanquitos ricos (valga la redundancia). Recuerdo las cuatro primeras horas del viaje, de pie, todos los asientos ocupados, nada de reservas, nada de primera, cada vagón un largo espacio de asientos corridos, desventrados, con el plástico rajado y una espuma mugrienta y sospechosa de albergar una inquietante fauna aflorando en los escasos huecos que dejaba libre aquella multitud. Recuerdo la hora de la comida en el tren, la gente abriendo sus tarteras, el aceite de las latas corriendo por el suelo, y la comida compartida, y las risas comprensivas hacia esos blancos pasmados que aguantaban sin sentarse pagando la novatada, el precio de su absurda pretensión de leer África con su obtusa mente cartesiana. Recuerdo, ya sentados, la noche en el tren, sin luz eléctrica, las linternas, los farolillos, los infiernillos encendidos (sí, los recuerdo). Recuerdo el desplazamiento inconcebible en busca de bebida, saltando entre las plataformas exteriores de los vagones, a oscuras, en la bellísima noche africana, saltando, digo, como en los ferrocarriles del Oeste americano, al supuesto restaurante del tren, en realidad un compartimento mínimo y de calor enfebrecido en el que un africano solícito intentaba mantener entre hielos unas cuantas Coca-Colas inevitablemente recalentadas. Recuerdo las conversaciones con la gente, africanos de todas las edades, extrovertidos, muy abiertos, simpatiquísimos, compartiendo música en los walkman (sí, era la época), charlando de nimiedades, enfrascados en el awalé, ese fascinante juego africano (pero no solo), primero entre nosotros, luego, ya atrevidos, perdida la timidez, con los lugareños, que nos propinaban unas palizas colosales. Recuerdo decenas de paradas, una muchedumbre, sobre todo de mujeres y niños, ofreciendo comida por las ventanas, su mercancía en recipientes de plástico sobre la cabeza, empanadillas riquísimas, buñuelos, cacahuetes, plátanos y otras frutas, dulces y galletas. Recuerdo la inopinada detención en el puesto fronterizo, en mitad de la noche, las mujeres obligadas a permanecer en los vagones, los hombres alineados con los equipajes ante el tren, las revisiones aleatorias de las maletas y los bultos, los trámites insólitos, los sellos en los pasaportes, los absurdos papeleos exigidos por una tropa fantasmal de militares adormilados en una escena con tintes oníricos, como escapada del sueño que diez minutos antes nos acogía en el vagón.
Recuerdo el sosiego de Bobo, sus avenidas inmensas, su aire de pueblo grande, reposado y feliz pese a ser la segunda capital de Burkina Faso, los paseos tranquilos, la cercanía de la gente. Recuerdo el hotelito, modesto pero con una piscina pequeña y milagrosa en aquel secarral y con aquel calor asfixiante. Recuerdo a Antonio, el español algo fraudulento que llevaba una agencia de viajes en la ciudad y que -casualidades de la vida- había sido compañero del amigo Goyo en primero de carrera, recuerdo que estaba casado con una africana, una opulenta y resplandeciente mujerona de etnia mossi. Recuerdo los muchos descansos en las caminatas diarias, sentados en las toscas sillas de madera de los maquis, las enormes botellas de Flag (no pedíamos una cerveza, sino una Flag), el frescor de la bebida calmando una sed que se diría milenaria. Recuerdo las compras en los mercados, mis máscaras senufo o bambara o baulé, las estatuillas cubistas, las telas de los pastores malienses, el sonido machacón de las rumbas congoleñas saliendo, atosigante, de altavoces descomunales e invadiendo el espacio todo. Recuerdo el regateo constante, simpático pero extenuante, en cualquier transacción, el precio de un taxi o el de una Coca-Cola, el importe de una talla de madera, el del billete de autobús o el de un trozo de pollo en un puesto de la calle. Recuerdo las noches, los bares con música, en cualquier sitio una actuación en directo de intérpretes locales, las koras y el balafón, el ngoni y los djembé, las discotecas en donde no sólo sonaba música africana sino que eran frecuentes las incursiones occidentales, pero siempre música negra, Michael Jackson, Aretha Franklin o Marvin Gaye. Recuerdo el baile constante, la confesada vergüenza por la reprimida rigidez de nuestros torpes cuerpos frente a la elegancia natural, al movimiento intuitivo de cualquiera de los lugareños, capaces de transmitir ritmo sin apenas desplazarse. Recuerdo el inusitado éxito con las mujeres, que revoloteaban zalameras ante uno, larvada en el fondo (pero muchas veces explícita) la atracción del dinero; así debe de ser la sensación que experimentan los jugadores del Madrid cuando visitan Pachá, se me perdonará la prosaica comparación.
Recuerdo las excursiones en todo terreno, cargados de bidones de agua, de comida comprada en los supermercados, unas tiendas, siempre en manos de libaneses, en las que se vendía de todo, un tornillo o una pastilla de jabón, un litro de leche o un rastrillo, al modo de las General Store de las películas de vaqueros. Recuerdo cómo, en marcha, sin pararnos, mostrábamos por la ventana del coche, aplacada la sed, la botella de plástico ya vacía y, al minuto, de aquella vasta y seca llanura casi desierta surgían una mujer, un niño, una anciana, que reclamaban el recipiente de incalculable valor en su modesto y depauperado día a día. Recuerdo las pistas de tierra roja y los regueros de agua de ese color que inundaban los desagües cuando después de tres o cuatro días de viaje podíamos ducharnos. Recuerdo a los niños saludando enloquecidos a nuestro paso, recuerdo los baobabs y a la gente sentada a su sombra, recuerdo el lento avance campo a través, las jornadas eternas para hacer cincuenta escasos kilómetros. Recuerdo el desvío de dos horas (más otras tantas de vuelta) en busca de un lago que albergaba hipopótamos, eso decían nuestros informantes. Recuerdo la barcaza a diez metros de la orilla, la necesidad de salvar esa distancia adentrándose en un agua fangosa y probablemente contaminada para llegar hasta ella. Recuerdo sobre todo nuestras dudas -teníamos miedo a la bilharzia-, pero nos habíamos alejado dos horas de nuestra ruta natural, del camino previsto, sólo por los hipopótamos, no nos iba a frenar una mísera enfermedad parasitaria tantas veces mortal. Recuerdo la maravilla del lago en calma al atardecer, el sol poniéndose, el silencio sobrecogedor, los hocicos de las bestias aflorando levemente de las aguas, su resoplar mastodóntico, sus corpachones de súbito mostrados para ocultarse de nuevo, ominosos, sordamente amenazantes, turbando vagamente el plácido deslizar de las barcazas sobre un agua por lo demás inesperadamente tranquila.
Recuerdo el paso por pueblos a oscuras, con la sola luz de algunos hornillos, familias enteras concentradas ante la lumbre. Recuerdo las ventanas del todoterreno abiertas, las cintas sonando en el cassette del coche, las voces africanas, la noche africana entrando en nuestras almas. Recuerdo las paradas nocturnas en mitad del inmenso Sahel, algunos matorrales raquíticos en kilómetros de sabana rala, las tiendas montadas a la luz de los faros del cuatro por cuatro, la cena improvisada, el cielo limpiamente estrellado. Recuerdo el despertar del día siguiente, el sol ya hiriente del amanecer, cincuenta pares de ojos infantiles contemplando nuestra salida de la tienda, cincuenta niños sucios y semidesnudos pero risueños y alegres, llenos de pústulas y legañas y mocos y heridas múltiples pero aparentemente felices, salidos de no se sabe dónde -la noche anterior no había rastro de vida humana en decenas de kilómetros a la redonda-, observando las maniobras de cuatro blancos -para ellos cuatro extraterrestres- preparando un desayuno inconcebible en su miserable existencia. Recuerdo sus tristes peleas, cuando abandonábamos la zona alejándonos en el todoterreno, disputándose el cartón vacío de la leche, las pieles de las frutas, los restos de las galletas que habíamos desayunado.
Recuerdo los pueblos, las distintas etnias, la insólita pervivencia de los dogón, sus originales poblados trogloditas, sus casas antropomórficas, sus graneros excavados en la inabarcable falla, los acantilados de Bandiagara, doscientos kilómetros de inmensa pared de piedra en medio de la sabana. Recuerdo las predicciones de los griots, los sacerdotes de la tribu, los gráficos hechos en el suelo con piedrecitas y con ramas, con hojas y cauríes, con extraños símbolos dibujados, unos esquemas que el zorro, por la noche, en sus expediciones en pos de alimento, movía al azar, obligando al brujo, a la mañana siguiente, a interpretar los designios del destino o de los dioses o de las fuerzas que dominan la existencia a partir del desplazamiento -tan sólo aparentemente errático, en el fondo movido por una inexorable verdad, por una sabiduría superior- de las piezas que componían el dibujo. Recuerdo a los lobi, sus buscadores de oro con medio cuerpo sumergido en el agua lodosa, los mercadillos al pie del río, las minúsculas balanzas para vender el mineral, la compraventa avariciosa de los escasos logros de la búsqueda, en mi memoria el Bogart de El tesoro de Sierra Madre. Recuerdo los poblados senufo, en Korhogo, los telares y las herrerías casi medievales. Recuerdo Mopti, la gente recibiéndonos con gritos de ¡Alberto, Alberto!, únicos turistas de la zona, avisada con presteza la exigua población, sobre todo los comerciantes, por algún joven con el que habíamos charlado en un poblado anterior y que recordaba mi nombre y lo había difundido en el pueblo entero. Recuerdo el Níger, con sus pinazas subiendo y bajando la corriente llenas a rebosar de personas y mercancías. Recuerdo la gente bañándose, lavando sus motocicletas, restregando la piel de sus animales. Recuerdo las noches en las terrazas sobre el río, las charlas interminables ante un arroz, un pescado asado, la inevitable y placentera Flag. Recuerdo Djenné y su mezquita portentosa, de rojizo adobe, y el mercado aledaño, una maravilla deslumbrante. Recuerdo Yamoussoukro, el delirio megalómano del presidente marfileño Félix Houphouët-Boigny, que trasladó la capital administrativa del país a lo que hasta su llegada a la Jefatura del Estado había sido un pequeño poblado de unos cientos de habitantes, haciendo construir allí, en su lugar de nacimiento, una basílica en todo idéntica a la de San Pedro de Roma pero un metro más alta, con el fin de convertirla así en el monumento cristiano más grande del mundo, una mole insensata que aparece fantasmagórica en mitad de una inmensa planicie de matorrales sin apenas vida en derredor. Recuerdo Man, cerca de la frontera con Liberia, los refugiados huidos del terror de la guerra civil en aquel país, recuerdo las inconfundibles máscaras de la etnia dan idénticas a Didier Drogba (pero eso lo sé ahora), recuerdo ya otro paisaje, la selva cerrada, el verde resplandeciente, los puentes de lianas y las caídas de agua y las pozas para el baño.
Recuerdo los viajes en autobús, nuestras mochilas amarradas de forma precaria en unas bacas repletas que contravenían las leyes de la gravedad duplicando peligrosamente la altura de los vehículos, los conductores que en las largas rectas cuesta abajo apagaban el motor para ahorrar gasolina, en un inconsciente flirteo con la catástrofe colectiva. Recuerdo las paradas en mitad de los trayectos, para nosotros inexplicables pero comprensibles al fin cuando, en tierra de nadie, medio pasaje descendía a la orilla de la carretera, buscaba la orientación adecuada, extendía sus esterillas, se postraba y realizaba alguno de los cinco rezos preceptivos de los musulmanes. Recuerdo las noches en autobús, la sensación de irrealidad de las paradas en estaciones siniestras, las cucarachas correteando por el vehículo, la música siempre presente incluso frente al sueño de los viajeros. Recuerdo cuando el todoterreno se atascó en el lodo en el Parque de la Comoé, las cuatro horas hundidos en el barro y devorados por los mosquitos al sol abrasador, recuerdo la búsqueda desesperada de palos, de ramas, de piedras para introducir bajo las ruedas del coche e intentar salir de allí antes de la inminente caída del sol, recuerdo el pavor del guía armado que nos acompañaba ante la perspectiva de tener que pasar la noche encerrados en el cuatro por cuatro, con las fieras haciendo su ronda nocturna en torno a nuestro coche. Recuerdo la infinidad de pasos fronterizos, en realidad dos bidones vacíos y un palo entre ellos cortando la pista. Recuerdo las estratagemas para evitarlos, recuerdo las canciones de Oumu Sangaré en la radio del coche y la repentina amabilidad que suscitaban entre los guardias, lo que nos permitía evitar el soborno de otro modo imprescindible, recuerdo la entrega descarada de revistas pornográficas (compradas al efecto días antes) al militar de turno para ablandar su inmotivado rigor (aunque no sé si ablandar es el término adecuado, dadas las circunstancias... y las fotos de las revistas), recuerdo la huida repentina, en algunos casos extremos, descendiendo de la pista, bordeando los bidones y escapando a toda velocidad de las iras de un, por lo demás, a menudo soñoliento guardia fronterizo.
Recuerdo las jornadas de playa en Sassandra, las palmeras, el descanso en la arena, los niños que a una indicación nuestra se acercaban nadando a las nasas colocadas cerca de la costa y que volvían veloces con langostas recién pescadas que luego alguien nos asaba en un fuego improvisado.
Recuerdo la gente sonriente, las risas, siempre las risas. Recuerdo la cercanía, la afabilidad, la simpatía. Recuerdo la alegría en la pobreza y el sufrimiento.
Recuerdo la sensación de intensidad, recuerdo el permanente deslumbramiento, recuerdo las emociones, la gozosa exaltación del viajero.
Desde el 1 de enero de 1960, en que lo hizo Camerún, hasta el 28 de noviembre de ese mismo año cuando el protagonismo correspondió a Mauritania, diecisiete países del África negra alcanzaron la independencia de las colonias europeas después del ejemplo inaugural, en el ámbito subsahariano, de Ghana, que había accedido a su autonomía en 1957, abriendo un proceso que, de un modo siempre controvertido, ha llegado hasta nuestros días. Senegal, Malí, Costa de Marfil, Burkina Faso, Togo, Benín, Níger, Mauritania, Nigeria, Chad, la República Centroafricana, Madagascar, el Congo Brazzaville, la República Democrática del Congo, Camerún, Gabón y Somalia llevan, pues, cincuenta años de existencia libre e independiente, aunque en muchos casos extraordinariamente problemática. Es tan rica, tan compleja, tan interesante, tan dramática, tan esperanzadora y fecunda, tan dolorosa y erizada de dificultades esta peripecia descolonizadora que no cabe aquí ni siquiera un mero resumen de sus causas y, menos aún, de sus consecuencias futuras. Os dejo una interesante entrevista, publicada en Le Monde (podéis encontrarla en francés y en inglés), con el profesor senegalés Ibrahima Thioub en la que se desvelan algunas de las claves de estos cincuenta años de soberanía africana y se anticipan los retos a los que se enfrenta en el futuro el continente negro.
Para celebrar este importante aniversario, en la emisión de esta semana de Buscando leones en las nubes (que tendrá su continuación, con algunos matices, dentro de siete días) os ofrezco algunos textos extraídos de diversos reportajes publicados en el periódico La Vanguardia por el periodista Xavier Aldekoa con ocasión de esta conmemoración de la independencia africana. Se trata de una larga serie de crónicas escritas en cada uno de los países afectados, en las que el reportero capta, con inusual agudeza, algún elemento aparentemente menor, casi anecdótico de la vida del país analizado, pero que gracias a su destreza profesional, a su penetrante visión de la realidad africana es elevado a la condición de categoría y sirve como emblema ejemplificador del arduo, del complejo, del todavía no bien cerrado, proceso de las independencias. No dejéis de visitar el blog del periodista, en el que, aparte del texto íntegro de los artículos que he utilizado para conformar el programa, podréis encontrar muchos más reportajes sobre África y sus gentes no circunscritos a los diecisiete países a los que, sin embargo, nos ceñimos en la emisión.
Como complemento a los interesantes y evocadores textos el programa recoge una muestra de la música de la mayor parte de los países independizados hace ahora cincuenta años. Como podéis imaginar resulta imposible concentrar en dos horas de radio la inmensa riqueza musical de diecisiete naciones. He escogido mi propuesta para estas dos semanas teniendo en cuenta, por lo tanto, de manera consciente algunas restricciones. Por de pronto, y como la independencia festejada me parece un hecho jubiloso, he seleccionado canciones alegres, movidas, optimistas y efervescentes. He combinado, además, grandes éxitos africanos de todos los tiempos, con algunas aportaciones más actuales y que por ello aún no llegan a poder ser calificadas como clásicos, aunque sin duda lo acabarán siendo. Y por último, ante la austera, y a mi juicio no demasiado interesante, oferta musical de algunos de los países invitados, caso del Chad o de la República Centroafricana, observaréis en ambos programas una mayor presencia de territorios con una tradición musical e incluso un mercado discográfico potentísimos, como Senegal, Malí o la República Democrática del Congo. En definitiva, escucharéis las burbujeantes y entusiastas canciones de Pierre Akendengue de Gabón, Angelique Kidjo de Benín, el grupo Kotoja de Nigeria, Papa Wemba de la República Democrática del Congo, Alpha Blondy de Costa de Marfil, Amadou y Mariam de Malí, Les frères Coulibaly de Burkina Faso, el grupo Touré Kunda de Senegal y Zytany Neil que siendo originario del Congo Brazzaville recrea en su canción el pintoresco barrio marfileño de Marcory.
La mención al Marcory de Abiyán me trae a la memoria mi primer viaje al África negra (ya había estado varias veces en Marruecos), hace ahora exactamente veinte años. En noviembre de 1990 pedí un mes de permiso sin sueldo en mi trabajo y me fui a Costa de Marfil con mi amiga Paula (con la que estos días pasados recordábamos la formidable aventura), su hermano Goyo (que acaba de ser padre primerizo... ¡¡enhorabuena, Goyo!!) y Esther, una prima de ambos. Llevábamos el billete de ida y vuelta y una idea sólo aproximada de qué queríamos ver y a dónde queríamos llegar. En la entrada de la semana próxima os contaré algunos de mis recuerdos de aquel viaje deslumbrante e inaugural, pues desde entonces, irremisiblemente atraído por el encanto africano, volví varias veces a visitar otros países del continente negro. Dejadme ahora que os adelante una breve semblanza de Marcory y sus mil maquis. El maquis es un típico restaurante africano, con mesas de madera e infraestructura limitada, con comida de origen muchas veces incierto, de higiene al menos discutible y con condiciones sanitarias inexistentes, pero siempre muy apetitosa, que se cocina al pie de la calle. Pese a su precariedad, o precisamente por ello, resulta el lugar de encuentro por excelencia para dar comienzo en él a una animada noche, pues, en particular los de Abiyán, suelen funcionar también como discotecas (nada que ver con las que aquí conocemos) y albergan una multitud que canta, baila y se divierte mientras come y -sobre todo- bebe entre el calor agobiante y la humedad intensísima, que discute y flirtea, que grita y bromea y se ríe, conformando, la gente que fluye sin cesar, el humo de los puestecitos de comida, la tenue luz de los farolillos de gas en la oscuridad de la noche circundante, un panorama abigarrado, bullicioso y sorprendente, siempre ajetreado y colorista, con un ambiente ruidoso en el que la música suena sin interrupción. Guardo un recuerdo inolvidable de lo que probablemente fue mi primera noche africana (en cualquier caso la segunda: veinte años después los detalles se me escapan) en uno de esos sorprendentes y fascinantes lugares. Dentro de siete días os ofreceré algunas otras estampas de aquel viaje que acabó llevándome (en trenes locales y autobuses de línea, también en algún todoterreno alquilado), a Burkina Faso y Malí.
Precisamente, el vídeo con el que hoy cierro esta entrada nos muestra uno de estos muy atractivos maquis (en veinte años las cosas han cambiado, los maquis que encuentro en YouTube, con un ambiente ciertamente espectacular pero demasiado ‘moderno’, no se parecen demasiado a los que yo viví entonces... ni aun después, en otros países del golfo de Guinea). Antes de las estimulantes imágenes de la noche africana, otros cuatro vídeos correspondientes a otras tantas energéticas actuaciones en directo de la beninesa Angelique Kidjo, el marfileño Alpha Blondy, los malienses (la Academia sigue sin admitir el término) Amadou y Mariam, y los senegaleses Touré Kunda, todos auténticos ídolos no solo (ya sin tilde, dicen, ahora sí, los académicos) en sus propios países sino en el África entera. He estado en conciertos de los tres primeros y, creedme, olvidaos de U2 o Bruce Springsteen (a quienes, por cierto, también he visto en directo, puedo comparar), si queréis vivir una experiencia -no solo musical- inolvidable localizad la próxima actuación de cualquiera de los grandes músicos africanos y no os la perdáis. Pasado mañana, precisamente, me espera uno de esos conciertos que confío en que resulte formidable; mantengo aquí un ligero suspense, dentro de siete días os hablaré de él. Aunque los que ya me vais conociendo seguro que os atrevéis a apostar... con muchas probabilidades de acierto.
Como adelanté hace siete días, ayer noche, víspera del día de difuntos, Buscando leones en las nubes os ofreció la segunda entrega de la serie dedicada al tema de la muerte que iniciamos hace siete días. Podréis escuchar una vez más, pues, canciones algo tristes, reposadas y melancólicas, aunque bellísimas, referidas a las distintas manifestaciones, tanto reales como metafóricas, de ese penoso tránsito hacia el que todos nos encaminamos. Canciones fúnebres, por lo tanto, relativas a la muerte del amigo, a la del personaje admirado, al suicidio, al simbólico pero muchas veces intenso morir de amor, a las profundas preguntas que la muerte lanza a nuestra temblorosa cara. Canciones espléndidas de Antony, que canta como casi siempre con su grupo, los Johnsons, aunque esta vez apoyado en los arreglos de la siempre algo misteriosa Jocelyn Pook; de Emily Jane White; de Luciana Souza cuya voz suena sobre la base musical de Oscar Castro-Neves; de Maria Joâo y Mario Laguinha en una atractiva versión de una canción de U2; de Johnny Cash; de Ede Robin; de Henri Salvador; de Susan Mc Keown con Lorin Sklamberg en una impresionante combinación de las tradiciones musicales irlandesa y yiddish; de la inesperada y magnífica unión, pese a que a los puristas pueda parecer contra natura, de Nick Cave con Kyllie Minogue; de Lee Ann Womack; de Iron and Wine y Calexico; de Nina Simone en una pieza de homenaje a Martin Luther King y de recuerdo de su muerte; y de, por fin, Helena Noguerra con la que cerramos el programa.
En el apartado literario del programa, seguimos con la selección de textos extraídos del Diccionario de últimas palabras, esa divertida, pero no sólo, recopilación publicada por Seix Barral que hace el escritor alemán Werner Fuld de las declaraciones formuladas en sus momentos finales por unos cuantos cientos de personajes célebres, y otros no tanto, en las que se entremezclan la comprensible aspiración a dejar a la posteridad un legado excelso ejemplificado en alguna sentencia rotunda y brillante, con el muchas veces patético resultado, entendible también, dadas las circunstancias, de un balbuceo o un exabrupto, de una simpleza o una trivialidad banal. En casi todos los casos, como pudisteis apreciar hace siete días, el tono general es ligero y divertido, penetrado de una sutil comicidad que contrasta con el carácter grave y la profunda intensidad de las canciones.
En la sección de vídeos, de nuevo una muestra escueta pero imprescindible. Una versión más, pero como siempre espléndida, de I fell in love with a dead boy del genial Antony, esta vez con el acompañamiento de The Metropole Orchestra. A continuación, la cosmopolita Helena Noguerra cantando en portugués Morrer nos seus braços. Por último, el sombrío Nick Cave y la rutilante Kyllie Minogue por dos veces, primero en el estupendo vídeo de la canción que ha aparecido en el programa y cuyo título da nombre a la emisión, Where the wild roses grow, y luego en una actuación en vivo cantando (con Shawn MacGowan y otros músicos) el Dead is not the end de Bob Dylan que sonó en su versión original en el Buscando leones en las nubes de hace siete días.
PD.- La estupenda foto que encabeza esta entrada la he recogido de una insólita página que merece una visita y que es una demostración palpable de la verdad que encierra ese trillado lugar común según el cual en la red podemos encontrarnos de todo, hasta lo más insospechado. No os perdáis los ‘cementerios con encanto’.