LLEVO TU CORAZÓN CONMIGO
Esta semana Buscando leones en las nubes retoma su faceta más romántica con una emisión dedicada al amor. Y siendo el sentimiento amoroso el motivo central, el tema vertebrador de este nuestro más reciente programa, el acercamiento a tal conmovedor asunto lo hacemos, desde el lado literario, con una serie de poemas de autores extranjeros (la semana que viene nos ocuparemos de los españoles) que tienen en el amor su motivo principal. El amor presentado en formas y bajo enfoques distintos: el amor apasionado, el amor feliz, la rutina y la melancolía del amor, el amor fatal, el amor logrado, el amor y sus pesares, los amores encontrados, la fragilidad del amor, el amor frustrado, el amor poderoso, el amor ridículo, el amor ardiente, el amor sosegado… Jacques Prévert, Cesare Pavese, Märta Tikkanen, Henrik Nordbrandt, Ted Hughes, Irving Layton, Edward Estlin Cummings, Anne Sexton, Elizabeth Barret Browning y de nuevo Jacques Prévert, con el que he querido abrir y cerrar también nuestro programa con dos poemas preciosos, son los autores de los versos leídos.
Y engarzadas entre los poemas, recreando un ambiente, una atmósfera propicia para el amor, unas cuantas canciones preciosas, como siempre nacidas de territorios musicales diversos pero coincidentes en su extraordinaria calidad. Sus intérpretes han sido Rod Stewart, Sophie Zelmani, Adriana Maciel, Anouar Brahem, Beth Orton, Amos Lee, Maria Taylor, Damien Rice con Lisa Hannigan (cuyo intensa, bellísima y muy tierna 9 crimes suena también en el vídeo que cierra estos comentarios), Joe Cocker y Mel Waldron con Jeanne Lee.
El cuadro -genial- que ilustra esta entrada (y que no recuerdo ahora si ya os he ofrecido en alguna otra ocasión) es The birthday, pintado por Marc Chagall en 1915. En él asistimos a una de sus clásicas escenas de amor, con los amantes volando ensimismados, desafiando -eso es el amor- las leyes de la gravedad, besándose felices, ajenos al tiempo y al espacio. Las flores, los pañuelos coloridos, el pastel de cumpleaños, la mesa roja y el tapete, las ventanas abiertas al mundo, el vuelo ligero, el mágico encantamiento del abrazo de quienes se aman, la atmósfera de alegría, de felicidad incontenible... todo en el cuadro remite a la dulzura del amor, a las delicias del amor, a la maravilla del amor.
Como complemento a la emisión, mucho más amor, un amor entrañable, conmovedor, hermosísimo, en un fragmento que rezuma ternura, sensibilidad y emoción, extraído de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.
Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.
Empezó con la simplicidad de la rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de lino en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo: -Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón -dijo.
Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba bajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero si tres días imperdonables, y la furia de verse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando.
-Pues yo me he bañado todos estos días -gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.
Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos resolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A la mierda el señor arzobispo!
El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la mierda el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no se hablaban.
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de ir a dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que se levantara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular.
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