Y entre los textos, fragantes y embriagadoras canciones, en las que los olores de la nostalgia, de la juventud, de la nieve, del mar y el pescado, el olor a jazmín de la brisa veraniega, y, cómo no, el penetrante y atractivo olor de la persona amada protagonizan las historias narradas. Maysa Materazzo, Patti Smith (cuya versión del Smells like teen spirit -Huele a espíritu adolescente- de Nirvana, aparece en el programa y en el vídeo que acompaña esta entrada), Véronique Sanson, Blind Boy Fuller, Eduardo de Crescenzo, Seals and Croofts, Alfredo Zitarrosa y Walter Davis son sus intérpretes.
Un “perfumado” cuadro de John William Waterhouse, The soul of the rose, pintado en 1908, ilustra este comentario. Waterhouse es un destacado exponente del movimiento prerrafaelita, algunas de cuyas obras pueden verse en la magnífica exposición que estos días dedica el Museo Thyssen de Madrid a Alma Tadema, otro gran representante de la romántica e inspiradora “hermandad”. ¡¡¡No os la perdáis!!!
La casa de la infancia
Es 17 de noviembre de 2011 y estoy sentado a la mesa de la cocina. Fuera, la temperatura es de varios grados bajo cero. Chispea. Es uno de esos días grises que tanto me gustan. Dentro de dos horas habrá anochecido. La casa lleva más de dos años deshabitada. Desde la muerte de mi padre. La han vaciado parcialmente y limpiado. Todavía quedan muchas cosas, muebles, cajas abiertas, pilas de vajilla, bolsas de plástico que empezaron a llenarse de cosas diversas, medicamentos, papeles... La cama de mi padre ha desaparecido. La rompió al desplomarse una mañana después de ir a tomarse su café. Las escobas están de brazos cruzados. Una aspiradora que parece aburrirse ocupa ella sola el salón entero. La casa se asemeja a un cadáver que hubieran empezado a adecentar y dejado así, abandonado, sin más, ni por repugnancia ni por olvido, sino sencillamente porque había otras cosas que hacer. He dudado largo rato antes de venir a escribir este texto aquí, en la misma mesa en la que, de pequeño, hago los deberes, en esta cocina, que apenas ha cambiado, donde mis hermanas, Brigitte y Nathalie, mis padres y yo comemos, cenamos y jugamos al Monopoly, al Enano Amarillo, a los Caballitos o al Tutti frutti. En esta casa hoy hace mucho frío. No está caldeada. Ya no vive nadie. Es la casa de un muerto; en su tumba a menos de doscientos metros, al otro lado de la carretera, mi padre no debe de pasar mucho más frío que yo. Si alzo la cabeza, me reencuentro con el paisaje de mi infancia tras la ventana. Los jardines siguen ahí, aunque ahora abandonados a su suerte. Los hombres y las mujeres que los cuidaban con tenacidad desaparecieron hace mucho. Pronuncio sus nombres para que no se olviden del todo: el corpulento Hoquart, la señora Cahour, el matrimonio Monin, el matrimonio Herbeth, el señor Méline, el señor Lebon. Nuestros vecinos, los Moretti, los Claude, los Rippling, los Finot. Ya está. Siguen ahí el estanque, los prados, la corriente del Sanan, el Gran Canal y, más allá, el monte Rambetant, que desaparece entre la niebla y el cielo. Alguien ha aparcado una caravana al otro lado del sendero; una discordante mancha blanca y amarilla. Me pregunto a qué viajero esperará. Aunque puede que su dueño la dejara ahí como quien trata de darle esquinazo a su perro cuando se cansa de él. Recorro las habitaciones. Entro por el garaje, después de descorrer los tres cerrojos que mi padre puso en la puerta en sus últimos e inquietos días. Vuelvo a aspirar el olor a gasolina, alcantarilla y taller de bricolaje, aceitera, correas de cuero, cinchas. En el banco de trabajo, escrita en la madera misma, leo la frase de Einstein que mi padre convirtió en cómoda divisa: “El orden es la virtud de los mediocres”. Vuelvo a estar en mi casa, en terreno conocido. Pero después, nada. Subo al primer piso: la cocina, la habitación, el salón, la sala de estar. Abro los postigos. Voy al granero, paso por la habitación de mi hermana mayor y llego a la buhardilla, que mi padre acondiciona cuando tengo trece años. Mi habitación. Mis dominios, que se convierten en los de mi hermana pequeña al irme yo. Revestimiento de pino en las paredes y el techo, escritorio de la misma madera, moqueta verde. Me gusta esta habitación. Me recuerda los refugios de montaña, con los que sueño y que más tarde frecuentaré. Ahí tengo mi primera erección. Ahí me hago la primera paja pensando en las tetas de mi profesora de alemán de cuarto curso. Ahí me fumo el primer cigarrillo. Ahí veo durante años, en un televisor en blanco y negro, el programa de cine de Claude-Jean Philippe y ahí, por tanto, bajo el tejado, es donde conozco a Jean Grémillon, Julien Duvivier, Ernst Lubitsch, Frank Capra, Federico Fellini y tantos otros. El mismo frío avergonzado inunda todas las habitaciones, y por mucho que olfateo, me sueno varias veces para despejarme la nariz y cierro los ojos, no percibo ningún olor, ningún aroma. Nada. La casa ya no huele a nada. Mi padre se marchó llevándose consigo las que fueron las señas de identidad de este hogar. Murió, y con él el olor de la casa. Tengo frío. Es la primera vez que escribo aquí después de tantos años. Más de treinta, creo. También es la última. Pronto la casa será vendida y la pintarán de nuevo, la reformarán. La ocuparán personas que traerán consigo sus vidas, sueños, penas, angustias e inquietudes. Aquí dormirán, se amarán, comerán, se lavarán, irán al baño, arreglarán cosas, llorarán, reirán, criarán a sus hijos. Poco a poco, la casa, como maleable cera, se adaptará a ellos y retendrá sus olores. Sé que cuando pase por delante en coche o bicicleta no miraré. No podré. Cuando vaya a Sommerviller, preferiré volver la cabeza hacia la derecha, hacia el cementerio, hacia los muertos, hacia mi padre. Es triste no sentir ya nada. Es triste estar aquí, en esta casa fría que ha perdido su olor, como Peter Schlemihl perdió su sombra. Creía que me emocionaría. Incluso que lloraría, yo, que lloro por nada. Pero no. Sólo estoy sorprendido. Asombrado. No sé si quien ha cambiado soy yo o la casa. Pero ahora somos como dos extraños. En el fondo es culpa mía. Nadie me ha obligado a venir. Voy a marcharme. Volveré a cerrar los postigos, apagaré las luces y echaré los tres cerrojos. Regresaré a la vida. Aquí ya no hay sitio para mí. Acabo de comprenderlo. Y también de estornudar. Si me quedo, voy a pillar un resfriado. A “pillar la muerte", decimos aquí.
1 comentario:
Espero que pases unas felices vacaciones Alberto, al lado del mar, las sardinas y una buena copa de vino blanco, a tu favor.
Un saludo.
Publicar un comentario