martes, 29 de noviembre de 2011


PUTA POESÍA


Durante un par de semanas Buscando leones en las nubes viaja al proceloso mundo de la prostitución. Y no es que uno se sienta particularmente interesado por ese peculiar universo, al menos no desde un punto de vista personal y directo, aunque sí he pensado mucho sobre las implicaciones humanas, sociales, económicas, laborales y jurídicas del fenómeno. Quizá sean mis valores algo anticuados y hasta mojigatos pero considero que, salvo excepciones muy contadas, pagar por tener sexo, forzar -pues sin duda de eso se trata- a una mujer, a un ser humano habitualmente débil y en situación de inferioridad, a entregar su cuerpo a otra persona que en condiciones normales, sin el sucio dinero de por medio, jamás concibiría ese intercambio de humores y piel, de fluidos y carne, imponer a otra persona, con la sola autoridad del dinero, un cuerpo, una boca, unas manos, un sexo ajenos es una forma en el mejor de los casos sutil -y a veces desgraciadamente consentida- de explotación que condena a la indignidad a quien usa esos servicios prevaliéndose -así es casi siempre- de su eventual y mudable condición de superioridad proporcionada por la necesidad económica de la víctima. Especialmente sangrante el caso -sobre el que podría extenderme con numerosas anécdotas vividas en mis viajes (no lo haré, no quiero volver a parecer el abuelo Cebolleta; o el Capitán Tan, si es que hay alguien que recuerde al personaje; alguien al que aún le funcionen las neuronas, quiero decir)- de la lamentable ‘oferta de carne fresca’, de las distintas variedades del turismo sexual, en el África negra, en Marruecos, en Cuba, en Asia, lugares en los que los blancos son vistos, en muchos casos, como una mera fuente de dinero y en los que por ello, por la pobreza de sus gentes, esos mismos blancos -inmorales, a mi juicio, ya lo he dicho, quizá puritano- se aprovechan de una posición que jamás tendrán en sus países de origen. En fin, indignidad, explotación, víctimas, términos que representan de manera inequívoca mi visión de este complejo universo, al menos si lo observamos desde el punto de vista del usuario, del consumidor, del cliente. Desde la perspectiva de la prostituta, sin embargo, sólo puedo tener comprensión y reconocimiento y, aun más, voluntad de que su actividad pueda regularse convenientemente, atacando el tráfico de personas, persiguiendo a las mafias, deteniendo a los proxenetas que se lucran con el forzado sufrimiento ajeno, regularizando laboralmente y protegiendo en el ámbito de la Seguridad Social a quienes ejercen esta profesión tan habitualmente denigrada. Y, por supuesto, nada tengo en contra de las personas -me temo que son las menos- que libre y conscientemente eligen, por deseo y voluntad propios, esta peculiar forma de vida.

En fin, muchos son los ángulos de esta realidad controvertida, muchos los enfoques, los planos, las ideas a veces contrapuestas que se entremezclan, y por ello, más allá de las algo simplistas generalizaciones anteriores, no tengo demasiado claro mi propio pensamiento sobre el asunto. De modo que la reciente aparición del libro Puta poesía, publicado por la editorial Luces de Gálibo, en edición de Ferrán Fernández, me ha interesado especialmente, aparte de por sus valores literarios intrínsecos, por contribuir al debate sobre esta cuestión, necesitada, a mi juicio, de una clarificación pública que elimine los rastros de sordidez que tantas veces rodean al fenómeno. El libro nació con una pretensión de solidaridad con las prostitutas. Todos los beneficios obtenidos por su venta recaen sobre el colectivo Hetaira, una significada asociación de defensa de las mujeres que se dedican a este muy duro oficio.

En Puta poesía se recogen varias decenas de poemas que tienen al universo de la prostitución, con sus personajes y sus escenarios, con su tristeza y su sordidez, con su violencia y su ternura, con su dolor y con su rabia, como protagonistas centrales en unos casos y tangenciales en otros. La parte literaria de ambos programas se nutre al cien por cien de las intensas páginas de este interesante libro. En concreto, en la edición de esta semana se recogen poemas escritos por Ada Menéndez, Agustín Gutiérrez, Alejandro Céspedes, Ángel Muñoz Rodríguez, Ángel Rodríguez, David Leo García, Enrique Cabezón, Esther Garboni, Francisco Cenamor, Gracia Iglesias, Isabel Pérez Montalbán y Javier Seco.

Para la vertiente musical he seleccionado cerca de veinticinco canciones, que se emitirán también en las dos ediciones (las más lentas y recogidas esta noche, las más vivas y animadas dentro de siete días), que aluden igualmente de un modo más o menos directo al mundo de la prostitución. Los intérpretes de las piezas de esta semana son Billie Holiday, Sade, Donovan, Tom Waits (cuya estremecedora -pese a las imbéciles risas de la insulsa audiencia- Christmas card from a hooker in Minneapolis suena en el vídeo con el que se cierra esta entrada), Sting, Al Stewart, Townes van Zandt, Bob Dylan, Rufus Wainwright, David Bowie, Lou Reed y Elton John.



Puta poesía

martes, 22 de noviembre de 2011


RICARDO PIGLIA

Esta semana Buscando leones en las nubes tiene como invitado al escritor argentino Ricardo Piglia que pasado mañana, día 24 de noviembre, cumple setenta años. El programa lo integran algunos textos entresacados de sus novelas, citas varias -alguna de las cuales ya habían sido emitidas en otras emisiones- que permiten mostrar, en cierto modo, lo esencial del pensamiento literario de Piglia, un pensamiento, como él mismo señala en una de sus obras a propósito del de un personaje, hecho de restos, de fragmentos, de bloques astillados y también del recuerdo de viejas conversaciones. Esta condición fragmentaria de la obra del argentino, que se nutre de referencias dispersas, de textos entrecortados, de calas en textos ajenos, de interrelaciones, de trasvases, de, en definitiva, metaliteratura, es uno de los aspectos más atractivos de sus libros y, a título personal, la razón del encantamiento que cada nueva novela suya suscita en mí. Para conocer mejor el mundo de Ricardo Piglia, plasmado en magníficas obras (al menos las que a mí más me han interesado) como Prisión perpetua, Formas breves, Respiración artificial o Blanco nocturno, novela esta última por la que ha recibido el último Premio Nacional de la Critica, así como otros renombrados galardones, os transcribo una larga y esclarecedora entrevista, publicada en Letras libres y centrada sobre todo en esa última e imprescindible novela, que aprovecho para recomendaros; además os dejo el enlace a una completísima página sobre su figura.

Entre las sugestivas historias piglianas, entre sus interesantes citas suenan deliciosas canciones, con el tono recogido e íntimo que caracteriza a la mayor parte de los programas de Buscando leones en las nubes, interpretadas por Térez Montcalm, Madeleine Peyroux, Fatoumata Diawara (a la que he escogido para protagonizar el vídeo de esta semana, su delicada Fatou -Amor, en la lengua bambara de la maliense- en una grabación preciosa), Ornella Vanoni, Luisa Sobral, Tom Waits, Sophie Tucker, Amy Winehouse, Dee Dee Bridgewater, Joana Flor, Maroon 5, Lester Young y Nick Cave con The Bad Seeds.


Entrevista a Ricardo Piglia
“La experiencia artística es una pausa en la lógica de la realidad.”
Por Gastón García

Luego de trece años de la publicación de Plata quemada, la prensa anunció la aparición de Blanco nocturno con grandes titulares: "Ricardo Piglia vuelve a la novela". Pero si alguien ha desarmado los géneros hasta convertirlos en lo más alto de la literatura contemporánea en español, este es Ricardo Piglia. Así que, como dice el tango, Piglia no ha vuelto a la novela, básicamente porque nunca se ha ido. En esta plática Piglia comenta Blanco nocturno y desmenuza cada uno de los personajes y las tradiciones que lo inspiraron. Es su novela definitiva, en la que engloba obsesiones y lecturas recurrentes: un puñado de escritores (Borges, Arlt, Macedonio, Onetti, Faulkner y Gombrowicz, por supuesto), la Historia, la teoría, la literatura gauchesca, las tensiones dicotómicas, los personajes... Piglia el escritor, el profesor, el teórico, el crítico, el lector. Lee con el mismo rigor que escribe, con el mismo placer: "Narrar es jugar al póquer con un rival que puede mirarte las cartas", dice.

La crítica ha celebrado que volviera a la novela. ¿Dónde ha estado este tiempo, entonces?               
La novela es un espacio importantísimo, pero también me interesa hacer cosas que no son específicamente eso y que para mí siempre tienen conexión. Me gusta ver que hay relación entre todo lo que escribo. La novela tiene la virtud de ser un género dominante.

¿Cuál es esta virtud?             
La de poder incorporar materiales muy diversos, de absorber otras formas y otros géneros, lo que la ha mantenido muy activa desde sus orígenes. Desde el Quijote podemos decir que la novela ha dialogado con formas paralelas, o cercanas; formas que a veces pueden ser no literarias. El género tiene la cualidad de hacer que muchos textos que aparentemente no tienen nada que ver puedan ser vistos como novela.

¿Qué define a una novela?           
Después de muchos años he encontrado, si no una solución, al menos un punto de partida: lo que define a la novela son los personajes. Y creo que por ahí deberíamos empezar a pensar qué ha permitido la continuidad del género.

¿Quiere decir que lo que define la novela no es tanto la trama, sino los personajes?             
Exactamente. Los personajes de la novela tienen una característica que los diferencia de los personajes de la tragedia clásica, que reciben mensajes oraculares y palabras un poco herméticas que llegan de los dioses, palabras que entienden mal y generan todas las desventuras que conocemos. La novela es una épica sin dioses. Desde este punto de vista, entonces, es desde donde podemos analizar la novela según cómo funcionan los personajes.

Y Blanco nocturno en particular tiene una galería de personajes que parecen estar más allá de la trama. Ya ha dicho que cada uno de estos personajes es en sí mismo un género...                             
Después de acabar la novela, tuve la sensación de que estos personajes traían consigo un género. El caso más claro para mí es el comisario Croce. El género policial está ligado a él. Y él, al mismo tiempo, funciona como un imán, así que otro personaje, que se llama Renzi, se relaciona con él en la lógica de investigador-interlocutor, Sherlock Holmes-Watson. Pero también hay otros personajes, que desde mi punto de vista están ligados a cierta tradición, cierta fórmula.

Como Luca, el inventor.                  
Eso. Cada personaje trae su propia tradición. Es decir que los personajes deciden, pero no en un sentido de que los personajes tienen autonomía y hacen sus cosas, no, yo no creo en eso. Me refiero a que cada personaje funciona en el interior de eso que podríamos llamar expectativa narrativa. Al personaje de Luca, que es un inventor que persigue ciertas ilusiones, uno lo asocia con esos personajes desmesurados que están buscando soluciones imaginarias a situaciones muy reales. Y si hablamos de la épica, en mi caso quiere decir que los personajes tienen una experiencia más profunda que los lectores; es decir, no se trabaja con situaciones cotidianas, que reproducen el tipo de vida de ciertos lectores, sino que se trabaja con personajes excesivos, que siempre están en un borde, como en este caso. Luca fue el punto de partida de la novela.

¿Es un antecedente real, familiar?                    
El origen del personaje tiene que ver con una historia familiar, un primo mayor que puso una fábrica, y era absolutamente extraordinario en sus capacidades técnicas. Una tradición popular muy fuerte en un momento dado, muy ligada a la mecánica popular, ese tipo de individuos capaces de resolver los problemas mecánicos y prácticos con una habilidad notable. Yo recordaba el galpón de herramientas que había en mi casa. Era el lugar de mi padre, donde se tramaban los pequeños objetos que se podían reparar o construir. Mi primo era una expansión de esa cultura. Y en la relación personal, yo lo conocía desde la infancia, y él me hacía unos objetos rarísimos, como autos que andaban solos, aviones que volaban. Tengo un recuerdo muy intenso, y traté de trasladar esa admiración que tengo por él a la novela, de transmitir lo que supone alguien que tiene la capacidad de crear objetos para los que la realidad no está preparada. La primera intención de esta novela fue contar la vida de este personaje, que luego, con toda la variante y las significaciones que uno pueda imaginar, se convirtió en Luca.

La novela empieza con Luca.
¿La escritura, también empezó con este personaje? Yo tenía ese personaje, pero necesitaba saber cómo contar esa historia sin contar una historia familiar; no quería contarla como te la estoy contando ahora, y empecé a buscar qué tipo de trama se podía estructurar. Mi primo insistía mucho en la idea de que alguien le iba a dar un dinero para salir de donde estaba. Eso arrastró un pequeño personaje que trae dinero al inicio de la novela.

¿Es habitual que comience a escribir sus novelas a partir de un personaje?    
En mi caso las novelas empiezan a funcionar de esa manera. Con un personaje, que genera situaciones, y estas situaciones dan pie a intrigas, y a la vez otros personajes...

¿Y en qué momento de la escritura de Blanco nocturno aparece Renzi?
¿Estaba planeado? Es un personaje que se reitera en los libros que he escrito. La característica que tiene Renzi, y que a mí me es muy útil, es que tiene una voz que sé cómo funciona. Es como si yo tuviera un lugar en el libro, alguien que puedo imaginar con claridad, conocer cuál es su mirada de los acontecimientos, qué perspectiva va a dar de los hechos.

Y cualquier parecido con el autor es pura casualidad...        
Y sí. En definitiva, aunque tiene muchos elementos de mi propia vida, tiene cosas que a mí me hubiera gustado hacer y no hice. También tiene una especie de experimento con la vida. Y además, una característica de la que ahora me doy cuenta: ¡nunca envejece! Logra algo que ojalá yo pudiera conseguir.

Antes que a Renzi, en la novela nos encontramos al inspector Croce, un interlocutor natural.                
Surge naturalmente en la trama porque la novela comienza con un crimen. Croce nace de la idea de querer escribir un relato policial en el que el inspector estuviera loco, en oposición a un género donde los inspectores son idealistas, con un saber propio que les permite resolver los enigmas. Me pareció interesante un detective que como investigador resolviera los casos por medio de iluminaciones. Croce llega a unas conclusiones buenísimas, pero no las puede justificar. Con una especie de epifanía se da cuenta de lo que ha pasado, pero no puede comprobarlo, lo que siempre lo pone en problemas.

Esta locura de Croce tiene un diálogo onírico con las fantasías de Luca.       
Esas cosas nunca se calculan, solo se hacen claras cuando otros leen la novela. Este es un diálogo entre personajes que están fuera de la realidad, pero tan fuera de la realidad como cualquiera de nosotros. No podemos pensar que la locura sea tan ajena; siempre hay momentos en los que uno pierde la calma, o pierde el sistema de referencias, y se producen situaciones que uno podría considerar como irracionales. Pero en el caso de la novela, estos personajes están siempre ahí. Están instalados en un espacio como si no tuvieran vida cotidiana, como si no tuvieran nada fuera de esa obsesión.

Pienso también en la madre, que se la pasa leyendo novelas, todo tipo de novelas excepto las argentinas.          
No quiere leer novelas argentinas, no.

Dice que esas “historias ya las conoce”.          
En eso se parece a mí... La madre es un personaje lateral, que en vez de enloquecer leyendo, como es tradicional, pierde la calma cuando no está leyendo.

¿Y en eso también se parece a usted?        
También. La lectura también es un espacio de calma, de corte con la realidad. Yo tengo una teoría, porque como sabés los argentinos no tienen ideas pero tienen teorías, entonces voy a hacer una teoría sobre la locura: la locura es un exceso de realidad. No tanto una carencia de realidad, sino un exceso que pone al sujeto en situaciones muy extremas. Entonces leer un libro, estar conectado a un mundo de ficción, supone un cierto aislamiento en lo que la realidad insiste en provocar. La lectura es un espacio de calma.

¿Y para usted, la escritura es un momento de calma o de tensión?    
De calma, sí. Para mí, tiene la misma característica que yo le atribuyo a la lectura. Eso que se llama inspiración consiste en lo que uno logra cuando se aparta de la realidad.

¿Y usted cómo lo logra?                
Podríamos llamarla concentración, ese momento de inspiración en el que podés apartarte de todo, de las demandas de todo tipo, de las demandas del mercado. Cuando eso funciona, tiene una potencia propia. Mi manía es que me levanto temprano, no atiendo teléfono ni leo mails. Para mí es la condición necesaria para trabajar. Un espacio para aislarse de todas las situaciones cotidianas que interfieren. Hay otros escritores que tienen otros modos, pero a mí me da resultado esa persistencia. Recuerdo una frase de Sade, que me parece lindísima; en una de esas orgías que hay en sus novelas, uno de los personajes dice: “Hay que poner un poco de orden en nuestra pasión.” Me parece muy linda la definición, y en mi caso se trata de esto, también, de poner un poco de orden en nuestra pasión. Y como ves, con resultados pésimos durante mucho tiempo, no es que uno se siente y funcione, sino que esa lógica, paradójicamente, es un elemento básico de la creatividad, en el sentido de estar a la espera. Estar a la espera es una actitud importantísima, como quien va a cazar patos. Eso, a la larga, da resultado. Dicho esto, no quiero decir que estuve trece años escribiendo esta novela todos los días, de nueve a una de la tarde. Es que también hago muchas cosas, pero cuando estoy escribiendo trato de que las mañanas estén lo más liberadas posible. En un punto se parece a la lectura, por la cualidad que tiene la lectura de luchar contra la interrupción. La interrupción es un tema de la cultura contemporánea.

Explíquenos...              
En la tradición de las lecturas y de las escenas de lecturas, la interrupción aparece siempre como una amenaza. En las interrupciones uno también puede encontrar un camino muy rápido hacia cierta obsesión. Lo que le dice Gombrowicz a los escritores en el prólogo a Ferdydurke: no se esmeren tanto con la prosa, porque de pronto ustedes escriben una frase perfecta y cuando el lector la está leyendo hay una mosca que lo molesta y no lee la frase. Esto quiere decir que uno no controla nada. Pero sí hay un espacio donde la interrupción está en cierto sentido fuera de escena. La interrupción tiene que ver con las lecturas y las escrituras contemporáneas. Yo siempre recuerdo una vez que fui a ver a Manuel Puig y estaba escribiendo en la cocina mientras la madre hablaba con él y él veía una telenovela. Él escribía, y la madre le traía mate, y conversábamos y ahí estaba la tele. Es una escena bastante contemporánea. Es muy común que alguien tenga el Facebook o los mails, o que esté escuchando la radio. La idea de qué es la concentración o en qué consiste la interrupción es personal. Leía el otro día que las grandes corporaciones están preocupadas porque los que trabajan en sus oficinas son interrumpidos, se preocupan por cómo la gente vuelve al estado de concentración para trabajar. Hay recomendaciones muy cómicas, como que tomen nota de lo que estaban haciendo en el momento de ser interrumpidos. Están pensando a ver si pueden manejar la interrupción. Entonces yo creo que la cuestión de la interrupción es un tema muy interesante para debatir. Está ligado a lo que podríamos llamar la experiencia artística, que creo que también es una pausa, una pausa en la lógica de la realidad, del mercado. De modo que si yo tuviera que referir eso a mi experiencia, no veo que haya diferencia entre las condiciones en las que escribo o en las que leo. Aunque es mucho más fácil leer que escribir.

Volviendo a los personajes de Blanco nocturno, hablemos ahora de las gemelas Belladona.
¿Cómo elige esos apellidos? Es una familia italiana, sin dudas. Yo tengo tantas historias familiares que ya no me va a alcanzar la vida para contarlas. Las familias son maquinarias narrativas extraordinarias. Siempre hay figuras que se repiten: el que se fue, la soltera, el que perdió todo en el casino. En el caso de las hermanas empecé a pensar que las relaciones familiares tenían que tener un lugar y por lo tanto Luca tiene dos hermanas. Pero me interesó ver si podía alterarse esta lógica de representación de las mujeres en la ficción. Tengo la sensación, sobre todo con lo que han escrito muchos hombres y algunas mujeres, de que el mundo de las mujeres es el de la cotidianidad, con una particular inocencia. En este sentido, son siempre los hombres los que mueven la trama: persiguen a una mujer, son abandonados por una mujer, etcétera. Yo quería que en la novela fueran ellas las que activan la trama, las que buscan a los hombres, las que están detrás del dinero que llega. Las mellizas son mujeres malas, en el sentido de adjetivo calificativo benéfico. ¿Qué quiere decir una mujer mala? Siempre son más interesantes que las mujeres buenas.

Como las mujeres de Macedonio, como las del tango...                
Si no fuera por esas mujeres, no habría tango. Y uno se enamoraría menos, porque uno nunca se enamora de la persona que le conviene, si no sería sencillísima la vida. Las hermanas Belladona tienen otra característica que podríamos llamar pigliana: son mellizas. Hay características que uno no maneja conscientemente. Son mellizas, y yo no sé por qué. Insisto, cuando uno habla de la novela que ha escrito, parece que tiene las cosas mucho más claras que cuando las escribió. Lo de las mellizas me hace pensar en ese doblez que se repite y que ya se ha señalado: una dicotomía presente en toda su obra, empezando por su nombre completo, del que se desprende el nombre del autor y del personaje. Las dos caras, los títulos de sus libros, el campo y la ciudad... No parece que fuera casualidad. No, seguro que no. Cuando uno escribe una novela, no es nada sutil. Las novelas trabajan con un campo material que todavía no está pensado. Estos materiales conectan ideas, y son siempre un poco menos sutiles de lo que podrían ser si uno empezara a reflexionar. Un escritor puede hablar de lo que ha escrito si cuenta cómo lo hizo, no si intenta explicar qué significa lo que hizo. A mí me molesta cuando los escritores aparecen definiendo lo que hay que leer en su novela. En cambio me interesa mucho cuando un escritor cuenta cómo ha hecho las cosas. Creo que eso nos interesa a todos, como cuando un pescador cuenta cómo hace su trabajo, si sabe contar su oficio. Ese tipo de saber sobre una práctica siempre se agradece.

¿Y la dicotomía del campo y la ciudad, que aparece también en Blanco nocturno?                
Empecé la novela con una historia que no sucedía en un pueblo. La empecé con Renzi encerrado en una casa, en un momento de crisis personal, leyendo sus diarios y espiando a una vecina. Tienen una historia. Y lo primero que le dice la vecina es que dejara de aislarse, y le va contando la historia de su hermano. Finalmente lo lleva a la fábrica. Esta fue la primera versión del libro. La cuestión de trasladar la trama a un pueblo de campo activó una serie de cuestiones que estaban implícitas, como una fábrica en medio de la pampa. Luego, la Argentina. Me tardé tanto tiempo en escribir la novela que a la mitad apareció lo que se llamó la crisis del campo, y que reactivó, más allá de la cuestión política, la mitología del campo. Reaparecían esos personajes que hablan con sentencias a lo Martín Fierro. Son siempre sentencias de una filosofía que no se entiende, como por ejemplo: “Cuando el sol sale, será que va a amanecer.” Empezaron a aparecer ese tipo de personajes que decían cosas por el estilo: “El campo es nuestro”; no hablaban de la situación real, que era una cuestión de impuestos. Estas cosas influyeron en el momento de resolución de la novela. Algunas de las cosas que se discutían empecé a ponerlas en boca de los personajes. Alguien dijo alguna vez: “Si vienen las elecciones no hay problemas porque subimos los peones a las pick-ups y los llevamos a votar.” Si era una cuestión de resolución democrática, llevaban a la gente y le decían por quién tenía que votar. Son tensiones que uno puede encontrar en la historia argentina desde que empezó el conflicto, hace más de un siglo, entre quienes tienen la tierra y quienes quieren un país moderno. Pero yo no tenía la intención de testimoniar eso, sino simplemente de incorporarlo al conflicto de la novela, que era similar.

Aquí lo interesante es que la historia transcurre en los años setenta, una época particular en la que el campo también tuvo un papel importante.               
En todos los momentos claves de la Argentina los dueños de la tierra, que son poquísimos en relación a la cantidad de campos que controlan, han tenido un papel clave. Muchas veces hemos pensado que el proyecto que inició Sarmiento tenía como objetivo que los inmigrantes ocuparan la tierra, como se hizo en Estados Unidos, tal como cuenta la épica western. Pero cuando llegaron los inmigrantes el campo ya estaba dividido entre los terratenientes y tuvieron que amontonarse en las ciudades, lo que dio una realidad muy diferente. Todo esto daba un contexto que funcionaba muy bien para la novela, ya que siempre nos enfrentamos a dos problemas: dónde se la localiza y en qué tiempo sucede. Es el punto de partida de cualquier narración. Y hay un momento muy interesante de Argentina que es 1972, cuando Perón amenaza con volver del exilio y no se sabe si va a volver; un momento de incertidumbre histórica.

¿Y el lugar en el que transcurre Blanco nocturno, este pueblo, se parece algo al Adrogué en el que nació?          
No, más bien se parece a un pueblo que se llama Bolívar, donde yo pasaba los veranos. Allí tuve una experiencia muy fuerte de lo que es la vida en el campo. Cuando uno es chico tiene experiencias que persisten en el tiempo. Muchas de estas vivencias aparecen en la novela. Por ejemplo, la noche en el campo que no puede ser como la noche en la ciudad. En el campo argentino uno percibe la llegada de la oscuridad con todos los sentidos. Esas cuestiones que había vivido permitieron dar cierta precisión a lo que contaba de la llanura. Una sensación particular.

¿También iba a cazar liebres?         
Los tíos me llevaban a cazar liebres, sí. Llevábamos una luz, porque como sabés las liebres se paralizan cuando las iluminan en la noche. Está toda la euforia de cazar y llega ese momento que es muy perturbador. La idea de Blanco nocturno fue un animal en la oscuridad de pronto iluminado e inmóvil esperando que lo maten.

En un momento del libro, Sofía y Renzi hacen un recuento de las cosas, y se preguntan cómo se llama todo eso. “Se llama la vida”, dice Renzi. ¿Cómo trata la vida a Piglia? A este Piglia que cumple setenta años, se jubila, vuelve a la novela...                        
El primer punto es que uno envejece. Más o menos todos sufrimos las mismas desdichas y las mismas felicidades. Si hay algo que yo puedo recordar con alegría es que cuando tenía diecisiete años quería escribir novelas, y por fin logré escribirlas. Es algo muy importante en mi vida.





Ricardo Piglia

martes, 15 de noviembre de 2011


VUELVEN LOS CABEZAS PARLANTES

Como mi ajetreada vida laboral no me deja ahora mucho tiempo para explayarme en estas entradas me limitaré a deciros, pues, que esta semana os ofrezco la segunda parte de la serie dedicada a recordar la música de los Talking Heads, el magnífico grupo de los ochenta que se despidió de sus todos seguidores hace ahora veinte años. En la emisión suenan una decena de canciones de la banda, con sus correspondientes letras, en una muestra variada de su producción musical, contenida en ocho discos de estudio. Las piezas que podréis escuchar son Slippery people, Heaven, Wild wild life, This must be the place (naïve melody, The great curve, Puzzlin’ evidence, Found a job, Memories can’t wait, Making flippy floppy y Take me to river, la única que no es creación del grupo sino una versión -memorable y apoteósica versión, grabada en un concierto- del clásico de Al Green.

Podemos también acercarnos al peculiar universo de los bustos parlantes (la traducción más adecuada, a mi juicio, del nombre del grupo) a través de las en mi opinión no demasiado interesantes letras de sus canciones, con un sentido algo surrealista del que dan buena cuenta las traducciones de Laura Varela, sin cuyo estupendo trabajo no hubieran sido posibles ninguno de los dos programas de la serie.

Para que esta entrada no quede excesivamente austera os dejo un magnífico artículo sobre el grupo, publicado en 2006 por el escritor argentino Rodrigo Fresán en la revista Letras Libres. Antes, el vídeo de Road to nowhere que menciona Dave Eggers en el texto de Fresán.


Talking Heads revisitados: ganar la(s) cabeza(s)

¿Por qué cantaban? Los Talking Heads cantaban porque “La gente como nosotros va a conseguirlo porque / No queremos la libertad / No queremos la justicia / Tan sólo queremos alguien a quien amar”. O porque –oír “Nothing Flowers”– en un paraíso recuperado y vegetal y utopista se permitían afirmar que “Extraño a Pizza Hut”. O porque les gustaba dedicar encendidas y apasionadas odas a la televisión. Y, de acuerdo, Talking Heads fue una de las bandas más irónicas y cínicas y psycho-pop y etno-vanguardistas de todos los tiempos, mutando de disco a disco, orbitando desde las luces de la Nueva York yuppie / warholiana hasta las oscuridades rítmicas de cyber-África para casi acabar fundando, tal vez sin darse cuenta, los corrales del avanguard-country. Pero los Talking Heads también estaban poseídos por un tan inesperado como clásico sentimiento amoroso, entendiendo a la tan rimable palabra love a veces como idea, otras como animal, en ocasiones como objeto o sujeto y, siempre, como el más sólido y vivo y sanguíneo de los fantasmas. Digámoslo: por su capacidad en tan corto tiempo para inventar y cambiar y sorprender sin nunca dejar de ser ellos, Talking Heads fueron lo más parecido a los Beatles que haya sucedido después de los Beatles. Y –como tales– tuvieron un gran principio y una historia convulsa y un final tan difuso como tormentoso (buscarla y encontrarla en el tan inteligente como deliciosamente chismoso Fa Fa Fa Fa Fa Fa: The Adventures of Talking Heads in the 20th Century, de David Bowman) así como, claro, una influencia virósica pero saludable; y por ahí andan ahora Franz Ferdinand, The Arcade Fire y, muy especialmente, Clap Your Hands Say Yeah.

Y por ahí siguen funcionando –tan conmovedores y fuera del tiempo y del espacio como el primer día– sus ocho álbumes de estudio grabados entre 1977 y 1988. Más que buena prueba de ello fue él éxito de la caja Once in a Lifetime (antología incluyendo rarezas y videos editada en el 2003) y, a finales del año pasado, la reedición de la obra completa remezclada en Advanced Resolution 5.1 Surround Sound y Advanced Resolution Stereo + Dolby Surround dentro de un cubo blanco con letras en bajorrelieve. Ahora vuelven a salir cada uno de sus títulos por separado. Todos –desde el sencillo pero psicótico Talking Heads: 77 hasta el elegante pero complicado Naked funcionando como una suerte de Abbey Road y summa estética– en formato doble, en dos nuevas y poderosas mezclas, incluyendo temas perdidos y demos y clips y abundante material gráfico y –tal vez lo más interesante de todo– variados testimonios de influyentes influidos entre los que se encuentran las palabras de músicos (Michael Stipe de R.E.M. y Andy Patridge de XTC). Pero –fundamentalmente, ver y leer extractos más abajo– lo que aparece una y otra vez es el agradecimiento de escritores que se formaron y se deformaron escribiendo con Talking Heads como música de fondo. Toda una generación que incluye a gente como Rick “La Tormenta de Hielo” Moody y Mary “Secretaria” Gaitskill y Daniel “Lemony Snicket” Handler. Porque también hay que decirlo: pocas veces hubo una banda más “literaria”. Letras como poesías, canciones como cuentos (oír Little Creatures o True Stories), conciertos como show musical de Beckett (ver Stop Making Sense) y el todavía hoy insuperable Remain in Light (con una ayudita de Brian Eno quien, sorpresa, es una de las fuerzas creativas en el inminente nuevo trabajo de Paul Simon) como la Gran Novela Sónica y americana de los ochenta.

Como bien escribió y describió alguien: “música que asusta y divierte al mismo tiempo, letras para pensar y bailar al mismo tiempo”. O como bien puntualiza Bowman en la última página de su bío de la banda: “Los Rolling Stones le cantaban a nuestras caderas. The Supremes le cantaban a nuestros corazones. Dios sabrá a qué parte de nuestro cuerpo le cantaban Dylan y The Band en 1966. Pero entre 1974 y el principio de los 90, los Talking Heads le cantaban al interior de nuestras bocas”.

Ahí están, aquí están, abran la boca –teman, rían, reflexionen, dancen– y digan: “ahhhh”.

Rick Moodys: Son los setenta –la noche de año nuevo de 1978– y estamos en el concierto del Beacon Theatre de esta banda que se llama Talking Heads y somos demasiado jóvenes. Y nos da rabia habernos perdido las noches del CBGB cuando Television tocaba allí todas las semanas o Patti Smith contaba chistes entre canción y canción… Y tenemos 17 años y sabemos lo ridículo que es el amor y no somos buenos en ningún deporte… Pero sabemos cómo decodificar esto de los Talking Heads y de una canción como “Warning Sign” que nos habla a nosotros y nada más que a nosotros y que nos obliga a bailar sobre las contradicciones, la crisis de los rehenes, las elecciones y la posibilidad de una destrucción mutua y total. Reconocemos el fraseo del cantante, el escepticismo, el disgusto, el peinado, reconocemos todo esto porque nos hemos parado frente a espejos y nos hemos visto iguales así que ok, bailemos, porque brotan extrañas emanaciones de todas estas canciones… El éxtasis reside en decir algo auténtico y ahora los Talking Heads tocan su vieja canción sobre un psycho-killer, una canción en llamas y aunque no sepan cómo tocar un solo de guitarra, la canción toda es un solo de guitarra y después del solo de guitarra que no es un solo de guitarra, el tipo que canta ululando dice la única cosa que dirá en toda la noche y esa cosa es: “Uh, supongo que debo decir feliz año nuevo”. Y así se nos da la bienvenida al principio del fin de los años setenta.

David Eggers: Un amigo mío tenía uno de esos casetes promocionales con Talking Heads: 77 de un lado y More Songs About Buildings and Food del otro. Recuerdo que venía dentro de una especie de caja de papel. Era un objeto asombroso. Y así fue cuando, alrededor de los doce años, conocí a la banda. Y pensé que la gente que cantaba en esos discos tenía que estar loca. Yo había sido educado en el paisaje de cuento de hadas de las canciones de Crystal Gayle y John Denver y Billy Joel, y entonces escuché “Don’t Worry About the Government”, y me llevó meses entender sobre qué demonios hablaba Byrne. No existía ningún precedente real a lo que él hacía con las letras de esas canciones. Al menos eso me parece a mí. Cantaba sobre trabajar en un edificio, pero aun a mis doce años yo estaba seguro de que David Byrne no podía trabajar en un edificio así. Así que me veía obligado a conciliar entre ellos a demasiados elementos confusos: ¿por qué cantaba sobre un edificio como ése? Y tenía una voz tan extraña… ¿Nadie le había dicho algo al respecto? ¿Y cómo es que sonaba tan feliz? ¿Y cómo era que, con esa voz, le cantaba a ese edificio? Yo no había oído en ninguna otra parte canciones sobre los colegas del trabajo y las máquinas de las oficinas. Eso fue, estoy seguro, lo que un amigo mío años después definió como “vanidad haute”. Y sigo pensando hoy que ese es un buen término para lo que, líricamente, hacía entonces Byrne. Hasta el día de hoy, esas palabras continúan siendo algunas de las palabras más extrañas jamás cantadas por un hombre. Yo tendría unos 16 años cuando salió Little Creatures. Y me pasaba mucho tiempo viendo los dos programas de videos que pasaba la televisión de mi pueblo. Friday Night Videos y otro en el Canal 60. Era lo único que había hasta que llegó el cable más o menos en 1990. Así que yo ponía Friday Night Videos y esperaba y esperaba hasta que pasaban el video que me gustaba y, entonces, lo grababa. Recuerdo ver y grabar “Road to Nowhere” y pensar que era, de lejos, el mejor video jamás creado. Para absorber el poder y el conocimiento de este video, acabé desarrollando un ritual: llegaba a casa de la escuela, metía el video y corría hasta la heladera a buscar un helado marca Klondike. Le quitaba el envoltorio con mucho cuidado y entonces presionaba play. No tengo la menor idea de por qué tenía que ser un helado Klondike, pero así era la cosa, al menos por un par de meses. (Nota: hace poco volví a ver el video –sin helado– y seguía siendo igual de bueno).

Jonathan Lethem: Escuché el tercer disco de los Talking Heads, titulado Fear of Music, hasta el punto de destruir el vinilo, entonces lo reemplacé con una copia nueva. Memoricé las letras, memoricé las letras de todos los otros discos de Talking Heads, vi a los Talking Heads en vivo cada vez que pude, y cuando me llegó la hora de ir al college puse un cartel en la puerta de mi dormitorio con una flecha apuntando a un costado, hacia el fondo del pasillo, donde habitaban los fans de Grateful Dead, en el que se leía “Dead Heads” y otra flecha apuntando al cuarto que compartía con un camarada fan donde se leía “Talking Heads”. En su punto más alto, en 1980 o 1981, mi identificación con la banda era tan absoluta que me hubiera gustado que el álbum Fear of Music ocupara el sitio de mi cabeza para que todos los que me rodeaban supieran exactamente dónde estaba yo, cómo me sentía y en qué pensaba.

Mary Gaitskill: Escuchar Remain in Light equivalía a conocer al enemigo y descubrir, de pronto, que en realidad era un aliado. Era como si la forma dura e inteligente de sus viejas canciones hubiera reventado y algo goteara de ahí adentro, algo que siempre había estado allí. Escucharlo era como entrar por una puerta muy pequeña para ir a dar a un ambiente enorme, lleno de puertas y de ventanas que conducían a otros sitios. A veces la música sobrevolaba estos sitios y a veces los atravesaba. Un mundo podía ser la gasa a través de la que espiabas otro mundo y entonces había otro mundo más allá. Yo podía ser la persona caminando por la calle o tomando el té; y de pronto podía ser la persona mirando hacia adentro que no sabía quién era, una y otra atravesándose, viendo sin ver. Yo cambiaba de forma y no era algo accidental, y esta música no sólo comprendía eso sino que lo celebraba. Narraba algo que estaba ocurriendo en mi interior, y algo que estaba sucediendo en el mundo, todo el tiempo.

Daniel Handler: Hoy en día todos conocen el bla bla bla sobre los Talking Heads. ¿Saben a lo que me refiero? Bla bla bla energía punk bla bla bla Brian Eno bla bla polirritmos africanos bla bla bla arte bla genio bla banda fundacional en la historia de bla bla bla. Y todo es verdad. Pero si te limitas al bla bla puedes correr el riesgo de pensar que Speaking in Tongues es algo para poner dentro de una vitrina en el Museo de Historia Natural. No, no, no, Speaking in Tongues es algo para poner en los altoparlantes cuando el museo está cerrado para que el vigilante nocturno pueda bailar con la serpiente de dos cabezas y el esqueleto de dinosaurio pueda levantarse de entre los muertos y reunirse con todos esos linces embalsamados en el ala de mamíferos norteamericanos. Puse este disco para escribir estos apuntes, y empecé un poco bla bla bla, todo sobre esa chica que conocí en la secundaria y me llevó a ver Stop Making Sense en el Parkside Theater y cómo bailamos juntos frente a la pantalla tan brillante, y después me lamenté por cómo el Parkside acabó convertido en un jardín de infantes y después se transformó en un restaurante de cuarta y después nada y dónde estás ahora, Becky Davis. Pero entonces empezó a sonar “Making Flippy Floppy” tuve que dejar mi lapicera y ponerme a bailar en mi pequeña oficina. Sí, bailé solo. Sí, en mi pequeña oficina. Sí, con mis manos en alto. Esto es Speaking in Tongues, bla bla bla, ¿entiendes a lo que me refiero?

Chris Carroll: True Stories trata sobre ir envejeciendo (no sobre ser viejo) y sobre hacer las paces con las cosas que te enojaban mucho hasta hace apenas unos pocos años atrás. Trata sobre comprender los placeres de los sueños, del amor, y de la diversión pura y simple. Los Grandes Temas (libertad, justicia, y todo eso) importan, pero sus soluciones surgen de los valores y sentimientos más personales.

Maggie Estep: Cuando Naked salió a la venta, yo estaba de regreso en New York, trabajando como chica de la limpieza en un club nocturno y pasando las mañanas escribiendo novelas pornográficas de ciencia-ficción. Yo quería el nuevo disco de los Talking Heads pero estaba en la ruina y hacía tiempo que me había reformado, por lo que ya no robaba en los negocios. Así que revisé mi colección de discos para ver qué podía vender y me fui hasta St. Marks Sounds, donde me dieron dos dólares por cada uno de mis viejos long-plays, y junté lo suficiente para comprarme Naked. Me lo llevé a mi madriguera. Mi compañera de cuarto había salido. Mi equipo de sonido ya no daba más, pero se las arregló para entrar en acción. Puse el disco. Y bailé. Y el resto del mundo desapareció.

(Traducción y adaptación de los textos por R. F.)




Vuelven los cabezas parlantes

martes, 8 de noviembre de 2011


EL NOMBRE DE ESTA BANDA ES TALKING HEADS

Durante dos semanas Buscando leones en las nubes se aparta de sus señas de identidad más reconocibles para adentrarse en el peculiar universo de una banda legendaria, los Talking Heads. Y ello -lo relativamente insólito de la opción elegida- es así porque ni en la música ni en los textos hay demasiadas semejanzas con nuestros planteamientos más acostumbrados. Por un lado, en la llamada parte literaria de estas dos emisiones os ofrezco las letras de algunas de las canciones del grupo, unas letras -y aquí está la primera diferencia con nuestra pauta habitual- que, a mi juicio, no tienen apenas interés (eso en el caso de que puedan entenderse, lo cual con bastante frecuencia dista mucho de suceder). Nunca fui demasiado consciente de sus textos (nunca lo soy, en general, cuando oigo canciones: me interesan tan sólo los aspectos puramente musicales), aunque su música siempre me entusiasmó, desde la primera vez que tuve noticias de ellos, creo que en 1979 o 1980. Os las ofrezco ahora, no obstante, en la versión de Jorge Arnaiz y José Manuel Gómez, autores de un curioso libro sobre el grupo publicado en 1988. Como las traducciones son bastante defectuosas, he contado con la revisión de Laura Varela Rodríguez que ha volcado al español también, en solitario, las letras de la mayor parte de las canciones del segundo programa. Pese a los esfuerzos y a la pulcritud de la traductora, los textos son, como digo, bastante crípticos, con imágenes que rozan el surrealismo y, en cualquier caso, como digo, de -para mí- muy poca enjundia. La segunda gran diferencia con nuestro ‘estilo’ más usual reside en que estas canciones son, en la mayoría de los casos, exultantes, extraordinariamente animadas, efervescentes, a veces ruidosas, siempre movidísimas, muy bailables, llenas de un ritmo pegadizo, primario, casi tribal, y ello a pesar de su carácter muy sofisticado, muy intelectual, y de estar repletas de hallazgos y experimentos musicales.

De modo que letras pobres o de muy escasa entidad, pues, y música festiva, estimulante y eléctrica... la antítesis de los parámetros más fácilmente identificables en los que se desenvuelve Buscando leones en las nubes: el recogimiento y el sosiego, la sensibilidad y el intimismo, la melancolía y la tranquilidad...

Y sin embargo, pese a que ello me iba a obligar -como así ha ocurrido- a forzar un poco el marco de referencia más frecuente en nuestras emisiones, quería dedicar estos programas -ahora que finaliza 2011, pasados veinte años de la separación del grupo- a una banda que fue esencial en mi juventud, de la que tengo todos sus vinilos (en efecto, vinilos... ¡¡qué época aquella!! Tempus fugit: los miembros del grupo tienen todos -salvo su líder, David Byrne, que nació en 1952- más de sesenta años), a la que siempre deseé -sin éxito- ver sobre un escenario (su doble álbum de 1982, grabado en vivo, The name of this band is Talking Heads, es uno de los más gloriosos discos en directo que he escuchado jamás y despertó en mí, como lo habrá hecho en miles de jóvenes, el deseo de poder reproducir esa experiencia en primera persona y sin la, pese a todo, pobre mediación del disco). Me queda el consuelo de un concierto de su miembro más destacado, el muy inteligente y genial David Byrne, compartiendo cartel con la brasileña Margareth Menezes, en Madrid a finales de los ochenta.

Y es que la música de los Talking Heads, lo comprobaréis si escucháis los programas, es magnífica. Guitarras afiladas, poderosísima base rítmica, con el deslumbrante bajo de la sosa Tina Weymouth punteando el desarrollo de las melodías -casi siempre muy nítidas y contagiosas- con el apoyo de la contundente batería de su marido, Chris Frantz. Además, unos teclados envolventes, de los que era responsable Jerry Harrison, que también tocaba la guitarra, creando un denso clima sonoro como fondo a la voz siempre algo histriónica de David Byrne, la indudable cabeza pensante de estos Talking Heads que empezaron siendo un grupo de culto pero que acabaron encabezando incluso las listas de ventas. Una música repleta de inequívocas influencias negras, con referencias al soul y a la música africana, con guiños más que explícitos al universo sonoro latino, con propuestas mestizas. Una música que no teme incurrir en experimentos varios, estableciendo múltiples pasarelas con vanguardias artísticas y musicales. Con los Talking Heads colaboraron de diversas maneras, entre otros, Brian Eno (con el que Byrne publicó un disco esencial, un hito en mi modesta trayectoria de amante de la música: My life in the bush of ghosts), Adrian Belew, Robert Fripp, Phillip Glass. Su influencia es notable en la obra de numerosos artistas posteriores (Radiohead, por ejemplo, debe su nombre a una canción de los Talking Heads). En fin, encontraréis en internet muchos excelentes comentarios sobre el grupo... De esa música excepcional y singularísima podréis escuchar, en la emisión de esta semana, una muestra formidable: And she was, Burning down the house, Crosseyed and painless, Mr. Jones, Love for sale, Life during wartime, Television man, Girlfriend is better, Listening wind y Road to nowhere.

Y en la sección de vídeos, una maravilla. La película completa que Jonathan Demme (el director de El silencio de los corderos, Filadelfia y también Algo salvaje, por citar otra película vinculada a los Talking Heads, con participación de David Byrne y Jerry Harrison en su banda sonora) dedicó en 1984 a un excepcional concierto del grupo (en realidad, tres conciertos superpuestos, podríamos decir). No deberíais dejar de ver (sobre todo los más jóvenes, los que no tuvisteis la posibilidad de disfrutar de la banda en su época) esta colosal, deslumbrante, originalísima, sorprendente y genial maravilla, Stop making sense. (Los problemas que me he encontrado en las últimas semanas en embedr, el elegante sistema de presentación de vídeos que utilizo habitualmente, me obliga a ofreceros la película en otro formato. Espero que funcione).





El nombre de esta banda es Talking Heads

martes, 1 de noviembre de 2011


NADA QUE TEMER


Mañana se celebra el Día de Difuntos, y en estas fechas, una de nuestras costumbres más notables y que se ha venido repitiendo con cierta asiduidad, aquí en Buscando leones en las nubes, es dedicar en estos días alguna emisión a reflexionar, con ocasión de la efeméride, acerca de la muerte, una realidad obviamente consustancial a la propia vida pero a la que parece queramos dar la espalda, como si una suerte de temor irracional nos impidiera encarar lo que sin ninguna duda será nuestro destino final. Para ello en la parte literaria del programa, se recogen algunos fragmentos de Nada que temer, la última obra publicada en España de Julian Barnes, como siempre por Anagrama (que ya debe estar a punto de ofrecernos la más reciente, The Sense of an ending, con la que ganó hace unos días el Man Booker Prize), y que gira sobre el mismo eje central que nos ocupa esta noche, la muerte.

Repararéis en que me he refugiado, en la frase precedente, en el genérico ‘una obra’ sin adentrarme en vericuetos clasificatorios más intrincados. Y es que Nada que temer se resiste a la fácil simplicación de los géneros. Teóricamente, podríamos adscribirlo a lo que los británicos han llamado, en expresión también importada en nuestro país, literatura de ‘no ficción’. Pero teniendo en cuenta de que en esa rúbrica caben tanto las abracadabrantes memorias de un famosillo de la televisión como un compendio de recetas de cocina, tanto el último disparate más o menos esotérico de Paulo Coelho como un delirio iluminado sobre la guerra civil, se puede comprender que deba afinar más mis planteamientos si quiero situaros con precisión el libro. En realidad, este Nada que temer, que la editorial ofrece en la solvente traducción de Jaime Zulaika, es un híbrido, una mezcla de géneros: ensayo, autobiografía, memorias, reflexiones literarias. La wikipedia la califica de ensayo; yo, en la emisión, la he presentado como novela, en una interpretación ciertamente teñida de una ligereza fruto de los flexibles límites en los que se desenvuelve el género, que cada vez acoge más variantes en su seno. Pero en fin, una vez más, qué nos importan las etiquetas, no es el continente y sí el contenido lo relevante, y os aseguro que éste, el caudal de información, de reflexiones, de humor, de brillantez literaria que se encierra en las doscientas cincuenta páginas del libro de Julian Barnes resulta altamente estimulante, y ello pese al tema principal sobre el que gravita todo el libro, ni más ni menos que la muerte, esa muerte en relación a la cual dice el autor que, al menos en principio, nada habría que temer.

Sin embargo no es del todo así. En el año 2006 Julian Barnes cumplió sesenta años y la entrada en esa decisiva década de su existencia (todas lo son, pero a medida que el tiempo pasa, la trascendencia de los años se acentúa, tal y como quizá muchos de vosotros habréis experimentado) le llevó a recoger por escrito sus pensamientos, sus meditaciones, su indagación en los vericuetos de su propia identidad, su perplejidad, su desconcierto, sus certidumbres (pocas), sus emociones (también pocas en un escritor tan aparentemente racional), en fin, sus miedos, ante la muerte. Escribir sobre la muerte no aumenta o disminuye el miedo que le tengo, confiesa.

El libro se plantea como una larga e ininterrumpida divagación en la que comparecen los temas esenciales del universo literario del inglés: la familia, la obra de otros escritores, la literatura en general, la religión, el arte, la filosofía, Dios. No creo en Dios, pero le echo de menos, así da comienzo, significativamente, el libro. Y todos esos asuntos aparecen enlazados en un envolvente hilo narrativo, en un discurso muy fluido que va y viene, que vuelve sobre los temas una y otra vez, que se reitera, que incide en algunos elementos que se repiten, al modo de una pieza musical en la que se reconocen ciertas frases, ciertas notas, ciertos acentos, que surgen aquí y allá, y que hacen discurrir muy eficazmente el relato, que avanza entre digresiones y desvíos, dotándolo de una agilidad y una apariencia de sencillez que son marca del autor, pero que esconden, sin embargo, una compleja arquitectura.

En Nada que temer Julian Barnes habla de la vida de su familia, de su infancia, de su hermano filósofo, al que introduce como interlocutor, y por tanto como personaje literario, en la obra, de sus recuerdos de sus padres (comprensivo con su progenitor, despiadado a veces en lo que afecta a la memoria de la madre)... pero el libro no es una autobiografía. Por cierto, escribe, esto no es mi autobiografía. Tampoco es la búsqueda de mis padres (....). Lo que estoy haciendo, en parte -y que puede parecer innecesario-, es intentar comprobar hasta qué punto están muertos.

Más allá de la intrahistoria familiar, sus meditaciones sobre la muerte se anclan también en la obra de escritores que tuvieron a nuestra condición mortal como objeto de sus reflexiones e incluso de sus obsesiones. El libro, interesantísimo también aunque sólo fuera por este enfoque, aparece trufado de infinidad de citas de numerosos autores que aportan sus visiones de la muerte: Stendhal, Montaigne, Flaubert, Somerset Maughan, los hermanos Goncourt, Alphonse Daudet, y, sobre todo, Jules Renard, de cuyo diario se hacen abundantes y sustanciosas transcripciones. Algunas de esas citas aparecen en el programa entreveradas con fragmentos debidos al propio autor.

Y en este entramado de falsa autobiografía, historia familiar, referencias literarias y pensamientos personales del autor, surge también el muy sutil y divertido humor británico de Barnes, de tal manera que la distancia irónica con la que de un modo demoledor relativiza cualquier sombra de grandilocuencia en el tratamiento de temas potencialmente tan dramáticos, convierte la lectura del libro en una distendida y gozosa delicia. A modo de ejemplo, cuenta en un momento del libro que cuando cumplió los sesenta años se negó a recibir regalos de sus amigos, a los que aleccionó para que evitaran ese enojoso trámite. Sin embargo, una amiga, que desoye las reiteradas advertencias en ese sentido del escritor, le envía un paquetito que contiene una insignia de solapa, provista de una pila, que emite destellos rojos y azules que dicen HOY 60. Su inicial irritación al recibirlo, se transmuta en inmediato buen humor cuando lee las palabras del fabricante impresas en la parte posterior del envoltorio: AVISO, puede causar interferencias con los marcapasos.

Es un libro altamente recomendable, este Nada que temer, editado por Anagrama y escrito por Julian Barnes, el cual, por cierto, y por irónica desgracia, perdió a su mujer a los pocos meses de la publicación del libro. Espero que podáis percibir su interés a partir de los fragmentos seleccionados en el programa y también con el texto que os dejo aquí como cierre de esta entrada.

En lo que se refiere a la música, la emisión la integran preciosas canciones, en general tristes, que aluden también, más o menos literalmente, a la muerte: la de los seres queridos, la del amor, la de las cosas que nos rodean y van desapareciendo, la pequeña muerte simbólica y placentera que el sexo supone, y tantas otras... Sus intérpretes: Morrisey, Current 93, Cassandra Wilson, Emiliana Torrini, Tom Waits, Toni Childs, Scott Walker, Duffy, Coldplay, Portishead y Patty Griffin.

Esta última protagoniza también la sección de vídeos. Acompañada de Buddy Miller y The McCrary Sisters interpreta la estremecedora Death’s got a warrant, de letra desasosegante: No puedes esconderte, Dios tiene tu número, sabe dónde vives, la Muerte tiene una orden de captura a tu nombre.


¿La conciencia de la muerte tiene algo que ver con que yo sea escritor? Quizá. Pero de ser así no quiero saberlo ni averiguarlo. Recuerdo el caso de un humorista que, al cabo de años de psicoterapia, entendió finalmente las razones de por qué necesitaba ser gracioso; y en cuanto lo comprendió, dejo de serlo. Así que no me gustaría arriesgarme. Aunque me imagino una de esas elecciones entre dos aternativas. Señor Barnes, hemos examinado su estado y llegamos a la conclusión de que su miedo a la muerte está íntimamente relacionado con sus costumbres literarias, que son, como otras tantas de su profesión, simplemente una reacción trivial a la mortalidad. Inventa historias para que su nombre, y un porcentaje indefinido de su individualidad, continúen existiendo después de su muerte física, y esta precisión le aporta una especie de consuelo. Y aunque intelectualmente ha comprendido que podría ser olvidado antes de su muerte, o si no poco después, y que a la larga todos los escritores serán olvidados, al igual que toda la especie humana, aún así parece valer la pena. No sabemos con certeza si escribir es para usted una reacción visceral a lo racional o una reacción racional a lo visceral. Pero le pedimos que tenga en cuenta lo siguiente: hemos ideado una nueva operación cerebral que elimina el temor a la muerte. Es un procedimiento sencillo que no requiere anestesia general; de hecho, usted puede observar su progreso en una pantalla. Limítese a seguir con la mirada ese punto de intenso color anaranjado y observe cómo el color se apaga gradualmente. Por supuesto, descubrirá que la operación también suprimirá el deseo de escribir, pero muchos de sus colegas han optado por este tratamiento y lo han considerado beneficioso. La sociedad, en general, tampoco ha protestado porque haya menos escritores.

Tendría que pensármelo, desde luego. Podría preguntarme cómo mis obras irían creciendo solas, y si esta idea siguiente es tan buena como imagino. Pero espero declinar la oferta; o al menos negociarla, pedirles que la hagan más atractiva. ¿Y si en vez de eliminar el miedo a la muerte eliminan la muerte misma? Esto sería seriamente tentador. Ustedes me libran de la muerte y yo dejo de escribir. ¿Qué les parece este trato?




Nada que temer