martes, 24 de noviembre de 2020


SE ESTÁ SOLO 
 
Desde hace casi un mes, nuestro programa os está ofreciendo una serie, la de hoy es la cuarta y última entrega, dedicada a celebrar, de un modo quizá algo inmodesto, la para mí gozosa llegada de Buscando leones en las nubes a sus setecientas ediciones. Con esa excusa he querido presentaros un ciclo que rescata alguno de los mejores momentos, por así decirlo, de esa ya muy dilatada trayectoria. 

En las semanas precedentes recuperábamos fragmentos literarios extraídos de obras que, o bien habían aparecido en anteriores emisiones, o bien habían sido objeto de alguna reseña o comentario en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro. Se trataba, en todos los casos, de textos algo tristes, con un tono melancólico, pero llenos de encanto y sensibilidad, en una pauta habitual de nuestro espacio. 

Esta noche mantenemos la misma voluntad de bucear en la ya muy amplia fonoteca de Buscando leones en las nubes, aunque en esta ocasión el objeto de la búsqueda ha sido la poesía, de tal manera que en la próxima hora escucharéis mi lectura, siempre mejorable, de una docena de poemas, también tocados por una suerte de lúcida desesperanza, aunque, como en los textos de las anteriores entregas de la serie, rezumando belleza y verdad. Los títulos de los poemas y sus autores son: Etapas, de Ana Ajmátova; El mejor momento del día, escrito por Raymond Carver; Variaciones sobre la tristeza, de Jesús Aguado; El sabio, obra de Benjamín Prado; Sueños de una noche de verano, del maestro Joan Margarit; Amor secreto, escrito por Kirmen Uribe; Carpe diem, de Juan Carlos Mestre; el emotivo Cuando seas una anciana, de William Butler Yeats; Lívida luz, obra de Abelardo Linares; Recuerdo, versos felices de la casi siempre angustiada Anne Sexton; Incredulidad, escrito por Jorge Riechmann; y Se está solo, un poema intenso y desgarrado, ambas notas marca de la casa de Idea Vilariño. 

Entre ellos, y siguiendo la pauta que marcamos al comienzo del breve ciclo y que me llevó a dar el protagonismo musical en cada programa a alguno de los instrumentos esenciales del jazz, suenan otras tantas canciones en las que, tras el piano, el saxo y la trompeta de los lunes anteriores, será la voz, la profunda e inolvidable voz de Johnny Hartman, la que pondrá el contrapunto sonoro a los poemas leídos. 

 
Se está solo 

Solo como un perro 
como un ciego un loco 
como una veleta girando en su palo 
solo solo solo 
como un perro muerto 
como un santo un casto 
como una violeta 
como una oficina de noche 
cerrada 
incomunicada 
no llegará nadie 
no pensará nadie en su especie de muerte 
no llamará nadie 
nadie escucharía sus gritos de auxilio 
nadie nadie nadie 
no le importa a nadie. 
Como una oficina o un santo o un palo 
incomunicado 
solo como un muerto en su caja doble 
golpeando la tapa y aullando 
y en casa 
los deudos ingieren neurosom y tilo 
y por fin se acuestan 
y al otro la muerte le tapa la boca 
se calla se muere y le arrecia la noche 
solo como un muerto como un perro 
como una veleta girando en su palo 
solo solo solo. Idea Vilariño

Se está solo

martes, 17 de noviembre de 2020


UNA ARMONÍA DURADERA 

Buscando leones en las nubes os ofrece esta semana el tercer programa de la serie de cuatro que, con ocasión de la llegada del espacio a sus setecientas emisiones, estamos dedicando desde hace quince días a la celebración del modesto pero para mí, Alberto San Segundo, orgulloso artífice de la criatura, muy satisfactorio logro. Como en las dos ediciones precedentes, esta noche vuelvo a ofreceros una selección de textos, algunos emitidos en nuestra muy larga trayectoria y otros recogidos de obras reseñadas en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro
Se trata de fragmentos bellísimos, casi todos algo tristes, tocados de esa atmósfera de nostalgia y melancolía que tan bien define las mejores propuestas de Buscando leones en las nubes. Los libros y los autores escogidos son los siguientes: Las historias gallegas, de Álvaro Cunqueiro; El teorema de Almodóvar, de Antoni Casas Ros; Tokyo Blues, quizá el primer libro de Haruki Murakami con repercusión mundial; Respiración artificial, del maestro Ricardo Piglia; La elegancia del erizo, la muy elegante y muy francesa novela filosófica de Muriel Barbery; La vista desde Castle Rock, una muestra más, de las muchas que atesora en su trayectoria literaria, del talento y la sensibilidad de Alice Munro; El mapa de la vida, de un magnífico escritor, traductor y editor español, Adolfo García Ortega; La hija del Este, descarnada novela de Clara Usón; y Aromas, el libro misceláneo del casi siempre conmovedor Philip Claudel. 

Entre ellos, y siguiendo con el hilo conductor que enlaza nuestra oferta musical de las últimas semanas, centradas con carácter monográfico en distintos instrumentos e intérpretes de jazz, suenan una serie de magníficas piezas, en general baladas, standards y temas más o menos clásicos, a cargo de la trompeta de Miles Davis. Una trompeta que esta vez se mostrará delicada e intimista, en una sola de las manifestaciones, y no la menos destacada, de entre las muchas y muy variadas en las que se expresó el genial artista estadounidense. 


Salgo de la noche con la sorpresa de seguir vivo. Con el paso de los años, empiezo a ver ese momento cotidiano como la renovación de una frágil prórroga. Temo que una noche se acabe y, al acostarme, apagar la luz y besar a la mujer a la que quiero, sea la última vez que haga esas cosas habituales. No es miedo a morir, sino más bien pánico a no vivir más, es decir, a emprender solo caminos desconocidos, ya sea el de la muerte, del que nada sabemos, pero que imagino como un callejón sobre cuyas dimensiones no podrán informarme ni mis inoperantes sentidos ni mi conciencia, irremisiblemente apagada; ya sea el de la vida, pero la vida sin la presencia de mi amada, que sería entonces una existencia cercenada, mutilada, sanguinolenta. Así que, cuando me despierto y poco a poco retomo mi lugar en el somnoliento mundo, en el corazón de la mañana y de la luz naciente, mis manos van como imantadas a acariciar el cuerpo que descansa junto al mío, mientras siento el calor y oigo la lenta respiración de ese cuerpo, que sigue sumido en el sueño sin sospechar que yo acabo de abandonarlo; me acurruco a su lado, piel contra piel, sumergiéndome en la tibieza nocturna de las sábanas y de la tela, más fina y liviana, del camisón que lo cubre, dejando a la vista hombros, brazos y el nacimiento del pecho, por el que mis dedos se deslizan para sentir la vida y los latidos de la sangre. Son instantes de la más pura intimidad, de un amor que no necesita palabras para expresarse. Los olores de los cuerpos de quienes se aman y han compartido las horas nocturnas, aunque separados por su solitario sueño, tienen mucho que ver con los que flotan en esos cuentos de hadas en los que una princesa encantada aguarda el beso de su príncipe para despertar. Lo que percibo es el calor de la vida en hibernación, restaurada por un descanso que ha relajado el cuerpo, que lo ha distendido como a una suave tela de seda liberada de un cajón. Antes de que mi amada abra los ojos, antes de que me vea y me sonría, lo que deseo abrazar oliendo su piel y su pelo es nuestra presencia común, que hace de ese despertar un nuevo comienzo de nuestro amor, el alba resucitada de una armonía duradera. Aromas. Philip Claudel

 
Una armonía duradera

martes, 10 de noviembre de 2020


SEÑALES INTERIORES DE RIQUEZA 

Buscando leones en las nubes os presenta esta semana la segunda edición del programa dedicada a celebrar la llegada de nuestro espacio, que tuvo lugar el lunes pasado, a su emisión número setecientos. 

Con ocasión de tan redonda cifra, he querido confeccionar para vosotros cuatro emisiones, que recogen, en su parte literaria, textos aparecidos tanto en la ya larga historia de Buscando leones en las nubes como en la más corta pero también dilatada de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro. Se trata de fragmentos relativamente extensos, extraídos de diferentes novelas, ensayos y colecciones de cuentos, pero que admite, cada uno de ellos, una lectura autónoma, con sentido propio, como si se tratara de textos independientes. En su mayor parte el clima que respiran es algo triste, en consonancia con esa atmósfera de melancolía que tan grata me resulta y que, en cierto modo, constituye una de las señas de identidad del espacio. 

Los libros de los que proceden y sus respectivos autores son El balcón en invierno, de Luis Landero; La saga de los Forsyte, la magna obra de John Galsworthy; La máquina de hacer cosquillas, un emocionante cuento de El último libro de Sergi Pàmies, escrito, obviamente, por Sergi Pàmies; Carta a D., el estremecedor manifiesto de André Gorz; Di su nombre, la notable obra autobiográfica de un afligido y a la vez entusiasta Francisco Goldman; El año del pensamiento mágico, el doloroso lamento de Joan Didion por la muerte de su marido y la grave enfermedad de su hija; Las hermanas Grimes, de Richard Yates; y esa joya en apenas seiscientas cincuenta palabras que es Señales interiores de riqueza, un sobrecogedor relato extraído del excepcional Libro de crónicas de Antonio Lobo Antunes. 

Tristeza hay también en la banda sonora, integrada, como la de hace siete días y como las que os ofreceré en las dos últimas entregas de la serie, por piezas interpretadas por un único músico y un único instrumento, todos del ámbito del jazz. Si la semana pasada fue el piano de Erroll Garner nuestro invitado, hoy el protagonismo recae en Ben Webster y su siempre lírico e intimista saxo tenor. 



Cuando el 25 de diciembre de 1863 Víctor Hugo escribió en uno de sus cuadernos Soy un hombre que piensa en otra cosa se refería, claro está, a mí. Cuando como con alguien, por ejemplo, dejo una sonrisa sentada en el lugar y me escapo de puntillas a otra mesa del restaurante, a dibujar trenes y barcos en el mantel de papel con la esperanza de irme, en una locomotora o en un paquebote de tinta, lejos de un mundo de saleros, botellas de vino blanco y cabezas de merluza. De pequeño, en la época en la que intentaban enseñarme el catecismo, tenía de Dios la idea de un vertebrado gaseoso: me llevó siglos entender que el vertebrado gaseoso era yo. 

El resultado de esto es que observo los objetos de la vida cotidiana con la extrañeza del hombre de las cavernas: nunca he sido capaz de hacer funcionar un vídeo, todas las mañanas me corto con la cuchilla de afeitar, rellenar un cheque es casi tan difícil como resolver un problema de grifos del tipo Si un estanque tiene 3 metros de lado, cuánto tiempo un grifo que arroja 7 decilitros por minuto, etc. Desesperé a los instructores en la mili volviéndome hacia ellos con la escopeta cargada preguntando: -¿Cómo?, con una incomprensión sincera y sorprendiéndome por verlos tirarse al suelo gritando: -Apunta esa mierda para otro lado, con una angustia cuyo motivo no comprendo aún hoy. Tal vez haya heredado esto de un tío remoto que en un velatorio, asombrado por la tristeza del viudo, lo consoló con una palmadita en el hombro: -No piense más en la muerte de la ternera. 

Soy un hombre que piensa en otra cosa, que intenta abrir la cerradura de la puerta con el cigarrillo y que fuma un manojo de llaves por día: si enfermo de cáncer de pulmón será un fontanero quien me opere. Las palabras grandiosas como Trabajo, Familia, Dinero, me atraviesan sin tocarme. Pareciera que no sé vivir con los que quiero o que rechazo su afecto: no es verdad. Lo que ocurre es que a veces, mientras me acarician, estoy observando a las cigüeñas en el bosque desde el desván de la tía Madalena, o en la terraza de la Praia das Maças, al lado de mi abuelo, tomando un helado de fresa. Y me gustan las personas modestas porque me conmueven las señales interiores de riqueza. 

A propósito de señales interiores de riqueza la semana pasada, en la consulta del Hospital Miguel Bombarda, vi a una mujer joven, de cuarenta años: le ha salido un quiste en el pecho y el médico no la quiso operar porque la enfermedad ya había le afectado los huesos. Quimioterapia. Una mujer guapa, inteligente. Me dijo: 

-Me gustaría vivir un tiempo más. 

Y va a morir dentro de poco. Después sonrió y preguntó: 

-Me pondré mejor, ¿no le parece? 

Ella sabía que no y sabía que yo sabía que no. 

-Claro que se pondrá mejor, dije yo. 

-Está guapa, ¿sabe? 

-Todo el mundo me lo dice ahora. Cumplo cuarenta y uno el mes que viene. 

Llevaba el vestido de los domingos, collar, anillos, una raya azul en los párpados. La enfermera abrió la puerta, echó un vistazo, vio que yo no estaba solo, desapareció. Y la sonrisa. 

-En una de ésas nos volvemos a ver. Y yo apretándole la mano. 

-Tal vez. 

Al irse, hasta la manera de andar era elegante. Y entonces pensé: menos mal que soy un hombre que piensa en otra cosa. Si no fuese un hombre que piensa en otra cosa, tendría ganas de llorar. 

De forma que, en el momento en el que entró el enfermo siguiente, ya me había olvidado de ella. Ya me había olvidado de ella. Ya me había olvidado de ella. Gracias a Dios ya me había olvidado de ella.
(Señales interiores de riqueza. Libro de crónicas. António Lobo Antunes)

Señales interiores de riqueza

martes, 3 de noviembre de 2020


LA LLUVIA ANTES DE CAER (PROGRAMA 700) 
 
Esta semana Buscando leones en las nubes llega su programa número setecientos, con varios meses de retraso conforme a lo previsto, a causa del aún insidioso impacto de la epidemia del coronavirus que nos obligó, como sabéis nuestros más fieles seguidores, a interrumpir las emisiones durante algunos meses. 

Algo más de veinte años después de su inicio en abril de 2000, alcanzamos ahora esta insólita cifra con una mezcla de satisfacción y vértigo, con alegría por haber podido mantenernos tanto tiempo en antena ofreciéndoos nuestras habituales selecciones de música y literatura, pero también con un cierto pesaroso sobrecogimiento por la rapidez con la que transcurre el tiempo, por el acelerado discurrir de una vida cuya brevedad subrayan efemérides como la que hoy celebramos. 

Movidos, pues, por estos sentimientos ambivalentes sale al aire ahora la septigentésima edición de nuestro espacio, con la que, con ese afán de gozosa y algo melancólica celebración, quiero abrir una serie de cuatro programas consecutivos unidos por un propósito común: ofreceros una muestra representativa de nuestra larga trayectoria, con unas emisiones que recogerán no tanto algunos de los contenidos de estos años como parte del espíritu sustancial, de la atmósfera íntima, tan fácilmente identificable para los asiduos del espacio, que ha caracterizado la historia de Buscando leones en las nubes

Para ello, desde hoy y en cuatro lunes sucesivos voy a leeros, en la parte literaria de las transmisiones, una serie de textos, fragmentos todos de interesantes libros, algunos de los cuales han formado parte de programas radiados en estos años, correspondiéndose sin embargo la mayor parte de ellos con referencias mencionadas en mi otra colaboración en Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro. Se trata, en todos los casos, de pasajes de mediana extensión, pequeñas historias que se cierran en sí mismas, con sentido y significación propios al margen del libro del que están extraídas, y que comparten también un ostensible tono melancólico y una preocupación por algunos de los grandes temas de la existencia: el paso del tiempo, la inutilidad de los afanes cotidianos, los sueños y el fracaso, la inexorable muerte, y, sobre todo, el entusiasmo y la ilusión del tierno amor. 

En el caso del programa de hoy, las obras y los autores seleccionados son: Detrás del hielo, de Marcos Ordóñez; El regreso del soldado, escrito por Rebecca West; el texto autobiográfico, no novelístico, pues, Amor y vejez, extraído de las Memorias de François René de Chateaubriand; Las afinidades electivas, una de las obras mayores de Johann Wolfgang Goethe; Un hombre de palabra, de Imma Monsó; Stoner, la genial novela de John Williams; La lluvia antes de caer, otra ficción excelente, del británico Jonathan Coe; Dos vidas, de Vikram Seth; la reciente Esperando a Míster Bojangles, del francés Olivier Bourdeaut; y Si nadie habla de las cosas que importan, la primera y deslumbrante novela de Jon McGregor. 

Desde el punto de vista musical, he querido que cada uno de los cuatro programas que constituyen este breve ciclo, tenga como banda sonora un distinto instrumento de jazz, un género siempre presente en nuestro espacio, pero que ahora comparecerá de un modo más intenso en ediciones monográficas centradas, esta noche, en el piano de Erroll Garner, y en lunes posteriores, el saxo tenor de Ben Webster, la trompeta de Miles Davis y la grave voz -ese privilegiado instrumento- de Johnny Hartman. 


Me uní a ellas, pero Rebecca no se volvió cuando oyó pasos en el guijarral. Hizo visera con las manos, miró hacia las montañas y dijo: Mira qué nubes. Va a haber tormenta si vienen hacia aquí. Thea escuchó el comentario (siempre se daba cuenta en seguida de los cambios de humor, y a mí nunca dejaba de sorprenderme lo sensible que era, lo pendiente que estaba de los sentimientos de los adultos), y eso la llevó a preguntar: ¿Por eso estás triste? ¿Triste?, dijo Rebecca volviéndose. ¿Yo? No. No me importa que llueva en verano. Hasta me gusta. Es mi lluvia favorita. ¿Tu lluvia favorita?, dijo Thea. Recuerdo que frunció el ceño sopesando aquellas palabras, y luego exclamó: Pues la mía es la lluvia antes de caer. Rebecca se sonrió al oír aquello, pero yo dije (en plan pedante, supongo): Pero, cielo, antes de caer, en realidad no es lluvia. Y Thea me dijo: ¿Y entonces qué es? Y yo le expliqué: Pues es sólo humedad, humedad en las nubes. Thea bajó la vista y se concentró una vez más en escoger los guijarros de la playa; cogió dos y se puso a golpearlos uno contra otro. Parecía que el ruido y la sensación le gustaban. Yo seguí: ¿Entiendes entonces que no existe la lluvia antes de caer? Tiene que caer para que sea lluvia. Era una tontería explicarle aquello a una niña pequeña; casi me arrepentía de haber empezado. Pero, por lo visto, Thea no tenía ningún problema en captar la idea; más bien al revés, porque al poco rato se quedó mirándome y meneó la cabeza con gesto de pena, como si discutir aquellas cosas con una idiota estuviera poniendo a prueba su paciencia. Ya sé que no existe, dijo, por eso es mi favorita. Porque no hace falta que algo sea de verdad para hacerte feliz, ¿no? Luego echó a correr hacia el agua sonriendo abiertamente, encantada de haberse salido con la suya gracias a su propia lógica. Jonathan Coe. La lluvia antes de caer.

La lluvia antes de caer