martes, 17 de noviembre de 2020


UNA ARMONÍA DURADERA 

Buscando leones en las nubes os ofrece esta semana el tercer programa de la serie de cuatro que, con ocasión de la llegada del espacio a sus setecientas emisiones, estamos dedicando desde hace quince días a la celebración del modesto pero para mí, Alberto San Segundo, orgulloso artífice de la criatura, muy satisfactorio logro. Como en las dos ediciones precedentes, esta noche vuelvo a ofreceros una selección de textos, algunos emitidos en nuestra muy larga trayectoria y otros recogidos de obras reseñadas en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro
Se trata de fragmentos bellísimos, casi todos algo tristes, tocados de esa atmósfera de nostalgia y melancolía que tan bien define las mejores propuestas de Buscando leones en las nubes. Los libros y los autores escogidos son los siguientes: Las historias gallegas, de Álvaro Cunqueiro; El teorema de Almodóvar, de Antoni Casas Ros; Tokyo Blues, quizá el primer libro de Haruki Murakami con repercusión mundial; Respiración artificial, del maestro Ricardo Piglia; La elegancia del erizo, la muy elegante y muy francesa novela filosófica de Muriel Barbery; La vista desde Castle Rock, una muestra más, de las muchas que atesora en su trayectoria literaria, del talento y la sensibilidad de Alice Munro; El mapa de la vida, de un magnífico escritor, traductor y editor español, Adolfo García Ortega; La hija del Este, descarnada novela de Clara Usón; y Aromas, el libro misceláneo del casi siempre conmovedor Philip Claudel. 

Entre ellos, y siguiendo con el hilo conductor que enlaza nuestra oferta musical de las últimas semanas, centradas con carácter monográfico en distintos instrumentos e intérpretes de jazz, suenan una serie de magníficas piezas, en general baladas, standards y temas más o menos clásicos, a cargo de la trompeta de Miles Davis. Una trompeta que esta vez se mostrará delicada e intimista, en una sola de las manifestaciones, y no la menos destacada, de entre las muchas y muy variadas en las que se expresó el genial artista estadounidense. 


Salgo de la noche con la sorpresa de seguir vivo. Con el paso de los años, empiezo a ver ese momento cotidiano como la renovación de una frágil prórroga. Temo que una noche se acabe y, al acostarme, apagar la luz y besar a la mujer a la que quiero, sea la última vez que haga esas cosas habituales. No es miedo a morir, sino más bien pánico a no vivir más, es decir, a emprender solo caminos desconocidos, ya sea el de la muerte, del que nada sabemos, pero que imagino como un callejón sobre cuyas dimensiones no podrán informarme ni mis inoperantes sentidos ni mi conciencia, irremisiblemente apagada; ya sea el de la vida, pero la vida sin la presencia de mi amada, que sería entonces una existencia cercenada, mutilada, sanguinolenta. Así que, cuando me despierto y poco a poco retomo mi lugar en el somnoliento mundo, en el corazón de la mañana y de la luz naciente, mis manos van como imantadas a acariciar el cuerpo que descansa junto al mío, mientras siento el calor y oigo la lenta respiración de ese cuerpo, que sigue sumido en el sueño sin sospechar que yo acabo de abandonarlo; me acurruco a su lado, piel contra piel, sumergiéndome en la tibieza nocturna de las sábanas y de la tela, más fina y liviana, del camisón que lo cubre, dejando a la vista hombros, brazos y el nacimiento del pecho, por el que mis dedos se deslizan para sentir la vida y los latidos de la sangre. Son instantes de la más pura intimidad, de un amor que no necesita palabras para expresarse. Los olores de los cuerpos de quienes se aman y han compartido las horas nocturnas, aunque separados por su solitario sueño, tienen mucho que ver con los que flotan en esos cuentos de hadas en los que una princesa encantada aguarda el beso de su príncipe para despertar. Lo que percibo es el calor de la vida en hibernación, restaurada por un descanso que ha relajado el cuerpo, que lo ha distendido como a una suave tela de seda liberada de un cajón. Antes de que mi amada abra los ojos, antes de que me vea y me sonría, lo que deseo abrazar oliendo su piel y su pelo es nuestra presencia común, que hace de ese despertar un nuevo comienzo de nuestro amor, el alba resucitada de una armonía duradera. Aromas. Philip Claudel

 
Una armonía duradera

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Encontré el momento del día adecuado para escuchar el programa: Mientras trabajo.Como banda sonora de ese momento! Lástima que sea tan triste y tan hermoso. Al final me deja cierto sabor agridulce.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias, laboriosa oyente... Yo pienso en una ambientación más "íntima" para la escucha del programa, pero bienvenida sea la opción que planteas. Lo del sabor agridulce me deja algo intrigado (¿trabajarás en un restaurante chino?)