jueves, 25 de diciembre de 2014

 
LA NAVIDAD PARA UN NIÑO EN GALES
 
Buscando leones en las nubes celebra las Navidades con un programa especial, atípico por más de una razón y que no será radiado sino que podréis escucharlo exclusivamente aquí, en nuestro blog.
 
En la presente edición, y acomodándonos a algunos de los tópicos que imponen las festividades navideñas, vamos a escuchar una veintena larga de temas clásicos de esta época del año, villancicos, grandes standards del género, canciones populares rebosantes de muérdago y campanillas, de resplandeciente nieve y acogedoras chimeneas, de alegres renos y bondadosos papanoeles, de innumerables regalos, de pavos y dulces y opulentas viandas; piezas musicales plagadas igualmente de nostalgia y emoción, de ternura y sensibilidad, de apelaciones al amor y la fraternidad universales, de recuerdos y evocaciones de los días de la infancia. David Benoit, Ella Fitzgerald, Keith Anderson, Linda Ronstadt, Bob Dylan, Norah Jones, Lyle Lovett, Diana Krall, James Taylor, Martina McBride, Aaron Neville, Tracey Thorn, Ray Charles, Carpenters, Otis Redding, Aimee Mann, Frank Sinatra, Claudine Longet, Eartha Kitt, Dianne Reeves y Johnny Cash son los grandes intérpretes que conforman la excepcional banda sonora del programa.
 
Un programa que con una extensión que casi duplica a la habitual se estructura en torno a un espléndido cuento navideño de un escritor, el galés Dylan Thomas, del que este año, exactamente el 27 de octubre, hemos celebrado su centenario. La Navidad para un niño en Gales es el título de un relato, con un fuerte componente autobiográfico, que publicó en 2010 la Editorial Nórdica en traducción de María José Chuliá García y que cuenta con unas magníficas ilustraciones del muy premiado Pep Montserrat. El texto íntegro del cuento aparece al final de esta entrada.
 
Espero que disfrutéis de la emisión. Os deseo también, en estos días postreros del año, que paséis unas excelentes fiestas y que tengáis un muy fructífero 2015. Dentro de algo más de dos semanas, el 12 de enero, Buscando leones en las nubes volverá con vosotros. Feliz año a todos.
 
 
Por aquellos años, las Navidades se parecían tanto unas a otras en aquel remoto pueblo pesquero, Navidades carentes de todo sonido excepto del murmullo de voces distantes que sigo oyendo algunas veces antes de dormir, que nunca consigo recordar si estuvo nevando durante seis días con sus noches cuando yo tenía doce años, o si nevó durante doce noches y doce días cuando tenía seis.
 
Las Navidades fluyen como una luna fría e inquietante que avanzara por el cielo que aboveda nuestra calle de camino al traicionero mar; y se detienen en el borde de las olas de aristas glaciales —verdaderos congeladores de peces—, y yo hundo las manos en la nieve y desentierro cualquier cosa que pueda encontrar. Me veo sepultando la mano en ese festivo montón, blanco como la lana y con forma de campana con lengua, que descansa al borde de un mar que entona villancicos, y me vienen a la mente la Sra. Prothero y los bomberos.
 
Todo sucedió una tarde de Nochebuena; me encontraba en el jardín de la Sra. Prothero con su hijo Jim esperando a que aparecieran los gatos. Estaba nevando. Siempre nevaba en Navidad. Diciembre, en mis recuerdos, era blanco como Laponia aunque sin renos. Pero sí había gatos. Con las manos envueltas en calcetines, pacientes, heladas y con callos, esperábamos a los felinos para tirarles bolas de nieve. Lustrosos y grandes como jaguares, con unos bigotes horribles, salivando y gruñendo, se deslizarían sobre los blancos muros del jardín trasero avanzando furtivamente, mientras Jim y yo, cazadores de ojos de lince, tramperos vestidos con gorro de piel y zapatos mocasines procedentes de la bahía del Hudson, allende Mumbles Road, apuntaríamos al verde de sus ojos y les tiraríamos las bolas.
 
Los gatos eran muy listos y no aparecían nunca. Nosotros, cual tiradores árticos calzados como esquimales, estábamos tan quietos en el silencio amortiguado de las nieves eternas —eternas del miércoles anterior— que ni siquiera oímos el primer grito de la Sra. Prothero, que surgió de su iglú al fondo del jardín. O, si lo oímos lo confundimos con la lejana provocación de nuestro enemigo y presa, el gato polar del vecino. Sin embargo, el tono de voz aumentó rápidamente.
 
—¡Fuego! —gritó la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong que se usaba para avisar cuando la cena estaba lista.
 
Salimos corriendo hacia la casa atravesando el jardín con las bolas de nieve en los brazos; efectivamente, salía humo del comedor. La Sra. Prothero anunciaba la ruina como los pregoneros de Pompeya y el gong seguía resonando. Esto era mejor que todos los gatos de Gales dispuestos en fila sobre el muro. De un salto, entramos en la casa cargados con las bolas de nieve y nos paramos ante la puerta de la habitación, que permanecía abierta; el cuarto estaba lleno de humo.
 
Verdaderamente, algo se estaba quemando; quizá fuera el Sr. Prothero, que tenía la costumbre de echarse allí una cabezada con un periódico sobre la cara después de comer. Pero no; él estaba en medio de la habitación exclamando «¡Qué Navidades tan buenas!» mientras aventaba el humo con una zapatilla.
 
—Llamen a los bomberos —gritaba la Sra. Prothero mientras golpeaba el gong. —No van a estar —decía el Sr. Prothero—. Es Navidad.
 
Las llamas no se veían; sólo había nubes de humo, y en medio de éstas se encontraba el Sr. Prothero de pie agitando su zapatilla como si fuera el director de la orquesta.
 
—Hagan algo —dijo. En ese mismo instante, lanzamos todas las bolas de nieve hacia el humo —yo creo que no le acertamos al Sr. Prothero— y salimos corriendo de la casa en dirección a la cabina de teléfono. —Vamos a llamar también a la policía —dijo Jim. —Y a la ambulancia. —Y a Ernie Jenkins; a él le gustan los fuegos.
 
Pero sólo llamamos a los bomberos, que llegaron poco después en su camión. Aparecieron tres hombres altos con sus cascos puestos y metieron una manguera en la casa. El Sr. Prothero salió justo a tiempo, antes de que abrieran el grifo. Posiblemente nadie haya vivido una Nochebuena con tantos avatares.
 
Y después de que los bomberos, que aún permanecían en la habitación mojada y humeante, cerraran la manguera, la tía de Jim, la Srta. Prothero, bajó las escaleras y les miró fijamente; Jim y yo esperábamos entretanto, muy quietos, para oír qué les decía. Ella siempre tenía la frase adecuada. Se quedó mirando a los tres bomberos, que estaban ahí de pie tan altos y con sus cascos brillantes en medio del humo y de las cenizas, y de las bolas de nieve que empezaban a derretirse, y dijo: —¿Les gustaría leer algo?
 
Hace muchos, muchos años, cuando yo era un crío, cuando había lobos en Gales y los pájaros del color de las enaguas de franela roja se marchaban a toda prisa sobrevolando las colinas con forma de arpa, cuando cantábamos y nos revolcábamos toda la noche y todo el día en cuevas que olían como las tardes de los domingos en los fríos y húmedos salones de las casas de campo, y perseguíamos con las quijadas de los diáconos a los ingleses y a los osos, antes del motor de explosión, antes de la rueda, de las yeguas con cara de duquesa, cuando montábamos a caballo sin silla por las suaves y alegres colinas, entonces nevaba sin cesar. Pero aquí aparece un niño que va diciendo: «El año pasado también nevó. Hice un muñeco de nieve y mi hermano lo tiró y yo tiré a mi hermano, y después nos dieron la comida».
 
—Ahora bien, aquélla no era la misma nieve, creo yo. Nuestra nieve no sólo caía a cubos del cielo, sino que cubría el suelo como con un chal y flotaba, y se acumulaba en los brazos, las manos y el cuerpo de los árboles; la nieve crecía de la noche a la mañana sobre los tejados de las casas como un musgo puro y viejo; cubría minuciosamente los muros como hace la hiedra, y se depositaba como una muda y entumecida tormenta de blancos pedazos de postales navideñas sobre el cartero que abría la verja.
—¿Había también carteros?
—Con los ojos lacrimosos, las narices como cerezas a causa del viento, y unos mitones puestos, caminaban hasta las puertas sobre sus anchos y congelados pies. Y la nieve crujía a su paso. Entonces, llamaban con unos modos muy varoniles. Pero todo lo que los niños oían era el sonido de las campanas.
—¿Quieres decir que cuando el cartero llamaba a la puerta, toc-toc, sonaban las campanas?
—Quiero decir que las campanas que los niños oían sonaban en su interior.
—Yo sólo oía truenos algunas veces, pero nunca campanas.
—También sonaban las campanas de la iglesia.
—¿En su interior?
—No, no, no; me refiero al campanario, que, aunque era negro como un murciélago, estaba teñido de blanco por la nieve, y en él repicaban obispos y cigüeñas. Y anunciaban sus noticias por el vendado pueblo, por la congelada espuma de las colinas de polvo y de helado, por el crepitante mar. Era como si en Navidad todas las iglesias retumbaran de júbilo bajo mi ventana, como si las veletas con forma de gallo cacarearan sobre nuestra valla.
—Pero, vuelve a los carteros.
—No eran más que simples carteros, encantados con sus caminatas, con los perros, con las Navidades, con la nieve. Llamaban a las puertas con los nudillos morados…
—La nuestra tiene una aldaba negra.
—Y después se quedaban sobre la alfombra blanca que daba la bienvenida en los diminutos porches; respiraban con fuerza y resoplaban, formando fantasmas con su aliento, y pasaban de un pie a otro dando saltitos, como los niños que quieren salir.
—¿Y entonces, los regalos?
—Y entonces, los regalos, llegaban después del aguinaldo. Y el cartero, aterido, con la nariz colorada y en forma de botón, bajaba haciendo eses por el camino de la congelada y rutilante colina por el que nosotros nos deslizábamos encima de una bandeja de té. Iba con las botas llenas de hielo, como un hombre con zuecos de pescadero. Sacudía su bolso como si fuera la joroba de un camello congelado, vertiginosamente doblaba en la esquina sobre un pie con gran rapidez, y cuando te dabas cuenta —¡Dios mío!— había desaparecido.
—Vuelve a los regalos.
—Estaban los regalos útiles: tapabocas de los antiguos tiempos de los carruajes, mitones hechos para perezosos gigantes; bufandas de cebra fabricadas con un material como la goma sedosa que se estiraban hasta las polainas, deslumbrantes boinas escocesas hechas de varias telas como las fundas de las teteras, y gorros de disfraz de conejo y pasamontañas para las víctimas de las tribus reductoras de cabezas; las tías, que siempre usaban prendas de punto en contacto directo con la piel, dejaban ásperos chalecos de lana con pelo; y entonces te preguntabas cómo les podía quedar a ellas piel alguna; y una vez me encontré un morral de los de los caballos hecho a crochet por una de mis tías, la cual, desafortunadamente, no volvió a relinchar entre nosotros. Y libros sin dibujos sobre los que los pequeños, a pesar de estar avisados con «eso no se hace», patinarían en el estanque del granjero Giles; de hecho un día lo hicieron y terminaron hundiéndose; y libros que contaban todo sobre la avispa, excepto el porqué.
—Sigue ahora con los regalos inútiles.
—Bolsas con muñequitos de gomita húmeda de muchos colores y una bandera doblada y una nariz falsa y una capucha de conductor de tranvía y una máquina que picaba billetes y tocaba una campana; nunca una honda; una vez, debido a un error que nadie pudo explicar, un hacha pequeña; y un pato de goma que, cuando lo apretabas, emitía un sonido que no parecía el de un pato, sino más bien un «muu» que más se asimilaba al maullido que podría emitir un gato ambicioso, deseoso de convertirse en vaca; y un cuaderno de dibujo en el que podía pintar la hierba o los árboles o el mar o los animales del color que se me antojara; y las ovejas azul cielo brillante siguen rumiando inalterables en un campo bermellón bajo unos pájaros amarillentos que tienen el pico de los colores del arcoíris. Caramelos duros y blandos de toffee, de dulce de leche y variados, caramelos crujientes, de menta, galletitas, helados, mazapán y dulce de café con leche galés para los galeses. Y tropas de brillantes soldados de lata que, si bien no podían luchar, podían correr perfectamente. Y juegos de mesa. Y sencillos mecanos para ingenieros en potencia, con todas las instrucciones. ¡Sí! ¡Serían sencillos para Leonardo! Y un silbato para que ladren los perros y despierten al anciano de la puerta de al lado, que entonces comienza a golpear con el bastón en su pared y termina tirando el cuadro de la nuestra. Y una cajetilla de cigarros: te ponías uno en la boca y te quedabas en una esquina de la calle esperando en vano, durante horas, a que una anciana te regañara por fumar, momento en el cual le dabas un bocado con una sonrisita. Y después venía el desayuno bajo los globos.
—¿Y venían tus tíos, como pasa en casa?
—En Navidades siempre venían algunos tíos. Siempre los mismos. Y todas las mañanas, por Navidad, con el silbato de molestar a los perros y los cigarros de azúcar, yo escudriñaba la tapizada ciudad buscando las noticias del mundo en miniatura, y siempre encontraba algún pájaro muerto al lado de la oficina de Correos o junto a los columpios abandonados y teñidos de blanco; quizá un petirrojo con todos sus brillos apagados menos uno. Hombres y mujeres volvían de misa abriéndose camino con palas entre la nieve, con las narices coloradas como si hubieran salido de la taberna y con las mejillas curtidas por el viento; se apiñaban, todos albinos, juntando sus compactas y discordantes plumas negras para hacer frente a la nieve hostil. El muérdago colgaba de las abrazaderas del gas en todos los salones; junto a las cucharillas de postre había jerez y nueces y botellas de cerveza y galletas crujientes; y los gatos, con sus abrigos de piel, observaban el fuego; y el rescoldo, acumulado en un gran montón, lanzaba chispas; todo estaba listo para las castañas y los atizadores calientes. Algunos de los hombres, los más obesos, tíos míos casi sin ninguna duda, se sentaban en los salones, se quitaban los cuellos de las camisas y saboreaban sus nuevos puros sujetándolos pensativos con el brazo estirado, se los llevaban de nuevo a la boca, tosían un poco, y volvían a sujetarlos otra vez como esperando a que explotaran; y algunas de las tías, las más enjutas, a quienes echaban de la cocina o de cualquier sitio que tuviera que ver con la comida, se sentaban en el mismo borde de la silla, muy dignas y tiesas, con miedo a romperse, como las copas y las salseras desgastadas.
 
No había muchos que se atrevieran aquellas mañanas a caminar por las calles llenas de montones de nieve: había un anciano que, siempre con un sombrero hongo beige y guantes amarillos y, en esta época del año, con polainas para la nieve, daba siempre un paseo hasta el blanco campo de bolos a buen ritmo, ida y vuelta, y lo hacía tanto con lluvia como a pleno calor, fuera el día de Navidad o el del juicio final; alguna vez vi a dos jóvenes lozanos, con sendas pipas, grandes y candentes, sin abrigos y con las bufandas al viento, que paseaban despacio y sin hablar hasta el desamparado mar para abrir el apetito, para airear los malos humos, quién sabe, o con la intención de meterse en las olas hasta que no quedara nada de ellos salvo las dos espirales de humo de sus inextinguibles pipas. Entonces me marché a casa rápidamente, y los aromas a salsas de cenas ajenas, el olor a ave, a coñac, a pudín y a carne picada comenzaron a llegar serpenteantes hasta mis orificios nasales, cuando de un montón de nieve que había a un lado de la carretera salió un chico, que era mi viva imagen; llevaba un cigarro con la punta rosa y le quedaban restos de un ojo morado. Arrogante como un ave pequeña, me miró de reojo.
 
Me pareció tan odioso, tanto por su aspecto como por los sonidos que emitía, que estuve a punto de ponerme en la boca mi silbato para perros y borrarle de la faz de la Navidad, cuando de repente, guiñando su ojo amoratado, introdujo en la boca su silbato y sopló de una manera tan estridente, tan alto, tan exquisitamente alto, que sin duda a lo largo de toda la nevada calle por la que retumbó aquel sonido, las caras voraces se asomaron a las ventanas profusamente adornadas, pegándose contra los cristales con sus cachetes llenos de ganso.
 
Para cenar había pavo y pudín flambeado, y después de la cena los tíos se sentaron junto al fuego, se desabrocharon los botones, colocaron sus grandes y sudorosas manos sobre las cadenas de los relojes, refunfuñaron un rato y se quedaron dormidos. Madres, tías y hermanas correteaban de aquí para allá, llevando las soperas. La tía Bessie, a la que ya había asustado dos veces con un ratón de cuerda, gimoteaba junto al aparador mientras se bebía un vino de saúco. El perro estaba vomitando. La tía Dosie se tuvo que tomar tres aspirinas, y la tía Hannah, a la que le gustaba el oporto, permanecía en medio del patio trasero, inaccesible por la nieve, cantando como un zorzal de gran pechera. Yo inflaba los globos para comprobar lo grandes que podían llegar a ser; y cuando estallaban —cosa que hacían uno tras otro—, los tíos daban un bote y murmuraban. Aquella tarde, abundante y pesada, mientras los tíos resoplaban como ballenatos y la nieve seguía cayendo, yo me senté entre festones y lámparas chinas mordisqueando unos dátiles, tratando de hacer el prototipo de una fragata, siguiendo las instrucciones para ingenieros en potencia, pero terminé por construir algo que podía confundirse con un tranvía marino.
 
Otras veces salía rechinando con mis brillantes botas nuevas al mundo de las nieves. Continuaba hasta la colina que había junto al mar, buscaba a Jim y a Dan y a Jack, y caminábamos en silencio a través de las calles tranquilas, dejando unas grandes y profundas huellas sobre las ocultas aceras. —
 
Apuesto algo a que la gente cree que han pasado unos hipopótamos.
—¿Qué harías si vieras un hipopótamo bajando por nuestra calle?
—Haría esto: ¡pam! Le arrojaría sobre los rieles y le echaría rodando colina abajo para después hacerle cosquillas debajo de la oreja; él menearía la cola.
—¿Qué harías si vieras dos hipopótamos?
 
Cuando pasamos por la casa del Sr. Daniel vimos a los hipopótamos con los costados de hierro que se dirigían hacia nosotros bramando, golpeándose y rechinando por la nieve resbaladiza.
 
—Dejémosle al Sr. Daniel una bola de nieve en su buzón.
—Mejor escribamos algo en la nieve.
—Escribamos: «El Sr. Daniel se parece a un Spaniel corriendo por su pradera».
 
Otras veces, caminábamos por el litoral nevado.
—¿Los peces podrán ver que está nevando?
El cielo, silencioso y encapotado, se deslizaba suavemente hasta el mar.
 
Ahora nos habíamos convertido en unos viajeros cegados por el reflejo de la nieve, perdidos en medio de las colinas del norte, cuando vimos a unos perros inmensos con papada y un barril colgando del cuello que venían hacia nosotros despacio, en desorden, recitando «Excelsior»[1] entre ladridos. Volvimos a casa por unas calles solitarias en las que solo había algunos chicos manoseando con sus dedos rojos y desnudos la nieve repleta de rodaduras; nos silbaron pero, mientras caminábamos con esfuerzo colina arriba, sus voces fueron desapareciendo entre los graznidos de los pájaros del puerto y las sirenas de los barcos que estaban en medio de la erizada bahía. Y después, a la hora del té, los tíos se mostraban alegres; y en el centro de la mesa aparecía la tarta glaseada como una lápida de mármol. La tía Hannah echaba ron al té, por aquello de que una vez al año no hace daño.
 
Desempolvemos ahora las increíbles historias que contábamos junto al fuego mientras la luz de gas burbujeaba como un buceador. Los fantasmas ululaban como los búhos en aquellas largas noches en las que no me atrevía ni a mirar sobre mi hombro; los animales se ocultaban en los chiribitiles que había debajo de la escalera y el contador del gas avanzaba, tic-tic-tic. Y recuerdo una vez que fuimos a cantar villancicos, en la que no asomaba ni una rodajita de luna que alumbrara las calles vacías. Al final de una carretera muy larga, había un camino que llevaba a una casa enorme, y aquella noche nos tropezamos con la oscuridad del camino, todos aterrados, todos con una piedra en la mano por si acaso, todos demasiado orgullosos para decir ni una sola palabra. El viento soplaba a través de los árboles y hacía ruidos como los de los abominables hombres primitivos que resuellan en las cavernas, con sus patas posiblemente palmeadas. Alcanzamos la casa. Era una mole negra.
 
—¿Qué vamos a cantarles? ¿«Hark the Herald»?
—No —dijo Jack—. Mejor, «Good King Wenceslas». A las tres.
 
Una, dos y tres, y comenzamos a cantar; nuestras voces sonaban alto y aparentemente distantes en la oscuridad tapizada por la nieve, alrededor de aquella casa habitada por alguien a quien no conocíamos. Nos mantuvimos juntos, los unos pegados a los otros, cerca de la lóbrega puerta. «Good King Wencelas looked out
On the Feast of Stephen…»[2]
 
Y después, una vocecita seca, como la de alguien que no ha hablado durante mucho tiempo, se unió a nosotros; una voz susurrante, áspera y discordante, que sonó desde el otro lado de la puerta; una voz baja y desapacible que surgió de la cerradura.
 
Y cuando paramos de correr estábamos ya enfrente de nuestra casa; el salón estaba precioso; los globos flotaban bajo las botellas de agua caliente de las lámparas de carburo; todo estaba en orden de nuevo y la ciudad relucía.
 
—A lo mejor era un fantasma —dijo Jim.
—A lo mejor era un trol —dijo Dan, que siempre estaba leyendo.
—Vamos adentro a comprobar si queda algo de gelatina —dijo Jack. Y eso fue lo que hicimos.
 
En la noche de Navidad siempre sonaba algo de música. Un tío tocaba el violín, un primo cantaba «Cherry Ripe», y otro tío «Drake's Drum». En nuestra pequeña casa hacía mucho calor. La tía Hannah, que se había pasado al vino de chirivías, cantó una canción sobre los corazones heridos y la muerte, y después otra en la que decía que su corazón era como el nido de un pájaro; y después todos volvieron a reír; y después yo me fui a la cama. Mirando a través de la ventana de mí dormitorio la luz de la luna y la nieve interminable del color del humo, pude ver las luces de las ventanas de las otras casas que había en nuestra colina, y escuchar la música que surgía de ellas en aquella noche larga y tranquila. Apagué la lámpara de gas y me metí en la cama. Dediqué algunas palabras a la cercana y santa oscuridad, y después me dormí.
 
1954
 
Notas de la traductora
[1] Poema de Walt Whitman.
[2] «El buen rey Wenceslao miraba hacia fuera / En la fiesta de San Esteban […]»


martes, 23 de diciembre de 2014

 
CHET BAKER. EL ROCE DE TUS LABIOS
 
Una semana más os damos la bienvenida a nuestra segunda emisión dedicada a Chet Baker con ocasión del octogésimo quinto aniversario de su nacimiento que se cumple hoy, día 23 de diciembre. En la presente edición de Buscando leones en las nubes -la penúltima por este año- podréis escuchar una docena de canciones del músico estadounidense (Almost blue, These foolish things (remind me of you), Everything happens to me, The touch of your lips, I don't stand a ghost of a chance with you, Alone together, You're mine, you, There is no greater love, Like someone in love, My funny valentine, Time after time y My one and only love) acompañando la narración de los últimos momentos de su vida en el espléndido relato que hace Geoff Dyer, en su obra Pero hermoso, de esas horas postreras vividas en el hotel de Ámsterdam desde una de cuyas ventanas Baker se precipitó al vacío, en circunstancias no del todo aclaradas, en mayo de 1988.
 
 
Su última conversación había sido muy simple:
–Me debes pasta.
–Lo sé.
–Último aviso.
–Lo sé.
 
Después los dos se quedaron mirándose varios segundos, satisfechos de la breve poesía del intercambio. Para rematarlo, Manic subió el tono de la amenaza.
–Te doy dos días. Tienes dos días. Dos días, nada más.
Chet asintió: dos días; y el dueto terminó.
 
Chet llevaba seis meses comprándole, y Manic, encantado de tener un cliente de prestigio, había roto su primera norma: no se fía... nunca. Había dejado que Chet se fuera con un par de papelas a crédito dos veces y las dos veces Chet había aparecido con el dinero a los pocos días. De ahí a abrirle cuenta no había un gran paso y, al menos durante un tiempo, Chet pagó puntualmente, y a menudo adelantaba un par de cientos de dólares para futuras compras. Funcionó una temporada y luego Manic tuvo que empezar a recordarle que la deuda se le estaba escapando de las manos... y, de nuevo, un aviso bastaba para garantizar que Chet saldara lo que debía en cuestión de días, a lo sumo de una semana. Luego llegaron al punto de que Chet no solo compraba a crédito, sino que también le pedía dinero prestado. Los intereses fueron acumulándose, las promesas de Chet -mañana, tío, mañana- se habían alargado una semana y su cara parecía el agua que se escapa por el desagüe. De ahí su última conversación.
 
El mismo Manic no se encontraba bien. Por lo que recordaba, llevaba un mes sin dormir, ni dar ni una cabezadita, esnifando sulfato y engullendo anfetaminas hasta acabar con la cabeza como un papel quemado. Hacía tanto que no dormía que notaba que su cerebro se devoraba como el estómago de un hombre muriéndose de hambre, temblaba tanto que prácticamente vibraba. Sus pensamientos estaban convirtiéndose en fragmentos de sueños que duraban un par de segundos, con trama, color y acción.
 
Chet estaba en el Moonstruck tomándose una taza de café oleoso cuando volvieron a encontrarse. Manic lo vio por la ventana, entró, dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas para poder apoyarse en el respaldo como un sheriff con barriga cervecera en una película del Oeste cuya parsimonia está preñada de amenazas dormidas. Las formas de Manic no tenían nada de soñolientas: estaba flaco como un palo e inquieto como un insecto; cualquier amenaza suya recordaba a un perro asustado. Pidió un café y vació azucarillos en la taza hasta darle la consistencia del pegamento. Le apestaba el aliento y se empeñaba en pegar la cara a la de Chet, obligándole a respirar el hedor. Manic se sentía como si hubiera visto todas las películas del mundo seis o siete veces en una tarde y acabara de salir a la luz del día, impresionado porque el mundo y el sol seguían existiendo. Estaba preguntándose qué hacer, perdido en la intensidad congelada de su cabeza, cuando llegó el desayuno de Chet. Miró cómo salaba la comida y dijo:
–¿Cómo es que nunca sonríes, Chet?                 
–Supongo que he olvidado cómo se hace.
–Te di dos días.
Chet miraba fijamente el estanque muerto del café, donde las luces del techo se reflejaban como destellos de peces brillantes. Un cigarrillo se consumía en el cenicero.
–Hace ocho. Ha pasado dos veces el doble de tiempo –dijo Manic, quitándole el cuchillo de la mano a Chet y clavándolo en la yema del huevo, que embadurnó el plato de amarillo.
 
Antes de entrar en la cafetería sabía que por mucho que quisiera el dinero disfrutaba más de los pequeños rituales amenazadores; si Chet le seguía el juego, decía las frases correctas y contribuía al momento cinematográfico, sabía que le concedería más tiempo para pagar. Sin embargo, ese día Chet parecía indiferente a la pantomima, lo que hizo que Manic se sintiera un idiota.
–¿Lo tienes?                                     
–No.
–¿Vas a conseguirlo, gilipollas?                   
–No lo sé.               
 
Manic asía el cuchillo, Chet el tenedor: como si entre los dos formaran un par de manos. De forma impulsiva, sin ira, desesperado por inyectar algo de energía a esa escena sin vida, Manic le tiró el café a la cara. Chet se estremeció, se secó con la servilleta, el café no estaba tan caliente como para escaldarle. Manic esperó: quizá después le clavara el cuchillo en el ojo, como había hecho con el huevo. Chet siguió sentado, con el desayuno nadando en el charco marrón de café.
 
A Manic no se le ocurría nada que decir ni que hacer. La escena carecía de fuerza. Normalmente un movimiento desencadenaba el siguiente, pero Chet estaba sentado como en un callejón sin salida. Manic miró la mesa, agarró la botella de ketchup por el cuello, la levantó por encima del hombro y le golpeó con ella en la boca como si fuera un bate de béisbol. No porque quisiera hacerlo o porque la situación lo demandara, sino porque no había nada más que hacer. La botella se rompió, salpicó la pared de cristales y salsa espesa. Chet tenía la boca llena de cristales y astillas de los dientes, el tomate sabía a sangre. Sorprendentemente, siguió sentado a la mesa como quien espera el postre con paciencia... hasta que Manic se abalanzó hacia él y la mesa se volcó y Chet acabó en el suelo, recibiendo una tanda de patadas en la cabeza y la mandíbula. Notó que le caía encima la mesa, un plato le rebotó en la cabeza y se estampó contra el suelo, una mano le resbaló en el charco amarillo del huevo. Intentó rodear la mesa a gatas y escapar entre la maraña de patas, pero las patas iban levantándose y cayéndole encima como una avalancha. Con la oleada de gritos y chillidos de los otros clientes le llovió una cascada de agua, más café, un jarrón de flores y un azucarero que salpicó el suelo de cristales blancos.
 
Después la tormenta amainó y se vio atrapado entre las ruinas del túnel de muebles rotos, cortándose las manos con añicos de cristal y de dientes, en un suelo empantanado de ketchup, café y el agua de las flores en cuyo caos flotaban tres tulipanes amarillos. Hizo acopio de todas sus fuerzas y se puso de pie como un hombre saliendo a pulso del fondo de un lago, goteando yema de huevo, trozos de vajilla y tiras de beicon, con la boca desdibujada en la cara. Lo primero que vio fue al camarero a su lado, cafetera en mano, dispuesto a rellenarle la taza; detrás de él, las bocas abiertas de la clientela, paralizadas a medio comerse las tortillas, los bagels, las tortitas. Consciente de que iba a derrumbarse, alargó un brazo y embadurnó la pared con una espantosa huella de la mano antes de salir corriendo por la puerta de la calle, cubierto por los restos de un desayuno de pesadilla. Fuera, San Francisco se empinaba y volvía a caer en un mar de calles como montañas, un autobús amarillo remontaba unas olas inmensas, dirigiéndose hacia él como un transatlántico.
 
Fue en 1972. En 1976 tenía el aspecto que tendría que haber tenido siempre, quizás algo peor. Su cara regresó al terruño, tenía el aspecto que habría tenido de no haber salido nunca de Oklahoma: barba, cazadora Levi’s, vaqueros, camiseta. La clase de tío que veías por todo el Medio Oeste, apoyado en la barra de un bar, charlando de coches y bebiendo Coors a morro, chasqueando los labios cuando una mujer cruzaba la puerta. La clase de tío que habría tardado veinte años en terminar bebiendo en el mismo sitio donde se había tomado la primera cerveza. Trabajando en una gasolinera, escuchando la radio, rodeado todo el tiempo del olor a gasolina, el destello y el brillo de los coches. Mirando a las mujeres de otros mientras limpiaba las manchas y salpicaduras de insectos del parabrisas.
 
Incluso desdentado y con la mirada endurecida por la derrota, incluso entonces los traficantes de imágenes y los yonquis de las lentes le seguían, asombrados por la velocidad a la que había pasado de pálido Shelley del bebop a marchito jefe indio, encantados con la obviedad del proceso, con la parábola del rostro. Si hubieran mirado con más atención se habrían percatado de lo poco que había cambiado la cara, de la constancia de la expresión: el mismo aire inquisitivo y ausente, los mismos gestos. Por eso, a pesar de todo, podías amarle durante treinta años: los rasgos hundidos, los brazos resecos como árboles en invierno, pero la forma de coger una taza de café o un tenedor, la manera de cruzar una puerta o recoger el abrigo, como su sonido, esos gestos seguían siendo los mismos. Los mismos gestos y las mismas poses: el pitillo colgando de los dedos, la trompeta suelta, balanceándose ligeramente en la mano. En 1952 Claxton le fotografió acunando la trompeta, cabizbajo, con el pelo peinado hacia atrás y los ojos mirando con aire de niña a la cámara. En 1987 Weber lo fotografió igual, salvo que los ojos son meras sombras; en todas partes parece estar desapareciendo en la oscuridad, como su voz va apagándose poco a poco, como la trompeta va silenciándose. En 1986 Weber lo fotografió en brazos de Diane, con la cabeza apoyada en su hombro igual que Claxton lo había mostrado con Lilli abrazándolo contra su pecho treinta años antes, con la misma mirada de bebé consolado por su madre, con la misma sensación de entrega.
 
Las canciones se tomaron la revancha: él las abandonaba una y otra vez pero siempre regresaba, siempre volvía con ellas. Así como antes elegía cualquier canción a su antojo y le bastaba susurrar cuatro frases para hacerla llorar, ahora las canciones no sentían nada y no les afectaba su modo de tocar. Levantar la trompeta lo dejaba sin aliento para soplar y cada vez más cantaba las letras de las canciones, con una voz suave y frágil como el cabello de un bebé. A veces acariciaba sus viejas canciones con tanta ternura que recordaban lo que habían sentido en otro tiempo, la facilidad con que sus dedos y su respiración las excitaba; pero sobre todo se apiadaban de él, le ofrecían un cobijo que él apenas tenía fuerzas para aceptar.
 
Dondequiera que iba la gente quería conocerle, hablar con él, contarle lo que su música significaba para ellos. Los periodistas le hacían preguntas tan largas que se contestaban con un simple gruñido afirmativo o negativo. De todas las cosas que nunca le habían interesado, probablemente hablar era la que le dejaba más indiferente. A veces se preguntaba si había mantenido alguna conversación interesante en toda su vida. Aunque le gustaba rodearse de charlatanes, gente que no esperaba que les contestara. Su forma de tocar era lo mismo, un modo de no decir nada, de moldear el silencio, de darle cierto tono. Sonaba íntimo porque era como si alguien se sentara delante de ti, concentrado en lo que se decía, esperando tranquilamente su turno para hablar.
 
En Europa la gente se aferraba a cada una de sus notas, acudían en rebaños porque cada actuación podía ser la última, escuchaban en su música las cicatrices de todo por lo que había pasado. Creían que estaban atendiendo, penetrando en la música, pero en realidad no ponían suficiente atención. Ese dolor no estaba. Simplemente Chet sonaba así. Habría sonado así con independencia de lo que le hubiera pasado. Solo sabía tocar de una manera, un poco más rápido o un poco más lento, pero siempre con el mismo sentimiento: una emoción, un estilo, un tipo de sonido. El único cambio derivó de la debilidad, del deterioro de la técnica... pero ese deterioro del sonido también lo reforzó, le aportó un falso patetismo que no habría tenido si su técnica hubiera sobrevivido a los daños que él mismo se infligía.
 
Quienes veían en su vida la tragedia de una promesa rota, de un talento desperdiciado y una habilidad despilfarrada también se equivocaban. Chet tenía talento, y el verdadero talento se asegura de no dejarse desperdiciar, insiste en su capacidad de florecer. Solo quienes no tienen talento desperdician su talento, pero existe también una clase de talento que promete más de lo que puede alcanzar: viene con esas condiciones. Y tal era el caso de Chet, lo oías cuando tocaba, es lo que le imprime el suspense. Promesas... nunca iba a pasar de ahí, ni aunque no hubiera visto una aguja en su vida.
 
En Ámsterdam no se alejaba del hotel, daba breves paseos y se detenía en los puentes mientras bandas de yonquis desgarbados pasaban arrastrándose, sin saber que su santo patrón los observaba desde las sombras. La ciudad zumbaba a su alrededor: al cruzar la calle miraba a derecha e izquierda cuatro o cinco veces pero constantemente tenía que esquivar a bandazos tranvías, coches pitando y los timbres de viejas bicicletas. Una ciudad hecha de ventanas, que no escondía nada. Pasaba por delante de ventanas enrojecidas por los labios de chicas que le saludaban, viejos comercios que parecían casas, casas viejas que parecían comercios. Apenas hablaba, y cuando lo hacía parecía simple coincidencia que su boca articulara las palabras que flotaban en el aire como la niebla. Sabía que se mantenía artificialmente con vida a la gente mediante equipos de soporte vital y le parecía que en eso se había transformado su cuerpo... y cuando lo apagaran ni siquiera se daría cuenta.
 
De vuelta en el hotel veía trozos de videos, marcaba números de teléfono, fumaba y esperaba, dejando que la habitación se oscureciera a su alrededor. Por la ventana miraba las luces de los cafés que moteaban el canal igual que las hojas, escuchaba las campanas repicando por encima de las aguas negras. El viejo cuento de que al morir ves pasar toda tu vida ante ti. Su vida llevaba pasándole por delante desde que tenía uso de razón, como mínimo desde hacía veinte años, quizá llevara todo ese tiempo muriéndose, quizá los últimos veinte años fueran simplemente el largo momento de su muerte. Se preguntaba si le daría tiempo de regresar de nuevo al hogar, a dondequiera que hubiera nacido, a Oklahoma, de convertirse en una piedra del desierto. Las piedras no estaban muertas, eran la versión pétrea de los peces que permanecen en el lecho del océano fingiéndose otra cosa. Las piedras eran el estado que buscan alcanzar los budistas y los gurús, meditación transformada de acción en cosa. Las ondas de calor eran las señales de la respiración del desierto.
 
Entre el destello de las baldosas del baño se miró en el espejo y no vio nada, ningún reflejo. Se colocó justo delante, miró al frente y no vio ni rastro de su persona, solo las toallas, gruesas y níveas, colgadas detrás de él. Sonrió, pero el espejo no corroboró nada. Una vez más, no tuvo miedo. Pensó en vampiros y no muertos, pero le pareció más bien que había entrado en el reino de los no vivos. Miró fijamente el espejo, recordando los cientos de fotografías suyas repartidas por discos y revistas de todo el mundo. Cogió de la mesa de la habitación principal la portada de un disco que mostraba una fotografía que le había sacado Claxton hacía años en Los Ángeles. De vuelta en el baño, la levantó y miró el reflejo en el espejo. Flotando en el aire, enmarcado por las toallas y las baldosas del lavabo, el espejo lo mostraba sentado al piano, con la cara reflejada en la tapa, perfecto como un Narciso despeinado junto al estanque. Se quedó mirando varios minutos, bajó el disco y, una vez más, solo vio una expansión nevada de toallas.

martes, 16 de diciembre de 2014


CHET BAKER. NACIDO PARA LA TRISTEZA

Esta semana y la de dentro de siete días, os presentamos dos ediciones monográficas centradas en Chet Baker, el trompetista y cantante de jazz de cuyo nacimiento, el 23 de diciembre de 1929, se cumplen dentro de unos días ochenta y cinco años. No hay tiempo, en el corto espacio de esta presentación para dar cuenta siquiera de modo breve de la intensa vida y la notable obra musical del malogrado artista norteamericano. Os recomiendo, en este sentido, dos obras esenciales: una biografía, Deep in a dream. La larga noche de Chet Baker, escrita por James Gavin, publicada en español por Mondadori hace menos de diez años y hoy prácticamente inencontrable en las librerías, y una película, la magnífica Let’s get lost, dirigida por el fotógrafo Bruce Weber en 1988 y estrenada poco después de que, en mayo de ese mismo año, Baker muriera en condiciones extrañas al caer por la ventana de su habitación en un hotel de Ámsterdam.
 
Para acompañar la selección de temas del músico que aparecerán en esta corta serie de dos programas (Every time we say goodbye, There will never be another you, Everything depends on you, I fall in love too easily, You go to my head, I've never been in love before, It’s always you, You don't know what love is, Tenderly, The thrill is gone y Born to be blue), podréis escuchar, leído por mí en su integridad -aunque obviamente dividido a lo largo de las dos sesiones-, el capítulo dedicado a Chet Baker en Pero hermoso, el espléndido libro de Geoff Dyer del que ya os hablé aquí hace unas semanas y del que podéis leer una completa reseña en el blog de mi otro espacio en Radio Universidad: todosloslibrosunlibro.blogspot.com. En él nos encontramos a Baker en los últimos momentos de su vida recreando algunos episodios de su existencia en la habitación del hotel de Ámsterdam que lo verá morir.
 
 
Se sentó al borde de la cama, tocando flojito, encorvado sobre la trompeta como un científico mirando por el microscopio. Desnudo salvo por los calzoncillos, marcando con un pie un ritmo lento como un reloj en una casa vieja, con la campana de la trompeta casi rozando el suelo. Ella apretó la cara contra su cuello, le abrazó los hombros, deslizó una mano por la curva suave de la columna como si las notas que él tocaba las decidieran los patrones que dibujaban sus dedos en su piel, como si la trompeta y el hombre formaran un único instrumento que ella estuviese tocando con una mano. Los dedos femeninos volvieron a trepar por las muescas de la espalda hasta alcanzar los pelillos afeitados de la nuca de él.
 
La primera vez que ella había escuchado sus discos, su forma de tocar tan frágil y delicada le había parecido casi femenina, modesta hasta el punto de que los solos concluían antes incluso de que te dieras cuenta de que habían empezado. No fue hasta que se hicieron amantes cuando ella aprendió a detectar lo que hacía especial su forma de tocar. Al principio, cuando tocaba así después de hacer el amor, perdida al borde del sueño, había creído que tocaba para ella. Luego comprendió que él nunca tocaba para nadie más que para él mismo. Fue escuchándolo así, acostada con las piernas abiertas, con el semen frío resbalándole de dentro, como entendió, de forma repentina y por ninguna razón evidente, cuál era la fuente de la ternura con la que tocaba: podía tocar con tanta ternura solo porque nunca había conocido la ternura de verdad. Todo lo que tocaba era una suposición. Y tumbada en la cama, observando los valles y las dunas de las sábanas arrugadas, humedecidas por un ligero rocío de sudor, comprendió lo equivocada que estaba al pensar que solo tocaba para él mismo: ni siquiera tocaba para sí... solo tocaba, si más. Justo al contrario que su amigo Art, que volcaba todo su ser en cada nota: Chet no volcaba nada propio en la música y de ahí nacía el patetismo de su interpretación. La música que tocaba se sentía abandonada. Tocaba viejas baladas y standards con una larga serie de caricias que no conducían a nada ni se disolvían en nada.
 
Siempre había tocado así y así tocaría siempre. Cada vez que tocaba una nota se despedía de ella. A veces, ni siquiera se despedía. Aquellas viejas canciones estaban acostumbradas a que la gente que las tocaba las amara y las quisiera; los músicos las abrazaban y las hacían sentirse nuevas, frescas. Chet dejaba a la canción sintiéndose despojada. Cuando él la tocaba, la canción necesitaba consuelo: no era la interpretación la que estaba cargada de sentimiento, sino la propia canción dolida. Notabas que cada nota intentaba quedarse un poquito más con él, se lo suplicaba. La canción misma le gritaba a cualquiera que quisiera escucharla: por favor, por favor, por favor.
 
Y al escucharlo comprendías no solo la belleza, sino la sabiduría que contenían esas canciones. Si las juntabas todas formaban un libro, una guía onírica del corazón. Contenían todo, todas las novelas del mundo no te dirían más sobre los hombres y las mujeres y los momentos que pasan como estrellas fugaces entre ellos.
 
Otros músicos buscaban en las viejas canciones una frase o una melodía que elaborar y transformar, o se colaban en la canción con el saxo. Con Chet la canción hacía todo el trabajo; Chet lo único que tenía que hacer era extraer la ternura maltrecha que escondían todas esas canciones viejas.
 
Por eso nunca tocaba blues. Incluso cuando tocaba un blues en realidad no era tal porque no sentía la necesidad de la fraternidad, de la religión, que implicaba el blues. El blues era una promesa que él nunca podría cumplir.
 
Dejó la trompeta en la cama y fue al baño. Al oír cerrarse la puerta, a ella le sorprendió que incluso esa minúscula despedida estuviera teñida de tristeza. Cada vez que una puerta se cerraba detrás de él parecía una premonición de la separación final, igual que cada nota que tocaba de una canción era una premonición de la última: como si improvisar constituyera una forma de clarividencia, como si tocara elegías al futuro.
 
Era un hombre que daba siempre la impresión de estar yéndose. Quedabas con él y aparecía tres o cuatro horas tarde, o no se presentaba, o desaparecía durante días, semanas incluso, y no dejaba un teléfono ni una explicación. Y lo sorprendente era lo fácil, lo adictivo que resultaba amar a un hombre así, cómo sentías un abandono similar a la compañía: hasta tal punto Chet te acercaba a la soledad con la que todo el mundo carga, la soledad que atisbas en las caras implorantes de los desconocidos en un vagón de metro medio vacío. Incluso después de hacer el amor y de que él saliera de su interior, incluso entonces, minutos después de correrse, ella sentía que lo estaba perdiendo. Cuando algunos hombres te hacían el amor te dejaban en el cuerpo una impronta de pasión que era como un niño creciéndote dentro. Podían desaparecer un año y tu cuerpo seguía sintiéndose lleno de ellos, lleno de su amor. Cuando Chet se iba te sentías vacía, llena de añoranza de él, llena de esperanzas en la próxima vez, la próxima vez... Y para cuando comprendías que nunca podría darte lo que querías, él era lo único que querías. Notó que las lágrimas le entelaban la vista y recordó algo que le había dicho una vez un amigo de Chet sobre su forma de tocar, que el modo en que sostenía las notas te hacía pensar en el momento justo antes de que una mujer se ponga a llorar, cuando su cara desborda belleza como el agua desborda un vaso y darías cualquier cosa por no haberle hecho daño. Su cara es algo tan sereno, tan perfecto que sabes que no puede durar, pero ese instante, más que ningún otro, posee cierta cualidad de eternidad: cuando sus ojos comprenden la historia de todo lo que alguna vez se han dicho hombres y mujeres. Y entonces le dices “No llores, no llores”, consciente de que esas palabras, más que nada en el mundo, la harán llorar...
 
En el cuarto de baño, Chet se echó agua plateada a la cara, se miró en el espejo a través de las gotas de mercurio que le caían entre las manos. Le sostenía la mirada una cara cuyos rasgos parecían controlados por una gravedad interna que tiraba de todo hacia dentro. Hombros encogidos, brazos con moretones y venas rotas. Bajó las manos y vio hacer lo mismo al reflejo, las manos brotaban como astas de las estrechas muñecas. Sonrió y el reflejo le devolvió la sonrisa, una sonrisa espectral sin dientes, solo encías endurecidas.
 
Esta súbita aparición no le asustó. Según sus cálculos podrían haber pasado treinta años desde la primera vez que la vio en el espejo. Para él el tiempo transcurría así. Se podía mantener una nota en la trompeta lo suficiente para que pareciera la eternidad. Mientras duraba parecía que nunca acabaría.
 
Ya había pasado una vez, igual de repentina, mientras se dirigía a pie al local de ensayo una tarde de noviembre de hacía un par de años. Encorvado contra un viento polvoriento entrevió su reflejo vestido de cuero en la fachada acristalada de un edificio de oficinas del otro lado de la calle. Le gustó que ocurriera, le gustó verse reflejado de pronto como otra persona en un largo tapiz de imágenes. La secuencia de reflejos quedó brevemente interrumpida por la entrada del edificio y cuando volvió a mirar le sorprendió ver, en lugar de su reflejo, a un viejo con abrigo de cuero que le devolvía la mirada. Al aproximarse distinguió con más detalle al hombre que se le acercaba arrastrando los pies, devolviéndole la mirada como una amenaza: un rostro surcado por arrugas como de corteza de árbol, barba, pelo largo y ralo, ojos apagados que oteaban el horizonte a un brazo de distancia. Se dirigió al bordillo de la acera y el viejo hizo otro tanto, escudriñando con paciencia el tráfico, dibujando con la boca la misma mueca que había visto en las ancianas europeas, que las hacía parecer familiarizadas con el sufrimiento y los achaques: labios que encerraban el dolor, que jamás dejaban escapar una queja porque entonces tendrían que admitir lo mal que estaban y eso les habría resultado insoportable. Seguro ya de lo que pasaría, saludó al viejo y lo vio remedar simultáneamente su gesto. Entendió con tanta claridad el significado de lo que acababa de ocurrir que ni siquiera tuvo que pensarlo, giró hacia la cara cortante del viento y siguió caminando.
 
Abandonaba a sus mujeres a capricho, a menudo sin ningún motivo. Normalmente volvía con ellas, igual que de vez en cuando regresaba a ciertas canciones. Había dejado a tantas mujeres que a veces se preguntaba si no sería eso lo que las atraía de él: el saber que las abandonaría. Ser completamente egoísta, indigno de confianza, informal... y vulnerable; era la combinación más atractiva del mundo. Una vez se lo había contado a una mujer y ella le había replicado que eso lo sabía cualquiera, que cualquier chulo podría explicártelo.
 
La misma mujer le dijo que leía las manos y las cartas del Tarot y se ofreció a echarle la buenaventura. El tenía veintiocho años y pensó que por qué no. Se sentó enfrente de ella, mirando la bola de cristal de tienda de regalos y las cartas desplegadas a la luz de las velas, fascinado por los colores y la belleza de lo que mostraban: un mundo de imágenes más simples e incluso más generales que las que ofrecían las canciones que él cantaba.
 
– Estas imágenes contienen todas las permutaciones y posibilidades de la vida –dijo ella en tono serio.
 
Él contempló cómo ordenaba la baraja, cómo señalaba una carta primero y luego otra, y escuchó la larga ristra de tribulaciones que le deparaban los próximos veinte años. La dejó terminar, vio que esperaba alguna reacción por su parte, encendió un cigarrillo, expulsó una fina niebla de humo y, apoyando una mano en la rodilla de la mujer, dijo:
 
–Entonces, ¿a qué tantas prisas?
 
Siempre había mujeres... y siempre, una cámara. La industria musical quería promocionar a una estrella blanca en un firmamento mayoritariamente negro y Chet era un sueño hecho realidad. Tenía esa mirada ausente, el toque vaquero, pero también el porte de una chica tímida mirando a la cámara por encima del hombro, escondiéndose de sí misma. Seducía a la cámara, se le entregaba. En el escenario del Birdland, con los ojos cerrados, un brazo colgando sin fuerza, el pelo cayéndole sobre la frente, la trompeta pegada a los labios como una botella de brandy (sin tocar la trompeta, bebiendo de ella, ni siquiera a tragos, solo a sorbos). Con el pecho desnudo, haciendo mohínes en los brazos de Halima, con la trompeta descansando en el regazo de ella. Bolonia 1961, con smoking y pajarita, Carol de negro y con perlas, con hombres que le rozaban los brazos desnudos al pasar, rodeados por los flashes de las cámaras, gentes pisándose, derramando copas y empujándose. Se quedaron solo unos minutos y se abrieron paso entre la muchedumbre de fotógrafos y traficantes de imágenes. Salieron al frío de la noche, notó los duros ángulos de sus huesos en la blandura de los hombros de ella, que le rodeaba la cintura con la mano. Las cámaras seguían ahí cuando unos polis malencarados lo esposaron y lo condujeron a empujones al tribunal de Lucca. Los policías enseguida empezaron a disfrutar de la exposición mediática, sonreían a la cámara mientras cruzaban con él puertas blindadas, posando a su lado mientras Chet miraba al público de fotógrafos que esperaba fuera de la sala, a los flashes que destellaban como aplausos dispersos mientras él permanecía en pie, agarrado a los barrotes con esa intensidad que decía “sacadme de aquí” que todos esperaban. Y seguían esperando cuando salió de la prisión al año siguiente como si apareciera por la puerta VIP del Idlewild.


martes, 9 de diciembre de 2014


LES FEUILLES MORTES
 
El hilo conductor que da coherencia esta semana a nuestro programa es, como hace siete días, el de la repetición, o más exactamente, el de las variaciones, porque tanto los textos como las piezas musicales se caracterizan por una cierta redundancia, por la reiteración de motivos, por la insistencia en ciertas fórmulas que aparecen y reaparecen una y otra vez bajo formas diversas aunque en último término similares.
 
Y así, desde el punto de vista de la literatura, los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau vuelven a protagonizar la presente edición: noventa y nueve interpretaciones distintas -de las que hoy escucharéis una docena- de una misma historia, sencilla y anodina, en la que dos hombres se encuentran en un autobús en una escena sin aparente trascendencia. La desbordante inventiva del autor y su dominio de los distintos registros lingüísticos permiten aproximaciones muy heterogéneas al relato inicial, con variantes léxicas, gramaticales, idiomáticas, paródicas, estilísticas, semánticas y hasta matemáticas, muy curiosas e imaginativas.
 
Desde el mismo planteamiento -y aprovechando la doble excusa de la nacionalidad francesa de Queneau y de que nos hallemos en los últimos días del melancólico otoño- he elegido la más emblemática canción gala, alusiva a las tristezas de esta declinante estación, Les feuilles mortes, la ya eterna creación del poeta Jacques Prévert y el músico Joseph Kosma, para completar el programa en su vertiente musical, con doce recreaciones del tema nacidas de los territorios del jazz, el pop, el soul, la música folklórica, la melódica y, obviamente, la chanson, e interpretadas -en inglés, francés, portugués, español y hasta húngaro- por algunas grandes figuras de la música de los últimos sesenta años: Jo Stafford, Eric Clapton, Françoise Hardy, Everly Brothers, Ildikó Piros con Péter Huszti, Eva Cassidy, Carlos Galhardo, McCoy Tyner, Nat King Cole, Berta Rodríguez, Cora Vaucaire y Chet Baker con Ruth Young.
 

Las hojas muertas
 
Me gustaría que recordaras
los días felices en que éramos amigos.
En aquel tiempo la vida era más bella
y el sol más ardiente que hoy.
Las hojas muertas se recogen a paladas.
Ya lo ves, no he olvidado…
Las hojas muertas se recogen a paladas,
los recuerdos y los arrepentimientos también.
Y el viento del norte los traslada
hacia la noche fría del olvido.
Ya lo ves, no he olvidado
la canción que tú me cantabas.
 
Es una canción que se nos parece.
Tú me amabas y yo te amaba.
Y vivíamos juntos,
tú que me amabas, yo que te amaba.
Pero la vida separa a los que se aman
muy suavemente, sin hacer ruido.
Y el mar borra sobre la arena
los pasos de los amantes desunidos.


martes, 2 de diciembre de 2014

 
EJERCICIOS DE ESTILO
 
Esta noche y la del lunes próximo el programa se articula, en lo musical, sobre un peculiar y algo arriesgado juego; algo arriesgado desde el punto de vista del mantenimiento de la audiencia, porque nuestra propuesta, ciertamente inusual, amenaza con romper algunos de los más comunes hábitos de escucha radiofónica. Y es que a lo largo de estas dos ediciones vamos a escuchar una sola canción... ¡¡¡en más de veinte versiones diferentes!!! Pero empecemos desde el principio, porque el desencadenante de tan atrevido experimento no tiene que ver inicialmente con la música sino, por el contrario, con la elección del texto literario en torno al cual he decidido organizar ambos programas.
 
En 1947, el escritor y matemático francés Raymond Queneau, publicó Ejercicios de estilo, un clásico de la literatura experimental, un imaginativo y sorprendente libro en el que el autor recrea una anécdota trivial, un encuentro azaroso e insustancial en un autobús, para, con el referente de una primera y muy breve narración de ese soso suceso original, mostrárnoslo de noventa y nueve maneras distintas, fruto de las más inesperadas variaciones, construidas a partir de juegos verbales, efectos retóricos, transformaciones textuales, parodias idiomáticas, modalidades gramaticales y, en definitiva, registros comunicativos y enfoques literarios diversos.
 
El libro vio la luz en España en 1987 en una edición de Antonio Fernández Ferrer para la Editorial Cátedra, que ha alcanzado también la categoría de clásica en la actualidad, por lo que tiene también de reto la traslación al castellano de los complejos matices de la obra original. Resulta indispensable la lectura del largo pero fundamental prólogo que escribe Fernández Ferrer como introducción al libro y del que os dejo un revelador fragmento al final de este comentario.
 
Una veintena larga de esos “ejercicios de estilo” aparece -partiendo del texto inicial (que lo es sólo en un sentido figurado, pues no es el que abre el libro) que “define” la situación- en las dos emisiones que ahora presento, una muestra significativa -aunque depurada en los ejemplos menos radiofónicos del libro, los que incluyen elementos iconográficos no apreciables sin la visión del texto, o los que resultan de muy difícil lectura, o los consistentes en efectos lingüísticos de imposible comprensión en una mera escucha- del gran talento de su autor y del no menor de su traductor que, en muchos casos -y como podréis comprobar en la próxima hora-, lleva a cabo una auténtica recreación de los textos originales, adaptándolos a la realidad de un lector español.
 
Y como la de la repetición, la de las variaciones, es la idea fundamental que subyace a mi propuesta literaria de esta noche, he decidido llevar al extremo tal enfoque ofreciéndoos también, tal y como he anticipado, la misma canción, Les feuilles mortes -el gran referente, quizá, de la música francesa, la imperecedera obra de Jacques Prévert y Joseph Kosma con más de quinientas recreaciones desde todos los ámbitos musicales del orbe- en cerca de una docena de versiones en estilos, géneros, lenguas, ritmos y planteamientos muy diferentes. Yves Montand, Sole Giménez, Frank Sinatra, Iggy Pop, Luciano Virgili, Mishka Adams, Grace Jones, Ben Webster, Emmy Rossum, Hannes Wader y Juliette Gréco son sus inspirados intérpretes. El carácter melancólico y crepuscular de esas hojas muertas que protagonizan la canción, su poderoso valor metafórico, se aviene muy bien con la cortedad de estos días, con la languidez y la tristeza de un otoño que se encamina hacia su consunción, con los tonos rojizos, ocres y pardos, que, ya casi apagados, diluyéndose en las hojas caídas, arropan nuestros pasos en las espesas sendas de los mortecinos parques.
 
 
Introducción
 
En el caso del libro que en este preciso momento comienzo a prologar... y que tú, lector, deberías haber empezado no antes de la página 49..., pero me temo que, siguiendo la costumbre, acabas de iniciar la lectura a partir de esta misma introducción, lo cual me lleva a interrumpirte con la primera nota a pie de página (1).
 
En el caso de esta obra, decía, cuyo verdadero prólogo comienza ahora, no puede afirmarse, como lo hace el comienzo del conocido relato evangélico, que en el principio fue el verbo (o, mejor, la palabra, que es traducción más llevadera en castellano), pues en el origen de Ejercicios de estilo fue la música. Así lo cuenta el propio Queneau al iniciar la introducción que escribió para la edición ilustrada por Carelman y Massin:
 
En una entrevista con Jacques Bens, Michel Leiris recuerda que «en el transcurso de los años treinta, estuvimos escuchando juntos (Michel Leiris y yo) en la sala Pleyel un concierto en el que se interpretaba el Arte de la Fuga. Me acuerdo que lo seguimos muy apasionadamente y que, al salir, nos dijimos que sería muy interesante hacer algo de ese tipo en el plano literario (considerando la obra de Bach, no desde el ángulo del contrapunto y fuga, sino como construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta el infinito en torno a un tema bastante nimio)».
 
En efecto, fue acordándome de Bach muy conscientemente como escribí Ejercicios de Estilo, y muy en especial de esa sesión de la sala Pleyel; pero, ¿era, seguro, antes de la guerra? En cualquier caso, fue en mayo del 42 cuando compuse los doce primeros (que, además, han quedado como los doce primeros del libro); pensaba limitarme a eso y titulé este modesto intento Dodecaedro, porque, como es sabido, ese bello poliedro tiene doce caras. El director de una revista muy distinguida que aparecía entonces en zona llamada libre y que me había pedido un «texto», me devolvió el Dodecaedro con aire consternado, incluso diría con tristeza, como si hubiese querido jugarle una mala pasada.
 
Aquello no me impidió continuar; en agosto del 42, en noviembre del 42, en julio del 44, una docena más se añadió a Dodecaedro. En febrero de 1945, La Terre n’est pas une vallée de larmes, publicación surrealista y belga dirigida por Marcel Marien, publicó nueve de ellos con el título Ejercicios de Estilo; una nota decía: «El autor piensa, de este modo, "tratar el mismo asunto" —un incidente real, por lo demás, y trivial— de un centenar de maneras diferentes. Seguramente esos cien capítulos idénticos en cuanto al tema no dejarán de provocar, leídos en hilera (sic), algún efecto en el lector.» Esta nota la había redactado yo, por supuesto.
 
En el transcurso de 1945, escribí otros dieciocho que aparecieron en diciembre del mismo año en Fontaine. En resumidas cuentas, en tres años, había redactado menos de cincuenta; todo el resto fue liquidado durante el verano de 1946 en Isle-sur-Sorgue. Me detuve en los noventa y nueve, juzgando satisfactoria la cantidad; ni tanto ni tan calvo: el ideal griego, vaya (2).
 
Como es sabido, James Joyce se propuso escribir una obra maestra, la voluminosa novela titulada Ulysses, ciñéndose a un solo día en la vida del protagonista, un 6 de junio de 1904, un día de Dublín como otro cualquiera. Queneau parte de asunto aún más trivial y ajeno a complejidades simbólicas. Con una anécdota nimia, explícita ya en el primer texto de la serie («Notations»), construye noventa y nueve variaciones distintas. Como un huevo de Colón literario, la ideíca nos sorprende gratamente con ese don propio de las ocurrencias que cualquiera puede tener, pero que nadie ha pensado.
 
Aparte de la inspiración musical que provocó tan curiosa obra, Queneau contaba con algún ejemplo clásico. Sin ir más lejos, en la literatura francesa decimonónica, la réplica de Cyrano de Bergerac cuando, en el archifamoso drama de Edmond Rostand, contesta airosamente al vizconde que se ha burlado, de manera excesivamente pedestre, de la «muy gran nariz» del protagonista:
 
Eso es muy corto, joven; yo os abono
que podíais variar bastante el tono.
Por ejemplo: Agresivo: «Si en mi cara
tuviese tal nariz, me la amputara.»
Amistoso: «¿Se baña en vuestro vaso
al beber, o un embudo usáis al caso?»
Descriptivo: «¿Es un cabo? ¿Una escollera?
Mas ¿qué digo? ¡Si es una cordillera!»
Curioso: «¿De qué os sirve ese accesorio?
¿De alacena, de caja o de escritorio?»
Burlón: «¿Tanto a los pájaros amáis,
que en el rostro una alcándara les dais?»
Brutal: «¿Podéis fumar sin que el vecino
—¡Fuego en la chimenea!— grite?»
Fino: «Para colgar las capas y sombreros
esa percha muy útil ha de seros.»
Solícito: «Compradle una sombrilla:
el sol ardiente su color mancilla.»
Previsor: «Tal nariz es un exceso:
buscad a la cabeza contrapeso.»
Dramático: «Evitad riñas y enojo:
si os llegara a sangrar, diera un Mar Rojo.»
Enfático: «¡Oh nariz!... ¿Qué vendaval
te podría resfriar? Sólo el mistral.»
Pedantesco: «Aristófanes no cita
más que a un ser sólo que con vos compita
en ostentar nariz de tanto vuelo:
el Hipocampelephantocamelo.»
Respetuoso: «Señor, bésoos la mano:
digna es vuestra nariz de un soberano.»
Ingenuo: «¿De qué hazaña o qué portento
en memoria, se alzó este monumento?»
Lisonjero: «Nariz como la vuestra
es para un perfumista lista muestra.»
Lírico: «¿Es una concha? ¿Sois tritón?»
Rústico: «¿Eso es nariz o es un melón?»
Militar: «Si a un castillo se acomete,
aprontad la nariz: ¡terrible ariete!»
Práctico: «¿La ponéis en lotería? ¡
El premio gordo esa nariz sería!»
Y finalmente, a Píramo imitando:
«¡Malhadada nariz, que, perturbando
del rostro de tu dueño la armonía,
te sonroja tu propia villanía!» (3).
 
De entrada, y aun en la lectura menos atenta, Ejercicios de estilo resulta radicalmente distinto de una obra literaria convencional. Nada más absurdo que tratar de encuadrarlo dentro de los géneros literarios tradicionales, pues, como su mismo título indica, se nos presenta como una especie de «pre» o «para-literatura». Recuerda aquellos libros de antaño sobre el «arte de escribir», que constituían verdaderos recetarios de estilística y, en este sentido, podemos considerar la obra como una parodia de los tratados sobre el tema. No es extraño, por lo tanto, que se juegue con el carácter técnico de la terminología al utilizar algunos de los terminachos más especializados y pintorescos de la jerga retórica clásica. Ejercicios de estilo se sitúa, o finge situarse, en una especie de tierra de nadie, entre la teoría y la práctica literarias, dándonos la impresión de que ha sido confeccionado teniendo en cuenta los capítulos de un manual de estilística o como ejercicios análogos a los progimnasmas (4), las prácticas de la enseñanza retórica clásica. Precisamente por ello, cobra una relevancia especial el texto titulado «Maladroit» («Torpe»), al tratarse de un ejercicio en el que se ironiza sobre el propio «arte de escribir».
 
Sin embargo, pese a ser importante en el conjunto de la obra, la utilización de conceptos y procedimientos de la Retórica en el sentido más restringido y escolar del término (lítote, metáfora, poliptoton, sínquisis...) es sólo una parte. El autor muestra un dominio notable de la disciplina, incluso cuando la entiende a su manera, pero al considerar globalmente Ejercicios de estilo hemos de entender Retórica o Estilística en su mayor amplitud conceptual, abarcando todo género de prácticas y situaciones discursivas.
 
Queneau rechaza cualquier esquema previo que pudiera haber presentado los «ejercicios» en agrupaciones temáticas, por su complejidad gradual o, simplemente, por orden alfabético. Ni tan siquiera trabaja sobre un mismo fragmento base que genere las distintas transformaciones «estilísticas», pues, aunque coloca «Notations» en primer término, ello no significa, de ninguna manera, que se tome este texto como modelo. (5).
 
En ocasiones se prefiere el mero juego mecánico de transformación textual para lograr una sensación de puro disparate. Tenemos, al respecto, los simples tratamientos automáticos de adjunción, supresión o permutación de letras, morfemas o sintagmas sin especial trasfondo. En «Synchyses», sin ir más lejos, todo el texto está trastocado mediante el batiburrillo sintáctico —en realidad, una intensificación de la clásica mixtura verborum—, sin que interese, en modo alguno, conseguir una significación más allá del «nonsense». Confrontemos este ejercicio concreto con el uso de la sínquisis que hace Julio Cortázar en un texto en el que imagina a las gallinas dueñas del planeta:
 
Por escrito gallina una
 
Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americano Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos calló en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química
menos un poco, desastre ahora hasta deportes no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué (6).
 
En el texto de Cortázar la sínquisis construye el sentido del relato, mientras que el ejercicio de Queneau se complace únicamente en el efecto de disparate que tiene el uso del artificio por sí mismo, como mero juego perturbador de la comprensión del mensaje.
 
Pero todo no se reduce, ni mucho menos, a estos juegos que pudiéramos considerar como simples formalismos. Por el contrario, Ejercicios de estilo ofrece un muestrario de los diversos registros comunicativos («Lettre officielle», «Vulgaire», «Paysan»...) con una ironía que no perdona nada: desde los vicios de dicción, muletillas, errores, hasta los lenguajes técnicos o especializados. Por supuesto, tampoco la propia literatura se iba a librar del sarcasmo y llega a parodiarse el propio afán escribidor («Maladroit»). A Queneau le divierte sobremanera la burla del lenguaje culto pedante («Ampoulé», «Apostrophe», «Modern style», «Précieux»...) aunque, por lo demás, los recursos para la elaboración de los diferentes «ejercicios» son de lo más diverso: a partir de un tema o campo semántico («L'arc-en-ciel», «Visuel»...), de frases hechas, conceptos gramaticales, modalidades poemáticas, parodias idiomáticas, etc.
 
Al cabo, contamos con un muestrario amplio y heterogéneo que desborda los límites de cualquier manual al uso de preceptiva estilística. Y el conjunto no se queda en el mero juego o exhibición formalista, pues, por el contrario, tras una lectura deliciosamente reiterativa y provocadora, nos queda la sensación de haber asistido a una visión inquietante de la «comedia humana» comunicativa. Con perpleja desazón los lectores nos hemos contemplado en un extraño espejo cóncavo que nos refleja como un «collage» de discursos, como un entrecruzamiento de «ejercicios de estilo» entre cuya algarabía balbuceamos y gesticulamos los que a nosotros mismos nos venimos considerando, no sin paradoja, ciudadanos contemporáneos.
 
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(1) Te recomiendo encarecidamente que, si no lo has hecho ya, leas ahora por lo menos noventa y ocho «ejercicios»; después, volviendo allí donde estabas cuando esta nota te distrajo, puedes proseguir, sin más tropiezos, la lectura del prólogo.
(2) R. Queneau, «Préface», Exercices de style; avec 45 exercices paralè!les dessinés, peints et sculptés par Carelman, et de 99 exercices de style typographiques de Massin, París, Gallimard, 1963, págs. 9-10.
(3) Edmundo Rostand, Cyrano de Bergerac, tragicomedia en cinco actos, en verso, traducida por Luis Vía, José O. Martí y Emilio Tintorer, Barcelona, Imprenta «La Renaixensa», 1899, págs. 32-33. Los cuatro últimos versos de la cita son una parodia del drama Pyrame et Thisbé (1617), de Théophile de Viau.
(4) Sobre estos «ejercicios preparatorios» de la Retórica clásica se ha conservado el tratado de Hermógenes (siglo II), véase la edición de Hugo Rabe en Hermogenis Opera, Leipzig, B. G. Teubner, 1913, págs. 1-27. La obrita de Hermógenes fue traducida al latín por el famoso gramático Prisciano (siglo VI), convirtiéndose en el texto escolar básico con el título de Praeexercitamina rhetorica (véanse las ediciones de H. Keil en el volumen III de Grammatici Latini, Leipzig, B. G. Teubner, 1860, págs. 430-440 y de K. Halm en Rhetores Latini Minores, íd., 1863, págs 551-560).En cuanto a las estilísticas y «artes de escribir», en el año 1947, por citar la fecha en que aparece Exercices de style, se publica el libro de Marcel Cressot, Le style et ses techniques. Précis d'analyse stylistique, París, Presses Universitaires de France, y la trigésimo segunda edición (la primera es de 1927) del manual de Antoine Albalat, L'art d'écrire enseigné en vingt lelçons, París, Armand Colin.
(5) En todo caso, como señala Gérard Genette, el texto base sería «Récit» («Relato»): «... la versión titulada «Récit» puede considerarse sin abusar demasiado, aunque el autor no la presente en modo alguno así ni sea la primera por su fecha, como el estado más próximo a un hipotético grado cero (exposición del tema) de la variación estilística» (G. Genette, Palimpsestes. La littérature au second degré, París, Editions du Seuil, 1982, pág. 133). En este mismo estudio, Genette propone el término de transestilización (transtylisation) para bautizar el procedimiento de variación estilística en el que se basa Exercices de style, feliz amalgama, en realidad, de parodia temática y pastiche estilístico, las dos manifestaciones más evidentes de la «hipertextualidad» o literatura en segundo grado.
(6) Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos, tomo I, 20ª ed., Madrid, Siglo XXI, 1984, pág. 170.