martes, 31 de enero de 2012


ENTREVIENDO NUEVOS MUNDOS

Esta semana la emisión de Buscando leones en las nubes se acoge a su formato originario, el más habitual en nuestros primeros años de vida y que en estas últimas temporadas teníamos algo olvidado. Un planteamiento que se corresponde con un esquema heterogéneo y misceláneo: textos diversos y canciones variadas, engarzados -de un modo a veces imperceptible- en una cadena, en una sucesión de piezas que aspiran a interesaros, a seduciros, a emocionaros... No tiene, pues, el programa de esta semana, un hilo conductor, o puede que sí, uno muy sutil, que yo he creído apreciar, quizá, al acabar de elaborarlo. Todos los textos escogidos (escritos por Sandor Márai, Erik Orsenna, Émile Cioran, John Banville, Luis Mateo Díez, José Carlos Llop, Amos Oz, Paulino Masip, Andrés Trapiello, Hugo Mújica, Pierre Sansot y Álvaro Pombo) me parecieron entonces, una vez cerrado el guión, y me siguen pareciendo ahora, emitido ya el programa, vinculados de algún modo con la noción de límite. El límite en un sentido no físico, no material, el límite no como frontera geográfica sino espiritual. El límite, la conciencia de nuestros límites, el ansia por llegar a alcanzar, por llegar a ser lo que nos sobrepasa y desborda. El extrañamiento, la pasión por lo desconocido, la nostalgia de lo no sucedido, el fogonazo repentino que nos descubre lo que hubiéramos podido ser en otra parte, en un mundo extraño y distante. La sospecha poderosa y cierta de otras voces en las que nos reconoceríamos, de otros ámbitos a los que quizás estuviéramos destinados desde antiguo y que, sin embargo, no han sido -ni quizás serán- nunca nuestros. La intuición de una vida más intensa, más verdadera, más vida, que, casi siempre, está en otra parte.

Y así, Buscando leones en las nubes aspira, en esta nueva edición, a haceros participar de ese sentimiento ambiguo, a caballo de la dulce tristeza y el entusiasmo apasionado, que nos provoca la conciencia -tantas veces presente en la vida de cada uno- de esos nuestros límites que nos definen y nos frustran, que nos estimulan y nos decepcionan, que nos constriñen y a la vez nos hacen soñar, esos límites que nos permiten conocer aquello que no somos y quizá nunca seremos, aquello que, sin embargo, y quizá por esa misma razón, es lo más propio y auténtico y esencial de nosotros mismos. Ya lo decía Borges en aquel breve texto, en aquel inolvidable poema, un dístico sorprendente y genial: Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

Precisamente, esta enigmática, desconocida y supuestamente habitante de la ficción Matilde Urbach, sobre cuya misteriosa existencia se han vertido ríos de tinta en especulaciones seudo académicas, en juegos metaliterarios, en divertimentos de escritores, protagoniza el magnífico y densamente borgiano cuento del escritor José María Conget titulado Una cita con Borges, que recrea desde una perspectiva insólita la difícil relación de Borges con las mujeres, y que podéis encontrar en un volumen homónimo que publicó Renacimiento hace más de una década.

El largo pero muy interesante relato precede al vídeo que he seleccionado como cierre de esta entrada. De entre los intérpretes que suenan en la emisión, Kate Rusby, Moreno Veloso, Stan Getz, Ornella Vanoni, Tom Waits, Dee Dee Bridgewater, Vic Chesnutt, Chris Isaak, Damien Rice, Rebekka Bakken, Jabier Muguruza y el proyecto One Giant Leap con Grant Lee Phillips y Horace Andy, he escogido a la italiana Ornella Vanoni, cuyo tema Viaggerai, aparte de magnífico, está, a mi juicio, muy relacionado con el motivo central del programa, esos límites tras los que, de modo algo quimérico, creemos entrever nuevos mundos.


Una cita con Borges

Querido J. M.:

          Hoy he regresado a la casa de Long Island, ya vacía de los objetos que representaban la frágil contingencia de mi vida anterior. Vendí casi todos los muebles, regalé los libros. Me quedan sus obras y alguna obligación de la cortesía —esta carta, por ejemplo— con personas que me ayudaron a descubrir mi finalidad última. No volveremos a vernos, eso ya lo habrás supuesto. Tampoco volveré a escribirte. Pero fuiste el primero en asombrarte de mi nombre —creías que era una broma culta— y creo que te debo una explicación. Lee estas páginas y no indagues más sobre la muchacha que creíste conocer y que ya no soy. Otros descubren tarde su vocación o se encuentran de golpe con su destino. Mi vocación, mi destino, tienen la forma del amor y se concretan en una espera larga, ardiente y, sobre todo, confiada. Porque a la vuelta del tiempo, de los tiempos, yo tengo una cita.
          Me avergüenza reconocer que, en contra de esa tradición que se remonta a la Vita Nuova y que establece una memoria imborrable de la primera vez que percibimos a la persona amada, yo no puedo evocar el momento preciso en que tuve conciencia de que Borges era Borges. Es más, al principio, en mi primer o segundo curso de universitaria, cuando cualquier profesor mencionaba su nombre bajo alguna de esas absurdas etiquetas con las que los académicos pretenden ordenar la confusión del mundo (probablemente la de post-moderno), yo lo confundía con el del escritor británico que firmó A Clockwork Orange y Earthly Powers. Escuché su nombre y no hubo temblor premonitorio ni otras cifradas señales a las que cierta literatura nos ha acostumbrado. O no las hubo hasta que, hojeando distraída una selección de textos ¿post-modernos? en inglés, encontré unas líneas que me turbaron: eran de Borges. Los poemas que nos conmueven parecen aludirnos íntimamente y yo no era ajena a esa experiencia. Nunca me había ocurrido, sin embargo, el encontrarme invocada de forma directa, con nombre y apellido, en las líneas de un autor desconocido al que ni siquiera leía en su propia lengua. Atribuí a lo que entonces consideré extravagante casualidad la zozobra que me agitaba el pecho. En fin, se sabe que el azar es tantas veces la coartada de nuestra ignorancia y yo esgrimía esas explicaciones que nada explican para racionalizar una emoción que se revelaba mucho más poderosa que mis sensatos argumentos. En esa época estaba ya casada con Michael y el matrimonio, que calificaré de prematuro, no era el peor de mis errores; yo era muy joven, muy pedante y, que los dioses me perdonen, telqueliana. Michael y yo solíamos citar unas palabras de Barthes que nos conferían una idiota superioridad: «Saber que uno no escribe para el otro, saber que estas cosas que voy a escribir nunca harán que me ame quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que ella está precisamente allí donde tú no estás: tal es el comienzo de la escritura». Bien, desde el instante en que leí el fragmento de Borges añadí un conocimiento a la lista de saberes que enumera el intelectual francés: supe que todos eran radicalmente falsos.
          Afirmar que a partir de ese momento cambió mi vida es una banalidad enfática que no refleja la progresiva pasión que se apoderó de mis jornadas. Tal vez el término religioso metanoia, y disculpa de nuevo la pedantería, la caída del caballo en el camino a Damasco, reproduzca el trastorno violento que padecía y la imposibilidad de aferrarme a los que habían constituido mis hábitos e intereses, transformados de repente en ropa encogida, en comida sin sabor. La curiosidad inicial, quién era Borges, qué había escrito, me llevó a las traducciones de sus obras al inglés y al francés y, en seguida, a tomar decisiones drásticas en relación a mi futuro inmediato, tan rígidamente programado como el de cualquier estudiante que encauza su porvenir hacia los aburridos vericuetos del jardín de Academos. Abandoné la idea de obtener un master en Cultural Studies y me pasé al departamento de Español; me enteré luego de que en otra universidad de la ciudad impartía clases una especialista en Borges y anulé mi matrícula en Columbia para incorporarme al campus de New York University. Todavía pensaba que lo que había hallado era un terreno de investigación personal, mi terreno; todavía vivía con Michael y utilizaba su apellido. Pero una noche me dijo que había empezado a leer a Borges —quería entender mi súbito encaprichamiento, como él lo llamaba— y que no le parecía gran cosa; confirmé entonces lo que mis vísceras ya me habían advertido: que la relación estaba terminada.
          Aprendí español, ya lo sabes. Era el instrumento imprescindible para acercarme a la difusa meta de entender a Borges. Es, también, el único idioma del mundo en el que "entre mi amor y yo han de levantarse/ trescientas noches como trescientas paredes" (o trescientos siglos, qué importancia tiene). Al cabo de unos pocos años no sólo hablaba castellano con acento porteño sino que fatigaba anaqueles minuciosamente mientras me desgastaba el tiempo incesante (o a veces tenue) en las bibliotecas infinitas que me deparaba mi vaga suerte. Otro poeta de lengua española declaró que el primero que comparó las lágrimas con perlas fue un genio y el último que lo repitió un imbécil. Me pregunto a cuántos lectores Borges ha vuelto imbéciles; lo cierto es que, igual que entre la aristocracia británica del XIX se difundió el uso exclusivo de shibboleths, es decir, vocablos que sólo los de su clase podían emitir en un sentido preciso cuyo desvío denunciaba a los arribistas sociales, los snobs o los intrusos, así los borgianos nos identificamos por unos tics estilísticos y léxicos que, si bien otorgan el barniz prestigioso de un club privado, por otra parte nos convierten en la borrosa caricatura de lo que imitamos vanamente. Quiero añadir, como disculpa, que en mi caso la imitación fue sólo un primer peldaño en el esfuerzo por comprender lo que empezaba a obsesionarme.
          Me costó lograr que mi tutora aceptase, y no sin reservas, el tema de mi trabajo de fin de carrera: el amor en Borges. «Eso es como el cine en Góngora» fue su comentario inicial. Con reprimida indignación le demostré que, muy al contrario, el amor es referencia central en el corpus borgiano. Haber escrito la expresión corpus borgiano es, sin duda, un resabio de aquella época. Cuánto sudor baldío para sumar una nota a pie de página y una entrada más en la bibliografía del próximo escribano que escoja parasitar al mismo autor para perpetrar su tesis. Con escepticismo creciente consulté todo lo que sobre Borges almacenaban las estanterías de mi universidad y recurrí luego a la Public Library, a costosas indagaciones de agentes que me buscaban material en Argentina. Desde el comienzo intuí que no había lectura más informativa que las propias páginas del autor. Pero todavía me dominaba el prurito universitario de conceder un valor a la absurda acumulación de laboriosas reiteraciones, delirios tangenciales o pomposos subrayados de lo obvio que constituyen el noventa por ciento de las publicaciones académicas. Yo misma, mareada por el comercio con tanto derroche de palabras, acepté y rechacé sucesivamente dos interpretaciones sobre el amor en Borges que hoy no dejan de abochornarme.
          La primera, inevitablemente —así lo exigían las modas al uso—, fue sicoanalítica. Prescindiré de la hojarasca de esa jerga abstrusa para sintetizar el cuadro clínico perfecto del complejo de Edipo más ejemplar desde el que escenificó Sófocles. El teorema concluía con Borges simbólicamente arrancándose los ojos de acuerdo al célebre modelo y comenzaba, si no con la freudiana escena original, con aquel «atardecer en un piso de la calle Dubourg» o Dufour que sólo Borges podía mencionar a Borges en el cuento «El otro» de El libro de arena. A las revelaciones, entre chismosas y fenicias, de las innecesarias memorias de Estela Canto debemos las anécdotas que ponen en marcha la maquinaria edípica; a los acontecimientos que inspiraron uno de sus mejores relatos, El Sur, el desenlace trágico; y la larga convivencia de Borges y Leonor de Acevedo —hay una fotografía de ambos, tomada en Londres a mediados de los años 60, que parece retratar, en vez de a una madre y su hijo, a una pareja de jubilados en el viaje que celebra sus bodas de oro conyugales— ratificaba la teoría. Es cierto que las piezas encajan demasiado bien. El padre, que usurpa a la fuerza su puesto en el lecho, le ofrece la compensación del coito mercenario provocando (al descubrir indirectamente la culpa secreta) una herida que no cicatrizará y que hará fracasar todas las futuras aproximaciones eróticas. Borges recordó en tantas ocasiones que desde la infancia se había sentido indigno de ser querido —«yo creía que ser amado habría sido una injusticia»— que nada más sencillo que detectar la culpa sexual en aquel niño que recibía los regalos de cumpleaños «como un impostor». A cualquier sicoanalista de medio pelo se le aceleraría el petulante pulso al tropezarse con las reflexiones de Emma Zunz: «Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían». La cosa horrible traduce, en efecto, una inmadurez que llega a la puerilidad cuando en La secta del Fénix, uno de los pocos textos de Borges verdaderamente ingenuos, se nos advierte que algunos «no se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos». Para redondear la satisfacción del analista, el mismo año en que muere su padre, 1938, Borges, libre ya del rival, sufre el famoso accidente —un acto fallido, por supuesto— que lo tendrá entre la vida y la muerte y lo condenará definitivamente a la ceguera, o lo que es lo mismo, Borges se arranca los ojos. Hasta aquí llegaron mis indagaciones. Pero algo fallaba en aquella construcción. En primer lugar, la ceguera de Borges se debió a una enfermedad congénita heredada del padre y no al golpe en la cabeza con el batiente de una ventana que no vio. En segundo lugar, cuando Borges se hirió no iba a ocupar el puesto del padre junto a doña Leonor sino a la cita con una muchacha. Se podría aducir que el accidente representa la autopunición de Borges por traicionar a la madre, a la que abandonaba en favor de otra mujer, y sospecho que habrá mentalidad barroca que combine ambas motivaciones y les dé un matiz finalista: Borges se mutila —entiéndase el verbo freudianamente— para no engañar a la madre que desea y para incapacitarse a la realización de ese deseo. No quise forzar más mi credulidad. Una convicción secreta, de la que te hablaré luego, se iba imponiendo en mi ánimo. De momento, para mí el papel de doña Leonor en la biografía de Borges quedaba limitado al que su hijo le concedió en una famosa dedicatoria: la de haber transmitido «tu memoria y con ella la memoria de tus mayores».
          La segunda interpretación del amor en Borges, que acaso no contradice la anterior y que yo igualmente rechacé, es la que llamaré platónica, un adjetivo que suele aplicarse con excesiva ligereza a varios aspectos de su obra. Me temo, además, que para referirse a lo amoroso se emplea el término platónico en su acepción popular y adolescente que equivale a idealizado, o sea, casto, asexual. Que Borges fuera desdichado en sus amores no significa que aspirase a eliminar de ellos el erotismo. Hay tantos versos que yo me he repetido a solas: «¡Oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos» y «Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo», o esta «terca demanda que nadie no se ha hecho: / ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?». Cada uno encuentra lo que busca. Si el sicoanalista se centra en la vergüenza por la vida sexual de los padres, yo me quedo con Ullrica y esa elegante forma de ser explícito: «Secular en la sombra fluyó el amor». Se citan con frecuencia unos versos del poema temprano Amorosa anticipación olvidando que, si no me equivoco, se trata de una fantasía de relajamiento tras una desfloración: el poeta contempla el sueño de la amada, que le parece así «virgen otra vez». Hay otro sentido más riguroso de platónico que encasilla al escritor entre los filósofos idealistas. De nuevo se confunden sus lecturas y su fascinación por la metafísica con una forma de entender la existencia y más concretamente el amor. Platón promulgaba una realidad patrón que nuestro modesto mundo sublunar copia de manera infiel y difusa; el amor inicia un proceso mental por el que una mujer o un hombre amados son el primer paso para abstraernos y elevarnos hacia la idea modelo y eterna de mujer, de hombre, del amor mismo. Nada más lejano de ese Borges que en Otro poema de los dones agradece «el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad» repitiendo un concepto que cerca de medio siglo antes había ya expresado en Luna de enfrente, «…te veré por vez primera, quizá, / como Dios ha de verte» y que, según explicó en diversas entrevistas, significa «que una persona enamorada ve a la otra como Dios la ve, es decir, se da cuenta de que la otra persona es única». Ese ser único se ubica en el polo opuesto de la entelequia platónica y Dios es en esas citas el bíblico que nos individualiza hasta el extremo de conocer el número exacto de los cabellos de cada uno. Cuando llegué a esta conclusión ya no me cabía duda de que las líneas primeras que leí de Borges y que me habían enviado a una peregrinación por su obra que ya duraba varios años, no eran producto de la casualidad.
          Michael y yo vivíamos separados. En esa época formalizamos un divorcio que a él le urgía y a mí me resultaba indiferente. Como consecuencia —la palabra compensación no puede ser más inexacta— recibí la casa de Long Island, desde la que ahora te escribo, y una mensualidad que no regateé, quizá pequeña, pero que me permitirá agotar mis años en la necesaria espera. Muertos mis padres e inencontrables mis parientes europeos, busqué el nombre de los míos en los ordenadores de Ellis Island que registran la entrada en América de los inmigrantes; inexplicablemente no figura allí. Cuando te conocí en la biblioteca española de la calle 42, todavía firmaba como Parker. Poco después decidí volver a usar mi identidad de soltera, probablemente a raíz de la primera noche que pasamos juntos y en la que te reíste de los que llamabas mis enigmas, «la broma culta de tu apellido apócrifo», como dijiste. Créeme, no es apócrifo. Confío en que mi desaparición no te hiciera sufrir demasiado. No fuiste el único hombre después de Michael pero tampoco hubo muchos, los precisos para convencerme de que mi pasividad erótica, reprochada por mi ex-marido, no respondía a una incapacidad física o síquica. Comprobé que podía practicar eficientemente los rituales de la secta del Fénix; ocurría que no me interesaba hacerlo y por un motivo: mi teoría sobre el amor en Borges había dejado de ser la hipótesis de una aspirante al doctorado para erigirse en la convicción básica de mi existencia.
          Todos los amigos de Borges coinciden en el testimonio de que fue un hombre enamoradizo. El mismo admite, en sus conversaciones con Osvaldo Ferrari, que «he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre». Para ratificarlo ahí está la larga nómina de señoras que sus biógrafos listan entre especulaciones. Tanto el adjetivo enamoradizo como las diversas damas que encarnaron el objeto de sus deseos, trivializan el anhelo de lo que, no me cabe duda, fue para Borges mucho más trascendental que su patria, su familia y su literatura. Alegarás, y no serás el primero, que el amor ocupa un parco espacio en el conjunto de su obra. Falso. Las palabras más íntimas e intransferibles de Borges se relacionan con el amor; el resto de su producción es secundario, o por decirlo con la expresión de otro escritor, «una defensa contra las ofensas de la vida», y a nadie se le oculta de qué sustancia dolorosa están tejidas esas ofensas. ¿Recordaré versos tan reveladores como los que decriben al poeta Enrique Banchs, «la equívoca fortuna / hizo que una mujer no lo quisiera; / esa historia es la historia de cualquiera / pero de cuantas hay bajo la luna / es la que duele más»? O «el nombre de una mujer me delata. / Me duele una mujer por todo el cuerpo». O «un símbolo, una rosa, te desgarra / Y te puede matar una guitarra» porque «ya no es mágico el mundo. Te han dejado». ¿Ha expresado alguien la angustia de la separación con mayor dramatismo que «tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta»? ¿O el patetismo, no la pathetic falacy, que él tantas veces denunció, sino la pasión medular del recuerdo imposible: «Qué no daría yo por la memoria / De que me hubieras querido / Y de no haber dormido hasta la aurora, desgarrado y feliz»? Releía yo docenas de veces esas manifestaciones de la frustración, la humillación y el rechazo y me percataba de que con tan triste material se construía un monumento magnífico a la necesidad del amor y la obligación de buscarlo sin fin. Hay dos fragmentos que retornaban a mi mente como una convocatoria directa y personal. El primero lo redactó el pudor de Borges en inglés: «I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat»; el segundo, muy posterior cronológicamente, cierra el poema Lo perdido: «Pienso también en esa compañera / Que me esperaba, y que tal vez me espera». Yo comprendía y aceptaba esa oferta, ese paradójico soborno, y me invadía la certeza implacable de que de mí dependía, porque a mí se dirigían sus palabras, que la compañera que tal vez esperaba a Borges lo esperase de verdad. El escribió asimismo: «Nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca». Después de tantos nombres de mujeres reales, el hueco, la ausencia, «el amor que espero y que no pido» lo ocupaba el nombre, que todos juzgaron inventado y de una mujer inventada, y que era el mío.
          Yo ya no obedecía sino a su voz y a esa emoción que su voz definió como «un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón». Como habrás supuesto, nunca tuvo lugar mi disertación doctoral. ¿Cómo iba a justificar ante el tribunal universitario que la razón última de mi desprecio por los argumentos sicoanalíticos o filosóficos en torno al amor en Borges era saberme yo la amada, la destinataria final y auténtica de su obra y de su vida? Transferí mi apartamento de Manhattan, vendí el coche y las posesiones que me ataban al pasado. Hoy me he instalado en la casona de Long Island con la sola misión de esperar a Borges. Adivino tu sonrisa alarmada mientras repasas estas líneas. No me he vuelto loca. La lógica vulgar opone por lo menos dos hechos al cumplimiento de mi propósito. No ignoro el afecto que unió a Borges con María Kodama y la concatenación de causas y efectos «que se precisaron para que nuestras manos se encontraran»; contrarresto esos y otros versos y la dedicatoria de La cifra con otros de un poema incluido en ese mismo libro, en el que el amor sigue siendo «insidiosa esperanza intermitente» y, sobre todo, con la verdad palmaria de mi nombre y apellido. Más difícil de refutar es el hecho aplastante de que Borges murió en Ginebra hace 12 años y no es razonable esperar a un muerto. No soy espiritista ni me complacería la visita de un ectoplasma. Pero nadie sabe si lo que pasó una vez no volverá a ocurrir con variantes, si los senderos que se bifurcan no vuelven a juntarse en un punto para dar nacimiento a un camino distinto en el que yo obedeceré el ruego de Borges «defiéndeme de ser el que he sido» haciendo que sea el único que lamentaba no haber sido. Y entonces nos encontraremos y le diré te esperaba, Borges, te esperaba desde antes de vivir, te he esperado durante siglos y tiempos transversales y paralelos, porque yo, que tantas mujeres he sido, no he sido todavía aquella que desfallecía en tu abrazo, Borges. Soy yo, soy Matilde Urbach.



Entreviendo nuevos mundos

martes, 24 de enero de 2012


DINO BUZZATI. INVITACIONES SUPERFLUAS

El 28 de enero de 1972 moría en Milán Dino Buzzati, un escritor excelente al que he querido dedicar el programa de esta semana, como homenaje personal y como recordatorio de los cuarenta años de su fallecimiento. Dino Buzzati es un escritor conocido sobre todo por una obra, una auténtica obra maestra, El desierto de los tártaros, cuya lectura os recomiendo muy vivamente. Pero no es esta obra mayor del grandísimo escritor italiano la protagonista de nuestra emisión, y no por falta de méritos sino, como tantas otras veces, por la dificultad objetiva (el mucho trabajo que conlleva, en síntesis) de trasladar sus páginas al formato radiofónico. Por ello, el programa se centra en otro de sus libros, una recopilación de cuentos, género en el que también sobresalió Dino Buzzati de un modo magistral. Se trata de un volumen titulado Sesenta relatos y lo ha publicado en nuestro país en una edición bellísima, no tan reciente como indiqué en la emisión radiada, la ejemplar editorial Acantilado.

En Sesenta relatos está lo esencial de la obra cuentística de Dino Buzzati, narraciones de diversa extensión y alcance, pero siempre extraordinarias, y en las que afloran las principales preocupaciones de su autor: la condición humana, la angustia existencial, el paso del tiempo, el dolor en el mundo, el desengaño amoroso. La recomendable lectura del libro os sumergirá en el mundo algo onírico, mágico, simbólico, lleno de misterio y fantasía, en el universo metafísico y a veces algo inquietante de su autor. Un espacio literario que a mí siempre me ha evocado las peculiar geografía, no sólo física sino existencial, del pintor italiano Giorgio de Chirico. Ese Chirico de los paisajes despoblados, de la fría geometría de los arrabales urbanos, de las calles desiertas, de los edificios despojados y austeros, de las arcadas y columnatas enigmáticas, de los elementos arquitectónicos algo fantasmales, de las imprecisas figuras, tantas veces inhumanas, maniquíes y estatuas sobre todo, que vagan sin rumbo por territorios desolados en los que sólo el lejano horizonte puede dar ligera noticia de calidez vital. Y ese territorio del sueño, intemporal, esos espacios imposibles y sin embargo impregnados de elementos reconocibles en la realidad, ese dibujo del alma humana, realista aunque algo atosigante pues esconde, por debajo, soterrada, otra existencia literalmente surreal, está presente en el cuento que conforma el centro de nuestra emisión de esta semana. Un cuento que gira sobre una de las cuestiones favoritas de Buzzati -las dificultades, la imposibilidad del amor- y que se presenta en el programa inevitablemente fragmentado. (Para paliar las limitaciones que tiene el que debáis escucharlo recortado de ese modo algo artificial -aunque he respetado, creo que con coherencia, la división en estaciones y el juego cercanía/alejamiento que constituyen los elementos estructurales esenciales del cuento- os lo dejo aquí íntegro para que podáis degustarlo a vuestro ritmo, más libremente). Invitaciones superfluas es su título y, como es norma en Buscando leones en las nubes aparece envuelto entre melodías propicias para disfrutar con sosiego su belleza. Se trata de canciones interpretadas por Jacqui Naylor, Erin Bode, Nick Cave, Edie Brickell and The New Bohemians, Nina Zilli, Baka Beyond, Dois Irmaos con Mariana de Moraes, Somi, Fiorella Mannoia y Audra Kubat.

De la italiana Fiorella Mannoia, precisamente, es el vídeo con el que cerramos esta entrada: una intensa y en cierto modo catártica interpretación en Roma de Quello che le donne non dicono, emitida en el programa.

Invitaciones superfluas

Quisiera que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los cristales, mirando la soledad de las calles oscuras y heladas, recordásemos los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Tú y yo recorrimos con pasos tímidos los mismos senderos encantados, juntos caminamos a través de los bosques llenos de lobos, y los mismos genios nos espiaban desde los matojos de musgo suspendidos en las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos, sin saberlo, desde allí miramos acaso hacia la vida misteriosa que nos esperaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez alocados y tiernos deseos. “¿Te acuerdas?”, nos diríamos el uno al otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia, y tú me sonreirías confiada mientras fuera sonarían tétricamente las chapas de metal sacudidas por el viento.

Pero tú -ahora me acuerdo- no conoces los cuentos antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca pasaste, arrobada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana, ni llamaste a la puerta del castillo desierto, ni caminaste de noche hacia la luz lejana, ni te quedaste dormida bajo las estrellas de Oriente, acunada por el balanceo de una barca sagrada. En esa noche de invierno, probablemente permaneceríamos mudos tras los cristales, yo perdiéndome en los cuentos de otras épocas, tú en otros cuidados para mí desconocidos. Yo te preguntaría “¿Te acuerdas?”, pero tú no te acordarías.

Quisiera pasear contigo un día de primavera, bajo un cielo de color gris, con algunas hojas muertas del año anterior arrastradas por el viento, por las calles de un barrio de las afueras; y que fuera domingo. En esos suburbios surgen a menudo pensamientos melancólicos y grandes, y a determinadas horas vaga la poesía, uniendo los corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas imposibles de expresar, propiciadas por los ilimitados horizontes que hay más allá de las casas, por los trenes que huyen, por las nubes del septentrión. Nos cogeríamos simplemente de la mano y caminaríamos a paso ligero, hablando de cosas insensatas, estúpidas y tiernas. Hasta que se encendieran las farolas y de las miserables casas de la vecindad rezumaran las historias siniestras de las ciudades, las aventuras, los anhelados romances. Y entonces permaneceríamos en silencio, siempre cogidos de la mano, porque nuestras almas se comunicarían sin necesidad de palabras.

Pero tú -ahora me acuerdo- nunca me dijiste cosas insensatas, estúpidas y tiernas. Ni puedes por lo tanto amar esos domingos de los que hablo, ni tu alma sabría hablar a la mía en silencio, ni reconocerías en el momento exacto el encanto de las ciudades ni las esperanzas que descienden del septentrión. Tú prefieres las luces, la muchedumbre, los hombres que te miran, las calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú eres diferente a mí, y si vinieras ese día a pasear, te quejarías de que estás cansada; sólo eso, nada más.

Querría también ir contigo en verano a un valle solitario, sin cesar de reír por las cosas más simples, a explorar los secretos de los bosques, de los caminos blancos, de algunas casas abandonadas. Pararnos en un puente de madera a mirar el agua que pasa, escuchar en los postes del telégrafo esa larga historia sin fin que viene de un extremo del mundo y nadie sabe hasta dónde llegará. Y coger las flores de los prados y, tumbados en la hierba, en el silencio soleado, contemplar los abismos del cielo, las blancas nubecillas que pasan y las cimas de las montañas. Tú dirías “¡Qué bonito!”. Y no añadirías nada más porque seríamos felices; nuestros cuerpos habrían perdido el peso de los años y nuestras almas habrían recuperado su frescor, como si acabaran de nacer en ese momento.

Pero tú -ahora que lo pienso- me temo que mirarías a tu alrededor sin entender, y te detendrías preocupada a examinar una de tus medias, me pedirías otro cigarrillo, impaciente por volver. Y no dirías “¡Qué bonito!”, sino otras nimiedades sin ningún interés para mí. Porque por desgracia eres así. Y no seremos felices ni siquiera un instante.

Querría también -déjame decírtelo- atravesar contigo del brazo las grandes avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es puro cristal. Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura que bulle en el fondo de esos fosos que parecen las calles, ya rebosantes de inquietudes. Cuando recuerdos de épocas felices y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de sí una especie de música. Con la cándida arrogancia de los niños miraremos las caras de los demás, miles y miles, que pasarán a nuestro lado como ríos. Despediremos sin saberlo un alegre resplandor y todos se verán obligados a mirarnos, no por envidia ni animadversión, sino esbozando una sonrisa, con un sentimiento de bondad, gracias a la noche, que cura las debilidades humanas.

Pero tú -lo sé muy bien- en lugar de mirar el cielo de cristal y las altas columnatas acariciadas por el último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, los oros, las riquezas, las sedas, todas esas cosas mezquinas. Y no percibirás por tanto los fantasmas ni los presentimientos que pasan, ni te sentirás llamada como yo a un alto destino. Ni oirás esa especie de música, ni comprenderás por qué la gente nos mira con buenos ojos. Pensarás en tu pobre mañana y las estatuas doradas de las agujas alzarán en vano sobre ti sus espadas hacia los últimos rayos de sol. Y yo estaré solo.

Es inútil. Quizá todas estas cosas sean tonterías y tú seas mejor que yo, al no pretender tanto de la vida. Quizá tengas tú razón y sea una estupidez intentarlo. Pero eso sí, al menos querría volver a verte. Pase lo que pase, estaremos juntos y encontraremos la felicidad. No importa que sea de día o de noche, verano u otoño, en un país desconocido, en una casa desnuda o en un sórdido hostal. Me bastará con tenerte cerca. No me quedaré escuchando -te lo prometo- los crujidos misteriosos del techo ni miraré las nubes ni haré caso de las músicas ni del viento. Renunciaré a esas cosas inútiles que, sin embargo, amo. Tendré paciencia cuando no entiendas lo que digo, cuando hables de cosas ajenas a mí, cuando te quejes de los vestidos viejos y de la falta de dinero. Entre nosotros no habrá eso que llaman poesía, ni esperanzas compartidas, ni tampoco tristezas, esos grandes cómplices del amor. Pero te tendré cerca. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices, con mucha sencillez, solos los dos, un hombre y una mujer, como sucede en todas las partes del mundo.

Pero tú -ahora lo pienso- estás demasiado lejos, a cientos y cientos de kilómetros difíciles de salvar. Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado hay otros hombres, a los que probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Has tardado muy poco en olvidarme. Es posible que no logres siquiera recordar mi nombre. Yo ya he salido de ti, confundido entre las innumerables sombras. Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte todas estas cosas.



Dino Buzzati. Invitaciones superfluas

martes, 17 de enero de 2012


DAVID BOWIE. AMOR MODERNO

En la edición de esta semana, Buscando leones en las nubes cierra la breve serie de homenaje a David Bowie que iniciamos hace siete días con ocasión del sexagésimo quinto aniversario del artista. En este sentido, vamos a presentaros una decena canciones -tan excepcionales como las que sonaron aquí mismo la semana pasada- de nuestro camaleónico protagonista. Una selección que al ser forzosamente reducida es también, como señalé hace siete días, limitada y por tanto, claro está, discutible. Es obvio que cada oyente del programa hubiera prescindido, sin duda, de alguna canción determinada o hubiera deseado añadir una de su particular preferencia, pero, en cualquier caso, la emisión resulta ser -a mi juicio-, con todas sus limitaciones, una expresión significativa del quehacer del músico británico en estos últimos cuarenta años. En concreto, en esta edición suenan Soul love, Never let me down, Suffragette city, Modern love, Rebel rebel, Rock´n´roll suicide, Time, Young americans, Blue Jean y Memory of a free festival.

Y del mismo modo que hace una semana, las canciones de Bowie están acompañadas por sus letras. Letras plasmadas en textos oscuros, enrevesados, abstractos, surrealistas, sofisticados, pero siempre intensos, siempre sugestivos, aunque, desde mi punto de vista, a años luz de la calidad de su música. Poemas en los que proliferan la escritura automática, el collage, los múltiples significados, las referencias abiertas, lo que los vuelve ininteligibles a veces. Textos, sin embargo, como señala uno de sus traductores, Francisco Satué, llenos de fantasía, de romanticismo y futurismo. Textos que muchas veces proponen situaciones de ciencia ficción para un futuro filosófico y al mismo tiempo transmiten los sentimientos humanos más profundos. Incursiones por la mística oriental, y en particular por el budismo tibetano, por la corriente sicodélica de destellos mentales que iluminó la década prodigiosa. Textos en los que aparece un Bowie influido -igualmente- por ciertos elementos culturales de los años setenta: el cómic, la visión lúcida de un futuro posnuclear, de nuevo la ciencia ficción. Textos en los que se produce una escandalosa y provocadora incorporación del travestismo y la homosexualidad. Textos, a veces, trufados de confusas referencias al superhombre nietzscheano, a la búsqueda de la perfección y la belleza, que, en ocasiones, coquetean con algunas ramas -y siguen siendo palabras de sus traductores- del nazismo. Textos, en fin, siempre interesantes y que aquí escucharéis a partir de las versiones de Francisco Satué y de Alberto Manzano.

Para completar la entrada os dejo un artículo de Diego Manrique publicado el 19 de septiembre de 2010 en El País, en el que el crítico se preguntaba por el algo misterioso futuro del Gran Duque blanco. Igualmente, en la sección de vídeos, una versión impresionante del Modern love con el que he querido titular el programa grabada (con los habituales desajustes entre imagen y sonido) en la gira Glass Spider, a uno de cuyos espectaculares conciertos, en el estadio Vicente Calderón de Madrid, pude acudir hace ya veinticinco años.


¿Dónde está David Bowie?

En sus buenos tiempos, David Bowie era un adicto a las retiradas. Cada poco anunciaba que abandonaba el directo “para siempre” o que jamás volvería a tocar sus éxitos. A veces, cierto, se trataba de animar la venta de entradas para la gira del momento, pero, en general, obedecía a un deseo de vivir su carrera de manera dramática. En realidad, sabíamos que Bowie era exactamente lo contrario de una Greta Garbo y que inevitablemente volvería.

Ya no existe esa seguridad: parece haberse retirado de la música. Cada poco salta el rumor de una reaparición, pero finalmente se queda en nada. Se le ha podido ver como invitado en algún concierto de una cantante hermosa (Alicia Keys), un veterano de los sesenta (David Gilmour) o un grupo en ascenso (Arcade Fire). Ocasionalmente, visita los estudios para algún proyecto bien pagado de Hollywood, para añadir algo de prestigio al estreno discográfico de Scarlett Johansson, para pagar la deuda contraída con el productor Tony Visconti.

De no tratarse de un personaje tan maquiavélico, experto en manipular a los medios y engatusar a su audiencia, podríamos afirmar que sí, que efectivamente David Bowie se ha retirado. Hablamos de alguien que publicaba un álbum cada dos años, que promocionaba con devoción. Reality, su última colección de canciones nuevas, data de 2003. Al año siguiente, durante la Reality Tour, se quejó de unos dolores en el pecho y fue sometido a una angioplastia en un hospital de Hamburgo; el resto de la gira se cancelaba, y hasta hoy.

Como el resto de lo referente a Bowie, su salud resulta un misterio y un prodigio. Aparentemente, ha sobrevivido intacto a largas temporadas de cocaína, unas dietas caprichosas y un infernal ritmo de trabajo. Sin olvidar el tabaco: su desayuno comenzaba por el Gitanes que le encendía su secretaria. En 2008 circuló el rumor de que habían detectado un cáncer de hígado. En cualquier caso, el tratamiento no parece haberle afectado. Se le ve pasear por Nueva York y acude a inauguraciones y otros actos relacionados con el mundo del arte.

Podría haberse jubilado sin avisar, dejando opciones abiertas. Tiene la excusa familiar: está viendo crecer a su hija, fruto del matrimonio con la modelo Iman. Con 63 años, carece de urgencias económicas, tras una astuta jugada financiera: vendió participaciones en su negocio central, que no es otro que la explotación de sus derechos de autor y sus grabaciones clásicas.

El 28 de septiembre se reedita Station to station. Lo que en 1976 era un elepé, se ha transformado en un triple CD y, en la edición de lujo, en una caja con cinco CD, un DVD, tres vinilos y reproducciones de pases, chapas, fotos y toda la parafernalia deseada por cualquier fan. En el canon de Bowie, Station to station supone la bisagra entre su primera etapa estadounidense y el celebrado Tríptico de Berlín, la colaboración con el productor Brian Eno; según algunos, se debería hablar de cinco discos, ya que Bowie dedicó muchas de sus energías berlinesas a dos trabajos con Iggy Pop, The idiot y Lust for life. En realidad, todo está más liado de lo que aparenta: hubo temporadas en su casa de Suiza y grabaciones en un estudio francés. Station to station nos transporta a los años más enloquecidos de Bowie, una montaña rusa de logros y pesadillas. Consiguió finalmente su objetivo de triunfar en Estados Unidos, gracias a su aproximación a los ritmos afroamericanos de Fame y Golden years. Al protagonizar su primer largometraje, The man who fell to Earth, aprendió las crudas lecciones del negocio del cine: Hollywood ignoró la propuesta del realizador Nicholas Roeg y Bowie no logró colocar su nueva música como banda de la película.

Nunca estuvo más cerca del precipicio. En Los Ángeles tenía acceso a cantidades industriales de merk, cocaína farmacéutica. Su consumo le llevó a la paranoia: se creía el objetivo de una secta dedicada a la magia negra y guardaba su orina en el frigorífico, para evitar que cayera en manos de sus enemigos; terminó recurriendo a un manual del Vaticano contra las posesiones diabólicas, aunque se fiaba tan poco de los que le rodeaban que él mismo ejerció de exorcista. Su papel de extraterrestre en el filme de Roeg agudizó su obsesión por los ovnis y los visitantes del espacio exterior. Todo lo que veía - o imaginaba ver- le sugería que tenía poderes de adivinación. Temía morir en un accidente de avión y volvió a Europa en barco; en el viejo continente, se desplazaba en tren, ante la alarma de los guardias de frontera de la Unión Soviética o Polonia, que revisaban incrédulos su colección de libros sobre el Tercer Reich.

Se le atragantó su famosa capacidad para vampirizar conceptos, sonidos, estéticas. En Estocolmo proclamó: "Gran Bretaña se beneficiaría de un líder fascista. Fascista en su verdadero sentido, no nazi. Después de todo, el fascismo es realmente nacionalismo. De alguna manera, el fascismo es una forma muy pura del comunismo". Cuando llegó a la estación Victoria londinense, saludó al público congregado allí con un gesto que algunos juran que parecía propio de Mussolini. Estaba jugando con fuego y muchos de sus amigos y asociados respiraron aliviados cuando David se alejó de los focos y se refugió en Berlín Occidental, cuyos habitantes prefirieron considerarle otro excéntrico más.



David Bowie. Amor moderno

martes, 10 de enero de 2012


DAVID BOWIE. PODEMOS SER HÉROES

Jueves, siete de la tarde: la decadencia está a punto de introducirse en cinco millones de hogares. Los padres, pulcramente trajeados, se acomodan en el sillón más cómodo; las madres, con el delantal puesto, recogen los platos; y los hijos, todavía con la camisa y el pantalón del uniforme, se apiñan en torno a una pequeña televisión para cumplir con el ritual más sagrado de la semana.

El escaso público presente en el estudio, que pulula ataviado con chalecos de punto y trajes, aplaude educadamente el sonido de dos acordes menores. Quien los rasguea en una guitarra azul de doce cuerdas es un puesto que ocupa el puesto número 41 en la lista de éxitos. La cámara le enfoca primero las manos y luego la cara, donde atrapa un sutil amago de sonrisa, como la de un niño que espera salir indemne de una travesura. Pero en el momento en que sus amigos, Trevor, Woody y Mick Ronson, estallan con un redoble en la caja y una guitarra ronca, la cámara se aleja y David Bowie les dirige una mirada audaz, una sonrisa lasciva. Mientras el público, formado por adolescentes excitados y padres escandalizados, trata de asimilar ese mono guateado y multicolor, eso pelo exuberante y naranja, esos dientes puntiagudos y esos ojos soñolientos pintados con rímel, él entonces entona una sucesión de imágenes fascinantes: radio, extraterrestres y rock and roll. Y a pesar de que el público se debate aún con ese espectáculo confuso y exagerado, de repente, un staccato de la guitarra envía un mensaje en morse y, sin previo aviso, llegamos al estribillo.

De la novedad inquietante a una familiaridad tranquilizadora; en ese momento, la voz de Bowie entona suavemente: There’s a starman... y salta una octava hacia arriba, un viejo truco de la Tin Pan Alley para marcar la distensión, el clímax. Y al tiempo que describe a ese amable extraterrestre que espera en el cielo, el público reconoce de repente una melodía y un mensaje extraídos claramente, sin pudor, del himno en tecnicolor de los años de guerra, el escapista Over the Raimbow de Judy Garland. Hemos llegado a terreno conocido, podemos unirnos y cantar la melodía, y a pesar de que dura sólo cuatro compases, son suficientes para que David Bowie trate de alcanzar la inmortalidad. Menos de un minuto después de haber visto su rostro en Top of the Pops, el programa musical de la BBC dirigido al público familiar, Bowie se apoya la mano, delgada y grácil, en la mejilla y su compañero de pelo rubio platino se una a él al micrófono. En ese instante, con tranquilidad y descaro, Bowie rodea el cuello del guitarrista con el brazo y acerca a Ronson cariñosamente hacia él. De nuevo suena el mismo salto de octava al cantar starman, aunque esta vez no sugiere escapar de los límites terrenales, sino de los límites de la sexualidad.

Entre tanto, el público de quince millones de espectadores trata de asimilar a esta criatura exótica y pansexual. En miles de hogares, los chavales, cientos, miles de ellos, están extasiados, al tiempo que los padres lo miran con desprecio, gritan o se van de la habitación. Y mientras se siguen preguntando cómo reaccionar, se produce otro viraje: al son de let the children boogie, David Bowie and The Spiders irrumpen con un ritmo de baile descaradamente a lo T.Rex. Para toda una generación de adolescentes se acaba de hacer la luz: aquellos noventa segundos de una tarde soleada de julio de 1972 alteraron el ritmo de sus vidas. Hasta aquel momento, la música pop había tratado fundamentalmente de la pertenencia, la identificación con el grupo. Sin embargo, esta música, que había sido coreografiada con esmero en un sótano frío y húmedo situado bajo una agencia de señoritas de compañía en el sur de Londres, era un espectáculo sobre la no pertenencia. Para algunos chavales aislados y diseminados por el Reino Unido, después para los de la Costa Este de Estados Unidos y más tarde para los de la Costa Oeste, había llegado la hora. Era el turno de los outsiders.
 
Así, de este sugestivo e interesante modo, se abre Starman, la biografía de David Bowie, firmada por el periodista musical Paul Trynka, y recientemente publicada en España por la editorial Alba. Estoy comenzando a leerla en estos días y espero poder daros cuenta de ella en una futura entrega de este blog. Por ahora, me sirve para introducir el programa de esta semana de Buscando leones en las nubes. Como quizá sabréis por una campaña -podríamos llamarla-  relativamente notoria en los medios de comunicación: artículos en prensa, menciones en televisión, homenajes en otros programas radiofónicos, anteayer, 8 de enero, David Bowie celebró su sexagésimo quinto cumpleaños. Pero el aniversario bowiano es doble, porque este 2012 que ahora empieza se cumplirán cuarenta años de la aparición de un disco excelente y fundacional, un punto de inflexión en la carrera de ese genio de la música popular y un hito destacadísimo en la historia del rock and roll. Se trata del ya mítico Ziggy Stardust, una de las obras maestras de un músico que cuenta con varias en su dilatada carrera. Por ambas razones, Buscando leones en las nubes dedica dos emisiones al camaleónico Bowie, recogiendo algunas de las canciones del disco citado y presentando también -más allá del propio Ziggy Stardust- algunas otras de las piezas más significativas del enigmático artista.

Y para acompañar el siempre feliz espectáculo de las canciones de Bowie tendremos las letras, las complejas, las herméticas letras de esas canciones, traducidas por dos incondicionales: Francisco Satué, de quien son, en el programa de hoy, Five years y Ziggy Stardust, y nuestro muy conocido Alberto Manzano, a quien corresponden el resto de las versiones: Scary monsters, China girl, Diamonds dogs, Heroes, Ashes to ashes, Let´s dance y Tonight.

Quiero cerrar esta entrada con el vídeo al que alude la introducción del libro de Trynka, Starman. Esa actuación decisiva e inaugural (de una nueva era en la música) de David Bowie en el Top of the Pops de la BBC despide por hoy mi personal y sentido homenaje al Gran Duque Blanco.




David Bowie. Podemos ser héroes

martes, 3 de enero de 2012


TOWNES VAN ZANDT. WAITING AROUND TO DIE

El uno de enero de 1997 moría, a los 52 años, en Nashville, Townes Van Zandt, víctima de un ataque al corazón inesperado, aunque su vida algo excesiva en contacto con drogas y alcohol, su inestable personalidad, con frecuentes depresiones, probable trastorno bipolar, tendencias esquizofrénicas y diversos tratamientos de electrochoque, hacía previsible una prematura y trágica desaparición. La complejidad de su existencia queda reflejada en sus intensas canciones, de las que ya la hace siete días os ofrecí una muestra significativa en el primer programa de celebración de su figura con ocasión del aniversario de su desaparición. En la emisión de esta semana podréis escuchar otras quince, una por cada año transcurrido desde su muerte, todas recubiertas de esa pátina de melancolía y desolada tristeza que rezuman la mayor parte de las creaciones del texano. Nothin’, No place to fall, Lungs, Don’t you take it too bad, A song for, Dead flowers (magnífica versión del clásico de los Rolling Stones ya emitida en Buscando leones en las nubes), Be here to love me, Our mother the mountain, Cocaine blues (otra espléndida versión), Mr. Mudd and Mr. Gold, To live is to fly, Man gave names to all the animals (aquí es Bob Dylan el recreado), Pancho and Lefty, High, low and in between y la impresionante Waiting around to die.

Entre ellas, punteando la banda sonora del programa, aparecen, como hace siete días, las palabras del propio autor, extraídas de una amplia e interesante entrevista que le hizo en la revista francesa Les Inrockuptibles, en 1994, apenas tres años antes de su muerte, el periodista Jean-Daniel Beauvallet. En ella aparecen algunos de los principales rasgos de la existencia de Van Zandt, que también afloran en sus canciones: las mujeres, los caballos, la naturaleza, el proceso creativo, la soledad, la depresión, la bebida, las drogas, los demonios interiores, la destrucción.

Os ofrezco también las letras de su gran éxito Pancho & Lefty y de Waiting around to die, en más que dignas traducciones de Mariano Cruz y Alejandro Caja, respectivamente, recogidas ambas de sendas páginas de internet.

Waiting aorund to die protagoniza también el conmovedor vídeo con el que cierro esta entrada. Se trata de un fragmento emotivo, intensísimo, enternecedor, de Heartworn Highways, el documental de James Szalapski sobre el mundo del country texano del que formó parte (si es que la noción de pertenencia se aviene con una personalidad tan independiente como la suya) Townes Van Zandt. Townes, acompañado de su novia de entonces, canta Waiting around to die, provocando las lágrimas emocionadas de su acompañante, el entrañable Uncle Seymour Washington. Aprovecho también para recomendar -algo a ciegas, pues mi mal inglés (y no hay versiones más que en este idioma y en alemán) me ha impedido un acercamiento satisfactorio- una película y un libro que tienen a Townes Van Zandt como protagonista indiscutible. Be here to love es el título del imprescindible film que podéis ver íntegro en este enlace. El libro, como os digo sin versión en castellano, se titula I’ll be here in the morning y aparece, de entrada, como muy atractivo e interesante. Confiemos en su pronta aparición en nuestro país convenientemente traducido.


Pancho & Lefty

Vivir en la carretera, amigo, te mantuvo libre y limpio. Ahora tu piel se ha tornado de hierro y tu aliento es más duro que el queroseno. No fuiste el único hijo de tu madre, pero sí el favorito, según parece. Ella rompió a llorar cuando dijiste adiós para abandonarte a tus sueños.

Pancho era el jefe de una banda. Su caballo era más rápido que el acero pulido. Llevaba su pistola por fuera de los pantalones. Para que la gente de bien lo sepa, Pancho encontró su destino, ya lo sabes, allá abajo, en los desiertos de México. Nadie escuchó sus últimas palabras. Así es como fue.

Los federales decían que lo cogerían cualquier día y lo dejaban merodear sin apreciarle demasiado, supongo.

Lefty ya no puede cantar blues durante toda la noche como solía hacer. El polvo que mordió Pancho allá abajo terminó en la boca de Lefty. El día que derribaron al pobre Pancho, Lefty partió para Ohio donde tenía su hogar, sin que nadie lo supiera.

Los federales decían que lo cogerían cualquier día, tan sólo esperaban un tropiezo suyo, sin apreciarle demasiado, supongo.

Los poetas narran la caída de Pancho. Lefty vive en un hotel barato. El desierto está en calma y Cleveland es fría, así termina la historia que hemos contado. Es cierto que Pancho necesita de vuestras oraciones, pero guardad alguna para Lefty también. Él hizo lo que tenía que hacer y ahora se está haciendo viejo.

Algunos federales de uniforme gris decían que lo cogerían cualquier día. Tan sólo estaban esperando que cometiera un error, sin apreciarle demasiado, supongo.



Esperando a la muerte

A veces no sé adónde me lleva esta sucia carretera, a veces no soy capaz de verle sentido alguno… Imagino que seguir apostando, empinando el codo y deambulando por ahí, es más fácil que limitarme a esperar que la muerte me alcance.

Amigos míos, hace tiempo tuve una madre, tuve incluso un padre… Una vez, él la golpeó con el cinturón porque ella lloraba; ella le pidió que se ocupara de mí y después se fue, se marchó camino de Tennessee… Para ella fue más fácil hacer eso que limitarse a esperar que la muerte la alcanzara.

Pasó el tiempo, me hice mayor, y un día, en un bar de Tuscaloosa, me topé con una chica que me engañó con astucia y me lo quitó todo…Yo intenté calmar el dolor, pillé algo de vino, salté a bordo de un tren… Supongo que aquello me pareció más fácil que limitarme a esperar que la muerte me alcanzara.

Otra vez un amigo me dijo que sabía dónde conseguir algo de dinero fácil; le dimos el palo a un tipo y salimos de allí volando… Pero la pasma cayó sobre mí y me llevó de vuelta a Muskogee. Durante dos años no hecho otra cosa que esperar, que esperar sentado a que la muerte me alcanzara.

Pero ya he salido de la cárcel, y por fin he dado con un amigo; él no bebe, ni roba, ni engaña, ni miente… Su nombre es Codeína y es lo mejor que he visto jamás. Los dos juntos vamos a esperar, juntos vamos a sentarnos a esperar que la muerte nos alcance.




Townes Van Zandt. Waitin’ around to die