martes, 30 de septiembre de 2014


UN INSTANTE ENTRE DOS TIGRES

Esta semana, terminados los programas de homenaje a Supertramp y Lester Young con los que hemos completado las cuatro primeras emisiones de este ya otoñal mes de septiembre, volvemos a nuestro formato más clásico con una edición miscelánea, hecha de textos sugerentes y canciones preciosas que no guardan entre sí ninguna relación, más allá de la belleza de la música y el interés de los fragmentos literarios.
 
Con un tono general de introspección y melancolía, de reflexión intimista y acentuada sensibilidad, la atmósfera algo triste de nuestro programa nace de las reflexiones, siempre profundas y evocadoras, escritas por Pedro Zarraluki, Julian Barnes, Javier Cercas, Fernando Royuela, Pedro Ugarte, Albert Cohen, Enrique Vila-Matas, Jeffrey Eugenides, Luisgé Martín, Ryszard Kapuscinski, Blaise Pascal, Hugo Mújica y Jordi Savall.
 
Sensibilidad rezuman también los recogidos y deliciosos temas interpretados por Azure Ray, Turin Brakes, Celso Fonseca, Aroah, Norah Jones, Muki con Sophie Barker, Samite, Julie Doiron, Jesse Harris & The Ferdinandos, Cristina Braga, Clem Snide, Ben Webster y The Common Linnets, el dúo de Holanda que representó a su país en el último festival de Eurovisión con la formidable Calm after the storm, que sólo pudo ser segunda en el certamen, oscurecida por el a mi juicio publicitario, absurdo y políticamente correcto “fenómeno Conchita Wurtz”, y que cierra -ya lo veis, sin prejuicios- esta última emisión de septiembre de Buscando leones en las nubes.
 
El título -Un instante entre dos tigres- de esta entrada está extraído de un breve texto que yo leí en una entrevista al músico Jordi Savall y que aparece en el programa. Se trata, sin duda, de una versión de un relato -una fábula- de Lev Tolstói que el autor ruso recoge en su libro Confesión -publicado en España por la editorial Acantilado- y que ahora os transcribo íntegro.
 
 
Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de un viajero sorprendido en la estepa por una bestia furiosa. Para escapar de la bestia, el viajero salta al interior de un pozo sin agua, pero en el fondo del pozo ve un dragón con las fauces abiertas, dispuesto a devorarle. Y el infeliz, sin atreverse a salir por temor a convertirse en presa de la bestia feroz, ni a saltar al fondo del pozo para no ser devorado por el dragón, se agarra a las ramas de un arbusto salvaje que crece en las grietas del pozo, y así queda colgado. Los brazos se le debilitan y siente que pronto tendrá que abandonarse a la muerte, que le espera a ambos lados, pero sigue aferrándose, y mientras se aferra, mira alrededor y ve que dos ratones, negro uno y blanco el otro, giran regularmente en torno al tronco del arbusto del cual está colgado, y lo roen. De un momento a otro el arbusto se quebrará, y él caerá en las fauces del dragón. El viajero lo ve y sabe que su muerte es inevitable; pero, mientras continúa suspendido, busca a su alrededor, y halla sobre las hojas del arbusto algunas gotas de miel; las alcanza con la lengua y las lame. Así me aferro a las ramas de la vida, sabiendo que el dragón de la muerte me espera inevitablemente, preparado para despedazarme, y no puedo comprender por qué soy sometido a este tormento. E intento chupar esa miel que antes me consolaba; pero esa miel ahora no me da placer, y, entretanto, el ratón blanco y el negro roen noche y día la rama de la que cuelgo. Veo claramente el dragón, y la miel ya no me parece dulce. No veo más que una cosa: el ineludible dragón y los ratones, y no puedo apartar la vista de ellos. Y esto no es una fábula, sino la auténtica, la incontestable, la inteligible verdad para todos.

martes, 23 de septiembre de 2014


LESTER YOUNG. LA COSA ESA DE LA SOLEDAD

La segunda emisión de Buscando leones en las nubes centrada en el universo musical del saxofonista Lester Young con ocasión del reciente aniversario de su nacimiento, hace ciento cinco años, en Woodville, Mississippi, incluye once piezas de nuestro invitado, en las que el saxo de Young suena acompañado por el piano de Oscar Peterson. Nueve de ellas pertenecen al álbum que ambos músicos grabaron en 1952, con la guitarra de Barney Kessel sonando en casi todas. Otros dos temas están entresacados del disco Pres & Sweets, registrado en 1955 por Lester Young con Harry “Sweets” Edison a la trompeta y el mencionado Oscar Peterson al piano.

Entre las magníficas piezas, textos extraídos de Pero hermoso, el espléndido libro de jazz escrito por Geoff Dyer, en el que se repasan las trayectorias vitales y artísticas de nueve nombres capitales de la historia del género, entre ellos el propio Lester Young. En todosloslibrosunlibro.blogspot.com, el blog de mi otro espacio en Radio Universidad, encontraréis una reseña del libro en las próximas semanas. Tras haber presentado la semana pasada la primera parte del artículo del que se han entresacado los fragmentos radiados, hoy os ofrezco aquí su segunda mitad.


Por la mañana vio un cielo tan transparente como el cristal de una ventana. Un pájaro revoloteaba por ahí y Lester volvió la vista para seguir su vuelo antes de que desapareciera por encima de los tejados cercanos. Una vez se había encontrado un pájaro en un alféizar, herido de un modo que no supo determinar: le pasaba algo en un ala. Al cogerlo con las manos notó la calidez palpitante de su corazón y lo cuidó hasta que se curó, le dio calor y lo alimentó con granos de arroz. Cuando vio que el pájaro no recuperaba las fuerzas, llenó un platillo con bourbon y así lo consiguió: después de picotear unos días en el plato, el animal echó a volar. Ahora cada vez que veía un pájaro deseaba que fuera el que había cuidado.

¿Cuánto hacía que se había encontrado el pájaro? ¿Dos semanas? ¿Dos meses? Tenía la impresión de llevar en el Alvin como mínimo diez años, desde que salió de la prisión militar y del ejército. Todo había ocurrido de forma tan gradual que costaba concretar el momento en que había comenzado esta fase de su vida. Una vez había dicho que su interpretación había pasado por tres fases. Primero se había concentrado en el registro alto del saxo, lo que denominaba alto tenor. Y luego en el registro medio, tenor tenor, antes de pasar al tenor barítono. Recordaba haberlo dicho pero no cuándo se habían dado las diversas fases porque los períodos de su vida con los que coincidían estaban muy borrosos. La fase barítona coincidía con su retirada del mundo, pero ¿cuándo había comenzado? Poco a poco había dejado de salir con los colegas con los que tocaba y se había acostumbrado a comer a solas en la habitación. Después había dejado de comer, no veía prácticamente a nadie y apenas salía de la habitación a menos que fuera imprescindible. Con cada palabra que le dirigían se alejaba un poco más del mundo, hasta que el aislamiento pasó de circunstancial a interiorizado, pero en cuanto ocurrió se dio cuenta de que aquello, la cosa esa de la soledad, siempre había estado ahí: siempre había formado parte de su forma de tocar.

Mil novecientos cincuenta y siete fue cuando se vino abajo y acabó en el hospital Kings County. Después se había instalado en el Alvin y había perdido el interés por todo salvo otear por la ventana y pensar que el mundo era demasiado sucio, duro, ruidoso y violento para él. Y el alcohol, al menos el alcohol conseguía arrancarle algunos brillos al mundo. En 1955 lo habían ingresado en Bellevue por la bebida, pero apenas recordaba nada de Bellevue ni de Kings, más allá de la vaga sensación de que los hospitales eran como el ejército excepto que no tenías que hacer todo el trabajo. Aun así, yacer en una cama sintiéndote débil y sin ninguna prisa por levantarte tenía algo agradable. Ah, sí, y lo otro. Fue en Kings donde un joven doctor de Oxford, Inglaterra, le leyó un poema, «Los lotófagos», sobre unos gatos que arribaban a un isla y decidían quedarse allí a drogarse y no hacer nada. Lester se había atrincherado en las cadencias soñadoras del poema, en la sensación lenta y perezosa, en el río que fluía como el humo. El tipo que lo escribió tenía el mismo sonido que él. No recordaba su nombre, pero si alguna vez alguien hubiese querido grabarlo, Lester se habría lanzado a musicarlo, a tocar solos entre los versos. Pensaba mucho en él, en el poema, pero no conseguía recordar las palabras, solo la sensación, como cuando alguien tararea una canción sin recordar bien cómo sonaba.

Fue en 1957. Recordaba la fecha, pero no le servía de nada. El problema estribaba en que no recordaba cuánto hacía desde 1957. De todos modos, en realidad era muy sencillo: había una vida antes del ejército, que había sido plácida, y luego llegó el ejército, una pesadilla de la que nunca había despertado.

Ejercicio al frío del amanecer, hombres cagando a la vista de todos, comida que le revolvía el estómago antes incluso de probarla. Dos tíos peleándose a los pies de su cama, uno golpeando la cabeza del otro contra el suelo hasta que la sangre salpicaba las sábanas y el resto del barracón enardecido a su alrededor. Limpiar las letrinas de color óxido, el olor de la mierda ajena en las manos, vomitar en la taza mientras la limpiaba.

– No está limpia, Young, límpiala a lametones.

– Sí, mi teniente.

Por la noche se desplomaba en la cama, agotado pero incapaz de dormir. Clavaba la vista en el techo, los diversos dolores del cuerpo le dejaban manchas moradas y rojas en los ojos. Cuando dormía soñaba con que estaba de vuelta en la plaza de armas, desfilando lo que quedaba de noche hasta que el golpeteo del bastón del suboficial contra los pies de su cama partía el sueño en dos como un hacha.

Siempre que podía se colocaba: alcohol casero, pastillas, hierba, lo que cayera en sus manos. Si se drogaba a primera hora de la mañana, el resto del día pasaba como un sueño fugaz que terminaba casi antes de empezar. A veces casi le entraba la risa a pesar del miedo: adultos que interpretaban fantasías infantiles, hombres que odiaban el hecho de que la guerra hubiera acabado y estaban dispuestos a prolongarla por cualquier medio.

– ¡Young!

– Sí, mi teniente.

– Negro ignorante de mierda eres un hijoputa.

– Sí, mi teniente.

Ridículo. Por mucho que lo intentara no alcanzaba a comprender a qué propósito se suponía que servía eso de que te gritaran constantemente...

– ¿Estás sonriendo, Young?

– No, mi teniente.

– Dime una cosa, Young. ¿Eres negro o es que te salen morados con facilidad? 

– ¿Mi teniente?

Alaridos, órdenes, exigencias, insultos y amenazas: un delirio de bocas abiertas y voces en grito. Dondequiera que mirase había una boca chillando, una enorme lengua rosa retorciéndose como una pitón, gotas de saliva salpicando por todas partes. A él le gustaban las frases largas, de tallo fino, y en el ejército solo se oían gritos de cabezas rapadas. Las voces semejaban un bastón golpeando metal. Las palabras se agrupaban en puños, vocales-nudillo le atizaban en los oídos: hasta el habla era una forma de acoso. Cuando no estabas desfilando, oías desfilar a otros. Por la noche los oídos le pitaban al recordar los portazos y los golpes de tacón. Todo cuanto oía era una forma de dolor. El ejército era una negación de la melodía y acabó pensando que sería un alivio quedarse sordo, no oír nada, estar ciego, mudo. Carecer de sentidos.

Delante de las dependencias de su unidad había pequeñas tiras de jardín donde no crecía nada. Todo era cemento salvo por esas tiras estrechas de suelo pedregoso, y existían solo para mantenerlas limpias de cualquier forma de vida vegetal. Empezó a considerar que un hierbajo era tan bello como un girasol.

Cielos plomizos, nubes de asbesto. Los pájaros evitaban sobrevolar los barracones. Una vez vio una mariposa y le desconcertó.

Salió del hotel y se dirigió a pie a un cine donde pasaban La legión invencible. Ya la había visto, pero daba lo mismo: probablemente había visto todas las películas del Oeste. La tarde era la peor franja del día, y una película se comía buena parte de ella de un solo bocado. Al mismo tiempo, tampoco quería pasarse la tarde a oscuras viendo películas que transcurrían de noche, películas de gángsters o de terror. En las del Oeste siempre era por la tarde, de modo que podía evitar la tarde y, a la vez, saborearla un poco. Le gustaba colocarse y dejar que las imágenes flotaran delante de él como el sinsentido que en realidad eran. Solía sentarse con los viejos y los enfermos, sin distinguir muy bien a los elegidos de los parias, indiferente a todo lo que ocurría en pantalla salvo al paisaje quemado y a las nubes de las diligencias abriéndose paso por un cielo azul arenoso. No podría aguantar un día sin películas del Oeste, pero mientras estaba viéndolas se moría de ganas de que acabasen, impaciente por que terminara aquella pantomima con resultado amañado para poder volver a salir a la luz del atardecer.

Cuando acabó la película estaba lloviendo. Mientras caminaba despacio de vuelta al Alvin vio un periódico en una alcantarilla, con una fotografía suya. Absorbía lluvia como una esponja, y fue desintegrándose, la humedad hinchó la foto, las palabras se transparentaron en su cara hasta que el periódico se volvió una pasta gris.

En el hospital, después de accidentarse durante la instrucción, lo entrevistó el jefe de neuropsicología: médico, pero también soldado, habituado a tratar con chicos con el cerebro destrozado por lo que habían visto en combate y de limitada compasión cuando trataba problemas de no combatientes. Escuchó secamente las respuestas desquiciadas y absurdas de Young, convencido de que el paciente era homosexual, aunque en el informe dio un diagnóstico más elaborado: «Psicopatía constitucional manifestada a través de la drogadicción (marihuana, barbitúricos), el alcoholismo crónico y el nomadismo... Un problema puramente disciplinario».

En el último momento, a modo de resumen, añadió: «Jazz».

Salieron juntos del bar, Lady con sus pieles blancas, cogida de su brazo como de un bastón. Lady vivía en Central Park, con la única compañía de su perro y con las persianas cerradas para que solo entrara luz filtrada. Una vez Lester había estado en el piso y la había visto dar de comer al perro con un biberón. La observó con lágrimas en los ojos, no porque le diera lástima Lady, sino por pena de él y el pájaro que había levantado el vuelo y lo había abandonado. Lady escuchaba sus discos viejos para oírle a él, igual que él los ponía para oírla a ella.

Esa noche era la primera vez en no sabía cuánto tiempo que quedaba con alguien. Ya nadie hablaba con él, nadie entendía lo que decía aparte de Lady. Se había inventado un idioma propio en el que las palabras solo eran una melodía, el habla una forma de cantar: un lenguaje almibarado que endulzaba el mundo pero incapaz de mantenerlo a raya. Cuando más duro le parecía el mundo, más se suavizaba su lenguaje, hasta que las palabras devenían sinsentidos de bella cadencia, una preciosa canción que solo Lady escuchaba.

Se pararon en la esquina de la calle a esperar un taxi. Taxis... Probablemente entre los dos se habían gastado más dinero en taxis y autobuses que la mayoría de la gente en su casa. Los semáforos colgaban como bellos farolillos de Navidad: rojo perfecto, verde perfecto, contra el cielo azul. Lady atrajo a Lester hasta que el ala de su sombrero le tapó la cara y sus labios le rozaron la mejilla. Su relación dependía de esos pequeños roces: labios picoteándose, una mano en el codo del otro, sostener los dedos de Lester en la mano como si ya no tuvieran suficiente sustancia para arriesgarse a un contacto más firme. Pres era el hombre más delicado que había conocido, su sonido recordaba a una estola alrededor de unos hombros desnudos, no pesaba nada. A Lady le gustaba su manera de tocar más que ninguna otra y probablemente tampoco nadie le gustaba tanto como él. Quizá siempre querías de una forma más pura a las personas que no te habías tirado. Nunca te prometían nada, pero cada instante era una promesa a punto de pronunciarse. Lady le miró a la cara, flácida y gris por la bebida, y se preguntó si sus vidas contendrían la semilla de la ruina desde el nacimiento, una ruina que habían esquivado durante unos años pero de la que nunca escaparían. Alcohol, jaco, cárcel. No era que los músicos de jazz muriesen jóvenes, sencillamente envejecían más rápido. Lady había vivido mil años en las canciones que había interpretado, canciones sobre mujeres maltratadas y los hombres a los que amaban.

Pasó un policía y luego un turista gordo que titubeó, volvió a mirarlos, se decidió a hablar y le preguntó a Lady con acento alemán si era Billie Holiday.

—Eres una de las dos mejores cantantes del siglo —sentenció.

—¿Una de dos? ¿Quién es la otra?

—Maria Callas. Es una tragedia que no hayáis cantado juntas.

—Vaya, gracias.

—Y tú tienes que ser el gran Lester Young —dijo el turista, girándose hacia Lester—. El Presidente, el hombre que aprendió a susurrar con el tenor cuando todos querían gritar.

—Ding-dong, ding-dong —respondió Lester, con una sonrisa.

El hombre lo miró un segundo, carraspeó y sacó un sobre de correo aéreo en el que ambos garabatearon sus nombres. Resplandeciente, el turista les estrechó la mano, anotó su dirección en otro sobre y les aseguró que siempre serían bien recibidos en Hamburgo.

—Europa —dijo Billie, viéndolo alejarse por la calle.

—Europa —dijo Lester.

Paró un taxi justo cuando comenzaba a llover. Lester le dio un beso a Lady y la ayudó a subir, se despidió mientras el taxi se reincorporaba a las luces cambiantes del tráfico.

A unas manzanas del hotel bajó a la calzada y los coches pulularon a través de él como si fuera un fantasma. La verdad es que no tenía ni idea de lo que pasaba, pero cuando alcanzó la acera de enfrente recordó los ojos aterrorizados de los conductores, los frenazos y una mano tocando el claxon hasta que el coche lo atravesó como si no estuviera.

En el consejo de guerra estaba relajado: lo que quiera que pasara no podía ser peor que lo que acababa de vivir. Si tanto problema era, ¿por qué no le daban la patada? Una licencia deshonrosa ya le iba bien. Un psiquiatra lo calificó de psicópata constitucional con escasas probabilidades de llegar a convertirse en buen soldado. Lester terminó asintiendo, casi sonriendo: ah sí, pintaba bien, pintaba muy bien.

Entonces le tocó el turno de testificar a Ryan, tieso como si le hubieran metido un rifle con bayoneta por el culo, y detalló las circunstancias del arresto de Young. Lester no se molestó en escuchar: sus recuerdos de lo ocurrido eran claros como una ginebra a la luz de la luna. Ocurrió tras unas faenas en los cuarteles del batallón y estaba delirando de cansancio, todo le daba igual, estaba tan reventando y agotado que lo dominaba una desesperación rayana con la euforia. Incluso cuando levantó la vista a las paredes ensangrentadas y vio a Ryan de pie delante de él apenas lo asimiló, casi ni parpadeó, todo le importaba una mierda.

—Pareces enfermo, Young.

—Bah, voy colocado.

—¿Colocado?

—He fumado un poco de hierba, me he metido algo para animarme.

—¿Llevas drogas encima?

—Sí.

—¿Me las enseñas?

—Claro. Sírvase si quiere.

Aferrado a sus papeles, el abogado de la defensa escuchó la versión de Ryan y preguntó:

—¿En qué momento se dio cuenta de que el acusado se hallaba bajo los efectos de narcóticos o algo similar?

—Lo sospeché el día mismo que llegó a la compañía.

—¿Qué le hizo sospechar?

—Bueno, su color, señor, y el hecho de tener los ojos inyectados en sangre y no reaccionar a la instrucción como debería.

Pres volvió a desconectar. Pensó en una luz amarilla bañando un campo, en amapolas color sangre cabeceando con la brisa.

Cuando volvió en sí estaba en el estrado, de pie con su uniforme color caca y una Biblia oscura en la mano.

—¿Cuántos años tiene, Young?

—Treinta y cinco, señor.

Su voz flotó por el tribunal como el yate de un niño por un lago azul.

—¿Es músico de profesión?

—Sí, señor.

—¿Ha tocado en alguna orquesta o en algún grupo en California?

—Con Count Basie. He tocado diez años con él.

Para su sorpresa, todos los miembros del tribunal quedaron cautivados por su voz, anhelantes de conocer su historia.

—¿Hace tiempo que toma narcóticos?

—Diez años. Este hace once.

—¿Por qué comenzó?

—Bueno, señor, por la noche teníamos muchos pases únicos. Luego, en lugar de dormir, iba a tocar a otro baile y después me marchaba. Era el único modo de aguantar.

—¿Los demás músicos también los tomaban?

—Sí, todos los que conocía...

Subirse al estrado para testificar era como subirse al escenario a tocar un solo. Llamada y respuesta. Sabía que había captado la atención de la pequeña sala y sus escasos ocupantes, un panda de estirados, pero pendientes de cada una de sus palabras. Como en un solo, tenías que contar una historia, que cantarles una canción que les apeteciera escuchar. Todos le miraban. Cuanto más se concentraban en lo que estaba contando, más pausado y quedo hablaba, dejaba colgando las palabras, se paraba a mitad de frase y los encantaba con su voz cantarina, los encandilaba. De pronto su atención se le antojó tan familiar que esperaba oír el tintineo de los vasos, el crujido del hielo al sacarlo de la cubitera, las volutas de humo y la cháchara...

El abogado militar estaba preguntándole si sabían de su adicción cuando se presentó en la oficina de reclutamiento.

—Seguro que sí, señor, porque antes de alistarme tenían que hacerme una punción lumbar y yo no quería. Cuando me presenté iba colocadísimo y me encerraron, llevaba tal subidón que me quitaron el whisky y me metieron en una celda acolchada y, mientras estaba en la celda, me registraron la ropa.

Las pausas entre las frases, las conexiones que no terminaban de estar, la voz siempre por detrás de lo que quería decir. Dolor y dulce perplejidad en cada palabra. Daba igual lo que dijera, el mero sonido, la manera en que las palabras tomaban forma unas alrededor de otras, conseguía que cada miembro del jurado tuviera la impresión de que le hablaba en privado.

—Cuando dice que llevaba un subidón, ¿a qué se refiere? ¿Se refiere al whisky?

—Sí, señor, al whisky y a la marihuana y a los barbitúricos.

—Cuando habla de ir colocado, ¿podría explicarnos a qué se refiere?

—Bueno, es la única forma que tengo de explicarlo.

—Cuando va colocado, ¿le afecta físicamente?

—Ah, sí, señor. No quiero hacer nada. Me da igual tocar el saxo, me da igual estar con gente...

—¿Le afecta negativamente?

—Solo a los nervios.

Su voz como una brisa que busca el viento.

Seducidos por la voz y odiándose por haber sucumbido a ella, lo sentenciaron a un año en la prisión militar de Fort Gordon, en Georgia. Peor aún que el ejército. Cuando estabas en el ejército ser libre significaba salir del ejército; allí la libertad significaba volver al ejército. Suelos de cemento, puertas de hierro, literas metálicas colgando de la pared por unas gruesas cadenas. Incluso las mantas —bastas, grises— parecían tejidas con limaduras de hierro barridas del suelo del taller de la prisión. En aquel lugar todo estaba ideado para recordarte lo fácil que sería reventarte los sesos. En comparación, el cráneo humano parecía delicado como una gasa.

Portazos, tableteo de voces. El único modo de reprimir los gritos era llorar, y para detener el llanto tenía que gritar. Todo lo que hacías empeoraba la situación. No podía soportarlo, no podía soportarlo... pero lo único que podía hacer era aguantar. No podía soportarlo, pero incluso decirlo era una forma de soportarlo. Se volvió más callado, no miraba a nadie a los ojos, intentó buscar escondites pero no había ninguno, de modo que intentó encerrarse en sí mismo, los ojos le asomaban de la cara como el rostro de un anciano por un hueco entre las cortinas.

Por la noche se acostaba en el catre y contemplaba el fragmento de cielo nocturno que se colaba por el minúsculo ventanuco de la prisión. El tipo de la litera contigua se giró hacia él, con la cara resplandeciendo a la luz amarilla de una cerilla.

—¿Young...? ¿Young?

—Sí...

—¿Estás mirando las estrellas?

—Sí.

—No hay ninguna.

No dijo nada.

—¿Me oyes? No hay.

Aceptó el cigarrillo que le tendía, dio una calada honda.

—Están todas muertas. La luz tarda tanto en llegar hasta aquí que para cuando lo consigue están acabadas. Quemadas. Estás mirando algo que en realidad no está ahí, Lester. Y las que están, todavía no se ven.

Echó el humo hacia la ventana. Las estrellas muertas se nublaron un segundo y luego volvieron a brillar.

Apiló varios álbumes en el tocadiscos y se encaminó a la ventana, a observar cómo la luna baja se escondía detrás de un edificio abandonado. Habían derribado las paredes interiores y a los pocos minutos vio la luna con toda claridad a través de las ventanas rotas de la fachada del edificio. Una ventana la enmarcaba tan bien que parecía que la luna estuviera dentro del edificio: un planeta argentino moteado, atrapado en un universo de ladrillos. Mientras la contemplaba, la luna se alejó de la ventana despacio como un pez, solo para volver a aparecer en otra ventana a los pocos minutos, deambulando lentamente por la casa vacía y, de paso, asomándose a cada ventana.

Una ráfaga de viento lo persiguió por la habitación, las cortinas lo señalaron.

Cruzó el suelo chirriante y vació el culo de la botella en el vaso. Volvió a tenderse en la cama, con la vista clavada en el techo color nube.

Esperó a que sonara el teléfono, convencido de que alguien le comunicaría la noticia de que había muerto mientras dormía. Se despertó sobresaltado y agarró el teléfono silencioso. El auricular devoró sus palabras en dos tragos, como una serpiente. Las sábanas estaban mojadas como algas, la habitación, inundada por una neblina oceánica de neón verde.

Luz diurna y luego otra vez la noche, cada día era una estación. ¿Ya había ido a París o solo lo había planeado? O se iba el mes próximo o ya había ido y había regresado. Rememoró una vez en París, años atrás, cuando había visitado la Tumba al Soldado Desconocido en el Arco del Triunfo, con las inscripciones 1914-1918: cuánto lo entristecía todavía pensar en que alguien hubiera muerto tan joven.

La muerte ya ni siquiera era una frontera, solo algo que cruzaba a la deriva en el trayecto entre la cama y la ventana, cosa que hacía tan a menudo que ya no sabía de qué lado estaba. En ocasiones, como alguien que se pellizca para comprobar si sigue soñando, se tomaba el pulso para ver si estaba vivo. Normalmente no se lo encontraba, ni en la muñeca, ni el pecho, ni el cuello; si escuchaba con atención le parecía captar un latido lento y apagado, como un tambor sordo en un funeral lejano o como un enterrado que golpease la tierra húmeda.

Las cosas estaban perdiendo color, incluso el luminoso de fuera era de un verde pálido. Todo estaba volviéndose blanco. Entonces lo comprendió: era nieve, que caía en la acera a grandes copos, abrazando las ramas de los árboles, extendiendo un manto blanco sobre los coches aparcados. No había tráfico, ningún peatón, nada de ruido. Todas las ciudades tienen silencios así, intervalos de respuesta cuando, aunque sea durante un solo momento en todo un siglo, nadie habla, no suena ningún teléfono, cuando no hay ningún televisor encendido ni ningún coche en marcha.

Mientras se reanudaba el zumbido del tráfico, puso el mismo montón de discos y regresó junto a la ventana. Sinatra y Lady Day: su vida era una canción que se acababa. Apoyó la cara en el cristal frío de la ventana y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la calle era un río negro con los márgenes nevados.
 

martes, 16 de septiembre de 2014


LESTER YOUNG. AGONIZANDO EN UNA HABITACIÓN DE HOTEL

En la emisión de esta semana y en la de dentro de siete días vamos a seguir celebrando homenajes a artistas que, al igual que ocurrió los dos últimos lunes a propósito de los cuarenta y cinco años de la creación del grupo Supertramp, “nacieron” (biológica o “artísticamente”) en agosto y cuyas efemérides no pudieron ser recordadas aquí entonces a causa de nuestro “silencio” durante las vacaciones veraniegas. En este caso el protagonista invitado de Buscando leones en las nubes será Lester Young, nacido en Woodville, Mississippi, el 27 de agosto de 1909, hace ahora ciento cinco años.
 
Entre los dos programas voy a ofreceros una veintena larga de temas del siempre inspirado saxofonista norteamericano. Para la emisión de hoy he elegido once piezas, grandes baladas, extraídas de sus grabaciones para el sello Verve entre 1946 y 1959, recogidas en un fantástico cofre, con ocho CDs espléndidos, que incluyen curiosidades, rarezas, tomas descartadas e incluso alguna entrevista con el músico, presentadas bajo el título The Complete Lester Young Studio Sessions on Verve y que no deberíais perderos.
 
Para acompañar la intensa y profunda música del saxofonista, os leeré fragmentos del capítulo dedicado a Young en un libro excelente, del que tendréis próximamente una reseña en mi espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad y que podréis consultar dentro de unas semanas en el blog del programa, todosloslibrosunlibro.blogspot.com. Se trata de Pero hermoso, su autor es el inglés Geoff Dyer y fue presentado hace unos meses en España por el sello editorial Random House en traducción de Cruz Rodríguez Juiz. En el libro se nos cuentan algunos momentos esenciales de las nada convencionales biografías de siete inmortales músicos de jazz: el propio Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Ben Webster, Charlie Mingus, Chet Baker y Art Pepper, con la presencia de Duke Ellington hilando las diferentes historias individuales.
 
Del largo capítulo del libro centrado en Young he eliminado en la emisión -por razones exclusivas de tiempo y de una adecuada organización de la estructura de los programas- los fragmentos que describen su doloroso paso por el ejército, experiencia que marcó la vida del músico y a la que se aludirá de modo lateral, sin embargo, en algunos de los textos que aparecen en las dos ediciones. Igualmente, he prescindido del relato de los episodios vividos por el saxofonista con Billie Holiday, por cuanto la colaboración musical, tan intensa, entre Pres (Presidente), Lester Young y Lady Day, la genial Billie, da para una emisión monográfica que algún día no muy lejano (exactamente, en el programa del 6 de abril de 2015, con ocasión del centenario de "la gran dama del jazz") os ofreceré aquí, en Buscando leones en las nubes. En la narración que une los dos programas vemos al músico encerrado en una habitación de hotel, el Alvin de Nueva York, devastado por el alcohol y las drogas, reflexionando sobre su vida y su música, envuelto en una bruma de tristeza y melancolía, desgranando, confuso y nostálgico, sus recuerdos del pasado, desvaneciéndose, marchito, sin esperanza, aguardando la muerte.
 
No obstante la obligada selección de textos realizada para el programa, os dejaré aquí, en el blog y en dos entregas, el capítulo completo escrito por Dyer, para que podáis disfrutarlo en su integridad.
 
 
Eran las horas tranquilas de la tarde, entre la salida del trabajo de la gente diurna y la llegada al Birdland de los noctámbulos. Contemplaba desde la ventana del hotel cómo una lluvia desganada oscurecía y ensuciaba Broadway. Se sirvió una copa, puso un montón de discos de Sinatra en el tocadiscos… tocó el teléfono silencioso y regresó a la ventana. Enseguida su aliento empañó las vistas. Rozó el reflejo neblinoso como si fuera un cuadro y trazó con el dedo líneas mojadas alrededor de sus ojos, boca y cabeza hasta que lo vio convertirse en una cosa con forma de calavera chorreante que borró con el pulpejo de la mano.
 
Se tumbó en la cama, hundiendo apenas el mullido colchón, convencido de que se notaba encoger, desvanecerse. Por el suelo había platos de comida que apenas había picoteado. Había probado un bocado de esto y quizá una pizca de aquello, y luego había vuelto a la ventana. No comía casi nada, pero no obstante tenía sus preferencias culinarias: su favorita era la comida china, que era de la que dejaba casi todo. Durante mucho tiempo se había alimentado de crema de leche y Cracker Jacks, pero ya ni eso le gustaba. Cuanto menos comía, más bebía: ginebra seguida de un jerez, Courvoisier y cerveza. Bebía para diluirse, para desleírse todavía más. Hacía poco se había cortado un dedo con el borde de un papel y le había sorprendido lo roja y densa que tenía la sangre, que suponía plateada como la ginebra, salpicada de rojo, o pálida, rosácea. Ese mismo día lo habían echado de un bolo en Harlem porque no se tenía en pie. Ahora, incluso levantar el instrumento le agotaba, como si pesara más que él. Probablemente hasta su ropa pesaba más que él.
 
Hawk con el tiempo terminó igual. Fue Hawk quien convirtió el saxo tenor en un instrumento de jazz y definió cómo debía sonar: panzudo, grande, a pleno pulmón. O sonabas como él o no sonabas a nada… que es exactamente como pensaban que sonaba Lester, con su tono liviano como si patinara por el aire. Todos le presionaban para que tocara como Hawk o se cambiara al saxo alto, pero él se daba unos golpecitosen la cabeza y decía:
 
– Aquí dentro pasan cosas, tío. Algunos de vosotros solo tenéis barriga.
 
Cuando improvisaban juntos, Hawk lo intentaba todo para cortarle, pero nunca lo conseguía. En Kansas, en 1934, tocaron sin parar hasta la mañana siguiente, Hawk en camiseta, tratando de volarlo con su tenor huracanado y Lester, desplomado en una silla con aquella mirada distante tan suya y el tono todavía ligero como la brisa después de ocho horas de actuación. Los dos fueron agotando pianistas hasta que ya no quedó ninguno y Hawk se bajó del escenario, arrojó el saxo al asiento trasero del coche y salió disparado hacia el concierto de esa noche en Saint Louis.
 
El sonido de Lester era delicado y perezoso, pero siempre con un algo incisivo. Sonaba como si estuviera a punto de perder el control, sabiendo que no pasaría jamás: de ahí nacía la tensión. Tocaba con el saxo ladeado, y a medida que se adentraba en el solo el instrumento iba desplazándose unos grados de la vertical hasta que terminaba horizontal, como una flauta. Nunca tenías la impresión de que lo levantara él; era más bien como si el instrumento cada vez pesara menos y se alejara flotando (y si tal era su deseo, Lester no iba a impedírselo).
 
Pronto la elección estuvo clara: Pres o Hawk, Lester Young o Coleman Hawkings, dos enfoques. No podrían haber tenido un sonido ni un aspecto más distintos, pero los dos acabaron igual: deslavazados y apagados. Hawk sobrevivía a base de lentejas, licor y comida china y se consumió, igual que le estaba pasando ahora a Lester.
 
Estaba desapareciendo, fundiéndose con la tradición sin ni siquiera haber muerto. Eran tantos los músicos que habían mamado de él que ya no le quedaba nada. Ahora, cuando tocaba, los enterados decían que se arrastraba detrás de sí mismo, que era una triste imitación de otros que tocaban como él. En un bolo donde había tocado mal, un tipo se le acercó y le dijo: «No eres tú, yo soy tú». Adondequiera que fuera escuchaba a gente que sonaba como él. Llamaba a todo el mundo Pres porque se veía en todas partes. Le habían expulsado del conjunto de Fletcher Henderson porque no sonaba como Hawk. Y ahora lo expulsaban de su propia vida porque no sonaba como él mismo.
 
Nadie sabía cantar una canción ni contar un cuento al saxo como él. Salvo que ahora ya solo tocaba una historia, y era la historia de que ya no podía tocar, de que todo el mundo contaba su historia por él, la historia de cómo había acabado allí, en el Alvin, contemplando el Birdland desde la ventana, preguntándose cuándo iba a morir. Era una historia que no comprendía del todo y que ya no le importaba una mierda salvo para puntualizar que comenzaba en el ejército. O comenzaba en el ejército o comenzaba con Basie y terminaba en el ejército. Daba igual. Durante años no había hecho caso de la llamada a filas, confiando en que la vida errante de músico lo mantendría varios pasos por delante del ejército. Entonces, una noche, al bajar del escenario, se le acercó un oficial del ejército con cara de tiburón y gafas de aviador como si fuera un fan que quería un autógrafo y le entregó los papeles de la incorporación a filas.
 
Lester se presentó en la oficina de reclutamiento en tan malas condiciones que veía temblar las paredes por culpa de la fiebre. Se sentó ante tres hoscos oficiales, uno de los cuales ni siquiera levantó la vista del expediente que tenía delante. Hombres de rostro huesudo que sometían sus mandíbulas a un afeitado diario como si fueran botas que lustrar. Pres, con su delicado olor a colonia, estiró las largas piernas y se colocó lo más horizontal que le permitía aquella silla tan dura, como si en cualquier momento fuera a apoyar sus refinados zapatos en la mesa que tenía delante. Sus respuestas, al mismo tiempo ágiles y arrastradas, esquivaban las preguntas. Se sacó un botellín de ginebra del bolsillo interior de la chaqueta cruzada y uno de los oficiales se lo arrancó de la mano, bramando malhumorado mientras Pres, tranquilo y perplejo, decía gesticulando despacio:
 
– Eh, tranquila, señora, que hay para todos.
 
Las pruebas revelaron que tenía sífilis; estaba borracho, fumado, tan colocado de anfetaminas que el corazón le hacía tictac como un reloj… y, sin embargo, no se sabe cómo, pasó el examen médico. Por lo visto, estaban decididos a pasarlo todo por alto con tal de alistarlo.
 
El jazz consistía en crear un sonido propio, en encontrar la manera de distinguirse de todos los demás, de no tocar nunca lo mismo dos noches seguidas. El ejército quería que todo el mundo fuera igual, idéntico, indistinguible, con el mismo aspecto, con la misma mentalidad, que todo fuera igual día tras día, sin cambios. Todo tenía que formar ángulos rectos y bordes definidos. Las sábanas del catre eran tan duras como los ángulos metálicos de la taquilla. Te afeitaban la cabeza como un carpintero cepilla un madero, intentando obtener un cuadrado perfecto. Incluso los uniformes estaban diseñados para remodelar el cuerpo, para fabricar personas cuadradas. Nada curvo ni blando, ni colorido, si silencioso. Costaba creer que en el transcurso de una quincena la misma persona pudiera encontrarse de pronto en un mundo tan distinto.
 
Lester tenía un caminar relajado, cansino, y allí esperaban que desfilara, que marchara arriba y abajo en formación con unas botas que pesaban igual que unos grilletes. Que desfilara hasta notar la cabeza quebradiza, de cristal.
 
– Dale ritmo a esos brazos, Young. Dale ritmo.
 
Que les diera ritmo, él.
 
Detestaba todas las cosas duras, incluso los zapatos con suela de cuero. Le gustaban las cosas bellas, las flores y la fragancia que dejaban en la habitación, el tacto suave del algodón y la seda en la piel, los zapatos que abrazaban el pie: zapatillas, mocasines. De haber nacido treinta años más tarde habría sido camp, de haber nacido treinta años antes habría sido un esteta. En el París decimonónico podría haber sido un decadente fin de siécle, pero allí estaba, atrapado en mitad de un siglo, obligado a ser soldado.
 
Cuando se despertó, el resplandor verde de un neón de la calle que había vuelto a la vida con un parpadeo mientras él dormía inundaba la habitación. Tenía un sueño tan ligero que difícilmente merecía tal nombre, era un mero cambio de ritmo, las cosas se alejaban flotando. Cuando estaba despierto a veces se preguntaba si no estaría dormido, soñando que estaba allí, agonizando en una habitación de hotel…
 
El saxo descansaba en la cama junto a él. En la mesilla de noche había una foto de sus padres, botellas de colonia y un sombrero pork-pie. Había visto una fotografía de unas chicas victorianas con ese tipo de sombrero adornado con cintas. Qué bonito, me gusta, pensó, y lo usaba desde entonces. Herman Leonard había ido una vez a fotografiarle y había terminado por eliminarle del encuadre, había preferido un bodegón del sombrero, la funda del saxo y el humo del cigarrillo elevándose hacia el cielo. De aquello hacía años, pero la fotografía fue como una premonición que estaba más próxima a cumplirse cada día que pasaba mientras Lester iba descomponiéndose en los trozos y retazos por los que la gente le recordaba.
 
Rompió el precinto de otra botella y regresó a la ventana, teñido de verde un lado de la cara por el resplandor de neón. Había parado de llover, el cielo se había despejado. Una luna fría colgaba cerca de la calle. Los habituales comenzaban a llegar al Birdland, estrechando manos y cargados con las fundas de los instrumentos. A veces miraban hacia su ventana y se preguntaban si acababan de verlo limpiando el vaho del cristal con la mano.
 
Se dirigió al ropero, vacío salvo por unos cuantos trajes y camisas y la maraña de perchas. Se quitó los pantalones, los colgó con delicadeza y se acostó en la cama en calzoncillos, con las paredes teñidas de verde plagadas por los ángulos de las sombras de los coches al pasar.
 
– ¡Revista! El teniente Ryan corrió a abrir su taquilla, miró dentro y golpeó con el bastón –la varita mágica, según Pres– la fotografía pegada en el interior de la puerta: la cara sonriente de una mujer.
 
– ¿Es tu taquilla, Young?
 
– Sí, mi teniente.
 
– ¿Y has colgado tú la foto, Young?
 
– Sí, mi teniente.
 
– ¿Notas algo en esta mujer, Young?
 
– ¿Mi teniente?
 
– ¿No te llama nada la atención de esta mujer, Young?
 
– Sí, mi teniente, lleva una flor en el pelo.
 
– ¿Nada más?
 
– ¿Mi teniente?
 
– A mí me parece una mujer blanca, Young, una joven blanca, Young. ¿A ti también?
 
– Sí, mi teniente.
 
– ¿Y te parece correcto que un soldado negro tenga una foto de una blanca en su taquilla?
 
Lester clavó la vista en el suelo. Vio las botas de Ryan todavía más pegadas a él, rozándole los dedos. Otra vaharada en las narices.
 
– ¿Me oyes, Young?
 
– Mi teniente.
 
– ¿Estás casado, Young?
 
– Mi teniente.
 
– Pero en lugar de una fotografía de tu mujer prefieres tener una foto de una blanca para poder pensar en ella cuando te la cascas por la noche.
 
– Es mi mujer.
 
Lo dijo lo más quedo que pudo, esperando despojar la declaración de cualquier posible ofensa, pero la carga del hecho en sí le confería el tono desafiante de un desacato.
 
– Es mi mujer, mi teniente.
 
– Es mi mujer, mi teniente.
 
– Retira la foto, Young.
 
– Mi teniente.
 
– Ahora mismo, Young.
 
Ryan permaneció donde estaba. Para alcanzar la taquilla Lester lo rodeó como a una columna, cogió la cara de su mujer por la oreja y arrancó la cinta adhesiva del metal hasta que rasgó la foto, que se convirtió en un puente de papel tendido entre sus dedos y la taquilla. La dejó colgar de su mano.
 
– Arrúgala... Y tírala a la papelera.
 
– Sí, mi teniente.
 
En lugar de la descarga de adrenalina que normalmente experimentaba cuando humillaba a los reclutas, Ryan sintió lo contrario: se había humillado delante de toda la compañía. La expresión de Young había estado tan desprovista de orgullo y amor propio, tan vacía de todo salvo pena, que de pronto Ryan se preguntó si la obediencia cobarde de los esclavos sería una forma de protesta, de desafío. Se sintió sucio y por eso odió a Young más que nunca. Le ocurría algo similar con las mujeres: cuando se echaban a llorar era cuando más ganas tenía de pegarles. Antes humillar a Young le habría bastado, ahora quería destruirlo. Nunca se había topado con un hombre con menos fuerza, pero convertía la idea de la fuerza y todo lo relacionado con ella en irrelevante, en tonterías. Rebeldes, cabecillas y amotinados, a todos ellos podía responderse: atacaban al ejército de frente, jugaban según sus normas. Por muy fuerte que fueras, el ejército podía doblegarte, pero la debilidad... ante eso el ejército era impotente porque destruía la idea misma de oposición que era la base de la fuerza. Lo único que podías hacer con los débiles era infligirles dolor... y Young iba a sufrir lo suyo.
 
Soñó que estaba en la playa, subía una marea de licor, olas de alcohol transparente rompían por encima de él y chisporroteaban en la arena.


martes, 9 de septiembre de 2014


SUPERTRAMP. EL LARGO CAMINO A CASA

Esta semana Buscando leones en las nubes os invita a la segunda emisión dedicada a Supertramp, el ya clásico -más aun, el legendario- grupo británico que se creó hace ahora cuarenta y cinco años, en agosto de 1969. La hora de radio que ahora os ofrezco se presenta colmada, repleta de excelentes canciones del grupo, diez en total, entresacadas de los a mi juicio cuatro mejores álbumes de la banda: Crime of the Century, Crisis? What Crisis?, Even in the Quietest Moments y Breakfast in America. Se trata de Child of vision, Even in the quietest moments, Babaji, Dreamer, The logical song, Take the long way home (que ante la dificultad de encontrar vídeos del grupo grabados en la época, os dejo en una versión relativamente reciente de Roger Hodgson, uno de los ya talluditos líderes de la banda), Just a normal day, The meaning, Lady y Fool's overture.
 
Y acompañando a la música, un breve extracto de la letra de cada uno de los temas, textos no especialmente interesantes pero que pueden proporcionar una pista acerca del particular y a veces algo confuso estilo poético de Supertramp.
 
Dejo aquí, además, un curioso artículo de Ritchie Yorke publicado en 1997 en la revista musical norteamericana Record Week en el que sale al paso de las críticas vertidas contra Supertramp en otros medios de comunicación. Podéis encontrar ésta y mucha otra interesante información en The logical web, una estupenda página sobre el grupo.
 

Es increíble. Las cavernas fluorescentes de los periódicos están llenas de bufones que dicen tonterías en serie en una extraordinaria avalancha de ignorancia. Una vez más nuestros críticos han demostrado su asombrosa falta de entendimiento, percepción o sensibilidad. Y uno tiene que admitir que lo que se rumorea sobre ellos es verdad: la mayoría de nuestros críticos de rock más importantes son unos mamones.
 
Después de una de las giras con más éxito de la historia del rock en Canadá, Supertramp ha sufrido una feroz lluvia de mierda por parte de los críticos capaz de provocar náuseas en el estómago más fuerte. Para cualquiera que estuviera en los conciertos, las críticas están totalmente fuera de tono con lo que realmente sucedió en Toronto y Montreal, donde dieron un total de cuatro conciertos abarrotando el Gardens y el Forum. A juzgar por la exactitud de sus artículos, esos críticos no se merecerían un hueco en el "Medicine Hat Journal".
 
Normalmente no se considera ético o de buena educación para un periodista de rock criticar a otros colegas. Eso no se hace, muchacho. Por no mencionar las agrias condenas que invariablemente siguen a cualquier crítica hacia los críticos. Entonces, como pueden asegurar quienes lo han sufrido, la venganza se convierte en una obsesión. Así son estas cosas.
 
A pesar de mi pretendida "madurez", la pasión me obliga a no callarme. Es hora de que los que dan palos dejen de reírse. Una ignorancia de estas proporciones no puede permanecer sin respuesta. Tras haber sido testigo complacido de esos cuatro conciertos de Supertramp, me veo obligado a salir en su defensa.
 
Tras haber escrito varios artículos sobre conciertos para diarios de Toronto, puedo apreciar bien que este tipo de críticas son por naturaleza ejercicios emocionales altamente subjetivos, pero los genios de verdad no pueden ser confundidos o malinterpretados. Todo está delante de tus ojos y de tus oídos. Ignorarlo es demostrar una horrible falta de conexión con el curso de la música contemporánea.
 
Volviendo a leer esas críticas, sólo puedo concluir que jamás había presenciado tantas coces en toda mi carrera. Los críticos se han ahorcado con la soga de sus propias palabras. Los que se hacen llamar "críticos" no estuvieron en el mismo concierto que yo, ni oyeron tocar al mismo grupo. Ninguno de ellos se refiere ni siquiera a la entusiasta reacción del público.
 
Como pronosticador ocasional del éxito de nuevos grupos de rock (tuve la suerte de apuntar hacia Led Zeppelin y Yes antes de que triunfaran en América, predicciones que al parecer establecieron la credibilidad de mi bola de cristal), me gustaría opinar que el futuro de la música rock puede encontrarse perfectamente bajo las alas de Supertramp.
 
Después de asistir a algunas sesiones de grabación del "Even in the quietest moments" en la Record Plant de Los Angeles, después de contemplar cinco de sus actuaciones (las dos de Toronto y Montreal y la primera en Kitchener) y después de considerar cuidadosamente sus tres últimos discos, estoy convencido de que Supertramp es el mejor grupo que ha producido este tipo de música en mucho tiempo. No hay ninguna excepción y no pido disculpas por esta frase tan temeraria. Creo sinceramente que la música de Supertramp supera en algo a lo mejor de los Beatles, los Stones, Zeppelin, los Byrds o cualquier otro grupo. Para mí, Supertramp es "la creme de la creme", la cima de la montaña del rock.
 
Mis convicciones van tan lejos que cuando Paul Gambacinni me preguntó por mis diez álbumes favoritos de todos los tiempos para su próximo libro sobre los doscientos mejores LP's del rock, no tuve dudas en seleccionar como mis tres preferidos a "Even in the quietest moments", "Astral weeks" y "Crime of the century". Y sé que no me arrepentiré de mi elección.
 
Menciono esto sólo para demostrar que mi visión sobre Supertramp difiere sustancialmente de los disparatados comentarios que se han hecho. Quiero pensar que mis opiniones sobre Supertramp son compartidas por mucha gente en este país, y que no somos nosotros sino los críticos de rock los que no están en la onda de los tiempos.
 
Lo cierto es que un gran número de amigos y colegas me han insistido en que Supertramp les ha proporcionado el mejor concierto que han visto en su vida. La gente no dice cosas como esas a la ligera. O estás ahí o no estás. Y esto no quiere decir que tantos fans (ochenta mil en Toronto y Montreal y muchos miles en otras partes) no puedan estar equivocados.
 
Lo que sí me gustaría saber es qué hay de malo en asfaltar el camino del futuro de la música. ¿Qué hay de malo en exhibir el mejor sonido posible en un estadio y en tocar de la forma más compacta que se recuerda?
 
Las bombas de humo y las ensaladas de coles no tienen nada que ver con la buena música, que es el fin último de cualquier concierto. ¿Es algo soso ofrecer un comentario único y extraordinario sobre el estado de este planeta lisiado cuando tantos otros grupos de rock no han ido más allá de la mierda de perro con canciones del estilo "Mi chica me ha dejado"?
 
¿Es no tener entrañas afrontar los problemas acusando a aquellos que se han cargado los recursos del planeta, poniendo en palabras la rabia y la alienación de todos los que nos sentimos lastimados en estos tiempos tan tortuosos? ¿Hay falsedad inherente en tomar la filosofía y la cultura extendidas a finales de los 60 y trasladarlas a finales de los 70? ¿Es malo preocuparse por las cosas?
 
¿Qué hay de malo en conseguir el mejor sonido del bajo y la batería jamás oído y mezclarlo con el sistema de sonido más funcional e infalible que posea cualquier grupo? ¿Qué hay de malo en invertir 250.000 dólares en el mejor sonido posible hoy en día para superar las limitaciones de los estadios gigantescos? ¿Qué hay de malo en hacer que tu sonido en directo sea por lo menos igual de bueno que el de tus discos en estudio? ¿Qué hay de malo en ser sutil e innovador y, muchas veces, profundo?
 
Su clase de arte sofisticado no carece de entrañas, aunque se les debería pedir a los redactores que se tomaran su tiempo para entender el verdadero significado de ello antes de atacar de una forma tan temeraria. ¿Desde cuándo la búsqueda de la propia conciencia es una enfermedad? ¿Qué hay de malo en explorar otras filosofías?
 
Sencillamente, la música de Supertramp abarca lo mejor de los 60, algo del espíritu de los 50 y, lo que es más difícil, la mezcla de desesperación y desilusión de los 70. Han tratado mucho más sobre la desintegradora condición humana durante los últimos tres años que el resto de sus contemporáneos.

martes, 2 de septiembre de 2014


SUPERTRAMP. DE AHORA EN ADELANTE

Buscando leones en las nubes inicia aquí su decimosexta temporada, dieciséis años saliendo al aire e intentando ofreceros en cada programa una muestra de música y literatura que os haga pensar, emocionaros, y sobre todo disfrutar. A lo largo de todo este tiempo han aparecido en nuestras emisiones miles de canciones y textos literarios, escogidos todos con un criterio de calidad y conformando con su aire melancólico e introspectivo, dulce, recogido e intimista, un “estilo Buscando leones en las nubes”, que -creo- ya resulta reconocible y atrayente para una audiencia, escasa pero significativa, que nos sigue desde hace tanto...
 
A lo largo de este mes de septiembre voy a presentaros una serie de programas conmemorativos de músicos que este pasado verano celebraron algún tipo de aniversario y que como consecuencia de nuestro parón agosteño no pudieron ser homenajeados puntualmente en Buscando leones en las nubes. Por de pronto, estos dos primeros lunes del mes estarán dedicados a Supertramp, el legendario grupo que, sobre todo en los setenta, colonizó -y el término es, en este caso, elogioso- nuestros cerebros y nuestra sensibilidad. El grupo británico se fundó en agosto de 1969, hace ahora cuarenta y cinco años, aunque sus discos más exitosos y significativos, cruciales, aquellos cuyas canciones han asaltado mi memoria, íntegras, perfectamente recordadas en letras y acordes, en la preparación de estos programas, son algo posteriores, del lustro dorado 1974-1979, en el que vieron la luz, Crime of the Century, Crisis? What Crisis?, Even in the Quietest Moments y Breakfast in America, las cuatro obras maestras del grupo. De estos discos están extraídos los cerca de veinte temas que escucharéis entre la emisión de hoy y la de dentro de siete días. En concreto, esta semana podréis disfrutar de School, Sister moonshine, Bloody well right, Lover boy, From now on, Another man's woman, Goodbye stranger, Hide in your shell, Breakfast in America y A soapbox opera, casi todos grandes éxitos del grupo y auténticos clásicos de la música popular. Todos, también, resuenan en mi mente ahora y me traen reminiscencias de unas adolescencia y juventud en las que materialmente destrocé los LPs del grupo de tanto escucharlos, entusiasmado y feliz. Recuerdo una excursión a las islas Cíes, en 1978, quizá en el 79, en la que la música de Supertramp ponía el fondo sonoro -que ahora acude a mí con una algo lacrimógena nostalgia- a aquellos parajes entonces paradisíacos y solitarios. En fin, qué mayores nos hacemos...
 
Y entre las canciones os dejo también una breve muestra de sus respectivas letras, que yo repetía entonces fonéticamente, absolutamente ignorante de su significado; un significado nada relevante, por otra parte -a mi juicio-, pero que, no obstante, puede servir de eficaz “portada” -y poco más que eso- para introducir cada pieza.