martes, 24 de enero de 2012


DINO BUZZATI. INVITACIONES SUPERFLUAS

El 28 de enero de 1972 moría en Milán Dino Buzzati, un escritor excelente al que he querido dedicar el programa de esta semana, como homenaje personal y como recordatorio de los cuarenta años de su fallecimiento. Dino Buzzati es un escritor conocido sobre todo por una obra, una auténtica obra maestra, El desierto de los tártaros, cuya lectura os recomiendo muy vivamente. Pero no es esta obra mayor del grandísimo escritor italiano la protagonista de nuestra emisión, y no por falta de méritos sino, como tantas otras veces, por la dificultad objetiva (el mucho trabajo que conlleva, en síntesis) de trasladar sus páginas al formato radiofónico. Por ello, el programa se centra en otro de sus libros, una recopilación de cuentos, género en el que también sobresalió Dino Buzzati de un modo magistral. Se trata de un volumen titulado Sesenta relatos y lo ha publicado en nuestro país en una edición bellísima, no tan reciente como indiqué en la emisión radiada, la ejemplar editorial Acantilado.

En Sesenta relatos está lo esencial de la obra cuentística de Dino Buzzati, narraciones de diversa extensión y alcance, pero siempre extraordinarias, y en las que afloran las principales preocupaciones de su autor: la condición humana, la angustia existencial, el paso del tiempo, el dolor en el mundo, el desengaño amoroso. La recomendable lectura del libro os sumergirá en el mundo algo onírico, mágico, simbólico, lleno de misterio y fantasía, en el universo metafísico y a veces algo inquietante de su autor. Un espacio literario que a mí siempre me ha evocado las peculiar geografía, no sólo física sino existencial, del pintor italiano Giorgio de Chirico. Ese Chirico de los paisajes despoblados, de la fría geometría de los arrabales urbanos, de las calles desiertas, de los edificios despojados y austeros, de las arcadas y columnatas enigmáticas, de los elementos arquitectónicos algo fantasmales, de las imprecisas figuras, tantas veces inhumanas, maniquíes y estatuas sobre todo, que vagan sin rumbo por territorios desolados en los que sólo el lejano horizonte puede dar ligera noticia de calidez vital. Y ese territorio del sueño, intemporal, esos espacios imposibles y sin embargo impregnados de elementos reconocibles en la realidad, ese dibujo del alma humana, realista aunque algo atosigante pues esconde, por debajo, soterrada, otra existencia literalmente surreal, está presente en el cuento que conforma el centro de nuestra emisión de esta semana. Un cuento que gira sobre una de las cuestiones favoritas de Buzzati -las dificultades, la imposibilidad del amor- y que se presenta en el programa inevitablemente fragmentado. (Para paliar las limitaciones que tiene el que debáis escucharlo recortado de ese modo algo artificial -aunque he respetado, creo que con coherencia, la división en estaciones y el juego cercanía/alejamiento que constituyen los elementos estructurales esenciales del cuento- os lo dejo aquí íntegro para que podáis degustarlo a vuestro ritmo, más libremente). Invitaciones superfluas es su título y, como es norma en Buscando leones en las nubes aparece envuelto entre melodías propicias para disfrutar con sosiego su belleza. Se trata de canciones interpretadas por Jacqui Naylor, Erin Bode, Nick Cave, Edie Brickell and The New Bohemians, Nina Zilli, Baka Beyond, Dois Irmaos con Mariana de Moraes, Somi, Fiorella Mannoia y Audra Kubat.

De la italiana Fiorella Mannoia, precisamente, es el vídeo con el que cerramos esta entrada: una intensa y en cierto modo catártica interpretación en Roma de Quello che le donne non dicono, emitida en el programa.

Invitaciones superfluas

Quisiera que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los cristales, mirando la soledad de las calles oscuras y heladas, recordásemos los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Tú y yo recorrimos con pasos tímidos los mismos senderos encantados, juntos caminamos a través de los bosques llenos de lobos, y los mismos genios nos espiaban desde los matojos de musgo suspendidos en las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos, sin saberlo, desde allí miramos acaso hacia la vida misteriosa que nos esperaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez alocados y tiernos deseos. “¿Te acuerdas?”, nos diríamos el uno al otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia, y tú me sonreirías confiada mientras fuera sonarían tétricamente las chapas de metal sacudidas por el viento.

Pero tú -ahora me acuerdo- no conoces los cuentos antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca pasaste, arrobada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana, ni llamaste a la puerta del castillo desierto, ni caminaste de noche hacia la luz lejana, ni te quedaste dormida bajo las estrellas de Oriente, acunada por el balanceo de una barca sagrada. En esa noche de invierno, probablemente permaneceríamos mudos tras los cristales, yo perdiéndome en los cuentos de otras épocas, tú en otros cuidados para mí desconocidos. Yo te preguntaría “¿Te acuerdas?”, pero tú no te acordarías.

Quisiera pasear contigo un día de primavera, bajo un cielo de color gris, con algunas hojas muertas del año anterior arrastradas por el viento, por las calles de un barrio de las afueras; y que fuera domingo. En esos suburbios surgen a menudo pensamientos melancólicos y grandes, y a determinadas horas vaga la poesía, uniendo los corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas imposibles de expresar, propiciadas por los ilimitados horizontes que hay más allá de las casas, por los trenes que huyen, por las nubes del septentrión. Nos cogeríamos simplemente de la mano y caminaríamos a paso ligero, hablando de cosas insensatas, estúpidas y tiernas. Hasta que se encendieran las farolas y de las miserables casas de la vecindad rezumaran las historias siniestras de las ciudades, las aventuras, los anhelados romances. Y entonces permaneceríamos en silencio, siempre cogidos de la mano, porque nuestras almas se comunicarían sin necesidad de palabras.

Pero tú -ahora me acuerdo- nunca me dijiste cosas insensatas, estúpidas y tiernas. Ni puedes por lo tanto amar esos domingos de los que hablo, ni tu alma sabría hablar a la mía en silencio, ni reconocerías en el momento exacto el encanto de las ciudades ni las esperanzas que descienden del septentrión. Tú prefieres las luces, la muchedumbre, los hombres que te miran, las calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú eres diferente a mí, y si vinieras ese día a pasear, te quejarías de que estás cansada; sólo eso, nada más.

Querría también ir contigo en verano a un valle solitario, sin cesar de reír por las cosas más simples, a explorar los secretos de los bosques, de los caminos blancos, de algunas casas abandonadas. Pararnos en un puente de madera a mirar el agua que pasa, escuchar en los postes del telégrafo esa larga historia sin fin que viene de un extremo del mundo y nadie sabe hasta dónde llegará. Y coger las flores de los prados y, tumbados en la hierba, en el silencio soleado, contemplar los abismos del cielo, las blancas nubecillas que pasan y las cimas de las montañas. Tú dirías “¡Qué bonito!”. Y no añadirías nada más porque seríamos felices; nuestros cuerpos habrían perdido el peso de los años y nuestras almas habrían recuperado su frescor, como si acabaran de nacer en ese momento.

Pero tú -ahora que lo pienso- me temo que mirarías a tu alrededor sin entender, y te detendrías preocupada a examinar una de tus medias, me pedirías otro cigarrillo, impaciente por volver. Y no dirías “¡Qué bonito!”, sino otras nimiedades sin ningún interés para mí. Porque por desgracia eres así. Y no seremos felices ni siquiera un instante.

Querría también -déjame decírtelo- atravesar contigo del brazo las grandes avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es puro cristal. Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura que bulle en el fondo de esos fosos que parecen las calles, ya rebosantes de inquietudes. Cuando recuerdos de épocas felices y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de sí una especie de música. Con la cándida arrogancia de los niños miraremos las caras de los demás, miles y miles, que pasarán a nuestro lado como ríos. Despediremos sin saberlo un alegre resplandor y todos se verán obligados a mirarnos, no por envidia ni animadversión, sino esbozando una sonrisa, con un sentimiento de bondad, gracias a la noche, que cura las debilidades humanas.

Pero tú -lo sé muy bien- en lugar de mirar el cielo de cristal y las altas columnatas acariciadas por el último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, los oros, las riquezas, las sedas, todas esas cosas mezquinas. Y no percibirás por tanto los fantasmas ni los presentimientos que pasan, ni te sentirás llamada como yo a un alto destino. Ni oirás esa especie de música, ni comprenderás por qué la gente nos mira con buenos ojos. Pensarás en tu pobre mañana y las estatuas doradas de las agujas alzarán en vano sobre ti sus espadas hacia los últimos rayos de sol. Y yo estaré solo.

Es inútil. Quizá todas estas cosas sean tonterías y tú seas mejor que yo, al no pretender tanto de la vida. Quizá tengas tú razón y sea una estupidez intentarlo. Pero eso sí, al menos querría volver a verte. Pase lo que pase, estaremos juntos y encontraremos la felicidad. No importa que sea de día o de noche, verano u otoño, en un país desconocido, en una casa desnuda o en un sórdido hostal. Me bastará con tenerte cerca. No me quedaré escuchando -te lo prometo- los crujidos misteriosos del techo ni miraré las nubes ni haré caso de las músicas ni del viento. Renunciaré a esas cosas inútiles que, sin embargo, amo. Tendré paciencia cuando no entiendas lo que digo, cuando hables de cosas ajenas a mí, cuando te quejes de los vestidos viejos y de la falta de dinero. Entre nosotros no habrá eso que llaman poesía, ni esperanzas compartidas, ni tampoco tristezas, esos grandes cómplices del amor. Pero te tendré cerca. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices, con mucha sencillez, solos los dos, un hombre y una mujer, como sucede en todas las partes del mundo.

Pero tú -ahora lo pienso- estás demasiado lejos, a cientos y cientos de kilómetros difíciles de salvar. Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado hay otros hombres, a los que probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Has tardado muy poco en olvidarme. Es posible que no logres siquiera recordar mi nombre. Yo ya he salido de ti, confundido entre las innumerables sombras. Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte todas estas cosas.



Dino Buzzati. Invitaciones superfluas

1 comentario:

Anónimo dijo...

La culpa es de uno(Mario Benedetti)

Quizá fue una hecatombe de esperanzas
un derrumbe de algún modo previsto,
ah, pero mi tristeza sólo tuvo un sentido,

todas mis intuiciones se asomaron
para verme sufrir
y por cierto me vieron.

Hasta aquí había hecho y rehecho
mis trayectos contigo,
hasta aquí había apostado
a inventar la verdad,
pero vos encontraste la manera,
una manera tierna
y a la vez implacable,
de deshauciar mi amor.

Con un sólo pronóstico lo quitaste
de los suburbios de tu vida posible,
lo envolviste en nostalgias,
lo cargaste por cuadras y cuadras,
y despacito
sin que el aire nocturno lo advirtiera,

ahí nomás lo dejaste
a solas con su suerte que no es mucha.

Creo que tenés razón,
la culpa es de uno cuando no enamora
y no de los pretextos
ni del tiempo.

Hace mucho, muchísimo,
que yo no me enfrentaba
como anoche al espejo
y fue implacable como vos
mas no fue tierno.

Ahora estoy solo,
francamente solo,
siempre cuesta un poquito
empezar a sentirse desgraciado.

Antes de regresar
a mis lóbregos cuarteles de invierno,
con los ojos bien secos
por si acaso,
miro como te vas adentrando en la niebla
y empiezo a recordarte.

Un saludo