martes, 13 de septiembre de 2011


DIEZ AÑOS DEL 11 DE SEPTIEMBRE. DE VUELTA A NUEVA YORK

El pasado domingo, como todos sabréis, se cumplieron diez años del aciago 11 de septiembre de 2001, de la terrible destrucción de las Torres Gemelas y de la consecuente muerte de varios miles de ciudadanos de todo el mundo en Nueva York. Ya el septiembre pasado, hace ahora un año, recuperamos aquí una serie de programas que habíamos dedicado a la gran megalópolis al año de los infaustos atentados. En ellos, la música y la literatura se centraban en el universo, pues de un universo se trata, casi en sentido literal, neoyorquino. Ahora, una vez más, y con ocasión del tan redondo aniversario, volvemos a Nueva York, con una emisión que presenta una estructura y un enfoque parecidos a los que inspiraban esos cuatro programas pasados.

Desde el punto de vista de los textos, todos han sido extraídos de Diccionario de Nueva York, un estupendo libro escrito por el periodista vigués, colaborador de El País y ABC entre otros medios, Alfonso Armada, y publicado en 2010 por la editorial Península. Alfonso Armada tiene una amplia trayectoria como reportero, singularmente en el ámbito del periodismo de viajes, con interesantes publicaciones sobre Estados Unidos y, de manera destacada, sobre África, un continente que conoce bien y con el que mantiene una permanente relación de afecto y compromiso, como queda de manifiesto también en más de una ocasión a lo largo de este libro del que ahora os hablo.

Este Diccionario de Nueva York es, efectivamente, un diccionario, pues al menos en las tres cuartas partes del libro, la estructura es la habitual de este tipo de publicaciones, esto es, capítulos ordenados alfabéticamente en los que, de la A a la Z, se recorre el universo, en este caso el complejo y estimulante universo de Nueva York.

Y así, encontramos sugestivas entradas dedicadas a todo lo que podáis llegar a imaginar en relación a la inagotable y magnífica ciudad. Desde la primera, Afueras, que se ocupa del imposible extrarradio de una ciudad descomunal y aparentemente sin límites, hasta la última, Zona cero, que relaciona las consecuencias del impacto de los aviones mortales con la devastación producida por las bombas norteamericanas en Hiroshima y Nagasaki, recorreremos toda la geografía física y el paisaje moral de Nueva York. Todo Nueva York está aquí, las alcantarillas humeantes, los anuncios, los aparcamientos codiciados -en un ciudad en la que aparcar es lo único que importa- y los curiosos personajes que se hacen cargo de ellos, los ascensores, desapercibidos en su rutinaria actividad pero esenciales en la ciudad vertical -450.000 movimientos diarios los que atravesaban las malogradas Torres-, los abigarrados autobuses, la multiplicidad de bares, los baños públicos, las excelentes bibliotecas, los muchos cines y el Metropolitan Opera House, los bosques y los barrios, Brooklyn y Broadway y Harlem y el Bronx y el Soho y Times Square y Staten Island, y los transbordadores y la Isla de Ellis y la Estatua de la Libertad, y Central Park y Coney Island, y los edificios que han definido y representado la poderosa imagen de la ciudad, el Chrysler y el Empire State y las propias Torres Gemelas y las Naciones Unidas y el Carnegie Hall y el skyline definitivamente truncado y Grand Central Station, los dioramas del Museo de Historia Natural, el resto de excelentes pinacotecas, y los famosos apagones, el del 1965, el de 1977, el de 2003, con sus efectos y sus extraordinarias repercusiones, y los cementerios, y los puentes, y el metro, y los delis abiertos día y noche, y los depósitos de agua y las escaleras de incendio, y la sobrecarga de banderas patrióticas y las escuelas públicas y los homeless y los judíos ortodoxos con su peculiar estética y los establecimientos de comida kosher y los paseadores de perros y los mensajeros en bicicleta, y el Hudson y el Riverside y los taxis y sus chóferes paquistaníes, indios y de Bangla Desh, y el New York Times y el New Yorker, con sus trayectorias de siglos de rigor, independencia y calidad, emblemas perfectos de la ilusionada y algo adánica democracia norteamericana, y Tiffany’s, y las ventanas de Edward Hopper y tantos detalles más que definen una ciudad que conocemos aunque nunca hayamos estado allí, pues el cine y la televisión la han metido en nuestras casas, hasta el punto de que pertenece, es mi impresión, a la memoria, al inconsciente colectivo de el orbe entero.

Pero no es sólo lo tangible, lo material, la ‘carne’ de Nueva York, sus calles y plazas, sus edificios y monumentos, lo que vemos si nos adentramos en las páginas del libro de Alfonso Armada, es sobre todo el alma de la ciudad lo que conocemos, todo lo que no se toca, lo que no es tangible pero que igualmente nos permite proyectar la significativa imaginería neoyorquina, conformar el espíritu de esta urbe que es también un emblema de la humanidad del siglo XXI. Y así, en una enumeración apresurada, hay entradas con rúbricas aparentemente ajenas a Nueva York, pero en las que sin embargo está también su esencia: beatlemanía, Babel, capital del dolor, cerradura, un comentario sobre la exclusión, ciento dos minutos -el tiempo que tardaron las torres en desplomarse-, ciudad del deseo, ciudad romántica, cortinas de codicia, la gata Cristina -cuyo rabo se constituye en una especie de difusa metáfora de Nueva York, del egoísmo y la obsesiva religión del yo que rezuma la ciudad-, el diablo Cojuelo, dragón insaciable, eterno retorno, el éxito y el fracaso, el fin del mundo, gorilas, con King Kong como máximo exponente, el grito, indios sin vértigo, y por ello contratados para levantar los inmensos rascacielos, infancia al por mayor, infierno, lo que falta, locos, luz, manzana, multitud, el número 13 y su supersticiosa desaparición en plantas de hoteles y ascensores, los olores y las orquídeas y el opio y las ostras, las palomas y los perros, las campanas y los pescadores de monedas, la pureza y los puntos negros, los relojes, los rostros, el ruido, los seres invisibles, los suicidios y la soledad, las voces.

Y tanto en su dimensión externa como en la más íntima, el análisis de Alfonso Armada fluctúa entre reflexiones personales y datos objetivos, entre presente y pasado, con numerosas calas en la historia de la ciudad y con, sobre todo, una soberbia demostración de conocimiento de la literatura que sobre Nueva York se ha escrito. El libro incluye, en sus anexos finales, una extraordinaria bibliografía con más de doscientas cincuenta referencias de libros que, de un modo directo y expreso, central y protagonista o más episódico y circunstancial, se refieren a Nueva York. Y muchos de esos libros sirven de ejemplo o de contrapunto a la narración del autor, por lo que es fácil encontrarse, en la gozosa lectura, con fragmentos de Henry Roth, Truman Capote, Joseph Mitchell o Walt Whitman, de Lorca o Juan Ramón Jiménez. Y también de nuestros contemporáneos, Muñoz Molina, Eduardo Lago, Susana Fortes o Eduardo Mendoza, por citar sólo a algunos de los españoles entre otros muchos escritores de nuestros días, todos fascinados por la deslumbrante capital. Para el programa he elegido algunos fragmentos escritos por el propio Alfonso Armada, siendo el resto referencias de Brendan Behan, Paul Morand, J. D. Salinger, Siri Hustvedt, Esmeralda Santiago, Herbert Muschamp, Truman Capote y José Maria Conget que se citan el libro.

Pero además, la última parte del interesante volumen recoge cinco crónicas, que glosan los efectos del 11 de septiembre, publicadas por Alfonso Armada en el diario ABC entre octubre y diciembre de 2001, con los atentados aún muy recientes. Se cierra esta sección más estrictamente periodística con un poema que el autor, con varios libros de poesía publicados, dedica al vacío dejado por las Torres en la ciudad cosmopolita, en la ciudad del porvenir donde el futuro parecía infinito y la muerte era siempre la de los otros.

Hay, por fin, un completo índice onomástico, con aproximadamente seiscientas menciones a personajes vinculados, de uno u otro modo, a la ciudad, y que da prueba de la amplitud y riqueza del análisis que el autor ha consagrado a su adorada Nueva York.

En el programa he intentado llevar a cabo esta profunda inmersión, esta intensa recreación de la realidad de Nueva York no sólo con los fragmentos leídos sino también con trece canciones que tienen a la gran capital del mundo -una ciudad, por muchas razones, extraordinariamente musical- como protagonista. Son piezas, de ambiente contenido y tranquilo, interpretadas por Rosie Thomas, Suzanne Vega, Norah Jones con Peter Malick, Richard Julian, Sophie Milman, The Avett Brothers, Cat Power, Mary Chapin Carpenter, Marianne Faithfull, Paul Simon, Nellie McKay, Rosanne Cash y Stacey Kent.

Este carácter musical de Nueva York -también su naturaleza proteica y cambiante- se apunta en el fragmento del libro que os dejo aquí como cierre de esta entrada. Tras él, la preceptiva sección de vídeos que hoy acoge a una de las favoritas de Buscando leones en las nubes: Cat Power y, cómo no, su New York.

Cuando pienso en Nueva York enseguida me viene a la cabeza la música de los años cincuenta, especialmente las canciones de Frank Sinatra, que escuchaba en mis clases de inglés, y por esa razón ha quedado asociada para siempre en mi mente a la ciudad de Nueva York, aunque no sea precisamente lo que más se escuche ahora. Aunque cuando caminas por la ciudad, la ciudad puede parecer una verdadera cacofonía, cuando pienso en Nueva York imagino una melodía. No puedo decir lo que veo cuando cojo el metro, soy ciego, recuerde, pero siento que hay mucha gente que duerme allí, que come allí, y percibo el estrés en el ambiente, y la marginación a la que esta ciudad condena a mucha gente, las dificultades que muchas personas atraviesan aquí. No es que yo las padezca, porque vine a Nueva York con un claro propósito y una promesa de trabajo. Pero cuando me monto en el metro siento lo dura que puede legar a ser esta ciudad para muchos, que llegan sin grandes perspectivas y con las manos desnudas. Aterrizan en Nueva York porque aquí es donde han acabado, donde el avión les trajo, y tienen que luchar a brazo partido por una habitación, por un trabajo. Yo no he tenido que pasar por eso. Desde el principio he tenido un sitio para vivir y un trabajo. Cuando bajo los escalones del metro siento todo eso: desde el hierro hasta las paredes, palpas el duro esqueleto de la ciudad, e hueso, y entras en contacto con seres muy diferentes a ti que se enfrentan a problemas muy distintos de los tuyos, y sientes a través de lo que te llega de sus vidas qué terrible puede llegar a ser vivir aquí. Cuando vas a lugares como el Bronx, puedes notar con toda nitidez lo poco afectuosa y amable que puede llegar a ser esta ciudad, cómo de áspera puede llegar a ser Nueva York, especialmente para los negros, cómo de perdido puede llegar a sentirse alguien aquí. Eso te hace sentir piedad por mucha gente que vive aquí. Nueva York es un cóctel, una ciudad triste y alegre al mismo tiempo. Todo depende de dónde vivas y qué clase de vida lleves aquí, de quién seas. Cuando camino por el Village o por Columbia, o por el barrio de Kew Gardens, donde vivo, siento que la vida es buena, que la vida es fácil y sencilla. Pero, cuando andas por lugares como Flatbush o barrios negros, sientes el peso de la tristeza en el aire: es como si en el espacio de unas pocas calles pasaras de un mundo a otro completamente distinto.



Diez años del 11-S. De vuelta a Nueva York

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es una lástima, y me da mucha pena, que haya tantos zopencos en esta vida.
Que se dedican por norma general a fastidiar a uno.
Sobre todo, Alberto, lo que más abunda es la envidia que hace tanto daño.
Precioso el programa, aunque ya tengo ganas de escucharte cada Lunes por la radio (que aún no se emite), así puedo quedarme dormida o simplemente sentir cada palabra y canción tan profundamente, como tanto me gusta, sin tener zopencos al lado, molestando.

Un saludo y mi mayor pésame a todos los que sufrieron este atentado el 11-S.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias por participar...

Sobre zopencos y envidias no me pronuncio...

Sobre dormirse con el programa, tampoco... imagino que será mejor que hacerlo (dormirse, claro) con el zopenco de turno.

Un saludo