martes, 15 de enero de 2013


SI VAIS A LA FELICIDAD LLEVAD SOMBRILLA

Buscando leones en las nubes os ofrece esta semana la segunda emisión de la serie de tres que a lo largo de este primer mes de 2013 dedicamos a Ramón Gómez de la Serna, con ocasión de los cincuenta años de su fallecimiento en Buenos Aires, el 12 de enero de 1963. La parte literaria del programa está protagonizada, como ocurrió hace siete días, por las muy inteligentes y poéticas greguerías de Ramón. Esta semana son trece las perlas casi aforísticas que os ofrezco, repletas de metáforas imposibles, de asociaciones surrealistas, de contrastes evocadores, de poderosísimas y perturbadoras y esclarecidas imágenes, de revelaciones deslumbrantes. Entre ellas, otras tantas piezas musicales que con su tono íntimo, con su deliciosa delicadeza, con su atmósfera de levedad e introspección constituyen un excelente fondo sonoro para el disfrute de la profunda y penetrante lucidez de las invenciones de Gómez de la Serna. April Hall, Bob Dylan, Paola Turci, Carol Saboya, Lizz Wright, Cristina Lliso (cuya Hola amor es tan preciosa que no me resisto a ofrecérosla en vídeo, aunque la calidad de la grabación es pésima), Tok Tok Tok, John Bergeron, Birdy, Marissa Nadler, Ballaké Sissoko, Povo con Trine Lise Vaering, Luísa Sobral y Joan as police woman son los inspirados intérpretes de las canciones emitidas.

Como complemento a esta entrada os ofrezco el prólogo de un interesante libro que ha visto la luz en los últimos días de 2012 y que tiene por centro a Ramón Gómez de la Serna. Se trata de Flor de todo lo que queda, una muy particular selección de greguerías llevada a cabo por Isabel Castaño y Raúl Vacas. Con magníficas ilustraciones de Pablo Amargo, en el libro se presentan, agrupadas con un orden alfabético, centenares de greguerías del autor madrileño. Sin embargo, respetando esta lógica inicial (A de animales, B de beso, C de cama, D de duelo... y así sucesivamente, son los títulos de los capítulos, que se cierran con Z de zapatos), dentro de cada apartado, y a partir de la correspondiente categoría temática, los antólogos escogen aforismos unidos entre sí de un modo sutil, engarzados por tenues hilos poéticos, de modo que cada capítulo puede leerse como una historia, como una breve ficción casi novelesca. Flor de todo lo que queda ha sido publicado, en una edición dirigida a un público infantil, por la editorial Edelvives.



El prólogo de un libro es todo aquello que se ve por el ojo de la cerradura de sus páginas. Si miras en el interior del que ahora tienes en tus manos encontrarás, al otro lado, a Ramón Gómez de la Serna. A su derecha hay una muñeca de cera, su inseparable compañera en las fotos de los periódicos. Acabas de adentrarte en su torreón situado en Madrid, en la calle Velázquez, hoy Hotel Wellington. Allí Ramón despachaba sus asuntos de madrugada y repartía sus manuscritos por la mesa y los atriles para atender a varias tareas a la vez. Hasta ocho libros llegó a escribir al tiempo sobre una mesa especial que mandó construir. Era tal su capacidad de trabajo, siempre hasta altas horas de la noche, que en sus tarjetas de visita recomendaba que le llamaran a partir de las tres de la tarde.

Ramón era un tipo singular. Había días en que pronunciaba una conferencia sobre la cursilería al tiempo que rompía cosas cursis con un martillo; o se disfrazaba de torero para darle un pase de pecho al toro o a la muerte, o provocaba un fallo eléctrico para dar la conferencia a la luz de una vela que luego se comía pues estaba hecha de confitura. El caso era explorarlo y tocarlo todo, como el niño que descubre el mundo. Esa curiosidad le llevó a escribir un centenar de libros.

A Ramón le gustaba recorrer las calles de Madrid: unas veces, en moto con sidecar; otras, en tranvía -donde leía a Oliverio Girondo-; y la mayoría de las ocasiones, a pie. Le gustaba, sobre todo, pasear por el rastro, al que dedicó uno de sus libros más conocidos. Pero además de Madrid también recorrió muchas veces las calles de París y de Lisboa.

Ramón creció y floreció en un ambiente dominado por las vanguardias, ese gran rastro de propuestas y miradas nuevas no siempre al alcance de quienes vivían apegados a la realidad. Sus colaboraciones en prensa destilaban esa fiebre vanguardista.

Y claro, puestos a inventar, también él inventó sus propios ismos: archipenquismo, negrismo, estantifermismo. Aunque ya tenía uno, en el que le habían inscrito por unanimidad sus compañeros, el “ramonismo”, por su peculiar estilo y su forma de abordar lo pintoresco y lo esencial.

Ramón cultivó todos los géneros -salvo la poesía-, y renovó la metáfora y la imagen poética de la estética literaria española. Las noches de los sábados las pasaba en el Café Pombo, conocido por su leche merengada y su sorbete de arroz, donde montaba su barricada literaria. Allí se presentaba con su traje y su pajarita y fumaba en pipa mientras los contertulios con tarjeta de invitados se repartían los turnos de palabra. La mesa donde se reunían en la “Sagrada Cripta del Pombo” hoy forma parte de la colección del Museo Nacional del Romanticismo de Madrid.

Pero si hay algo por lo que todo el mundo lo conoce es por las greguerías, o criailleries o schiamazzi. Decía Jorge Guillén que en cuanto Ramón abría la boca se le caía una. La greguería es para Ramón “la flor de todo lo que queda, lo que vive, lo que resiste más al descreimiento”. Así lo explica en el prólogo de Total de greguerías, donde señala que no le importa que las llamen “literatura en obleas”.

El diccionario nos ofrece otra curiosa acepción de la palabra greguería: “el griterío de los cerditos cuando van detrás de su mamá”.

Ramón las iba apuntando con tinta roja en un bloc de vendedor de comercio. Las greguerías, o “gregues” como las llamaba en la intimidad, “debe defenderse en conjunto -por eso deben ser muchas-, que sean panorama, no minusculería”, dice Ramón.

Al inicio de la Guerra Civil, Luisa Sofovich -a quien había conocido en Buenos Aires y se convertiría en su mujer- busca la manera de sacar a Ramón de España. Viajan a Buenos Aires donde el escritor se exilió voluntariamente durante trece años. Los inicios allí no fueron fáciles, a pesar de la buena acogida que habían tenido sus obras y sus artículos en La Nación. Le ayudó mucho el escritor Oliverio Girondo. Ramón regresó varias veces a España, pero un día decidió quedarse definitivamente en Buenos Aires. A comienzos de 1963, tras varios años con la salud debilitada, muere de cáncer. Luisita, su mujer, lo trae a España para enterrarlo en Madrid a ritmo de chotis, como dijera Francisco Umbral, y allí aguarda hasta la resurrección de las letras o del Café Pombo. Años antes, en 1927, algunos diarios habían anunciado su muerte -por error de las agencias informativas- y todo aquel que llamó a su casa para darle el pésame se encontró por sorpresa con su voz.

En homenaje a Ramón hemos abierto de par en par sus libros para domesticar y agrupar en estas páginas toda clase de greguerías, a modo de inventario o de alfabeto. Las hemos pescado, una a una, al vuelo, y las hemos puesto en agua para ir retirando las que se quedaban en la superficie. Nuestra intención ha sido ir al fondo y no solo agrupar por temas las greguerías seleccionadas, sino hilvanarlas para tejer una escena o una secuencia con cada una de ellas.

Pasen y lean.


 
Si vais a la felicidad llevad sombrilla

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vamos Albertooo!!! ahi con Raúl Vacas, te recomiendo que leas su último libro de poesía, es precioso.
Un saludo amistoso.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias por la recomendación... ¡¡leeremos ese libro!!

Un saludo