martes, 21 de marzo de 2017


EL AZAR…

Buscando leones en las nubes vuelve a girar esta semana en torno a una única obra literaria, pues después de las emisiones centradas en Me llamo Lucy Barton, de Elizabeth Strout, y El camino estrecho al norte profundo, de Richard Flanagan, vamos a dedicar dos programas consecutivos a El azar y viceversa, la magnífica y divertidísima novela de Felipe Benítez Reyes.

En el mes de diciembre pasado, y en mi otro espacio en Radio Universidad, Todos los libros un libro, presenté una extensa reseña sobre el libro del autor gaditano. A ella me remito ahora por si queréis conocer con más detalle los pormenores de la interesante novela. Podéis leerla en el blog del programa, todoslibrosunlibro.blogspot.com. Os dejo aquí ahora un breve fragmento del libro.

Doce sugestivos fragmentos de esta obra, profundas reflexiones penetradas de un sutilísimo humor, integran la emisión de hoy, en la que se presentan acompañados de otras tantas canciones, todas ellas desenvolviéndose en la tónica melancólica habitual de Buscando leones en las nubes. Las irónicas e inteligentes, las penetrantes y casi siempre muy divertidas palabras del gaditano aparecen así entre las deliciosas canciones de Richard Hawley, Nakany Kante, Van Morrison, Lana del Rey, Lambchop, Fiorella Mannoia, Leonard Cohen, Natalie Merchant, Joan Chamorro con Andrea Motis, Norah Jones, Tekla Waterfield y Corinne Bailey Rae.


«Un día muy lejano, la mar se nos morirá», me decía mi padre, entre la pesadumbre y la videncia catastrofista, y yo imaginaba que el cadáver de la mar sería una superficie mansa y estática, sin oleaje y silente, hasta que fuera consumiéndose, evaporándose hasta la última gota, y dejara al descubierto una planicie sin fin atestada de esqueletos de ballenas y de cascos de embarcaciones náufragas, de calaveras y tesoros, como una tierra novedosa y espectral de promisión. Pero el caso es que la mar sigue ahí, envenenada pero viva, y que mi padre se me murió muy pronto. Lo tengo en la memoria como una especie de presencia volatizada, con esa indefinición de todo lo que se mueve en la línea medianera entre lo fingido y lo verdadero, aunque le dio tiempo a revelarme algunos de los secretos de la mar, que pueden ser insondables si uno no consigue establecer un patrón para ese misterio en movimiento perenne, y en eso la mar se parece mucho a la vida, por lo que ambas tienen de prodigios inestables. El patrón que me sugirió era sencillo, aplicable a la mar inmensa y, por extensión, a las cosas restantes del universo, incluidas las intangibles: dejarme fascinar por todo sin caer en la ansiedad de pretender poseerlo, de querer interpretarlo ni de procurar trascenderlo. («No estamos en el mundo para que nos den un diploma de especialistas en el mundo», me repetía.) Adopté ese patrón y no me ha ido mal, aunque reconozco que con demasiada frecuencia el pensamiento se me va por sus caminos peculiares, que suelen ser los propios de los laberintos.

Miguel Escribano Beltrami, que así se llamaba mi padre, trabajó de muchacho en la tienda de tejidos de mi abuelo y luego apenas un par de años en una caja de ahorros, tarea que complementaba con la de llevar la contabilidad pequeña de algunos comercios. Murió a los treinta y cuatro años, cuando yo tenía doce, y nunca he sabido resignarme a esa esfumación suya tan temprana. Es una figura borrosa de la que me acuerdo casi a diario: una especie de pincelada de humo en el aire, con su traje de alpaca gris —que es con el que casi siempre me lo represento, no sé por qué, ya que tenía otros, claro está— o a veces, más raramente, con la guayabera blanca de los veranos, que venía a ser el disfraz de indiano próspero de casi todos los padres, que con aquella prenda introducían una reminiscencia de ultramar en nuestros meses de calor. El tiempo traza, eso sí, perspectivas deformantes: cuando llega el momento en que recuerdas a tu padre difunto como alguien más joven que tú, la secuencia lógica del tiempo se desarticula y tienes la impresión desatinada de que el huérfano es él. Afortunados, en fin, quienes puedan recordar a sus progenitores como unos viejecillos que se despidieron poco a poco de la vida, porque en esa nostalgia habrá al menos un método, aunque es posible que no menos dolor. Tampoco menos extrañeza: la muerte es siempre rara.


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