martes, 24 de mayo de 2011


LA MEMORIA DE LA JUVENTUD PERDIDA


El desencadenante de la emisión de esta semana de Buscando leones en las nubes surge, como tantas otras veces, de un hecho fortuito (ni siquiera eso, no llega a ‘hecho’), de un fogonazo repentino y azaroso. Una tarde, escuchando el último disco de Phil Collins, caí en la cuenta de la reciente aparición de una significativa cantidad de nuevos discos de una serie de grandes figuras de la música popular que en este último año nos han ofrecido su más actual propuesta discográfica. En efecto, el propio Phil Collins, Paul Simon, Brian Ferry, Peter Gabriel o Neil Young, entre otros, han presentado en estos meses nuevas obras (plagadas de versiones, pareciera como si, en cierto sentido, se les hubiera acabado la creatividad). Me dije entonces que mostrar el fruto de ese trabajo casi crepuscular de algunos de estos dinosaurios, llamémosles así, de la escena musical mundial, grandes nombres del mainstream, que diría un crítico cool, podría resultar interesante para un programa. De modo que me puse a escuchar con detenimiento todos esos discos seleccionando de entre ellos las canciones más acordes con el espíritu sosegado y melancólico que es en cierto modo una de las marcas de identidad de Buscando leones en las nubes. El resultado final es este conjunto de once piezas magníficas que integran la emisión, interpretadas por Eric Clapton, Phil Collins, Joe Cocker, Neil Diamond, Robert Plant, Brian Ferry, Rod Stewart, Brian Wilson, Sting, con el que canta Jo Lawry, Peter Gabriel y Neil Young.

Y como en estos casos unas ideas tiran de las otras, escuchando a estos artistas ya consagrados, casi todos por encima de los sesenta años, en muchos casos en el ocaso no siempre memorable de sus carreras, pensé en el paso del tiempo, en los estragos que la vida produce, en el despiadado correr de la edad, en el forzoso declinar de la existencia. Y por ello decidí rastrear en mis archivos de citas y referencias literarias (llevo años anotando frases que me gustan de los libros que leo) en busca de algunas que tuvieran que ver con la memoria y el recuerdo, con la nostalgia de la infancia y de la juventud perdidas, con la añoranza de otros tiempos que ahora, retrospectivamente, inventamos mejores de lo que en realidad fueron (por cierto, una foto de un Vigo no demasiado diferente al de mi niñez preside esta entrada), también con el olvido que los años traen a nuestras vidas. Siendo, como de modo evidente soy, un muy racional hombre de presente que no se regodea en la contemplación pasiva de lo ya acontecido, me encanta sin embargo la nostalgia, hasta el punto de que puedo entender e identificarme (en parte) con lo expresado (de modo ambiguo, por otro lado) por el escritor inglés John Banville en un fragmento (que ya leí en alguna emisión antigua) de esa obra maestra absoluta sobre el pasado y el recuerdo (entre otros muchos temas, todos sugestivos, todos espléndidamente tratados) que es El mar, la excepcional novela publicada hace un tiempo por Anagrama.

Vives en el pasado —me dijo.
Estuve a punto de contestarle mal, pero me contuve. Después de todo, tenía razón. Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una acción y una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de, sí, lo admito, un rincón acogedor. Comprenderlo se me hace sorprendente, por no decir escandaloso. Antes me veía como una especie de bucanero, enfrentándome a todo el que se me ponía a tiro con un alfanje entre los dientes, pero ahora me veo obligado a reconocer que me engañaba. Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es todo lo que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.

Con este mismo tono íntimo y nostálgico del libro de Banville y punteando la emisión aparecen las reflexiones, las evocaciones de la juventud de Antonio Soler, Inma Monsó, Juan Antonio Masoliver, M.G.Vassanji, Ignacio Martínez de Pisón, Harry Thompson, Ricardo Menéndez Salmón, Philippe Claudel, Anna Gavalda, Bernhard Schlink y Adolfo García Ortega.

La sección de vídeos la integran Neil Young con su Love and war, Bryan Ferry en una versión del Song of the siren de Tim Buckley, Peter Gabriel con el I think its going to rain today de Randy Newman, y Rod Stewart con el clásico What a difference a day makes.

Para cerrar os dejo con otra página de El mar, llena de evocaciones de la adolescencia. Resulta, creo, una ilustración magnífica del tono del programa y recoge, además, lo esencial del clima de la novela, por lo que, de propina, espero que os despierte el interés por su lectura.

Veraneábamos aquí cada año, mi padre, mi madre y yo. No lo habríamos expresado de este modo. Veníamos aquí a pasar los veranos, eso es lo que habríamos dicho. Qué difícil es hablar como yo hablaba entonces. Vinimos a pasar todos los veranos, durante muchos, muchos años, hasta que mi padre se fue a Inglaterra, como hacían los padres a veces en aquella época, y siguen haciendo, si a eso vamos. El chalet que alquilábamos era un poco menos que una maqueta de madera de una casa de tamaño natural. Tenía tres habitaciones, una salita en la parte de delante que también era cocina y dos diminutas habitaciones en la parte de atrás. No había cielo raso, sólo la parte inferior del tejado de cartón alquitranado. Las paredes estaban revestidas de una madera involuntariamente elegante, estrecha, biselada, que en días soleados olía a pintura y a savia de pino. Mi madre cocinaba en un fogón de parafina, cuyo diminuto agujero para meter el combustible me proporcionaba un placer oscuramente furtivo cuando me hacían limpiarlo, pues para la tarea utilizaba un delicado instrumento hecho de una tira de hojalata flexible y un rígido filamento de alambre que sobresalía en ángulo recto de la punta. Me pregunto dónde está ahora la pequeña cocina Primus, tan maciza y resistente. No había electricidad, y de noche nos alumbrábamos con una lámpara de aceite. Mi padre trabajaba en Ballymore y por las tardes venía en tren, mudo y furioso, acarreando la frustración de ese día como un equipaje apretado en su puño cerrado. ¿Qué hacía mi madre durante todo el día cuando él se iba y yo no estaba en casa? Me la imagino sentada a la mesa cubierta por el hule de esa casita de madera, una mano bajo la cabeza, alimentando sus desafecciones a medida que el largo día llega a su ocaso. Entonces aún era joven, los dos lo eran, mi padre y mi madre, desde luego más jóvenes de lo que yo soy ahora. Qué raro se me hace pensar eso. Todo el mundo parece más joven que yo, incluso los muertos. Los veo allí, a mis pobres padres, jugando a que lo nuestro era un hogar en la infancia del mundo. Su infelicidad fue una de las constantes de mis primeros años, un zumbido agudo e incesante que apenas se podía oír. Yo no los odiaba. Los quería, probablemente. Sólo que se entrometían en mi camino, me impedían ver el futuro. Con el tiempo dejaría de verlos, se convertirían en mis padres transparentes.




La memoria de la juventud perdida

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Extraordinaria selección de dinosaurios. Desearía que no se extinguieran jamás.

Anónimo dijo...

Alberto, a ver si te gusta.

Allí había descrito sus primeras palabras aprendidas. Había imaginado las fuentes del Nilo y las montañas del Atlas, conocido el curso de los ríos, con sus afluentes por la derecha y la izquierda.

Allí aprendió a viajar en unas fotografías en tres dimensiones con las que visitó: las cataratas heladas del Niágara en mitad del invierno, los petrificados bosques de Arizona, las rocas que se balancean en el Jardín de los Dioses de Colorado, la mujer sentada al borde de un abismo frente al Matterhorn, los increíbles meandros en el curso del río Diablo.

Ahora la escuela abandonada, faltaba la puerta, ni pupitres ni mapas, el vacío, las ventanas sin cristales. Y la viista le pareció inútil e irreal.

En la pared, entre manchas de barro y desconchones, escribió:
Una vez fui un niño
buen cazador de las nubes.

Pequeños paraísos. Pilar Rubio Montaner.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias por los comentarios.

Me alegro de que os gusten los dinosaurios (no todo está perdido).

Y los pequeños paraísos... ¡¡¡magníficos!!! (y muy adecuados, por muchas razones, al tema central del programa).

Un saludo a todos