martes, 19 de mayo de 2015

 
IAN CURTIS/JOY DIVISION. EL AMOR NOS DESGARRARÁ
 
Buscando leones en las nubes vuelve a incurrir esta semana en una emisión conmemorativa, siendo como es la nostalgia una de nuestras señas distintivas. El 18 de mayo de 1980, hace ahora treinta y cinco años, Ian Curtis, el jovencísimo líder del grupo Joy Division, se suicidó con sólo veintitrés años, colgándose en la cocina de su casa cercana a Manchester. Tras de sí dejaba un par de discos de estudio, una somera obra consistente en una pocas decenas de canciones oscuras, siniestras, hipnóticas y melancólicas que supusieron, sin embargo, una renovación de la música pop y rock de la época, que bajo su influjo dejó atrás la rudeza del punk para adentrarse en territorios entonces inexplorados y que luego transitaron con éxito artistas como The Cure o Björk, Nick Cave o los actualmente famosos Arcade Fire.
 
La enigmática personalidad de Ian Curtis, su raro magnetismo, las peculiaridades de su atormentada existencia (con su carácter depresivo, sus crisis epilépticas, la culpa por el engaño extraconyugal que hizo quebrar su matrimonio juvenil) unidas al indudable valor de su poesía y su música, han dotado al personaje de una dimensión casi mítica, que se ha reflejado en los numerosos libros, artículos, películas y homenajes varios que se han sucedido desde su muerte.
 
Os recomiendo, en este sentido, la película Control, dirigida en 2007 por Anton Corbijn, creada a partir de las memorias de Deborah Curtis, la viuda del cantante. También resultan apreciables algunos libros, como Joy Division. El Fuego Helado, un interesante y exhaustivo análisis de los dos discos de larga duración que vio publicado el grupo, Unknown pleasures y Closer, de 1979 y 1980 respectivamente, y de su magnífica triada de singles, Transmission, Atmosphere y Love will tear us apart, escrito por Marcos Gendre y publicado, en una edición que incluye además las letras de sus principales canciones e infinidad de significativas fotografías del grupo y de representativos personajes de la época, por Ediciones Quarentena. También, desde otro ángulo, más creativo, Ian Curtis/Joy Division. Reversiones, publicado por la argentina Caja Negra Editora, presenta las letras de Joy Division en las versiones -recreaciones, en realidad- de cuatro autores argentinos, Mariano Dupont, Andi Nachon, Walter Cassara, Violeta Percia, y uno uruguayo, Roberto Echavarren.
 
En todos estos documentos -libros, película, fotografías, letras- aflora el interesante universo de Ian Curtis, cuyo especial magnetismo se manifiesta en su música, claustrofóbica y adictiva, que provocó en el joven que yo era entonces -hace ahora más de treinta y cinco años- un impacto y una conmoción inolvidables, hasta el punto de que aún hoy me recuerdo escuchando embelesado durante horas los sombríos tonos de aquellas canciones afligidas y desesperadas. Ese recuerdo es el que quiero evocar ahora, tres décadas y media después, con una emisión para la que he escogido una decena de sus temas, los que más me gustan, los que más escuché en aquella época, los que más permanecen en mi memoria hoy día y los que, quizá, sean también los más representativos del universo poético del malogrado artista. Todos ellos irán precedidos de sus respectivas letras, opresivas y gélidas, herméticas y desoladoras, ominosas y magnéticas, a partir de la traducción que hace de ellas Daniel Gascón en otro libro -el a mi juicio más interesante de entre los últimos publicados sobre el músico y su grupo- titulado Ian Curtis. En cuerpo y alma y presentado por la editorial Malpaso. Con un sugestivo prólogo de la citada Deborah Curtis, viuda del artista, y sustanciosos textos del crítico musical británico John Savage, que es quien firma la obra, el libro recoge las letras de todas sus canciones junto con los documentos originales -cuadernos, hojas sueltas, borradores varios- en los que se plasmaron, así como una significativa muestra de material adicional como fanzines, imágenes, cartas, entrevistas, portadas de libros pertenecientes al propio Curtis, en un volumen presentado en una muy cuidada edición.
 
Os dejo también, como complemento a esta entrada, un artículo publicado por Antonio Lucas en el diario El Mundo, en noviembre de 2014, con el título Cuando los demonios llevan el timón, y que presenta una interesante semblanza de nuestro invitado de esta semana.
 
 
Cuando los demonios llevan el timón. Antonio Lucas
 
De algunas músicas resulta difícil salir ileso porque fueron concebidas por alguien que anduvo por la vida sinceramente dañado. Y ese calambre se nota. Hay una estricta correspondencia entre el rock y los demonios del exceso, una vocación de leyenda en quienes resolvieron su intemperie con un puñado de canciones al modo de los himnos. Ian Curtis pertenece a esa genealogía lunática de los nacidos para arder. Aquellos que trabajan a pleno rendimiento contra sí mismos. Y emocionan. Y desconciertan. Y exigen lealtad en esa compañía hacia el subsuelo. Curtis fue un muchacho de Manchester, con los ojos glaucos y una furia desatada hacia dentro.
 
Aquel chiquito de voz encampanada fundó una de las bandas más decisivas del rock inglés de finales de los años 70, Joy Division. Primero en la estela del 'punk' y luego abriendo un camino de penumbra inmisericorde con la poesía como impulso. Curtis limitaba al norte con Lou Reed y al sur con las 'Iluminaciones' de Rimbaud. Al Este con Kafka y al Oeste con Bowie. Sus papás lo instalaron en el mundo el 18 de julio de 1956 no muy lejos de Manchester. La ciudad tenía el color duro de las urbes industriales, ese arpegio de aceros y carbonilla, chimeneas de ladrillo y bocina fabril. La epilepsia vino de serie con Curtis. La timidez. La extravagancia de los callados. Alto, con el pelo de flaco de escolanía, los huesos casi por fuera y la nariz dibujando en su cara un suave eslalom. Esto lo hacía inconfundiblemente vulgar por fuera, pero una hipersensibilidad hirviente lo afianzaba como un ser insólito por dentro.
 
Todo en su infancia fue normal, hasta donde la epilepsia permite que la vida de un párvulo no deflagre. Los libros primero y la música después comenzaron a tomar posiciones en su biografía. Los poemas. El dibujo. La salud quebrada. Y cuando la adolescencia fue pidiendo más madera llegó a su barrio el 'punk' en forma de Sex Pistols. En uno de los conciertos de la banda de Johnny Rotten, en 1976 y en Manchester, propuso a Peter Hook y a Bernard Sumner fundar una banda. Les faltaba el baterista, pero serían una banda. Primero como los Warsaw y poco después, a finales de 1977, como la extraordinara aventura que llamaron Joy Division: La División del Gozo, que era el pabellón de las prisioneras sometidas a vejaciones sexuales por los soldados alemanes en los campos de concentración.
 
Ese principio de oscuridad formaba parte del espíritu de cinc de Curtis. La ambigüedad de referentes tenía su raíz en la herencia 'punk' de la que escaparía pronto y bien. El coqueteo con la utillería nazi era otro gesto más de su desafío, una estética rebelde más que una apología del crimen.
 
Para entonces, el muchachito y su grupo se hacían sitio en los mejores sótanos de Manchester con un sonido de ultratumba y unas letras con algo de noche de ouija. Letras profundas y desoladas que formaban parte del derribo íntimo de Curtis. Grabaron cuatro canciones hinchadas de neurosis y abismo en un EP que titularon 'An ideal for living' y poco después, ya en 1978, ficharon por la discográfica Factory para echarse a volar. Y volaron.
 
Las letras de Joy Division eran el correlato exacto del alma sincopada de su líder. Unas piezas sobre la desolación, el vacío y las alienaciones del hombre que impactaban directamente en la solapa de la burguesía y, a la vez, entraban en combustión entre los parietales de una muchachada inflamable a la que se le ponía el corazón derviche con los ritmos secos e hipnóticos de la banda. Para esos días, Ian Curtis había perfeccionado su puesta en escena. En los conciertos convulsionaba y en el cerebelo iba hilvanando unos movimientos que lo contorneaban como una marioneta loquísima mientras se descoyuntaba en una mezcla de ataque epiléptico incontrolado y baile robótico descompensado.
 
Este chico era un espectáculo de vértigos y chamanismo, armando un espectáculo muy visceral que tenía algo de acontecimiento de la naturaleza para entusiasmo de la multitud agostada.
 
En todo este tiempo, a Ian Curtis le dio tiempo a casarse con Deborah Woodruffe y a tener una hija, Natalie. Y a escribir fieramente en cuadernos en los que dejaba la mano acelerar cuesta abajo generando poemas de escritura automática como un exorcismo. "Ahora puedo ver ante mis ojos cómo caen todas las piezas". Y versos para canciones aupados por el frío de los sin cobijo y los sin respuesta: "Una nube pende sobre mí, marca cada movimiento profundamente en el recuerdo de lo que en otro momento fue el amor". Vivía a plena luz del día, pero con la luna llena siempre basculando sobre los tejados de su agrietado ánimo.
 
Algunos de sus temas son un recuento de demonios y glaciaciones: 'Disorder', 'The day of the Lords', 'Isolation', 'She's lost control', 'Love will tear us apart'... En ellos hay ramalazos de la escritura de Ballard y de William Borroughs, digestiones apresuradas de los textos de Sartre y Herman Hesse... Curtis tenía en la depresión su carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida. En los fármacos una falsa viga maestra. En el alcohol una majada líquida en la que resguardarse de sí mismo. Daba golpes de Estado contra su tiniebla constante, pero ya demasiados demonios tenían el timón de su soberanía. De su trastorno bipolar.
 
Los conciertos se multiplicaban, sus espasmos crecían, el primer disco del grupo, 'Unknown pleasures', publicado en 1979, fue acogido como un acontecimiento. La gente se agolpaba en la jurisdicción íntima de Ian Curtis con el mismo empeño que la soledad le iba haciendo charco gota a gota. Durante una entrevista para el 'fanzine' belga 'En Attendant' conoció a Annik Honoré, empleada de la embajada de Bélgica en Londres. Comenzó entonces una aventura que vino a descompensar aún más su amortiguación psíquica, suficientemente descompensada entonces. Aquel muchacho frágil que votaba a Margaret Thatcher encontró en Annik un estímulo nuevo para intentar salir del laberinto. Pero en esa carrera loca y callada que era la vida le estaba esperando en la meta un féretro prematuro.
 
Los conciertos tenían cada vez más calado de ceremonia ritual. La epilepsia aparecía poderosa sobre el escenario en su siniestro y constante cameo. Las letras de sus poemas y canciones habilitaban cada vez más espacio para la extrañeza y el público se mordía la lengua de gusto mientras echaban a coro los diablos del vientre. La existencia de Curtis no podía asumir más material de derribo. Deborah (autora de la biografía del cantante, 'Touching from a distance. La vida de Ian Curtis y Joy Division') descubrió su relación con Anikka y aquellos cuernos fueron el detonante del desgarro último. La idea del divorcio aterraba aquel muchacho frágil que gastaba voz con ecos de bóveda. El fotógrafo y director Anton Corbijn lo expuso bien en el 'biopic' sobre Curtis, 'Control'.
 
Las impurezas de sufrir con tanta generosidad hicieron de él un ser tan complejo como inesperado. El 18 de mayo, en su casa de Manchester volvió a ver 'Stroszek', su película preferida de Werner Herzog. Escuchó 'The idiot', de su amado Iggy Pop. Y cuando ya en la madrugada dejó de hacer pie se ahorcó en la cocina. Tenía 23 años y demasiado dolor agrupado ya en su cabeza. En pocos días Joy Division iniciaba su primera gira por EEUU. Dos meses después salió el último disco de la banda, 'Closer'. En la tumba de aquel muchacho de ojos glaucos quedó este epitafio irremediable: "El amor nos destrozará". Y exactamente eso fue.

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