martes, 10 de septiembre de 2019


NUESTRA VIDA POR VIVIR 

Esta semana continuamos, sin apenas prolegómenos, con la serie que iniciamos hace siete días con la vuelta al mundo como eje central, para conmemorar así, con cinco emisiones, todas las de septiembre, los quinientos años de la primera circunnavegación del orbe, llevada a cabo, en una epopeya memorable y de extraordinaria trascendencia para la civilización humana, por Magallanes y Elcano. 

Os recuerdo que en el blog de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro, podéis consultar mi reseña sobre un interesantísimo libro, La primera vuelta al mundo, en el que el profesor Comellas explica, con apreciable rigor y acusado talento didáctico, la gran aventura de hace cinco siglos. 

Centrándonos estrictamente en la emisión, baste recordar que al igual que hace siete días, os ofrezco una selección de canciones de muy diversas partes del mundo, aderezadas con textos que ilustran literariamente algunos de los espacios recorridos o que constituyen sugerentes reflexiones sobre las bondades y las virtudes del viaje. En lo musical los intérpretes invitados son Africando, el cosmopolita grupo con músicos de Costa de Marfil, Senegal, Benín, Gabón, Cuba, Puerto Rico, Haití o Martinica; Sevara Nazarkhan, de Uzbekistán; Balfa Toujours de la Louisiana estadounidense; el irlandés Van Morrison; Alí Hassan Kuban, de Egipto; los cubanos del Buena Vista Social Club; Busi Mhlongo, la fallecida diva sudafricana; el paquistaní Nusrat Fateh Alih Khan colaborando con los británicos Massive Attack; y la Orquesta de Edmundo Arias, procedente de Colombia que cierra el programa con la estupenda Cumbia del Caribe

Y entre las canciones, interesantes textos que tras el inicial, de creación propia, han sido escritos por Felipe Benitez Reyes, Marga Font, William Butler Yeats, José María Álvarez, Guillermo Cabrera Infante, Jane Morris, Zadie Smith y Philippe Claudel. 


Baudelaire sabía perfectamente que un mundo puede caber en un frasco o esconderse entre los espesos rizos de una cabellera dormida. Y yo siempre llevo sus versos conmigo, como un vademécum más útil que toda guía de viaje, de cualquier viaje, porque viajar también es perderse, desprenderse de lo conocido para renacer sin referencias y dejar que nuestros sentidos domestiquen la tierra. Percibimos entonces, como nunca antes, el aliento de los países nuevos. Durante años me pierdo a menudo, feliz, en los mercados de Estambul, Marrakech, El Cairo, Asuán, Taipei, Huaraz, Shanghai, Denpasar, Bandung, Lima, Saigón, Cholon, Hué o Hanoi, Malatya, Helsinki, Mérida y otras muchas ciudades grandes y pequeñas, achicharrantes, como Diyarbakir, que esconde las rubias y aromáticas pilas de su mercado de tabaco a la sombra de un antiguo caravasar, o gélidas, como esta Cracovia de enero donde busco algo para protegerme las entumecidas manos entre tenderetes atestados de pieles, pesebres de papel de plata o almizcle. Los nombres son poemas. Los olores, barcas a la deriva que nos mecen suavemente. Cuando viajo a alguna parte, hay dos sitios que me atraen en especial, los primeros que visito. La iglesia, si estoy en un país cristiano, y el mercado. La iglesia, porque en ella siempre acabo encontrando el mismo olor a piedra fría, cera, mirra e incienso. En cierto modo, es mi casa portátil, mi hogar permanente, con su imaginería familiar, su paz y su silencio. El mercado, porque en él huelo el alma de una tierra, la piel de su gente y los frutos de su trabajo en una mareante mezcla de repulsivos o deliciosos efluvios de grasa cruda o frita, toronjil y cilantro cortado zafiamente con tijeras, excrementos de pájaros cautivos y carne de reses recién sacrificadas, jazmín y pieles curtidas, azufre y canela, pétalos de rosa y entrañas, almendras naturales o tostadas, alcanfor, éter y miel, salchichas y menta, lirios, aceite, sopas y buñuelos, bacalao y pulpo, algas secas y cereales. Alinear nombres, oler sus sílabas, es escribir el gran poema del mundo y de sus profundos deseos. Cendrars, famélico, lo sabía muy bien mientras escribía su retahíla de Menús soñados tiritando en el corazón de una Nueva York que no lo quería. Cada letra tiene un aroma, cada verbo, una fragancia. Cada palabra trae al recuerdo un lugar y sus olores. Y el texto que tejemos poco a poco, al azar duplicado del alfabeto y la memoria, se convierte en el maravilloso y perfumado río, mil veces ramificado, de nuestra vida soñada, de nuestra vida vivida, de nuestra vida por vivir, que nos lleva y al mismo tiempo nos revela. Philippe Claudel

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