martes, 16 de noviembre de 2010


VOCES AFRICANAS

Esta semana os ofrezco la segunda parte del especial que iniciamos hace siete días y con el que conmemoramos los cincuenta años del acceso a la independencia de un buen número de países africanos, que en 1960 se desembarazaban del yugo colonial europeo y se volcaban jubilosos en una soberanía que, pese a los esperanzadores inicios, se ha revelado más problemática de lo que la ilusión inicial podía hacer presuponer.

Para configurar la vertiente literaria de la emisión he escogido poemas de escritores africanos. La poesía africana es, en general, absolutamente desconocida entre nosotros, más allá de algunos casos singulares, en particular el de Léopold Sédar Shengor, que llegó a ser presidente de Senegal y que hizo una muy relevante carrera literaria en Francia. He seleccionado poemas ‘combativos’, por así decirlo, versos que muestran la dramática realidad de los pueblos africanos, de la raza negra en general, las terribles condiciones de vida, las guerras, la esclavitud, la discriminación de los africanos en el mundo. Poemas que aluden a los sufrimientos que África padece, evocaciones de su dolorosa historia, cantos con un tono algo trágico, lamentos airados, sufrientes, aunque esperanzados, en los que, con un punto también de épica, se muestra el orgullo del anónimo héroe africano y se recogen las legendarias aspiraciones de libertad de los pueblos negros. Sus autores son Paul Dakeyo de Camerún, Véronique Tadjo de Costa de Marfil, Fernando D’Almeida, también de Camerún, Chicaya U’Tamsi del Congo Brazzaville, Amadou Ide de Níger, Wole Soyinka, el premio Nobel nigeriano, Koulsy Lamko del Chad y el reconocido Léopold Sédar Senghor de Senegal. Os llamo especialmente la atención sobre el poema de Soyinka, con una antológica conversación telefónica (de muy difícil traslación desde el papel a la lectura radiofónica) entre la muy racista propietaria de un piso en alquiler y un africano de raza negra -probablemente el propio autor- que llama con la intención de informarse sobre las condiciones del arrendamiento. Igualmente quiero remarcar la presencia final de Mujer negra, un clásico de Shengor incluido en la antología de su obra publicada por la editorial Cátedra. Aunque no ha sido el de Cátedra el único libro consultado para elaborar el programa. La mayor parte de los versos que configuran la emisión están extraídos del libro Voces africanas: poesía de expresión francesa, 1950-2000, publicado por la editorial Verbum y debido a la labor como antólogo y recopilador de Landry-Wilfrid Miampika, profesor en el Departamento de Filología Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares. La revista literaria Prometeo, que se edita en el Medellín colombiano, publicó igualmente a finales de 2007 un monográfico titulado Continente poético africano, de donde proceden el resto de los poemas que completan el Buscando leones en las nubes de esta semana.

Y al igual que en el primer programa de la serie podréis escuchar estupendas canciones, muchas de ellas auténticos clásicos ya de la música no sólo africana sino universal, surgidas del inmenso acervo de algunos de esos diecisiete países que estrenaron su libertad hace ahora cincuenta años. En particular, en esta emisión suenan gozosas, alegres y muy festivas canciones de Manu Dibango y Youssou N’Dour, las dos leyendas vivas de Camerún y Senegal respectivamente, del grupo Kékelé del Congo-Brazzaville, del albino (y esta singularidad es en África muy relevante socialmente) Salif Keita de Malí, del efervescente Kanda Bongo Man de la República Democrática del Congo, del grupo Tarika procedente de Madagascar, de Femi Kuti, el ídolo nigeriano, del senegalés Baaba Maal y, como ejemplo destacado de esa mujer negra a la que aludía el poema de Shengor, de la marfileña Aïcha Koné.

El jueves pasado estuve en Madrid en un magnífico concierto de Afrocubism, el experimento de fusión (odio el término) de la música cubana y maliense que Nick Gold, el avispado productor de World Circuit, pretendía haber llevado a cabo en 1996 en Cuba y que se frustró porque los músicos africanos perdieron sus pasaportes y no llegaron a tiempo a la isla. El resultado de aquella experiencia que nació, pues, truncada se llamó, ni más ni menos, Buena Vista Social Club. Catorce años después el intento ha fructificado y Afrocubism es la criatura surgida de tan arduo parto. Eliades Ochoa, Toumani Diabaté, Djelimady Tounkara, Bassekou Kouyaté, Kasse Mady, entre otras inmensas figuras de la música de ambos mundos, ofrecieron un concierto memorable, del que ahora os dejo algunas muestras (grabadas en otras actuaciones de la gira y en el making-of del disco) en nuestra sección de vídeos.

Hace siete días os prometí haceros partícipes aquí de mis impresiones de aquel primer viaje a Costa de Marfil, Burkina Faso y Malí. Han pasado veinte años, mi memoria va, lentamente, desvaneciéndose, no son, pues, muchos mis recuerdos y seguro que no son ya, siquiera, del todo ciertos, entreverados de sueños, de las inocentes invenciones que aporta el tiempo. Mis recuerdos...

Recuerdo el calor, abrasador ya al poco de salir el sol. Recuerdo la humedad insoportable de los desayunos en Abiyán (entonces aún se escribía Abidjan), a las seis de la mañana, recién duchado y, al minuto, empapado en sudor. Recuerdo el exquisito cacao, difícil de encontrar no obstante, lo que sorprendía en un país productor, una de las potencias mundiales en el sector. Recuerdo el agradable encanto del Centro Suizo, envuelto en vegetación, un oasis ‘civilizado’ casi en la densa selva, en las afueras de la ciudad, en cuyos pabellones nos alojábamos gracias a la amabilidad de los jóvenes investigadores europeos -farmacéuticos, biólogos, médicos- que allí residían. Recuerdo los desplazamientos a Abiyán, a veces en auto-stop, casi siempre en los atestados taxis colectivos locales. Recuerdo un río tímido, llegando ya a la gran urbe, en una hondonada, con las riberas en cuesta recubiertas de ropas multicolores, la colada puesta a secar al sol, decenas de mujeres risueñas, en una escena alegre y multitudinaria que se repetía cada día. Recuerdo el caos de la estación de autobuses, un mercadillo atosigante con miles de puestos abigarrados, con centenares de coches, camiones, furgonetas, autobuses, en un incesante fluir, entrando y saliendo sin orden, sin andenes, una desmesurada explanada de tierra y polvo, llena de baches, de elevaciones, de montículos, de charcos inundados por el agua putrefacta de la última lluvia; una inmensidad opresiva y agobiante por la que atravesaban los lentos vehículos, todos rebosantes de una ‘fauna’ inexplicable, mujeres cargando bultos imposibles, niños harapientos, infinidad de animales, hombres de aspecto amenazador y hasta patibulario, chóferes que anunciaban a voz en grito sus destinos, en una melopea contagiosa e irritante: ¡¡Anyama, Anyama, le bus pour Anyama!! Recuerdo a los dos alemanes filonazis (lo eran, al menos en el fenotipo), que habían elegido (¿elegido?) Costa de Marfil como destino de vacaciones dejando caer un índice al azar sobre un mapa del mundo, y que vagaban por África sin información previa alguna, sin guías, sin propósito, que dormían, inconscientes, en la calle, en los barrios más peligrosos de la ciudad; quizá, en su inocencia casi entrañable -pese a que eran dos ‘armarios’ de 1.90-, desplazándose al ritmo de sus impulsos, eran los viajeros perfectos, aunque no parecían entender nada de lo que vivían. Recuerdo al simpático suizo -¿o era francés?- que había llegado desde su hogar centroeuropeo en bicicleta, atravesando el Sahara a pedales. Recuerdo la tranquilizadora postal que mandé a mi familia, una Abiyán de rascacielos, trasunto de Nueva York. Recuerdo los mercados, ese tópico africano, pero no hablaré -no hay aquí espacio suficiente- de ellos (hay un gran libro de Sergi Ramis, Mercados africanos, en Altaïr). Recuerdo la desbordante animación de los maquis (pronunciado a la francesa, con acento en la i), que os anticipé hace siete días. Recuerdo las gentes, las sonrisas, la simpatía, las mujeres guapísimas, su elegancia natural, los cuerpos perfectos de los hombres, su atildamiento algo excesivo, las alegres vestimentas, los ropajes coloristas.

Recuerdo el tren-gacela a Bobo-Dioulasso y que nos las prometíamos muy felices con las sugerencias implícitas en el término gacela y con la mención en nuestra guía a su cómodo vagón restaurante. Recuerdo la muchedumbre agolpada en el descampado aledaño a las vías, el asalto enloquecido al tren -hasta por las ventanas entraban, eso es lo que recuerdo-, los bultos de nuevo, los animales, miles de niños, maletas y baúles, hatillos y bolsas saltando por los aires, las carreras frenéticas, el griterío, las risas -siempre las risas-, y nuestra tranquilidad contemplando la escena en la estación confiados en el cómodo privilegio de nuestros asientos reservados en la primera clase de los blanquitos ricos (valga la redundancia). Recuerdo las cuatro primeras horas del viaje, de pie, todos los asientos ocupados, nada de reservas, nada de primera, cada vagón un largo espacio de asientos corridos, desventrados, con el plástico rajado y una espuma mugrienta y sospechosa de albergar una inquietante fauna aflorando en los escasos huecos que dejaba libre aquella multitud. Recuerdo la hora de la comida en el tren, la gente abriendo sus tarteras, el aceite de las latas corriendo por el suelo, y la comida compartida, y las risas comprensivas hacia esos blancos pasmados que aguantaban sin sentarse pagando la novatada, el precio de su absurda pretensión de leer África con su obtusa mente cartesiana. Recuerdo, ya sentados, la noche en el tren, sin luz eléctrica, las linternas, los farolillos, los infiernillos encendidos (sí, los recuerdo). Recuerdo el desplazamiento inconcebible en busca de bebida, saltando entre las plataformas exteriores de los vagones, a oscuras, en la bellísima noche africana, saltando, digo, como en los ferrocarriles del Oeste americano, al supuesto restaurante del tren, en realidad un compartimento mínimo y de calor enfebrecido en el que un africano solícito intentaba mantener entre hielos unas cuantas Coca-Colas inevitablemente recalentadas. Recuerdo las conversaciones con la gente, africanos de todas las edades, extrovertidos, muy abiertos, simpatiquísimos, compartiendo música en los
walkman (sí, era la época), charlando de nimiedades, enfrascados en el awalé, ese fascinante juego africano (pero no solo), primero entre nosotros, luego, ya atrevidos, perdida la timidez, con los lugareños, que nos propinaban unas palizas colosales. Recuerdo decenas de paradas, una muchedumbre, sobre todo de mujeres y niños, ofreciendo comida por las ventanas, su mercancía en recipientes de plástico sobre la cabeza, empanadillas riquísimas, buñuelos, cacahuetes, plátanos y otras frutas, dulces y galletas. Recuerdo la inopinada detención en el puesto fronterizo, en mitad de la noche, las mujeres obligadas a permanecer en los vagones, los hombres alineados con los equipajes ante el tren, las revisiones aleatorias de las maletas y los bultos, los trámites insólitos, los sellos en los pasaportes, los absurdos papeleos exigidos por una tropa fantasmal de militares adormilados en una escena con tintes oníricos, como escapada del sueño que diez minutos antes nos acogía en el vagón.

Recuerdo el sosiego de Bobo, sus avenidas inmensas, su aire de pueblo grande, reposado y feliz pese a ser la segunda capital de Burkina Faso, los paseos tranquilos, la cercanía de la gente. Recuerdo el hotelito, modesto pero con una piscina pequeña y milagrosa en aquel secarral y con aquel calor asfixiante. Recuerdo a Antonio, el español algo fraudulento que llevaba una agencia de viajes en la ciudad y que -casualidades de la vida- había sido compañero del amigo Goyo en primero de carrera, recuerdo que estaba casado con una africana, una opulenta y resplandeciente mujerona de etnia
mossi. Recuerdo los muchos descansos en las caminatas diarias, sentados en las toscas sillas de madera de los maquis, las enormes botellas de Flag (no pedíamos una cerveza, sino una Flag), el frescor de la bebida calmando una sed que se diría milenaria. Recuerdo las compras en los mercados, mis máscaras senufo o bambara o baulé, las estatuillas cubistas, las telas de los pastores malienses, el sonido machacón de las rumbas congoleñas saliendo, atosigante, de altavoces descomunales e invadiendo el espacio todo. Recuerdo el regateo constante, simpático pero extenuante, en cualquier transacción, el precio de un taxi o el de una Coca-Cola, el importe de una talla de madera, el del billete de autobús o el de un trozo de pollo en un puesto de la calle. Recuerdo las noches, los bares con música, en cualquier sitio una actuación en directo de intérpretes locales, las koras y el balafón, el ngoni y los djembé, las discotecas en donde no sólo sonaba música africana sino que eran frecuentes las incursiones occidentales, pero siempre música negra, Michael Jackson, Aretha Franklin o Marvin Gaye. Recuerdo el baile constante, la confesada vergüenza por la reprimida rigidez de nuestros torpes cuerpos frente a la elegancia natural, al movimiento intuitivo de cualquiera de los lugareños, capaces de transmitir ritmo sin apenas desplazarse. Recuerdo el inusitado éxito con las mujeres, que revoloteaban zalameras ante uno, larvada en el fondo (pero muchas veces explícita) la atracción del dinero; así debe de ser la sensación que experimentan los jugadores del Madrid cuando visitan Pachá, se me perdonará la prosaica comparación.

Recuerdo las excursiones en todo terreno, cargados de bidones de agua, de comida comprada en los supermercados, unas tiendas, siempre en manos de libaneses, en las que se vendía de todo, un tornillo o una pastilla de jabón, un litro de leche o un rastrillo, al modo de las General Store de las películas de vaqueros. Recuerdo cómo, en marcha, sin pararnos, mostrábamos por la ventana del coche, aplacada la sed, la botella de plástico ya vacía y, al minuto, de aquella vasta y seca llanura casi desierta surgían una mujer, un niño, una anciana, que reclamaban el recipiente de incalculable valor en su modesto y depauperado día a día. Recuerdo las pistas de tierra roja y los regueros de agua de ese color que inundaban los desagües cuando después de tres o cuatro días de viaje podíamos ducharnos. Recuerdo a los niños saludando enloquecidos a nuestro paso, recuerdo los baobabs y a la gente sentada a su sombra, recuerdo el lento avance campo a través, las jornadas eternas para hacer cincuenta escasos kilómetros.
Recuerdo el desvío de dos horas (más otras tantas de vuelta) en busca de un lago que albergaba hipopótamos, eso decían nuestros informantes. Recuerdo la barcaza a diez metros de la orilla, la necesidad de salvar esa distancia adentrándose en un agua fangosa y probablemente contaminada para llegar hasta ella. Recuerdo sobre todo nuestras dudas -teníamos miedo a la bilharzia-, pero nos habíamos alejado dos horas de nuestra ruta natural, del camino previsto, sólo por los hipopótamos, no nos iba a frenar una mísera enfermedad parasitaria tantas veces mortal. Recuerdo la maravilla del lago en calma al atardecer, el sol poniéndose, el silencio sobrecogedor, los hocicos de las bestias aflorando levemente de las aguas, su resoplar mastodóntico, sus corpachones de súbito mostrados para ocultarse de nuevo, ominosos, sordamente amenazantes, turbando vagamente el plácido deslizar de las barcazas sobre un agua por lo demás inesperadamente tranquila.

Recuerdo el paso por pueblos a oscuras, con la sola luz de algunos hornillos, familias enteras concentradas ante la lumbre. Recuerdo las ventanas del todoterreno abiertas, las cintas sonando en el
cassette del coche, las voces africanas, la noche africana entrando en nuestras almas. Recuerdo las paradas nocturnas en mitad del inmenso Sahel, algunos matorrales raquíticos en kilómetros de sabana rala, las tiendas montadas a la luz de los faros del cuatro por cuatro, la cena improvisada, el cielo limpiamente estrellado. Recuerdo el despertar del día siguiente, el sol ya hiriente del amanecer, cincuenta pares de ojos infantiles contemplando nuestra salida de la tienda, cincuenta niños sucios y semidesnudos pero risueños y alegres, llenos de pústulas y legañas y mocos y heridas múltiples pero aparentemente felices, salidos de no se sabe dónde -la noche anterior no había rastro de vida humana en decenas de kilómetros a la redonda-, observando las maniobras de cuatro blancos -para ellos cuatro extraterrestres- preparando un desayuno inconcebible en su miserable existencia. Recuerdo sus tristes peleas, cuando abandonábamos la zona alejándonos en el todoterreno, disputándose el cartón vacío de la leche, las pieles de las frutas, los restos de las galletas que habíamos desayunado.

Recuerdo los pueblos, las distintas etnias, la insólita pervivencia de los
dogón, sus originales poblados trogloditas, sus casas antropomórficas, sus graneros excavados en la inabarcable falla, los acantilados de Bandiagara, doscientos kilómetros de inmensa pared de piedra en medio de la sabana. Recuerdo las predicciones de los griots, los sacerdotes de la tribu, los gráficos hechos en el suelo con piedrecitas y con ramas, con hojas y cauríes, con extraños símbolos dibujados, unos esquemas que el zorro, por la noche, en sus expediciones en pos de alimento, movía al azar, obligando al brujo, a la mañana siguiente, a interpretar los designios del destino o de los dioses o de las fuerzas que dominan la existencia a partir del desplazamiento -tan sólo aparentemente errático, en el fondo movido por una inexorable verdad, por una sabiduría superior- de las piezas que componían el dibujo. Recuerdo a los lobi, sus buscadores de oro con medio cuerpo sumergido en el agua lodosa, los mercadillos al pie del río, las minúsculas balanzas para vender el mineral, la compraventa avariciosa de los escasos logros de la búsqueda, en mi memoria el Bogart de El tesoro de Sierra Madre. Recuerdo los poblados senufo, en Korhogo, los telares y las herrerías casi medievales. Recuerdo Mopti, la gente recibiéndonos con gritos de ¡Alberto, Alberto!, únicos turistas de la zona, avisada con presteza la exigua población, sobre todo los comerciantes, por algún joven con el que habíamos charlado en un poblado anterior y que recordaba mi nombre y lo había difundido en el pueblo entero. Recuerdo el Níger, con sus pinazas subiendo y bajando la corriente llenas a rebosar de personas y mercancías. Recuerdo la gente bañándose, lavando sus motocicletas, restregando la piel de sus animales. Recuerdo las noches en las terrazas sobre el río, las charlas interminables ante un arroz, un pescado asado, la inevitable y placentera Flag. Recuerdo Djenné y su mezquita portentosa, de rojizo adobe, y el mercado aledaño, una maravilla deslumbrante. Recuerdo Yamoussoukro, el delirio megalómano del presidente marfileño Félix Houphouët-Boigny, que trasladó la capital administrativa del país a lo que hasta su llegada a la Jefatura del Estado había sido un pequeño poblado de unos cientos de habitantes, haciendo construir allí, en su lugar de nacimiento, una basílica en todo idéntica a la de San Pedro de Roma pero un metro más alta, con el fin de convertirla así en el monumento cristiano más grande del mundo, una mole insensata que aparece fantasmagórica en mitad de una inmensa planicie de matorrales sin apenas vida en derredor. Recuerdo Man, cerca de la frontera con Liberia, los refugiados huidos del terror de la guerra civil en aquel país, recuerdo las inconfundibles máscaras de la etnia dan idénticas a Didier Drogba (pero eso lo sé ahora), recuerdo ya otro paisaje, la selva cerrada, el verde resplandeciente, los puentes de lianas y las caídas de agua y las pozas para el baño.

Recuerdo los viajes en autobús, nuestras mochilas amarradas de forma precaria en unas bacas repletas que contravenían las leyes de la gravedad duplicando peligrosamente la altura de los vehículos, los conductores que en las largas rectas cuesta abajo apagaban el motor para ahorrar gasolina, en un inconsciente flirteo con la catástrofe colectiva. Recuerdo las paradas en mitad de los trayectos, para nosotros inexplicables pero comprensibles al fin cuando, en tierra de nadie, medio pasaje descendía a la orilla de la carretera, buscaba la orientación adecuada, extendía sus esterillas, se postraba y realizaba alguno de los cinco rezos preceptivos de los musulmanes. Recuerdo las noches en autobús, la sensación de irrealidad de las paradas en estaciones siniestras, las cucarachas correteando por el vehículo, la música siempre presente incluso frente al sueño de los viajeros.
Recuerdo cuando el todoterreno se atascó en el lodo en el Parque de la Comoé, las cuatro horas hundidos en el barro y devorados por los mosquitos al sol abrasador, recuerdo la búsqueda desesperada de palos, de ramas, de piedras para introducir bajo las ruedas del coche e intentar salir de allí antes de la inminente caída del sol, recuerdo el pavor del guía armado que nos acompañaba ante la perspectiva de tener que pasar la noche encerrados en el cuatro por cuatro, con las fieras haciendo su ronda nocturna en torno a nuestro coche. Recuerdo la infinidad de pasos fronterizos, en realidad dos bidones vacíos y un palo entre ellos cortando la pista. Recuerdo las estratagemas para evitarlos, recuerdo las canciones de Oumu Sangaré en la radio del coche y la repentina amabilidad que suscitaban entre los guardias, lo que nos permitía evitar el soborno de otro modo imprescindible, recuerdo la entrega descarada de revistas pornográficas (compradas al efecto días antes) al militar de turno para ablandar su inmotivado rigor (aunque no sé si ablandar es el término adecuado, dadas las circunstancias... y las fotos de las revistas), recuerdo la huida repentina, en algunos casos extremos, descendiendo de la pista, bordeando los bidones y escapando a toda velocidad de las iras de un, por lo demás, a menudo soñoliento guardia fronterizo.

Recuerdo las jornadas de playa en Sassandra, las palmeras, el descanso en la arena, los niños que a una indicación nuestra se acercaban nadando a las nasas colocadas cerca de la costa y que volvían veloces con langostas recién pescadas que luego alguien nos asaba en un fuego improvisado.

Recuerdo la gente sonriente, las risas, siempre las risas. Recuerdo la cercanía, la afabilidad, la simpatía. Recuerdo la alegría en la pobreza y el sufrimiento.

Recuerdo la sensación de intensidad, recuerdo el permanente deslumbramiento, recuerdo las emociones, la gozosa exaltación del viajero.

Recuerdo la felicidad.





Voces africanas

8 comentarios:

"salakot" by Carlos Montenegro dijo...

Está claro que no estas aquejado.
Si la sequía es pertinaz y la URSS extinta, afortunadamente al acervo lo has dejado a su aire y no estas aquejado mas que de un "regateo simpático" que no me lo puedo "de creer", no hay regateo simpático y menos si es extenuante.Sí, he visto un poco de fantasía en las fieras por la noche alrededor del coche de no ser por haberte convertido en improvisado aizkolari. Omito hablar de las revistas porno en la frontera... (Con esta alusión verás como las lecturas suben)

Anónimo dijo...

Madre mía ¡qué introducción!no ha sido por lo de las revistas, sino por el sentimiento que has ido poniendo en cada una de las frases. Leyéndote me he trasladado a Africa y todavía no he escuchado el programa.. estoy deseoso de oirlo para seguir sumergido en tu querida África...
La maravillosa película "Memorias de África", no ha podido transmitirme todo el sentimiento, sensaciones de agobios, tristezas y alegrías, que me has transmitido tu con tu relato de tus impresiones en nuestro continente vecino.

Bueno, me pongo los cascos y a escuchar el programa.

Alberto

Anónimo dijo...

¡¡¡Siempre defendiendo a las mujeres!!!
Me ha encantado es tan encantador...=)
Vales mucho y el valor y la personalidad en una persona es lo que más me gusta.
Siguiendo adelante y con mucha fuerza siempre se llega lejos.
Me alegro que estés mejor.
Saludos.

Anónimo dijo...

Bueno....en plan broma creo que sobre África tan sólo faltó el Waca Waca de Shakira. Fenomenal emisión

Anónimo dijo...

Paula
Compartí viaje a África hace 20 años y comparto los emotivos recuerdos, el tren, el río Niger, las falucas, los mercados, la música, los niños, los baobabs, la flag, las interminables esperas para comer “pollo bicicleta”, las noches en los campamentos, los recibimientos en los poblados, el regateo, el awalé en el que poco a poco nos fuimos defendiendo….
Pero sobre todo el descubrimiento de un África de gente amable, acogedora, sonriente y feliz, de música y color como parte de cualquier día a día en cualquier lugar y como bien dices la alegría, la generosidad y la sonrisa a pesar de tener poco o nada. Esto último removió mi visión del mundo y me dio para reflexionar sobre lo puede ser la felicidad, a secas, con poco o nada.

PD. Me extraña pero a ti tan futbolero se te han olvidado los partidos de fútbol que se organizaban en un pispás en cualquier poblado, frontera o campamento, con “algo” a modo de pelota y que unían a todos los que por allí andaban: chavales, turistas, policías, vendedores…. Tan efectivos para pasar fronteras como las mencionadas revistas que tanto revuelo parece que han causado.

Anónimo dijo...

He contemplado,leyendo tu relato,todas y cada una de esas escenas que viviste como si hubieses proyectado cientos de diapositivas (olvidémonos del cañón y retrotraigámonos a hace 20 años)de tu viaje. Fantástica la descripción,me ha hecho percibirlo por cuatro de los cinco sentidos. Yo soy cartesiana pura. No lograría abstraerme tanto de la mísera realidad. Relatas una metarrealidad de un modo magnífico.

Hace tiempo alguien me explicó la etimología de la palabra entusiasmo.En realidad, eso es lo que reflejas en tus recuerdos.

Si la felicidad está en el Sur, habrá que desplazarse hasta allí...

Voy a hacerte una sugerencia, aunque vaya al saco roto de las sugerencias quiméricas. Sería estupendo que le pusieses voz a este tu relato;no para la emisión de 'Leones' (o también) pero sí para este blog.

Ah, añado algo más, impagable ese cebo lanzado por el señor Montenegro ¿subieron las lecturas?

L.C.

Alberto San Segundo dijo...

Hola a todos

Vuelvo aquí para agradeceros las amables intervenciones, los chistes de Carlos, los halagos de Alberto, los elogiosos comentarios anónimos, las propuestas y las valoraciones de LC.

Con respecto a Paula, aunque ya hemos hablado personalmente, si quiero dejar aquí, aparte de mi agradecimiento por haber querido intervenir en el blog, un breve comentario sobre mi despiste futbolero.

Y la verdad es que es curioso y significativo, porque siendo el fútbol esencial para describir África, siendo cierta la pasión de los africanos por todo lo que tenga que ver con ese deporte, siendo cierto que tengo recuerdos genéricos (es decir, 'intelectuales') sobre la presencia del fútbol en mis viajes: partidos improvisados en playas, campos y ciudades, retransmisiones en la tele, comentarios sobre equipos y jugadores, camisetas del Barca incluso en pueblos perdidos (también del Madrid, pero menos y más feas; lo siento, soy culé), siendo cierto todo ello, también es verdad que no guardo ningún recuerdo concreto del fútbol (estando seguro de que hubo de aparecer decenas de veces a lo largo del viaje) en aquella primera estancia africana que el otro día recreaba. En fin, misterios de la memoria...

Por cierto, y para terminar, habrá (probablemente ya para los próximos mundiales, en 2014 (con esa anticipación trabajo yo), algún programa monográfico sobre fútbol en Buscando leones en las nubes (largo me lo fiais, diréis con razón).

Un saludo cordial a todos

Anónimo dijo...

Por cierto, recuerdo que hace unos cuantos post(mi memoria no da para atinar más en el enclave exacto), prometiste (sin ser Durrell) un programa sobre 'bichos y demás parientes'. ¿Largo nos lo fías también? Vale, estaré 'al lorito'

Respecto a los colores que imprimen carácter e incluso, marcan el alma, quiero manifiestar mi opinión. La camisetas blaugranas son preciosas (y, hablando de limpieza, más sufriditas) pero las merengues también lo son. Deberías inclinarte, por tus orígenes, hacia lo albiceleste,
transfuga!!!!!

Dejando aparte las bromas, que sé que no son apropiadas para este blog, espero que disfrutes de esos cinco kilos que fijo ganaste anoche. Enhorabuena!!

Refrán: Todo lo que sube, baja

Ex-B.V.