martes, 15 de julio de 2014


OLOR DE LA PRIMERA INFANCIA

Esta semana nuestro espacio vuelve a centrarse en Aromas, el espléndido libro de Philip Claudel en el que el escritor francés se adentra, de un modo introspectivo e intimista, lírico y muy bello, en los recuerdos de su infancia y juventud, a partir de las evocaciones que suscitan en él las fragancias de algunos objetos, lugares o gentes que lo retrotraen a esos tiempos que en la memoria siempre aparecen -pese a la capa de nostalgia que los tiñe- preñados de dulzura, de inocente plenitud, de asombro entusiasmado, de tierna felicidad. Con los olores, esta semana, de la infancia dormida (en un precioso texto en el que aparece la mención al cuadro de Klimt que acompaña esta entrada), la vejez, la salsa de tomate, el aftershave paterno, la maternal pomada, el carbón, los establos y el sexo femenino, nos desplazamos al pasado -no sólo al del autor sino, con las singularidades oportunas en cada caso, al nuestro propio- para soñar en nuestras vidas siempre más felices cuando las examinamos en estos benévolos repasos retrospectivos.
 
En el programa se pueden escuchar los evocadores fragmentos del libro envueltos en las melodías, también rezumando fragancias, interpretadas por Sparks, Madonna, Marcela Bella, Maria Bethania, Jerry Reed, Cesaria Évora, Viktoria Tolstoy y Duquende con el respaldo de Tomatito a la guitarra, una presencia flamenca nada habitual en Buscando leones en las nubes. Sus canciones nos han traído el aroma de la nieve, de las flores, del mar, del amor, de los cuerpos, o las innumerables esencias de Dior, Calvin Klein, Ralph Lauren, Clinique, Moschino, Armani, Guerlain, Chanel, Gaultier y tantos otros que aparecen en la envolvente Perfume, de Sparks, con la que hemos empezado el programa y en la que un enamorado narrador enumera decenas de conocidas esencias para concluir, entregado y poético, que la ausencia de un aroma de moda en el cuerpo de su amada es, precisamente, y entre tanta oferta comercial, la razón por la que desea entregarle su vida. En fin, los caminos por los que el romanticismo acaba manifestándose son inescrutables aunque casi siempre atractivos...
 
 
Niña dormida
 
Nada puede decirnos mejor lo que somos, o lo que fuimos, que el olor de la piel de una criatura que, entregada al sueño, descansa en su cama con la boca entreabierta, sin ningún miedo o temor, sin temblar, porque sabe que estamos cerca, muy cerca de ella, dispuestos a alejar las tinieblas, a disolverlas o, en caso necesario, a negarlas. Cuando mi hija es muy pequeña, a veces voy de noche a su habitación porque me ha parecido oírla gemir, o quizá llorar, y la idea de que pueda sufrir, aunque sea en sueños, me resulta tan insoportable que abandono mi precario descanso de padre y acudo a su lado. Siempre duerme boca arriba, con los antebrazos levantados a ambos lados de los rollizos mofletes, las manitas extendidas, los dedos separados y las largas pestañas cerradas como frágiles y delicadas persianas sobre los hermosos e invisibles ojos. Me quedo allí un buen rato, contemplándola como quien contempla incrédulo una maravilla, sin creer que exista de verdad y esté unida a mí por lazos que nada podrá desatar nunca, ni siquiera la muerte, que tantas cosas desata. En la penumbra, veo su frágil pecho alzarse apaciblemente y volver a bajar con idéntica placidez, para alzarse de nuevo, y no consigo pensar más que en ese movimiento que resume la vida y sus esperanzas, su fragilidad. Poso un dedo en su mano. Le acaricio las mejillas, la frente, el fino cabello negro, sedoso y cálido, y me inclino para besar su cuello sin hacer ruido. Es como si me acercara a la niña desnuda que duerme acurrucada contra su madre, también desnuda, en el hermoso cuadro de Gustav Klimt Las tres edades de la mujer, retrato de un instante de intimidad cotidiana, de una noble y fecunda humanidad, pintura de la azucarada tibieza de la piel y el sudor, de la confianza en el sueño más seguro, ese en el que nada puede pasarnos. Es como una súbita inmersión en el olor más natural, el de la vida en sus balbuceos, cuando no es más que blandura alimentada con caricias y leche, sonrisas y nanas, manos que velan, calman y protegen. Olor de los primeros años, a carne tierna, cremas y talco. Olor de esa primera infancia protegida, dulce y gorjeante, tranquila, serena, que por desgracia nos deja tan pronto, apenas iniciamos el camino, nos ponemos de pie y avanzamos solos por él, hasta que ya no queda nada de lo que fuimos: aquellas débiles criaturas acurrucadas con confiado abandono entre los brazos y las sonrisas de quienes nos trajeron al mundo.

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