martes, 24 de mayo de 2016

 
JOHN BANVILLE. LA SOMBRA DEL PADRE
 
Esta semana os ofrezco la segunda parte de la breve serie que estamos dedicando a La guitarra azul, la excepcional última novela de John Banville. Vuelvo a remitiros, como hice hace siete días, al blog de mi otro espacio en la emisora universitaria, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, para completar allí la información sobre el autor irlandés, con dos reseñas, una dedicada a su obra “propia”, podríamos decir, la que firma con su nombre verdadero, y otra centrada en los libros que aparecen bajo la rúbrica de Benjamin Black, el álter ego de Banville para sus novelas del género policiaco.
 
De La guitarra azul he entresacado una veintena larga de fragmentos muy interesantes, muy profundos y sugerentes, que aunque pensados para integrar la trama del libro o para caracterizar a su protagonista, sirven también, si los leemos fuera de contexto, para hacernos reflexionar sobre diversos aspectos de la naturaleza humana. En concreto, en los textos de esta emisión, todos con un tono algo sombrío y desconsolado y rezumando amargura y el lúcido escepticismo marca de la casa en el autor, tienen un especial peso los recuerdos de la infancia, y con ellos, la figura del padre, muy conflictiva en la vida del personaje principal de la novela.
 
Sirva por ello también este programa como una suerte de discreta despedida al mío propio, fallecido hace unas semanas, también mediante la presencia de algunas canciones, espigadas entre la melancólica banda sonora de la emisión, en las que el recuerdo de la figura paterna se constituye en motivo central del tema. Es el caso, sin duda, de My father’s eyes, la conmovedora composición de Eric Clapton con la que abrimos el programa, tras la cual suenan Lauren Anderson, Sun Kil Moon (en su pieza la emotiva remembranza es de su madre), Amy Winehouse, Colin Hay (también centrada en el recuerdo paterno), Ingrid St-Pierre, Coy Poole, Moira Waugh, Lindi Ortega, Coleman Hawkins y James Vincent McMorrow, que nos ofrece la enésima versión -más triste y oscura que el original- de Wicked game, el ya clásico de Chris Isaak (el número de recreaciones que conoce una obra da fe de su elevación al altar de lo intemporal e imperecedero), para cerrar nuestro espacio.
 
 
Un invierno, cuando era muy pequeño, no tendría más de cinco o seis años, contraje una de esas misteriosas enfermedades infantiles cuyos efectos son tan vagos y generales que nadie se molesta en darles nombre. Durante días permanecí en cama, medio delirando, en una habitación en penumbra, agitándome y gimiendo en un voluptuoso sufrimiento. Por órdenes del médico, a mis hermanos los habían desterrado a dormir en otro lugar de la casa y me dejaron en maravillosa soledad con mis sueños febriles. Las sábanas de mi cama tenían que cambiarse a diario y recuerdo cómo me fascinaba el olor de mi propio sudor, un tufo apestoso, viciado y denso, no del todo desagradable, para mí al menos. Mi madre debía de estar muy angustiada -la polio se extendía incontrolada en aquel tiempo- y no se separaba de mi lado, alimentándome con caldo de pollo y extracto de malta y aliviando mi frente ardiente con un paño húmedo. No obstante, era mi padre quien cada noche, antes de que cayera dormido, me traía un momento, especial e intenso, de tierna tregua. Tras deslizarse dentro de mi cuarto, colocaba su mano bajo mi cabeza y la levantaba apenas para, con destreza y asombrosa celeridad, girar la empapada, caliente y apestosa almohada hacia el lado fresco. Estoy seguro de que él sabía que estaba despierto. Pero por tácito acuerdo se entendía que yo me hallaba profundamente dormido y que, por tanto, no me daba cuenta del pequeño favor que me hacía. Por supuesto, yo no me dormía hasta que él había venido y se había ido. Qué extraña emoción sentía, medio de felicidad, medio de feliz terror, cuando se abría la puerta, proyectando un abanico de luz sobre el suelo del dormitorio, y la alta y desgarbada figura avanzaba con sigilo hacia mí, como el gigante bueno de un cuento infantil. Qué rara parecía asimismo su mano, no como la mano de alguien conocido, de hecho no parecía una mano en absoluto sino algo procedente de otro mundo que venía a mí, y mi cabeza aparentaba entonces no pesar nada, todo mi cuerpo parecía ingrávido y, durante un instante, yo flotaba libre, liberado de la cama, del cuarto, de mí mismo y como una paja, una hoja, una pluma, permanecía a la deriva y en paz en la suave y protectora oscuridad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Te acompaño en el sentimiento ALberto por el fallecimiento de tu padre. Un abrazo.
ALberto:)

Alberto San Segundo dijo...

Gracias, Alberto.
Un abrazo

Anónimo dijo...

Alberto, que ya pasó el invierno, no hace frío...