martes, 30 de noviembre de 2021


ESTOS DÍAS AZULES 

Esta semana llegamos a la segunda entrega de la serie de cuatro que estamos dedicando a Marcos Ordóñez, un escritor que me es muy querido y que protagoniza este interesante ciclo a partir de su penúltima obra, Una cierta edad. Penúltima porque hace apenas dos meses ha aparecido una novela, de título Una joven pareja, publicada por la editorial Pepitas de calabaza, que, por desgracia aún no he podido leer. Estoy seguro de que resultará tan interesante como el resto de sus libros. 

El ciclo que ahora nos ocupa gira, como digo, en torno a Una cierta edad, una suerte de diario, con anotaciones correspondientes al período 2011-2016, que el escritor barcelonés publicó en 2019 en la editorial Anagrama. En el preámbulo al libro, describe el autor sus preferencias sobre el género diarístico y destaca los rasgos principales que caracterizan su propuesta. Sirvan sus palabras para daros a conocer la atmósfera que pretendo recrear en la emisión. 

Me gustan los diarios que sintetizan, que eligen detalles significativos. La pincelada que puede dar el color de un momento o una atmósfera; el perfil en el que reconocemos a su autor. Y quizás un poco su época. 

Se me caen las frases demasiado aforísticas. Me resultan pomposas y, peor, absolutistas: si las pienso dos veces, aparece un manojo de excepciones que las desmontan. Suelo conservarlas cuando suenan naturales, cuando me sorprende haber pensado eso, haber llegado a esa conclusión, pero siempre que quede abierta a otras lecturas: intentar, en la medida de lo posible, no ponerme categórico ni dar nada por hecho. 

No me seducen los ajustes de cuentas, enmendarle la plana a este o al otro: a la que te descuidas brota un tono bilioso muy desagradable. Además, si me pusiera a comentar todo lo que me irrita o con lo que estoy en desacuerdo no acabaría nunca. 

Lo que más me gusta del género es que su menú ofrece platos muy variados: recuerdos, crónicas breves, apuntes al sesgo, microrrelatos, pequeños poemas, humoradas luminosas o bromas oscuras de la existencia. 

Ya se verá si mis intentos de acercarme a todas esas cocinas han dado buen resultado. He tratado de echar al perol pensamientos sobre la escritura, el teatro y otras artes; retratos de escritores preferidos, notas de lectura, de revisiones, de paseos, espejos y espejismos, y el intento, reiterado por torpeza, de «arrancar del tiempo lo transitorio apasionado», como pedía Patrick Kavanagh. 

En el programa de esta noche os ofrezco once de esos “platos”, diversos y muy apetitosos, enlazados con otras tantas canciones referidas de manera directa o indirecta en el texto. Todas ellas evocan la, por llamarla así, memoria sentimental de Ordóñez, temas que marcaron, sobre todo, su infancia, adolescencia y juventud, que son también las mías, pues comparto con el autor franja generacional y, pienso, esa mirada nostálgica al pasado. Son sus intérpretes Fred Buscaglione, Nick Lowe, Dianne Leigh, la Pasadena Roof Orchestra, Yves Montand, Elvis Costello, Sidney Bechet, Dean Martin, Bob Dylan, Paul Simon (uno de los músicos favoritos de Ordóñez, que comparecerá aquí en las dos últimas emisiones de la serie con sendos temas, ambos, como el Graceland de esta noche, ya clásicos) y Keith Jarrett, que cierra la emisión con su intimista interpretación de una canción del folklore popular norteamericano, Shenandoah, un tema que Marcos Ordóñez no cita en su libro, aunque sí al legendario pianista norteamericano, del que además también menciona su inolvidable concierto de Colonia, que protagonizó la sección musical de nuestro espacio hace quince días y cuya larga duración, por otro lado, hubiera imposibilitado su acomodo en el presente espacio. 

Confío en que el carácter algo melancólico y a veces algo triste de textos y canciones pueda haceros disfrutar. 


Mi amigo Raúl Ruiz me dio mi primera lección de arte. Estábamos en su cuarto y en la pared había una reproducción de Picasso, Jarra, vela y cacerola esmaltada. Me señaló el intenso azul de la cacerola. En ese momento, yo estaba mirando el cielo que resplandecía a través de la ventana. «Sí, pero necesito el del cuadro», dijo, como si me hubiera leído el pensamiento. «Tiene más fuerza porque Picasso atrapó un azul como el de afuera y lo cargó con su deseo y su memoria. Tiene más fuerza porque es el azul del logro.» 

Me llamó muchísimo la atención esa expresión: el azul del logro. El azul de la representación, el azul del arte. 

Siguió: «¿Qué azul crees que es más poderoso? ¿El que brillaba en el cielo de Colliure o el que evoca Machado cuando toma un papel y escribe, en el más hermoso verso inacabado de la historia, «Estos días azules y este sol de la infancia»?  

El azul de Colliure, fijado en un trozo de papel y arrugado en el bolsillo de un viejo abrigo, es para siempre un azul machadiano y múltiple, azul de Sevilla y azul de Soria, y azul acechado por las bombas y la derrota, y azul invicto, como el flamear de la bandera imaginaria de un país perdido, del mismo modo que, para mí, el azul de Picasso será siempre azul Raúl, el azul de aquella mañana y de su recuerdo.

 
Estos días azules

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