martes, 3 de febrero de 2015

 
FÉLIX GRANDE. UNA LENTA SORPRESA
 
El programa de esta semana -y también el de dentro de siete días- lo dedica Buscando leones en las nubes a celebrar la obra de un excelente poeta de cuya muerte se cumplió el pasado 30 de enero el primer aniversario. Se trata de Félix Grande, un escritor inclasificable, que había nacido en 1937 y que dejó a su muerte una obra no demasiado extensa pero en cualquier caso magnífica, una de las más destacadas de la poesía española contemporánea.
 
En 2011, la editorial Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg, nos ofreció, con el título de Biografía -reiterado en la obra del extremeño-, y en edición a cargo de Ángel Luis Prieto de Paula, la poesía completa de Félix Grande, desde su primer texto de 1958 hasta el entonces postrero, La cabellera de la Shoá, un extraño y desbordante poema, al que seguiría la que acabaría siendo su última publicación, Libro de familia, que no se recoge en el volumen del que os hablo. De esta Biografía (a cuya solapa de presentación pertenece el texto del propio Grande con el que cierro esta entrada) he extraído la totalidad de los veintitrés poemas que os presentaré en las dos emisiones de homenaje al singular escritor y que os ofrezco agrupados en torno a dos ejes temáticos más o menos nítidos. En la presente edición escucharéis versos de índole más metafísica y existencial, que giran sobre el sentido de la vida, la identidad, el fracaso y la derrota, la vejez y el paso del tiempo, la indignación, la rebeldía y la soledad, la rabia y el placer de los sentidos, la devastación física y la muerte. Dejo para la segunda entrega, la del lunes próximo, los poemas centrados en la mujer, en el deseo y el éxtasis de los cuerpos, en la pasión y el delirio amoroso.
 
Y pese a que Félix Grande fue un escritor muy interesado en el jazz y, sobre todo, en el flamenco, no será ninguno de esos géneros los que protagonicen la banda sonora de ambos programas. He elegido una serie de canciones recogidas, intimistas y llenas de sensibilidad interpretadas por Rivière Noire (¡¡¡disfrutad la maravilla de su Bate longe, que aparece también en el vídeo elegido para complementar esta breve presentación!!!), Natalia M. King, Rick Readbeard, Anna Wilson, Kasey Chambers con Bernard Fanning, Eliza Gilkyson, Damien Rice, Paolo Conte y Frazey Ford para acompañar los intensos versos del entrañable poeta de Mérida.
 
 
Nací en el mes de febrero de 1937, en la ciudad de Mérida. Como todas las criaturas de la Tierra, nací llorando. Toda mi vida he sido fiel a esa costumbre de la especie: muchas páginas de este libro certifican mi lealtad testaruda a la congoja originaria. La casa en que nací se asienta con altanería en la calle Concordia, pero hace esquina con la calle Calvario. Mientras me daba de mamar, mi madre recibía los zarpazos de la Guerra Civil. Trato a veces de recordar aquel espanto suyo, pero no lo consigo. Entonces trato de olvidarlo, pero tampoco lo consigo… Mi padre, cuando perdió la guerra y lo apartaron de la afrenta del campo de concentración, regresó a Tomelloso. Allí encontró un trabajo: ganaba cada día siete pesetas y veinticinco céntimos. Sí, ya soy viejo, me flaquea la memoria y a menudo se me olvida el pudor.
 
Los jóvenes suponen que la vejez es espantosa, y casi no tienen razón. Mi vejez, por ejemplo: es suntuosa: aún recuerda algunos asuntos esenciales. Por ejemplo, mis oficios desde los diez hasta los veinte años en Tomelloso, la ciudad en que se hizo pastor el abuelo Palancas. Trabajé allí de oficinista en el almacén de Valentín Malaño, trabajé como carpintero y como trillador (por trillar una temporada me pagaron un duro excelso y un primoroso pan de un kilo), trabajé como jornalero de bodega, tendero, cuidador de tres vacas, recitador en los casinos, guitarrista flamenco y, sobre todo, como pastor de cabras. La más lechera se llamaba Leona. [Hoy recuerdo un enigma versicular que, con el pretexto de retratar a la España de la posguerra, menciona a “un intratable pueblo de cabreros”. Como dicen que soy acuario, al autor de ese pronto le sonrío con indignación y lo perdono con encarnizamiento.]
 
El miedo omnipotente de mi madre ayudó a mi conciencia a existir y a crecer; en ese crecimiento aprendí que la moral contiene y ejercita la indignación y la piedad; y esa pareja de emociones establece que mi diálogo con mis contemporáneos no debe producirse sino con la beligerancia que merecen todas las tiranías, sea cual sea su disfraz ideológico. Por eso me conmueven unas palabras que escribió Abe Osheroff: “Creo en la libertad del hombre y cualquier sistema que ataque o ponga en peligro ese derecho es enemigo mío. La libertad no es un lugar ni un estado del ser: es un camino. Se está andando en él o se está fuera de él.”

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