LA FERIA DE LOS MILAGROS
Tercera emisión de Buscando leones en las nubes dedicada a la poeta polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura en 1996 y fallecida hace un par de meses. En la elaboración de los programas he sido consciente de dos grandes obstáculos o inconvenientes iniciales. Por un lado, está la dificultad que supone el escoger tan sólo unos cuarenta poemas, aproximadamente (los que pueden encajar razonablemente en el corto espacio de cuatro horas de radio), de entre los muchos de la autora que me entusiasman, por lo que hay bastantes de ellos -que los más fieles seguidores de la escritora polaca quizá echaréis en falta- que no han encontrado acomodo en las diversas emisiones. Por otro lado, sé también que es vano cualquier intento de encerrar a la poesía en la rigidez de unas categorías que por definición tienden a ser reduccionistas, aunque, pese a ello, sí que me he decidido a trazar unas tenues fronteras, a marcar algunas pautas muy leves -y por ello también difusas- que permitieran sistematizar las distintas selecciones que aparecen en los cuatro programas. Así, en la primera entrega os mostré algunos poemas de carácter más o menos autobiográfico -en un sentido muy amplio del término- en los que se recogía tanto algún suceso de la vida real de la autora, de su particular itinerario personal en la existencia, como -sobre todo- aspectos de su trayectoria como ser humano, de la biografía de nuestra especie, podríamos decir. La segunda emisión se completó con versos en los que el tema del amor desempeñaba un papel principal o, en algún caso, aparecía con un tratamiento meramente alusivo y casi residual.
Los versos seleccionados esta semana, siendo de temática variada, tienen como elemento común el que constituyen una aproximación a la condición humana, un acercamiento a la figura de los hombres y las mujeres que vagamos algo perplejos por este mundo difícil. Poemas más o menos metafísicos o existenciales, escritos desde una visión de nuestra existencia siempre optimista, siempre lúcida, siempre esperanzada.
Y entre los preciosos poemas, al igual que en las semanas precedentes, música bellísima interpretada por Sharon Robinson, Neil Diamond, Marcio Faraco, Razia Said, John Hiatt, Jolie Holland, Glen Hansard, Marissa Nadler, Aster Aweke (cuya sobrecogedora canción Ameseginalehu aparece en el vídeo final, en el que pese a que no hay correspondencia alguna entre imagen y sonido podréis disfrutar de su voz formidable, de su indudable atractivo y del impresionante ambiente de sus conciertos), Jabier Muguruza y Natalie Merchant.
Como cierre a esta entrada os dejo el extenso prólogo, aunque muy interesante y esclarecedor, que la escritora mexicana Elena Poniatowska, de ascendencia polaca y de la misma generación que Wislawa Szymborska, escribió para Poesía no completa, la estupenda antología de versos de la Premio Nobel publicada en 2002 por el Fondo de Cultura Económica.
Sergio Pitol, amoroso de Polonia, nombra el primer establecimiento que se abrió entre los escombros de Varsovia después de la segunda Guerra Mundial: una florería. Así imagino a Wislawa Szymborska, surgiendo solitaria entre la neblina de un nuevo amanecer de cenizas y diamantes como en la película de Wajda.
Isaac Babel narra que los jinetes polacos cargaban a galope tendido contra los tanques blindados alemanes. Así veo a Wislawa Szymborska, sobre un maravilloso caballito polaco, lanza en mano, desafiante de ideologías y consignas, mientras la trepidación humana hace que unos hombres conduzcan tanques de guerra para destruir a otros. Szymborska siempre ha defendido la subjetividad frente al adoctrinamiento masivo.
Para ella, la autodestrucción es peor que la accidental muerte colectiva.
Aunque nació el 2 de julio de 1923 en Bnin, un pueblo al oeste de Polonia, Szymborska vive desde los ocho años en Cracovia, una de las ciudades más bellas del mundo. Cracovia, severa, alerta, esencial, retraída como una mujer que ha sufrido mucho; Cracovia permanece a la expectativa, como toda Polonia. Sale a caminar con su vieja bufanda y sus botines negros en la nieve y mira atrás y a los lados por si algún posible invasor con dientes ensangrentados la viene siguiendo. Codiciada por ávidos vecinos, avanza rápido porque sabe que su supervivencia depende sólo de ella.
Blanca y roja, Polonia es una imagen de Szymborska, una manzana roja partida en cruz que aparece cuando la nieve se derrite.
Si geografía es destino, el de Polonia, país mártir, país trágico si los hay, está marcado por las invasiones de Rusia, Austria (como Imperio austrohúngaro) y Alemania, que la mutilaron, le hicieron pagar un precio atroz obligando a sus ciudades a cambiar de identidad cada vez que las ocupaban o se la repartían rusos o alemanes. Los polacos, despojados, tuvieron que comerse sus propios corazones.
¿Qué les pasa a los habitantes de un país con vecinos empeñados en borrarlo de la faz de la tierra, al grado de que en algún momento en los mapas de Europa Polonia ya ni siquiera aparecía?
Aman a su país por encima de todo.
Las sucesivas particiones de Polonia, la llegada de Hitler y de Stalin al poder, la ocupación del país, la presencia de campos de concentración como los de Auschwitz-Birkenau y Treblinka pudieron asfixiar la voz de una Wislawa que en 1942 tenía 19 años. Desde la Universidad Jagellona, Szymborska padeció el aniquilamiento de su patria y, más tarde, el estalinismo —que llevó a Milosz a
refugiarse en Estados Unidos—.
En su universidad, la joven Wislawa estudia literatura y sociología, y en marzo de 1945, al final de la guerra, publica su primer poema: “Busco la palabra”, en el suplemento literario del diario Dziennik Polski, y descubre que los ritmos poéticos son los mismos que los latidos de su corazón.
Wislawa Szymborska poeta, escribe a mano, dibuja signos en la hoja de papel, signos más complejos que los nuestros, a los que sólo hemos inventado un sombrerito para volver eñe la ene, porque en el idioma polaco hay eles partidas y eses con tilde que se pronuncian con el íntimo sonido de alcoba “shshsh”. Nos sorprendemos ante tantas consonantes juntas, “szczypnac’”, “c’wiczyc’”, “skrzywdzic’”. Esos signos adquieren vida cuando trascienden la tinta con que fueron escritos. Escuchar poesía eslava es adentrarse en una cantata catedralicia, una imploración, un lamento que proviene del principio de los tiempos. Alguna vez pude oír al ruso Józef Brodsky y mi asombro persiste y su canto sigue retumbando entre las paredes. La poesía de Szymborska es más ligera pero comparte las características de los idiomas de Europa central.
De 1953 a 1981, Wislawa trabaja en la redacción del semanario La Vida Literaria. Le atrae la poesía medieval francesa, la ama y la traduce. Comprendió que para ella la poesía era una forma de respiración y tuvo la sensatez necesaria para formular las preguntas que están todo el tiempo ahí, en el aire, esperándonos. Wislawa debió darse cuenta de que la pregunta es el inicio del saber.
Leer un poema es un rito de iniciación en el que el libro desaparece para convertirse en mensajero. La de Szymborska no es una poesía mística, sin embargo, sus poemas tienen la magia de la revelación. Y la de la sonrisa.
“A los existencialistas no les gusta bromear.” Wislawa, menos solemne y más irónica, más desacostumbrada de sí misma, nos revela que filosofía y poesía son vasos comunicantes. Wislawa tiende puentes entre ellas y se pregunta en qué se diferencian. ¿Qué es filosofía y qué es poesía? Filosofía es el arte de pensar, poesía el de intuir. Ambas son ríos que desde distintos manantiales desembocan en dos palabras que Szymborska insistió en repetir en su discurso de recepción del Nobel: “No sé”. Según ella, esas dos sílabas entrañables le abrieron la puerta a Isaac Newton y a María Sklodowska-Curie, su compatriota. “En el lenguaje de la poesía, donde se calibra cada palabra, nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Ni un solo día o una sola noche. Y, sobre todo, ni una sola existencia, ninguna existencia en este mundo.” Szymborska, con su modestia, vierte luz sobre la esencia del mundo.
Conocer nuestra esencia es conocer también algo del universo, por eso el poema nos conecta con el dios que cada uno somos. Lo que somos en lo más profundo, sólo se nombra mediante la palabra que el poeta atrapa. Szymborska, lúdica espectadora de sí misma, dice que “La Eva de la costilla, la Venus de la espuma, / la Minerva de la cabeza de Júpiter / eran más reales. // Cuando él no me mira, / busco mi reflejo / en la pared. Y sólo veo / un clavo del que han descolgado un cuadro”.
La poesía de Szymborska es gracia y descubrimiento.
Szymborska pasa del amor a la humanidad al amor por el individuo, y tal vez de allí derive su preferencia por la sencillez. Un pedazo de cielo es todo el cielo. A la poesía szymborskiana la acompaña la creencia de que lo muy pequeño contiene lo más grande y así el individuo es más grande que la humanidad. Amar a la humanidad es una abstracción, pero amar al individuo es tangible. Esta reivindicación del individuo nos hace ver al hombre no sólo como el inventor de la guerra sino como el creador de la belleza.
Muy pronto, Wislawa supo que su mundo giraría alrededor del instante poético. Lo supo tan bien que escribió Las tres palabras más extrañas:
Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.
Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.
Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no
existencia.
En 1996, una sorprendida Wislawa Szymborska (“hay otros mejores que yo”) obtiene el premio Nobel, sumándose así a los tres escritores polacos que la antecedieron, Sienkiewicz (1905), Reymont (1924) y Milosz (1980). Testigo del nacimiento de Solidaridad, Szymborska lo comparte también con Lech Walesa, quien recibió el de la Paz en 1983.
La Academia sueca señala que Szymborska (comparable a Samuel Beckett y a Paul Valéry) ha sido calificada como el “Mozart de la poesía por la riqueza de su inspiración y sobre todo por la leve gracia con que ordena las palabras”, pero también “que hay algo de la furia de un Beethoven en su actividad creadora”.
Sal, Llamando al Yeti, Gente sobre el puente, Si acaso, El gran número, Fin y principio y otros títulos conforman sus nueve tomos de poesía a lo largo de 50 años literarios; conforman una obra celebrada dentro y fuera de Polonia. Los jóvenes la siguen, la cantan, la aman. Los 10 000 ejemplares de la primera edición de El gran número (un número infinito, paradoja inconcebible, un número sin número, el más pequeño de los círculos, cualquiera de ellos, Pi o el del borde del vaso) se venden en una semana de 1993. A Szymborska la canta Kora con su voz dulce en la noche de Varsovia (“la noche, viuda del día”, como la llama Szymborska). La escoge por su sentido del humor y porque el juego sonoro de sus ritmos es musical. También Lucía Prus la vuelve refrán callejero. “Amor a primera vista” es hoy una canción en que Szymborska asegura que el destino juega con los enamorados, los hace verse por la ventana, subir escaleras, perderse en la primera esquina. Todo está previsto, todo está contabilizado. Finalmente la modernidad es una suma inacabable de individuos que por una abstracción son reducidos a una cuenta bancaria, un número telefónico, las placas de un auto.
Sus poemas nítidos, aforísticos, nada describen, ninguno se alarga demasiado. Su ironía es precisa, tajante a veces. Más que cantar grandes elegías, exalta, juguetona, traviesa, las pequeñas y curiosas diferencias que nos determinan.
Szymborska anda de boca en boca, la tararean, la dicen en voz baja y en voz alta, es parte de la vida cotidiana por su modestia, su sencillez estilística y porque no vuela encima ni debajo de nadie.
Octavio Paz afirmaba que la poesía hay que decirla en las plazas públicas y promovió con Homero Aridjis los festivales de Morelia, Michoacán, en los que un público compuesto por campesinos, amas de casa, barrenderos, placeras y artesanos escuchaban embelesados a los poetas venidos del mundo. A partir de ese momento, la poesía empezó a volar no sólo por encima de los tejados mexicanos sino sobre los océanos.
A Szymborska, obsesionada por la Atlántida, mítico continente perdido entre Europa y América, de la cual supuestamente se derivan nuestras culturas, le habría gustado ver a la gente que va y viene en el zócalo detenerse para escuchar que la golondrina es una “espina de la nube, / ancla del aire, / Ícaro mejorado, / frac en el séptimo cielo”.
A los otros grandes poetas polacos no les sucedió lo que a Szymborska. Ni su compatriota Zbigniew Herbert, “para muchos el más grande poeta europeo del fin de siglo”, ni Czeslaw Milosz son tan festejados por los jóvenes como ella. José Emilio Pacheco, quien conoce bien la poesía de Europa central y ha ponderado a Herbert, a Czeslaw Milosz, a Vasko Popa, admira a esta mujer que hoy tiene 78 años y el cabello blanco y ha declarado que lo que más le gusta de los viajes es el regreso. Szymborska, que abomina del lugar común y de la falsa erudición, vive como una araña en el centro de su laberinto, prefiere quedarse en casa a fraguar las respuestas que en sus poemas sorprenden por inesperadas.
Para Szymborska, al igual que para los grandes: Heany, Milosz, Herbert, la vida humana, en última instancia, sólo puede ser comprendida como un hecho poético.
“Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras”, comentó Wislawa en alguna de sus escasas entrevistas. Después del Nobel no tuvo más remedio que someterse a la curiosidad internacional, pero —aunque se benefició con el discurso de Kruschov condenando los crímenes de Stalin en 1956 y el consiguiente deshielo— siempre se mantuvo alejada de la política. “El escritor no debe usar la herramienta de la política, debe enfrentarse solo al mundo”, declaró, a diferencia de Milosz, Herbert o Szczypiorski, quienes en los ochenta abanderaron la oposición anticomunista.
Puede quererse a la gente —declaró— pero no es necesario buscarles un salvador. Cada vez que pienso en las ideologías recuerdo una película de Chaplin donde Charlot se va de viaje. Cargaba una maleta de hierro que no lograba cerrar, y cuando por fin corre el cerrojo, quedan fuera una manga de camisa, una pierna de pantalón. Entonces Charlot toma unas tijeras y corta todo lo que cuelga fuera de la maleta. Lo mismo pasa con las teorías intelectuales.
En el punto exacto entre el humor y lo ridículo, entre el pesimismo y el entusiasmo, se encuentra la poesía de Szymborska, que busca el claroscuro, la contradicción de sentimientos y efectos poéticos en el poema mismo. El claroscuro refleja la riqueza de posibilidades que ofrece la existencia humana. No sólo hay Hitlers y Mozarts, también hay hombres y mujeres que encuentran, en distintas latitudes y de distinta forma, las respuestas a las mismas viejas preguntas de la humanidad.
Imposible separar a Wislawa Szymborska de Cracovia, patrimonio de la humanidad. Cracovia, situada en el centro de Europa, como Szymborska, es mediterránea. Una de las reinas de Polonia, Bona, fue italiana, y todavía hoy los polacos llaman a las verduras “italianas” porque fue ella quien las introdujo en su dieta. Los polacos hablaban latín y su arquitectura florentina es la más fluida de Europa central. Sólo hay 11 cuadros de Leonardo da Vinci en el mundo y uno de ellos se encuentra en el Museo de los Czartoryski en Cracovia. “La dama con el armiño” podría ser Wislawa. Lo atestiguan la timidez de una sonrisa apenas esbozada y el recato de una mano grande y fuerte que protege al armiño.
Quizá Wislawa no asista a la iglesia de Santa María porque se ha declarado atea en un país católico, pero es imposible que no celebre al trompetero (de carne y hueso) que desde lo alto del campanario de Santa María sale a dar la hora en un solo aliento musical que se interrumpe abruptamente porque un tártaro mató a alguno de sus antecesores de un flechazo cuando atacó Cracovia. Los turistas azorados abren grandes los ojos porque el trompetero es un símbolo de libertad. Los alemanes, durante su criminal ocupación, prohibieron esa costumbre única en el mundo.
Sepultar a los poetas junto a los reyes en la catedral de Wawel es otra bella costumbre. Adam Mickiewicz, Juliusz Slowacki descansan al lado de la reina Jadwiga y los reyes Casimiro y Segismundo Augusto. Respiran al unísono su sueño de altezas serenísimas. Los héroes de la época napoleónica, Tadeusz Kos’ciuszko y Józef Poniatowski, sueñan de nuevo las grandes batallas que les dieron la victoria sobre los rusos o se tiran sobre sus monturas al río Elster antes de entregarse al enemigo. (¡Ah, los caballos polacos!) A la sombra de sus soberanos de piedra, Ignacio Paderewski, músico y primer ministro, yace bajo una lápida blanca, y si uno se acerca es fácil percibir el murmullo de miles de orquestas.
Wislawa ha escrito que para ella la muerte es una exageración y siempre llega un poco después. Todavía la esperan años tranquilos en la Roma polaca, como se llama a su ciudad, Cracovia. A pesar del Nobel, que la lanzó de cabeza al mundanal ruido, sabe que la muerte es torpe y “a veces ni siquiera tiene la fuerza de aplastar una mosca en el aire y son muchos los gusanos que la han abandonado”.
Por algo dice Wislawa Szymborska que no hay “nadie en mi familia que haya muerto de amor. / Lo que pasó, pasó, pero nada de mitos. / ¿Romeos tuberculosos? ¿Julietas con difteria? / Algunos, por el contrario, llegaron a la decrepitud. / ¡Ninguna víctima por falta de respuesta / a una carta salpicada de lágrimas!”
Cuenta Oliver La Naire (que la entrevistó en 1996) que para verla tuvo que atravesar un angosto pasillo en medio de un conjunto habitacional, subió escalones de cemento gastados por cuatro generaciones y finalmente la encontró esperándolo recargada en el marco de la puerta, vestida con una falda amplia y un grueso suéter de lana.
Habla de “una abuela sonriente de uñas cuidadosamente pintadas”. “En la entrada de su minúsculo departamento, se amontonan muñecos de peluche, pequeños vasos con flores, accesorios de loza que, juntos, componen un carnaval de chácharas”, puntualiza La Naire.
Ni las uñas cuidadosamente pintadas, ni el carnaval de chácharas, hacen juego con Szymborska, que alguna vez le pidió a la felicidad que no se enojara por considerarla suya y que compuso, como quien no quiere la cosa, su epitafio:
Aquí yace, como la coma anticuada,
la autora de algunos versos. Descanso
eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que
la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró
nada
mejor que una lechuza, jacintos y este
treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro
la cubierta
y piensa un poco en el destino de