martes, 26 de mayo de 2015


ESPLENDOR EN LA HIERBA
 
La presente edición de Buscando leones en las nubes se mueve en una atmósfera de nostalgia y melancolía, pues la emisión gira -de un modo más o menos directo- sobre el tema del recuerdo. Para ello quiero ofreceros algunas canciones que yo escuché en mi juventud, la mayor parte muy conocidos éxitos de los ochenta -aunque hay alguno de los sesenta, los setenta y hasta de los inicios de los noventa- pero en versiones actuales, todas con ese enfoque cálido, dulce e íntimo que caracteriza la mayoría de nuestras propuestas radiofónicas. Se trata, como digo, de temas que han marcado una época y que, en cualquier caso, suenan en mi memoria asociados a aquellos años de una juventud desbordante que hoy no puedo sino contemplar con inevitable añoranza.
 
Jazzamor, The Civil Wars, Sarah Menescal, James Farrelli, Vanessa Paradis, Jamie Lancaster, Tok Tok Tok, Prozac for lovers, Tina Arena, Tori Amos, Nouvelle Vague, Liam Finn con EJ Barnes, Roberta Lima y Karen Souza suenan en sus sugerentes versiones de temas de Bob Dylan, Michael Jackson, Simple Minds, Phil Collins, U2, The Cure, Lou Reed, Credence Clearwater Revival, The Police, Nirvana, Talking Heads, Neil Young, Paul Young y Morrisey (y no The Smiths, como, equivocadamente, señalé en el programa).
 
Y entre las canciones, fragmentos literarios, en los que los recuerdos, la memoria, la evocación de la infancia, el dolor por el paso del tiempo, el lamento por la vida perdida, la tristeza por los sueños desperdiciados, la pesadumbre que acarrea la conciencia de que aquellos días felices no volverán, aparecen como protagonistas. Sus autores son Ian McEwan, José Carlos Llop, Luisgé Martín, Eduard Márquez, Andrés Ibañez, Rafael Argullol, José Avello, John Williams, Carl Jung, Susana Fortes, John Banville, Luis Mateo Díez, Juan Antonio Masoliver y William Wordsworth, cuyos versos: Aunque ya nunca podremos recuperar el esplendor en la hierba de los días felices, no debemos afligirnos pues siempre la belleza subsiste en el recuerdo, concentran lo esencial de nuestra propuesta de esta semana, dando título a la emisión (y también, claro está, como es bien conocido, a Esplendor en la hierba, la magnífica película de Elia Kazan).

Espero que pese al regusto algo amargo de los textos y a la languidez un punto sombría de las canciones podáis disfrutar de un programa, como casi siempre emotivo y conmovedor, delicado y repleto de sensibilidad.

martes, 19 de mayo de 2015

 
IAN CURTIS/JOY DIVISION. EL AMOR NOS DESGARRARÁ
 
Buscando leones en las nubes vuelve a incurrir esta semana en una emisión conmemorativa, siendo como es la nostalgia una de nuestras señas distintivas. El 18 de mayo de 1980, hace ahora treinta y cinco años, Ian Curtis, el jovencísimo líder del grupo Joy Division, se suicidó con sólo veintitrés años, colgándose en la cocina de su casa cercana a Manchester. Tras de sí dejaba un par de discos de estudio, una somera obra consistente en una pocas decenas de canciones oscuras, siniestras, hipnóticas y melancólicas que supusieron, sin embargo, una renovación de la música pop y rock de la época, que bajo su influjo dejó atrás la rudeza del punk para adentrarse en territorios entonces inexplorados y que luego transitaron con éxito artistas como The Cure o Björk, Nick Cave o los actualmente famosos Arcade Fire.
 
La enigmática personalidad de Ian Curtis, su raro magnetismo, las peculiaridades de su atormentada existencia (con su carácter depresivo, sus crisis epilépticas, la culpa por el engaño extraconyugal que hizo quebrar su matrimonio juvenil) unidas al indudable valor de su poesía y su música, han dotado al personaje de una dimensión casi mítica, que se ha reflejado en los numerosos libros, artículos, películas y homenajes varios que se han sucedido desde su muerte.
 
Os recomiendo, en este sentido, la película Control, dirigida en 2007 por Anton Corbijn, creada a partir de las memorias de Deborah Curtis, la viuda del cantante. También resultan apreciables algunos libros, como Joy Division. El Fuego Helado, un interesante y exhaustivo análisis de los dos discos de larga duración que vio publicado el grupo, Unknown pleasures y Closer, de 1979 y 1980 respectivamente, y de su magnífica triada de singles, Transmission, Atmosphere y Love will tear us apart, escrito por Marcos Gendre y publicado, en una edición que incluye además las letras de sus principales canciones e infinidad de significativas fotografías del grupo y de representativos personajes de la época, por Ediciones Quarentena. También, desde otro ángulo, más creativo, Ian Curtis/Joy Division. Reversiones, publicado por la argentina Caja Negra Editora, presenta las letras de Joy Division en las versiones -recreaciones, en realidad- de cuatro autores argentinos, Mariano Dupont, Andi Nachon, Walter Cassara, Violeta Percia, y uno uruguayo, Roberto Echavarren.
 
En todos estos documentos -libros, película, fotografías, letras- aflora el interesante universo de Ian Curtis, cuyo especial magnetismo se manifiesta en su música, claustrofóbica y adictiva, que provocó en el joven que yo era entonces -hace ahora más de treinta y cinco años- un impacto y una conmoción inolvidables, hasta el punto de que aún hoy me recuerdo escuchando embelesado durante horas los sombríos tonos de aquellas canciones afligidas y desesperadas. Ese recuerdo es el que quiero evocar ahora, tres décadas y media después, con una emisión para la que he escogido una decena de sus temas, los que más me gustan, los que más escuché en aquella época, los que más permanecen en mi memoria hoy día y los que, quizá, sean también los más representativos del universo poético del malogrado artista. Todos ellos irán precedidos de sus respectivas letras, opresivas y gélidas, herméticas y desoladoras, ominosas y magnéticas, a partir de la traducción que hace de ellas Daniel Gascón en otro libro -el a mi juicio más interesante de entre los últimos publicados sobre el músico y su grupo- titulado Ian Curtis. En cuerpo y alma y presentado por la editorial Malpaso. Con un sugestivo prólogo de la citada Deborah Curtis, viuda del artista, y sustanciosos textos del crítico musical británico John Savage, que es quien firma la obra, el libro recoge las letras de todas sus canciones junto con los documentos originales -cuadernos, hojas sueltas, borradores varios- en los que se plasmaron, así como una significativa muestra de material adicional como fanzines, imágenes, cartas, entrevistas, portadas de libros pertenecientes al propio Curtis, en un volumen presentado en una muy cuidada edición.
 
Os dejo también, como complemento a esta entrada, un artículo publicado por Antonio Lucas en el diario El Mundo, en noviembre de 2014, con el título Cuando los demonios llevan el timón, y que presenta una interesante semblanza de nuestro invitado de esta semana.
 
 
Cuando los demonios llevan el timón. Antonio Lucas
 
De algunas músicas resulta difícil salir ileso porque fueron concebidas por alguien que anduvo por la vida sinceramente dañado. Y ese calambre se nota. Hay una estricta correspondencia entre el rock y los demonios del exceso, una vocación de leyenda en quienes resolvieron su intemperie con un puñado de canciones al modo de los himnos. Ian Curtis pertenece a esa genealogía lunática de los nacidos para arder. Aquellos que trabajan a pleno rendimiento contra sí mismos. Y emocionan. Y desconciertan. Y exigen lealtad en esa compañía hacia el subsuelo. Curtis fue un muchacho de Manchester, con los ojos glaucos y una furia desatada hacia dentro.
 
Aquel chiquito de voz encampanada fundó una de las bandas más decisivas del rock inglés de finales de los años 70, Joy Division. Primero en la estela del 'punk' y luego abriendo un camino de penumbra inmisericorde con la poesía como impulso. Curtis limitaba al norte con Lou Reed y al sur con las 'Iluminaciones' de Rimbaud. Al Este con Kafka y al Oeste con Bowie. Sus papás lo instalaron en el mundo el 18 de julio de 1956 no muy lejos de Manchester. La ciudad tenía el color duro de las urbes industriales, ese arpegio de aceros y carbonilla, chimeneas de ladrillo y bocina fabril. La epilepsia vino de serie con Curtis. La timidez. La extravagancia de los callados. Alto, con el pelo de flaco de escolanía, los huesos casi por fuera y la nariz dibujando en su cara un suave eslalom. Esto lo hacía inconfundiblemente vulgar por fuera, pero una hipersensibilidad hirviente lo afianzaba como un ser insólito por dentro.
 
Todo en su infancia fue normal, hasta donde la epilepsia permite que la vida de un párvulo no deflagre. Los libros primero y la música después comenzaron a tomar posiciones en su biografía. Los poemas. El dibujo. La salud quebrada. Y cuando la adolescencia fue pidiendo más madera llegó a su barrio el 'punk' en forma de Sex Pistols. En uno de los conciertos de la banda de Johnny Rotten, en 1976 y en Manchester, propuso a Peter Hook y a Bernard Sumner fundar una banda. Les faltaba el baterista, pero serían una banda. Primero como los Warsaw y poco después, a finales de 1977, como la extraordinara aventura que llamaron Joy Division: La División del Gozo, que era el pabellón de las prisioneras sometidas a vejaciones sexuales por los soldados alemanes en los campos de concentración.
 
Ese principio de oscuridad formaba parte del espíritu de cinc de Curtis. La ambigüedad de referentes tenía su raíz en la herencia 'punk' de la que escaparía pronto y bien. El coqueteo con la utillería nazi era otro gesto más de su desafío, una estética rebelde más que una apología del crimen.
 
Para entonces, el muchachito y su grupo se hacían sitio en los mejores sótanos de Manchester con un sonido de ultratumba y unas letras con algo de noche de ouija. Letras profundas y desoladas que formaban parte del derribo íntimo de Curtis. Grabaron cuatro canciones hinchadas de neurosis y abismo en un EP que titularon 'An ideal for living' y poco después, ya en 1978, ficharon por la discográfica Factory para echarse a volar. Y volaron.
 
Las letras de Joy Division eran el correlato exacto del alma sincopada de su líder. Unas piezas sobre la desolación, el vacío y las alienaciones del hombre que impactaban directamente en la solapa de la burguesía y, a la vez, entraban en combustión entre los parietales de una muchachada inflamable a la que se le ponía el corazón derviche con los ritmos secos e hipnóticos de la banda. Para esos días, Ian Curtis había perfeccionado su puesta en escena. En los conciertos convulsionaba y en el cerebelo iba hilvanando unos movimientos que lo contorneaban como una marioneta loquísima mientras se descoyuntaba en una mezcla de ataque epiléptico incontrolado y baile robótico descompensado.
 
Este chico era un espectáculo de vértigos y chamanismo, armando un espectáculo muy visceral que tenía algo de acontecimiento de la naturaleza para entusiasmo de la multitud agostada.
 
En todo este tiempo, a Ian Curtis le dio tiempo a casarse con Deborah Woodruffe y a tener una hija, Natalie. Y a escribir fieramente en cuadernos en los que dejaba la mano acelerar cuesta abajo generando poemas de escritura automática como un exorcismo. "Ahora puedo ver ante mis ojos cómo caen todas las piezas". Y versos para canciones aupados por el frío de los sin cobijo y los sin respuesta: "Una nube pende sobre mí, marca cada movimiento profundamente en el recuerdo de lo que en otro momento fue el amor". Vivía a plena luz del día, pero con la luna llena siempre basculando sobre los tejados de su agrietado ánimo.
 
Algunos de sus temas son un recuento de demonios y glaciaciones: 'Disorder', 'The day of the Lords', 'Isolation', 'She's lost control', 'Love will tear us apart'... En ellos hay ramalazos de la escritura de Ballard y de William Borroughs, digestiones apresuradas de los textos de Sartre y Herman Hesse... Curtis tenía en la depresión su carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida. En los fármacos una falsa viga maestra. En el alcohol una majada líquida en la que resguardarse de sí mismo. Daba golpes de Estado contra su tiniebla constante, pero ya demasiados demonios tenían el timón de su soberanía. De su trastorno bipolar.
 
Los conciertos se multiplicaban, sus espasmos crecían, el primer disco del grupo, 'Unknown pleasures', publicado en 1979, fue acogido como un acontecimiento. La gente se agolpaba en la jurisdicción íntima de Ian Curtis con el mismo empeño que la soledad le iba haciendo charco gota a gota. Durante una entrevista para el 'fanzine' belga 'En Attendant' conoció a Annik Honoré, empleada de la embajada de Bélgica en Londres. Comenzó entonces una aventura que vino a descompensar aún más su amortiguación psíquica, suficientemente descompensada entonces. Aquel muchacho frágil que votaba a Margaret Thatcher encontró en Annik un estímulo nuevo para intentar salir del laberinto. Pero en esa carrera loca y callada que era la vida le estaba esperando en la meta un féretro prematuro.
 
Los conciertos tenían cada vez más calado de ceremonia ritual. La epilepsia aparecía poderosa sobre el escenario en su siniestro y constante cameo. Las letras de sus poemas y canciones habilitaban cada vez más espacio para la extrañeza y el público se mordía la lengua de gusto mientras echaban a coro los diablos del vientre. La existencia de Curtis no podía asumir más material de derribo. Deborah (autora de la biografía del cantante, 'Touching from a distance. La vida de Ian Curtis y Joy Division') descubrió su relación con Anikka y aquellos cuernos fueron el detonante del desgarro último. La idea del divorcio aterraba aquel muchacho frágil que gastaba voz con ecos de bóveda. El fotógrafo y director Anton Corbijn lo expuso bien en el 'biopic' sobre Curtis, 'Control'.
 
Las impurezas de sufrir con tanta generosidad hicieron de él un ser tan complejo como inesperado. El 18 de mayo, en su casa de Manchester volvió a ver 'Stroszek', su película preferida de Werner Herzog. Escuchó 'The idiot', de su amado Iggy Pop. Y cuando ya en la madrugada dejó de hacer pie se ahorcó en la cocina. Tenía 23 años y demasiado dolor agrupado ya en su cabeza. En pocos días Joy Division iniciaba su primera gira por EEUU. Dos meses después salió el último disco de la banda, 'Closer'. En la tumba de aquel muchacho de ojos glaucos quedó este epitafio irremediable: "El amor nos destrozará". Y exactamente eso fue.

martes, 12 de mayo de 2015

 
UNA HISTORIA NO TIENE COMIENZO NI FIN
 
La segunda edición de Buscando leones en las nubes dedicada a la Feria del Libro de 2015, que estos días está celebrándose en la Plaza Mayor de Salamanca, se articula, como la de hace siete días, en torno a unos cuantos comienzos más o menos conocidos de algunas importantes obras de la historia de la literatura. Quince textos extraídos de En un lugar de la Mancha, el interesante librito, publicado por la editorial Comanegra, en el que, con sucintas glosas de Jordi Vicente e imágenes de Carlos Cubeiro, se recogen 50 grandes inicios de la literatura ilustrados y comentados. Las obras escogidas, muchas de ellas indiscutibles clásicos de la literatura universal, y sus respectivos autores son: La Divina comedia, de Dante Alighieri, Ana Karenina, de Lev Tolstói, La madre, de Maksim Gorki, Retrato del artista adolescente, de James Joyce, Scaramouche, de Rafael Sabatini, La vorágine de José Eustasio Rivera, El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, El Aleph, de Jorge Luis Borges, El túnel, de Ernesto Sábato, El fin de la aventura, de Graham Greene, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, El innombrable, de Samuel Beckett, Ciudad de cristal, de Paul Auster, Me llamo Rojo, de Orham Pamuk y Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño.
 
Y arropando los fragmentos leídos aparece, como de costumbre, una banda sonora, de tono melancólico y algo triste, compuesta por canciones dulces e intimistas pertenecientes a discos que han visto la luz, en la mayor parte de los casos, en los últimos meses. Jill Barber, José James, Lilly Hiatt, Sufjan Stevens, Cassandra Wilson, Neil Young, Emily Saunders, Kevin Maohgany, Eliane Elias, Jackson Browne, Natalia M. King, John Pizzarelli, Thievery Corporation con Elin Melgarejo, Diana Krall con Michael Bublé y Krista Detor son los intérpretes que han sonado en el programa.
 
Os dejo como cierre a mi comentario -que se acompaña de algunas fotos extraídas de Awesome People Reading, la interesante página a la que ya me referí la semana pasada- un texto de exaltación de la lectura debido a Gustavo Martín Garzo y publicado en El País el 26 de noviembre de 2011.
 
 
 
La decadencia de las palabras. Gustavo Martín Garzo
 
“Acojamos el tiempo tal como él nos quiere”, esta es la cita de Shakespeare que Stefan Zweig elige como pórtico de su libro de memorias, El mundo de ayer; un libro en el que habla de esa generación que vivió entre las dos guerras haciendo suyo el sueño de una Europa unida por el arte y la cultura. La última generación capaz de creer en el ser humano, como se afirma en la contraportada del libro.
 
¿Es verdad esto? ¿Podemos afirmar que la crisis de la razón y de la cultura es tan grande hoy en día que ya no es posible un sentimiento así? Vivimos en un mundo convulso y complejo, lleno de flagrantes injusticias, pero no es peor que el que le tocó vivir a Stefan Zweig, y basta leer su libro para ratificarlo. Puede que exista, sin embargo, una diferencia esencial. Leyendo a los escritores de ese tiempo, se tiene la impresión de que en el nuestro hemos dejado de creer en el valor de las palabras. Stefan Zweig pertenece a un mundo que pensaba que los escritores tenían algo que decir y que, por lo general, contribuían con sus libros y artículos a mejorar las cosas; mientras que hoy día no me parece que nadie piense nada parecido.
 
Zweig era un heredero de la Ilustración e, influido por el psicoanálisis, estaba convencido de que bastaba con nombrar los problemas para que estos empezaran a resolverse. Su libro está escrito en el año 1942, cuando el nazismo extiende su red fatal sobre toda Europa, y, a pesar de todos los horrores que narra, está lleno de esperanza.
 
Es cierto que unos meses después de terminarlo se suicidará con su mujer en Brasil, pero no lo es menos que cuando tiene que elegir las palabras que van a cerrar sus memorias, y su propia existencia, elige unas que afirman el poder sagrado de la vida: "Pero toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo ese ha vivido de verdad". Es cierto, sin embargo, que muy pocas veces las palabras han valido menos que hoy. Se trata de una paradoja, puesto que cuanto más hablamos y escuchamos hablar menos parece valer lo que decimos. En nuestro tiempo, el lenguaje no solo se utiliza para ocultar la realidad, sino que nadie se hace responsable de lo que dice, por lo que ha dejado de extrañarnos que alguien pueda afirmar hoy justo lo contrario de lo que opinaba unos días atrás.
 
Y es en la política y en los medios de comunicación donde estos vicios han adquirido un descaro mayor. Miguel Delibes escribió hace años que la misión del escritor era la convocatoria de la palabra, y convocar la palabra es algo más que una actividad estética, tiene un valor moral. Al hablar o escribir buscamos hacer posible un espacio de conocimiento, responsabilidad y alegre locura, un espacio de encuentro con los demás. Son las palabras las que vuelven habitable el mundo.
 
Ser hombre es vivir en el lenguaje, alimentarse de palabras. Símbolo, según Covarrubias, viene de symbolum, que significa señal para reconocerse, aludiendo a una tablilla que, repartida entre dos o más personas, estos debían completar al encontrarse para identificarse entre sí. El origen de nuestro pensamiento es esa falta. O dicho de otra forma, hablamos con los demás, y les hacemos hablar, tratando de recibir de ellos lo que nos completa. No creo que hoy día muchos esperen algo así de los escritores. Se espera, a lo sumo, que amenicen las sobremesas de los políticos y de los medios de comunicación. En estos últimos años hemos asistido a una pérdida indiscutible del prestigio del universo del libro. Los cambios se han sucedido a una velocidad de vértigo, y el hombre actual apenas ha tenido tiempo para asimilarlos. No me refiero solo al hombre que podríamos considerar común. También entre el hombre culto de hoy y el de hace unas décadas hay diferencias esenciales. Hoy día, por ejemplo, sería difícil encontrar a un hombre, por muy culto que fuera, que conociera el latín y el griego, que pudiera recitar de memoria a Homero o a Virgilio, o ciertos monólogos de Shakespeare.
 
Las lecturas se suceden, pero nadie parece interesado en demorarse más de la cuenta en un libro, ni en aproximarse por tanto a ese ideal de lectura que le hacía afirmar a Joyce que el libro verdadero era aquel que exigía al lector que entregara su vida a la tarea de leerlo. El lector que alimenta con su elección las listas de libros más vendidos en nada se parece a ese misterioso lector del que hablara Lezama Lima, que llega a tener para una sola lectura la presencia y esencia de todos sus días.
 
Las mismas páginas de cultura de los periódicos, como hace poco denunciaba con lucidez Juan Goytisolo, cada vez se parecen más a las páginas de ocio o a las revistas del corazón, como si todo su afán fuera complacer a los que no leen en vez de a esos discretos lectores de los que hablaba Joyce. La abundancia de novedades, la inserción decidida en una cultura de la compra y el desecho, hacen incluso de esa figura improbable del lector de hoy algo bien distinto de lo que podía ser hace años. Es uno de los nombres más de ese acumulador insaciable en que se ha convertido el hombre occidental. Nunca este se ha movido más por lo que ve, lo que puede poseer de manera inmediata. “El materialismo, ha escrito Borges, dijo al hombre: hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y de territorios. Así nació la falacia del progreso. Que el hombre vuelva a capitalizar siglos en vez de capitalizar leguas. Que la vida humana sea más intensa en lugar de ser más extensa”.
 
La pérdida de prestigio y autoridad de la institución literaria parece indiscutible en nuestros días. Pero ¿y si esto no fuera tan malo? ¿Y si favoreciera el nacimiento de una relación distinta con los libros, aquella que por otra parte es la que siempre han tenido con ellos todos los verdaderos lectores? ¿Y si ese olvido general les estuviera favoreciendo, si favoreciera a los escritores, que olvidados de ese papel social pueden concentrarse de una forma más decisiva en su propia tarea, ocuparse tan solo de escribir mejor, de hacerlo como forma extrema de resistencia frente al mismo olvido y la muerte del pensamiento? ¿No fue visto en muchos círculos de vanguardia el éxito mismo como un signo de corrupción artística?
 
En un cuento de los hermanos Grimm, Los seis cisnes, una niña tiene que coser seis camisas de anémonas y permanecer en silencio varios años para conseguir que sus hermanos, hechizados por una bruja, recuperen la forma humana. El lector debe ser como esa niña. La literatura no nos entrega un saber, sino un espacio de incertidumbre y espera. Tiene que ver con lo que no conocemos, es el reino del secreto. Como hace la niña del cuento de los hermanos Grimm al tejer en silencio sus camisas, leer es depositar en el mundo una verdad perteneciente al alma.

martes, 5 de mayo de 2015

 
NO HE QUERIDO SABER
 
Bienvenidos una vez más a Buscando leones en las nubes, que esta semana os ofrece una emisión especial -que tendrá su continuación el lunes próximo- de celebración de la lectura con ocasión de la inminente apertura en nuestra ciudad de la Feria del Libro, que se inaugura dentro de unos días. Para ello, y con un fondo sonoro compuesto por deliciosas canciones (interpretadas por Fleurine con Brad Melhdau, Lila Downs, Matthew E. White, Van Morrison con su hija Shana, Grazie di Michele, The Staves, Jimmy Witherspoon, Dayna Kurtz, Cat Power, Joâo Gilberto, The Unthanks, Natalie Prass y Silje Nergaard), dulces y recogidas como es costumbre en nuestro programa, quiero proponeros, en la parte literaria de ambas ediciones, un interesante y espero que entretenido juego que tiene a los libros como protagonistas.
 
Para ello, entre los dos programas aparecerán una treintena de muy conocidos comienzos de libros, la mayoría grandes clásicos, extraídos de una publicación, cuyo título es un significativo En un lugar de la Mancha, en la que se recogen cincuenta grandes inicios de la literatura ilustrados y comentados. El libro, en el que Jordi Vicente nos ofrece comentarios, anécdotas y curiosidades sobre cada una de las cincuenta obras seleccionadas, y cuya presentación se complementa con otras tantas ilustraciones muy sugerentes y originales de Carlos Cubeiro, se publica en la barcelonesa editorial Comanegra de la que ya os hablé aquí hace unos meses en relación a otro volumen similar, ¿Hablas conmigo?, que incluía otro medio centenar de, en ese caso, frases “míticas” de la historia del cine.
 
La condición de juego a la que aludía unas líneas más arriba tiene que ver con la apuesta -a la que os invitaba en la versión radiofónica, en un plano íntimo y particular, sin repercusión externa ni en la emisión ni fuera de ella- que os llevara a intentar adivinar los títulos de las obras literarias cuyos comienzos se presentan en el programa. Si escuchándolo habéis intentado -u os disponéis a hacerlo ahora, al escuchar la emisión en el blog- averiguar los títulos y los autores seleccionados, llega el momento de salir de dudas acerca de los aciertos que hayáis podido tener con la referencia completa de dichas obras, por lo que anticipo -aviso para navegantes especialmente interesados- un particular e irrelevante spoiler que resuelve el por otro lado escaso misterio. Así, los textos leídos pertenecen a algunos significativos títulos de la historia de la literatura como son La vida y opiniones del caballero Tristam Shandy, de Laurence Sterne, Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, El gato negro, de Edgar Allan Poe, Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, La Regenta de nuestro Leopoldo Alas, Clarín, Crimen y castigo, el clásico de Fiódor Dostoyevski, Ethan Frome, quizá el menos notorio de todos los seleccionados, de Edith Warton, Por el camino de Swann, la obra magna de Marcel Proust, El extranjero, de Albert Camus, 1984, de George Orwell, El guardián entre el centeno, la muy difundida novela juvenil del enigmático J.D. Salinger, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, con sus primeras palabras, tan citadas y, por último, Corazón tan blanco, la espléndida novela de Javier Marías.
 
Y precisamente de Javier Marías es el estupendo artículo, con la lectura como protagonista, publicado recientemente en El País Semanal del pasado 27 de marzo, que os transcribo íntegro como despedida de esta entrega. Además, os dejo acompañando el texto una espléndida foto seleccionada entre centenares de las que se encuentran en la extraordinaria página Awesome People Reading, que os recomiendo y de la que voy a “surtirme” más de una vez en el futuro.
 
 
Percebes o lechugas o taburetes. Javier Marías
 
El titular no podía ser más triste para quienes pasamos ratos magníficos en esos establecimientos: “Cada día cierran dos librerías en España”. El reportaje de Winston Manrique incrementaba la desolación: en 2014 se abrieron 226, pero se cerraron 912, sobre todo de pequeño y mediano tamaño. Las ventas han descendido un 18% en tres años, pasándose de una facturación global de 870 millones a una de 707. La primera reacción, optimista por necesidad, es pensar que bueno, que quizá la gente compra los libros en las grandes superficies, o en formato electrónico, aunque aquí ya sabemos que los españoles son adictos a la piratería, es decir, al robo. Nadie que piratee contenidos culturales debería tener derecho a indignarse ni escandalizarse por el latrocinio a gran escala de políticos y empresarios. “¡Chorizos de mierda!”, exclaman muchos individuos al leer o ver las noticias, mientras con un dedo hacen clic para choricear su serie favorita, o una película, o una canción, o una novela. “Quiero leerla sin pagar un céntimo”, se dicen. O a veces ni eso: “Quiero tenerla, aunque no vaya a leerla; quiero tenerla sin soltar una perra: la cultura debería ser gratis”.
 
Pero el reportaje recordaba otro dato: el 55% no lee nunca o sólo a veces. Y un buen porcentaje de esa gente no buscaba pretextos (“Me falta tiempo”), sino que admitía con desparpajo: “No me gusta o no me interesa”. Alguien a quien no le gusta o no le interesa leer es alguien, por fuerza, a quien le trae sin cuidado saber por qué está en el mundo y por qué diablos hay mundo; por qué hay algo en vez de nada, que sería lo más lógico y sencillo; qué ha pasado en la tierra antes de que él llegara y qué puede pasar tras su desaparición; cómo es que él ha nacido mientras tantos otros no lo hicieron o se malograron antes de poder leer nada; por qué, si vive, ha de morir algún día; qué han creído los hombres que puede haber tras la muerte, si es que hay algo; cómo se formó el universo y por qué la raza humana ha perdurado pese a las guerras, hambrunas y plagas; por qué pensamos, por qué sentimos y somos capaces de analizar y describir esos sentimientos, en vez de limitarnos a experimentarlos.
 
A ese individuo no le provoca la menor curiosidad que exista el lenguaje y haya alcanzado una precisión y una sutileza tan extraordinarias como para poder nombrarlo todo, desde la pieza más minúscula de un instrumento hasta el más volátil estado de ánimo; tampoco que haya innumerables lenguas en lugar de una sola, común a todos, como sería también lo más lógico y sencillo; no le importa en absoluto la historia, es decir, por qué las cosas y los países son como son y no de otro modo; ni la ciencia, ni los descubrimientos, ni las exploraciones y la infinita variedad del planeta; no le interesa la geografía, ni siquiera saber dónde está cada continente; si es creyente, le trae al fresco enterarse de por qué cree en el dios en que cree, o por qué obedece determinadas leyes y mandamientos, y no otros distintos. Es un primitivo en todos los sentidos de la palabra: acepta estar en el mundo que le ha tocado en suerte como un animal –tipo gallina–, y pasar por la tierra como un leño, sin intentar comprender nada de nada. Come, juega y folla si puede, más o menos es todo.
 
Tal vez haya hoy muchas personas que crean que cualquier cosa la averiguarán en Internet, que ahí están los datos. Pero “ahí” están equivocados a menudo, y además sólo suele haber eso, datos someros y superficiales. Es en los libros donde los misterios se cuentan, se muestran, se explican en la medida de lo posible, donde uno los ve desarrollarse e iluminarse, se trate de un hallazgo científico, del curso de una batalla o de las especulaciones de las mentes más sabias. Es en ellos donde uno encuentra la prosa y el verso más elevados y perfeccionados, son ellos los que ayudan a comprender, o a vislumbrar lo incomprensible. Son los que permiten vivir lo que está sepultado por siglos, como La caída de Constantinopla 1453 del historiador Steven Runciman, que nos hace seguir con apasionamiento y zozobra unos hechos cuyo final ya conocemos y que además no nos conciernen. Y son los que nos dan a conocer no sólo lo que ha sucedido, sino también lo que no, que con frecuencia se nos aparece como más vívido y verdadero que lo acaecido. Al que no le gusta o interesa leer jamás le llegará la emoción de enfrascarse en El Conde de Montecristo o en Historia de dos ciudades, por mencionar dos obras que no serán las mejores, pero se cuentan entre las más absorbentes desde hace más de siglo y medio. Tampoco sabrá qué pensaron y dijeron Montaigne y Shakespeare, Platón y Proust, Eliot, Rilke y tantos otros. No sentirá ninguna curiosidad por tantos acontecimientos que la provocan en cuanto uno se entera de ellos, como los relatados por Simon Leys en Los náufragos del “Batavia”, allá en el lejanísimo 1629. De hecho ignora que casi todo resulta interesante y aun hipnotizante, cuando se sumerge uno en las páginas afortunadas. Es sorprendente –y también muy deprimente– que un 55% de nuestros compatriotas estén dispuestos a pasar por la vida como si fueran percebes; o quizá ni eso: una lechuga; o ni siquiera: un taburete.