martes, 29 de julio de 2014


EL AROMA DE LOS VIAJES

La última edición de Buscando leones en las nubes por este curso es también la cuarta y última entrega de la serie que durante el mes de julio hemos dedicado a Aromas, el magnífico libro de Philippe Claudel que presentó hace unos meses la editorial Salamandra.
 
Hoy, como las tres semanas precedentes, recogemos también textos del libro del escritor francés en los que se evocan episodios y acontecimientos relevantes de la infancia, adolescencia y juventud del autor a partir de las sugerencias sentimentales que inducen en él algunos olores que han protagonizado su vida. Así, el narcótico olor del éter, el rancio de la col, el solar de los rastrojos, el sintético e inquietante de las droguerías, el intenso y disipado del cannabis, el penetrante y nutritivo del ajo, el denso y acre de las iglesias, el embriagador de las umbelíferas y los exóticos y prometedores de los viajes, nos trasladan a otros tantos momentos de la existencia de Philippe Claudel, que con su prosa precisa y sugerente nos hace revivir momentos y situaciones que muchos de nosotros también hemos experimentado en nuestras vidas.
 
En el apartado musical del programa esta semana he querido introducir una novedad con respecto a las tres emisiones anteriores, en las que las canciones radiadas hablaban también de aromas. Para esta edición, en cambio, he elegido nueve temas espléndidos, recogidos y delicados, en el tono habitual de Buscando leones en las nubes, que sin hablar de olores se relacionan con nuestro tema central porque los nueve han aparecido en la banda sonora de anuncios de perfumes, canciones que han acompañado las campañas publicitarias de algunos de los grandes nombres del universo comercial de las fragancias. Y así, Billie Holiday, Mina, Zenet (su intensa, conmovedora y enamorada Soñar contigo nos emociona en el vídeo que complementa esta entrada), Antony & The Johnsons, Vanessa da Mata, Yeah Yeah Yeahs, Joss Stone, CocoRosie y Dean Martin, con su estupenda versión de ¿Quién será?, el famoso mambo compuesto en 1953 por los mexicanos Pedro Beltrán y Luis Demetrio, son los intérpretes que en su momento ilustraron los conocidos “comerciales” de los famosos Nº 5 de Chanel, One de Dolce & Gabanna, Aura de Loewe, La fragancia de Massimo Dutti, Agua fresca de Adolfo Domínguez, Downtown de Calvin Klein, Coco Mademoiselle, también de Chanel, Amour de Kenzo y Blue seduction de Antonio Banderas.
 
El olfato, un cuadro de Rubens y Brueghel el viejo, pintado entre 1617-1618 para formar parte de la serie de Los Sentidos creada para los archiduques de los Países Bajos Alberto e Isabel Clara Eugenia, ilustra esta entrada con su sensual universo rebosante de fragancias.
 
 
Viaje
 
Baudelaire -de nuevo Baudelaire- sabía perfectamente que un mundo puede caber en un frasco o esconderse entre los espesos rizos de una cabellera dormida. Y yo siempre llevo sus versos conmigo, como un vademécum más útil que toda guía de viaje, de cualquier viaje, porque viajar también es perderse, desprenderse de lo conocido para renacer sin referencias y dejar que nuestros sentidos domestiquen la tierra. Percibimos entonces, como nunca antes, el aliento de los países nuevos. Durante años me pierdo a menudo, feliz, en los mercados de Estambul, Marrakech, El Cairo, Asuán, Taipei, Huaraz, Shanghai, Denpasar, Bandung, Lima, Saigón, Cholon, Hué o Hanoi, Malatya, Helsinki, Mérida y otras muchas ciudades grandes y pequeñas, achicharrantes, como Diyarbakir, que esconde las rubias y aromáticas pilas de su mercado de tabaco a la sombra de un antiguo caravasar, o gélidas, como esta Cracovia de enero donde busco algo para protegerme las entumecidas manos entre tenderetes atestados de pieles, pesebres de papel de plata o almizcle. Los nombres son poemas. Los olores, barcas a la deriva que nos mecen suavemente. Cuando viajo a alguna parte, hay dos sitios que me atraen en especial, los primeros que visito. La iglesia, si estoy en un país cristiano, y el mercado. La iglesia, porque en ella siempre acabo encontrando el mismo olor a piedra fría, cera, mirra e incienso. En cierto modo, es mi casa portátil, mi hogar permanente, con su imaginería familiar, su paz y su silencio. El mercado, porque en él huelo el alma de una tierra, la piel de su gente y los frutos de su trabajo en una mareante mezcla de repulsivos o deliciosos efluvios de grasa cruda o frita, toronjil y cilantro cortado zafiamente con tijeras, excrementos de pájaros cautivos y carne de reses recién sacrificadas, jazmín y pieles curtidas, azufre y canela, pétalos de rosa y entrañas, almendras naturales o tostadas, alcanfor, éter y miel, salchichas y menta, lirios, aceite, sopas y buñuelos, bacalao y pulpo, algas secas y cereales. Alinear nombres, oler sus sílabas, es escribir el gran poema del mundo y de sus profundos deseos. Cendrars, famélico, lo sabía muy bien mientras escribía su retahíla de Menús soñados tiritando en el corazón de una Nueva York que no lo quería. Cada letra tiene un aroma, cada verbo, una fragancia. Cada palabra trae al recuerdo un lugar y sus olores. Y el texto que tejemos poco a poco, al azar duplicado del alfabeto y la memoria, se convierte en el maravilloso y perfumado río, mil veces ramificado, de nuestra vida soñada, de nuestra vida vivida, de nuestra vida por vivir, que nos lleva y al mismo tiempo nos revela.

martes, 22 de julio de 2014


ESENCIAS DE LA JUVENTUD

El tercer programa de la serie que Buscando leones en las nubes lleva dedicando durante este mes de julio al libro Aromas, de Philippe Claudel, publicado por la editorial Salamandra, se mueve en las mismas pautas en las que hemos planteado los dos anteriores: textos extraídos de la obra del escritor francés en los que se evocan episodios de la niñez y la adolescencia del autor -o de un personaje que se parece mucho a él- a partir de las evanescentes sensaciones provocadas por olores y fragancias, esencias y efluvios cargados de significado. En concreto, en la emisión de esta semana son los de la humedad, las discotecas, las peluquerías, los pantalones de pesca, los gimnasios, las habitaciones de hotel, las acacias y la casa de la infancia los aromas rememorados en un ejercicio de introspección sentimental muy lírico, emotivo y siempre apasionante.

Y entre los textos, fragantes y embriagadoras canciones, en las que los olores de la nostalgia, de la juventud, de la nieve, del mar y el pescado, el olor a jazmín de la brisa veraniega, y, cómo no, el penetrante y atractivo olor de la persona amada protagonizan las historias narradas. Maysa Materazzo, Patti Smith (cuya versión del Smells like teen spirit -Huele a espíritu adolescente- de Nirvana, aparece en el programa y en el vídeo que acompaña esta entrada), Véronique Sanson, Blind Boy Fuller, Eduardo de Crescenzo, Seals and Croofts, Alfredo Zitarrosa y Walter Davis son sus intérpretes.

Un “perfumado” cuadro de John William Waterhouse, The soul of the rose, pintado en 1908, ilustra este comentario. Waterhouse es un destacado exponente del movimiento prerrafaelita, algunas de cuyas obras pueden verse en la magnífica exposición que estos días dedica el Museo Thyssen de Madrid a Alma Tadema, otro gran representante de la romántica e inspiradora “hermandad”. ¡¡¡No os la perdáis!!!

La casa de la infancia

Es 17 de noviembre de 2011 y estoy sentado a la mesa de la cocina. Fuera, la temperatura es de varios grados bajo cero. Chispea. Es uno de esos días grises que tanto me gustan. Dentro de dos horas habrá anochecido. La casa lleva más de dos años deshabitada. Desde la muerte de mi padre. La han vaciado parcialmente y limpiado. Todavía quedan muchas cosas, muebles, cajas abiertas, pilas de vajilla, bolsas de plástico que empezaron a llenarse de cosas diversas, medicamentos, papeles... La cama de mi padre ha desaparecido. La rompió al desplomarse una mañana después de ir a tomarse su café. Las escobas están de brazos cruzados. Una aspiradora que parece aburrirse ocupa ella sola el salón entero. La casa se asemeja a un cadáver que hubieran empezado a adecentar y dejado así, abandonado, sin más, ni por repugnancia ni por olvido, sino sencillamente porque había otras cosas que hacer. He dudado largo rato antes de venir a escribir este texto aquí, en la misma mesa en la que, de pequeño, hago los deberes, en esta cocina, que apenas ha cambiado, donde mis hermanas, Brigitte y Nathalie, mis padres y yo comemos, cenamos y jugamos al Monopoly, al Enano Amarillo, a los Caballitos o al Tutti frutti. En esta casa hoy hace mucho frío. No está caldeada. Ya no vive nadie. Es la casa de un muerto; en su tumba a menos de doscientos metros, al otro lado de la carretera, mi padre no debe de pasar mucho más frío que yo. Si alzo la cabeza, me reencuentro con el paisaje de mi infancia tras la ventana. Los jardines siguen ahí, aunque ahora abandonados a su suerte. Los hombres y las mujeres que los cuidaban con tenacidad desaparecieron hace mucho. Pronuncio sus nombres para que no se olviden del todo: el corpulento Hoquart, la señora Cahour, el matrimonio Monin, el matrimonio Herbeth, el señor Méline, el señor Lebon. Nuestros vecinos, los Moretti, los Claude, los Rippling, los Finot. Ya está. Siguen ahí el estanque, los prados, la corriente del Sanan, el Gran Canal y, más allá, el monte Rambetant, que desaparece entre la niebla y el cielo. Alguien ha aparcado una caravana al otro lado del sendero; una discordante mancha blanca y amarilla. Me pregunto a qué viajero esperará. Aunque puede que su dueño la dejara ahí como quien trata de darle esquinazo a su perro cuando se cansa de él. Recorro las habitaciones. Entro por el garaje, después de descorrer los tres cerrojos que mi padre puso en la puerta en sus últimos e inquietos días. Vuelvo a aspirar el olor a gasolina, alcantarilla y taller de bricolaje, aceitera, correas de cuero, cinchas. En el banco de trabajo, escrita en la madera misma, leo la frase de Einstein que mi padre convirtió en cómoda divisa: “El orden es la virtud de los mediocres”. Vuelvo a estar en mi casa, en terreno conocido. Pero después, nada. Subo al primer piso: la cocina, la habitación, el salón, la sala de estar. Abro los postigos. Voy al granero, paso por la habitación de mi hermana mayor y llego a la buhardilla, que mi padre acondiciona cuando tengo trece años. Mi habitación. Mis dominios, que se convierten en los de mi hermana pequeña al irme yo. Revestimiento de pino en las paredes y el techo, escritorio de la misma madera, moqueta verde. Me gusta esta habitación. Me recuerda los refugios de montaña, con los que sueño y que más tarde frecuentaré. Ahí tengo mi primera erección. Ahí me hago la primera paja pensando en las tetas de mi profesora de alemán de cuarto curso. Ahí me fumo el primer cigarrillo. Ahí veo durante años, en un televisor en blanco y negro, el programa de cine de Claude-Jean Philippe y ahí, por tanto, bajo el tejado, es donde conozco a Jean Grémillon, Julien Duvivier, Ernst Lubitsch, Frank Capra, Federico Fellini y tantos otros. El mismo frío avergonzado inunda todas las habitaciones, y por mucho que olfateo, me sueno varias veces para despejarme la nariz y cierro los ojos, no percibo ningún olor, ningún aroma. Nada. La casa ya no huele a nada. Mi padre se marchó llevándose consigo las que fueron las señas de identidad de este hogar. Murió, y con él el olor de la casa. Tengo frío. Es la primera vez que escribo aquí después de tantos años. Más de treinta, creo. También es la última. Pronto la casa será vendida y la pintarán de nuevo, la reformarán. La ocuparán personas que traerán consigo sus vidas, sueños, penas, angustias e inquietudes. Aquí dormirán, se amarán, comerán, se lavarán, irán al baño, arreglarán cosas, llorarán, reirán, criarán a sus hijos. Poco a poco, la casa, como maleable cera, se adaptará a ellos y retendrá sus olores. Sé que cuando pase por delante en coche o bicicleta no miraré. No podré. Cuando vaya a Sommerviller, preferiré volver la cabeza hacia la derecha, hacia el cementerio, hacia los muertos, hacia mi padre. Es triste no sentir ya nada. Es triste estar aquí, en esta casa fría que ha perdido su olor, como Peter Schlemihl perdió su sombra. Creía que me emocionaría. Incluso que lloraría, yo, que lloro por nada. Pero no. Sólo estoy sorprendido. Asombrado. No sé si quien ha cambiado soy yo o la casa. Pero ahora somos como dos extraños. En el fondo es culpa mía. Nadie me ha obligado a venir. Voy a marcharme. Volveré a cerrar los postigos, apagaré las luces y echaré los tres cerrojos. Regresaré a la vida. Aquí ya no hay sitio para mí. Acabo de comprenderlo. Y también de estornudar. Si me quedo, voy a pillar un resfriado. A “pillar la muerte", decimos aquí.

martes, 15 de julio de 2014


OLOR DE LA PRIMERA INFANCIA

Esta semana nuestro espacio vuelve a centrarse en Aromas, el espléndido libro de Philip Claudel en el que el escritor francés se adentra, de un modo introspectivo e intimista, lírico y muy bello, en los recuerdos de su infancia y juventud, a partir de las evocaciones que suscitan en él las fragancias de algunos objetos, lugares o gentes que lo retrotraen a esos tiempos que en la memoria siempre aparecen -pese a la capa de nostalgia que los tiñe- preñados de dulzura, de inocente plenitud, de asombro entusiasmado, de tierna felicidad. Con los olores, esta semana, de la infancia dormida (en un precioso texto en el que aparece la mención al cuadro de Klimt que acompaña esta entrada), la vejez, la salsa de tomate, el aftershave paterno, la maternal pomada, el carbón, los establos y el sexo femenino, nos desplazamos al pasado -no sólo al del autor sino, con las singularidades oportunas en cada caso, al nuestro propio- para soñar en nuestras vidas siempre más felices cuando las examinamos en estos benévolos repasos retrospectivos.
 
En el programa se pueden escuchar los evocadores fragmentos del libro envueltos en las melodías, también rezumando fragancias, interpretadas por Sparks, Madonna, Marcela Bella, Maria Bethania, Jerry Reed, Cesaria Évora, Viktoria Tolstoy y Duquende con el respaldo de Tomatito a la guitarra, una presencia flamenca nada habitual en Buscando leones en las nubes. Sus canciones nos han traído el aroma de la nieve, de las flores, del mar, del amor, de los cuerpos, o las innumerables esencias de Dior, Calvin Klein, Ralph Lauren, Clinique, Moschino, Armani, Guerlain, Chanel, Gaultier y tantos otros que aparecen en la envolvente Perfume, de Sparks, con la que hemos empezado el programa y en la que un enamorado narrador enumera decenas de conocidas esencias para concluir, entregado y poético, que la ausencia de un aroma de moda en el cuerpo de su amada es, precisamente, y entre tanta oferta comercial, la razón por la que desea entregarle su vida. En fin, los caminos por los que el romanticismo acaba manifestándose son inescrutables aunque casi siempre atractivos...
 
 
Niña dormida
 
Nada puede decirnos mejor lo que somos, o lo que fuimos, que el olor de la piel de una criatura que, entregada al sueño, descansa en su cama con la boca entreabierta, sin ningún miedo o temor, sin temblar, porque sabe que estamos cerca, muy cerca de ella, dispuestos a alejar las tinieblas, a disolverlas o, en caso necesario, a negarlas. Cuando mi hija es muy pequeña, a veces voy de noche a su habitación porque me ha parecido oírla gemir, o quizá llorar, y la idea de que pueda sufrir, aunque sea en sueños, me resulta tan insoportable que abandono mi precario descanso de padre y acudo a su lado. Siempre duerme boca arriba, con los antebrazos levantados a ambos lados de los rollizos mofletes, las manitas extendidas, los dedos separados y las largas pestañas cerradas como frágiles y delicadas persianas sobre los hermosos e invisibles ojos. Me quedo allí un buen rato, contemplándola como quien contempla incrédulo una maravilla, sin creer que exista de verdad y esté unida a mí por lazos que nada podrá desatar nunca, ni siquiera la muerte, que tantas cosas desata. En la penumbra, veo su frágil pecho alzarse apaciblemente y volver a bajar con idéntica placidez, para alzarse de nuevo, y no consigo pensar más que en ese movimiento que resume la vida y sus esperanzas, su fragilidad. Poso un dedo en su mano. Le acaricio las mejillas, la frente, el fino cabello negro, sedoso y cálido, y me inclino para besar su cuello sin hacer ruido. Es como si me acercara a la niña desnuda que duerme acurrucada contra su madre, también desnuda, en el hermoso cuadro de Gustav Klimt Las tres edades de la mujer, retrato de un instante de intimidad cotidiana, de una noble y fecunda humanidad, pintura de la azucarada tibieza de la piel y el sudor, de la confianza en el sueño más seguro, ese en el que nada puede pasarnos. Es como una súbita inmersión en el olor más natural, el de la vida en sus balbuceos, cuando no es más que blandura alimentada con caricias y leche, sonrisas y nanas, manos que velan, calman y protegen. Olor de los primeros años, a carne tierna, cremas y talco. Olor de esa primera infancia protegida, dulce y gorjeante, tranquila, serena, que por desgracia nos deja tan pronto, apenas iniciamos el camino, nos ponemos de pie y avanzamos solos por él, hasta que ya no queda nada de lo que fuimos: aquellas débiles criaturas acurrucadas con confiado abandono entre los brazos y las sonrisas de quienes nos trajeron al mundo.

martes, 8 de julio de 2014


EL PERFUME DE TU CUERPO

A lo largo de este mes de julio, en cuatro lunes sucesivos, y en emisiones que, con la programación regular de Radio Universidad ya finalizada, sólo saldrán al aire a través de este blog, os voy a ofrecer cuatro programas que recogen una treintena larga de fragmentos extraídos de un libro magnífico, Aromas, escrito por Philippe Claudel y publicado, como el resto de su obra, por la editorial Salamandra. En el blog de mi otro espacio en Radio Universidad, Todos los libros un libro, podréis encontrar información sobre otros libros de Claudel y ampliar así la información sobre los muchos motivos de interés de la obra del novelista francés.
 
Hoy, este Aromas que centrará nuestros programas veraniegos no es propiamente una novela, sino una especie de evocación autobiográfica -o al menos con una destacada presencia de la propia vida del escritor- en la que Philippe Claudel rescata, a través de los olores a los que hace referencia el título, los escenarios de su vida -sobre todo los de su infancia- en una rememoración, inundada de poesía y lirismo, de melancolía y sensibilidad, de los días del pasado, revividos gracias a la poderosa capacidad de sugestión de los perfumes, las fragancias, los aromas de personas y lugares, de objetos y espacios, de alimentos y plantas y lociones y bebidas y ropas y tantos “motivos para el recuerdo” más. Intimista y nostálgico, delicado y conmovedor, el sutil ejercicio de memoria que nos ofrece el magnífico escritor francés es deslumbrante y proporciona momentos de lectura inolvidable, algunos de los cuales pretendo trasladaros aquí en estas cuatro ediciones de julio que ahora os presento.
 
Entre los fragmentos literarios, hoy dedicados a los aromas de las sábanas limpias, las novias, los jerseys, la canela, la crema solar, los habanos, las bodegas, las aulas y el despertar (este último texto, repleto de ternura, de enamorada entrega, de belleza y dulzura, os lo ofrezco también aquí, íntegro, al término de esta entrada), suenan también perfumadas canciones, rezumando olores y fragancias varias que completan nuestra propuesta de esta noche. Sus intérpretes, Carol Andrade, Van Morrison, Gianna Nannini, Hooverphonic, Liane Foly, Ibrahim Ferrer, Greg Brown, Maria Dimitriadi y At Swin Two Birds, nos hablan en sus temas de los olores de aceites y jazmines, del de las gardenias y el café, del adorable olor de la piel amada, del atávico olor del miedo animal, del intenso olor del sexo, del evanescente olor del amor, del penetrante e inolvidable y muchas veces doloroso olor del pasado.
 
 
Despertar
 
Salgo de la noche con la sorpresa de seguir vivo. Con el paso de los años, empiezo a ver ese momento cotidiano como la renovación de una frágil prórroga. Temo que una noche se acabe y, al acostarme, apagar la luz y besar a la mujer a la que quiero, sea la última vez que haga esas cosas habituales. No es miedo a morir, sino más bien pánico a no vivir más, es decir, a emprender solo caminos desconocidos, ya sea el de la muerte, del que nada sabemos, pero que imagino como un callejón sobre cuyas dimensiones no podrán informarme ni mis inoperantes sentidos ni mi conciencia, irremisiblemente apagada; ya sea el de la vida, pero la vida sin la presencia de mi amada, que sería entonces una existencia cercenada, mutilada, sanguinolenta. Así que, cuando me despierto y poco a poco retomo mi lugar en el somnoliento mundo, en el corazón de la mañana y de la luz naciente, mis manos van como imantadas a acariciar el cuerpo que descansa junto al mío, mientras siento el calor y oigo la lenta respiración de ese cuerpo, que sigue sumido en el sueño sin sospechar que yo acabo de abandonarlo; me acurruco a su lado, piel contra piel, sumergiéndome en la tibieza nocturna de las sábanas y de la tela, más fina y liviana, del camisón que lo cubre, dejando a la vista hombros, brazos y el nacimiento del pecho, por el que mis dedos se deslizan para sentir la vida y los latidos de la sangre. Son instantes de la más pura intimidad, de un amor que no necesita palabras para expresarse. Los olores de los cuerpos de quienes se aman y han compartido las horas nocturnas, aunque separados por su solitario sueño, tienen mucho que ver con los que flotan en esos cuentos de hadas en los que una princesa encantada aguarda el beso de su príncipe para despertar. Lo que percibo es el calor de la vida en hibernación, restaurada por un descanso que ha relajado el cuerpo, que lo ha distendido como a una suave tela de seda liberada de un cajón. Antes de que mi amada abra los ojos, antes de que me vea y me sonría, lo que deseo abrazar oliendo su piel y su pelo es nuestra presencia común, que hace de ese despertar un nuevo comienzo de nuestro amor, el alba resucitada de una armonía duradera.

martes, 1 de julio de 2014


ATRAPANDO NUBES

Esta semana cerramos las emisiones radiadas de Buscando leones en las nubes por este curso 2013/2014. A lo largo del mes de julio, los cuatro programas que os ofreceré verán la luz exclusivamente aquí, en nuestro blog. Y con esta edición postrera ponemos fin, además, a la breve serie que estamos dedicando al tema de las nubes, al cual nos hemos aproximado hace siete días desde nuestra doble vertiente habitual, la literaria y la musical.
 
Desde el punto de vista de la literatura esta semana os propongo doce poemas centrados en las nubes y que nos hablan de su fragilidad y su condición efímera, de su carácter simbólico, de su fugacidad, de su permanente hacerse y deshacerse, de su indolencia y su lentitud, de su huidizo transcurrir, de su amenaza de una lluvia a menudo indeseada, aunque en ocasiones liberadora, de su algodonosa belleza, de su etérea realidad. Todos ellos están extraídos de una excelente antología, publicada el pasado 2013 por el Centro Cultural Generación del 27 de Málaga con el título de Ángeles errantes. Las nubes en el cielo poético español, y que vio la luz en una edición primorosa, responsabilidad de Antonio Lafarque. Sus autores son Luis Cernuda, Luis Feria, Ángel Crespo, Carlos Marzal, José Antonio Mesa Toré, José Luis López Bretones, Javier Rodríguez Marcos, Vicente Gallego, Juan Pardo Vidal, Enrique García-Máiquez, Andrés Trapiello (al que olvidé citar en la emisión radiada) y José Antonio Muñoz Rojas.
 
Y entre la nebulosa poesía sonarán estupendas canciones en las que se trata también de las nubes y de su influencia sobre el ánimo, las emociones y hasta el carácter de sus protagonistas. Carly Simon, Mel Tormé, Mireia Izquierdo con Joan Isaac, Laura Veirs, Laura Fygi, Cindy Lauper con Jeff Beck, Gal Costa, Eagles, Paul Weller, Alison Krauss & Union Station, Cristina Branco, Matt Bauer (cuyo nombre también olvidé mencionar en antena) y Kate Bush, con su clásico Cloudbusting, han puesto la banda sonora al programa, con sus canciones relativas, como digo, a las nubes, que aparecen en ellas tanto en su sentido literal como en el metafórico.
 
Para completar esta entrada os dejo un interesante poema en prosa, también recogido en la antología, escrito por Lorenzo Saval y titulado Las nubes. En él aparece Magritte, gran pintor de nubes, como podréis comprobar en el cuadro que acompaña mi comentario, Los valores personales, una obra de 1952.
 
 

Las nubes. Lorenzo Saval
 
Me pareció entonces que el arte de la pintura
era vagamente mágico y que el pintor
estaba dotado de poderes superiores.
René Magritte
 
 
Aquella mañana, al despertar, me encontré a Magritte pintando nubes por toda la casa. Temiendo interrumpirlo me acerqué silencioso y me coloqué en un rincón apartado, observando absorto una a una las nubes que ahora pululaban con entera libertad por el salón. Estaban en todas partes, sentadas en los sillones, sobre las mesas, subiendo y bajando las escaleras y en los cristales de las ventanas. Crecían sin cesar y poco a poco lo iban todo blandamente cubriendo desde el suelo hasta el techo.
 
En un descuido involuntario, al llegar a mi rincón, me pintó en los dedos de los pies una hermosa y blanca nube que se estremeció al sentir mi primer movimiento desde aquella extasiada inmovilidad. Magritte me miró dulcemente pero no llegó a decirme nada, solamente se limitó a apartarse y seguir con su laboriosa tarea. Aún quedaba falto de nube algún objeto perdido y también mi madre que aún dormida me preparaba un oloroso desayuno en una bandeja cubierta de pájaros, cuando quise advertirle que ya la había transformado en una tierna nube y las aves de la bandeja revoloteaban confundidas sobre su cabeza.
 
Cuando no quedó ni un solo sitio ni objeto por pintar, Magritte se sentó en una silla que ya era parte del cielo descansando y observó complaciente su obra mientras se enjuagaba algunas nubes que se habían quedado en sus manos.
 
Por primera vez me atreví a hablarle y mi voz me pareció un poco de viento que mecía a las suaves visitantes. Sintiendo esa misma emoción que en la adolescencia experimenté al descubrirlas le pregunté por las palomas. Entonces se levantó y me indicó que lo siguiese hasta el balcón donde una inmensa paloma pintada de cielo nos esperaba para llevarnos de viaje.