martes, 28 de marzo de 2017



… Y VICEVERSA

La emisión de esta semana de Buscando leones en las nubes, que es la segunda y última de la breve serie que comenzamos el lunes pasado, tiene a El azar y viceversa, la hilarante novela de Felipe Benítez Reyes, presentada hace casi un año en la editorial Destino, como protagonista exclusiva.

Al igual que hace siete días, son doce los fragmentos del libro que comparecen en el programa, todos ellos textos repletos de sentido y abiertos a la reflexión, girando, en su mayor parte, sobre el amor y algunos temas adyacentes, como el paso del tiempo y los recuerdos, las ilusiones y los sueños, sobre todo los inalcanzables y los incumplidos.

Entre los divertidísimos, y pese a ello algo tristes, pensamientos del escritor gaditano, os ofrezco una docena de canciones, como de costumbre intimistas y melancólicas, cálidas y deliciosas temas, rezumando belleza y sensibilidad, interpretadas por Eve St. Jones, Madeleine Peyroux, Rokia Traoré, Ben Sidran, Las Migas, Sarah Menescal, Mina, Vince Gill, Marisa Monte con Devendra Banhart, Bob Dylan, Paul Simon y Sara Watkins.


No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la mejor manera posible esa conjugación desconcertante.

Al fin y al cabo, no hay cosa que conozca uno mejor que su vida aparente y que su vida imposible, de igual modo que no hay cosa que cualquiera de nosotros conozca menos que su identidad más recóndita, ya que podemos interpretar nuestras acciones, dilucidar sus razones superficiales, incluso las intermedias, pero no su razón última, que no pasa de ser algo así como el brinco irreflexivo del arlequín: lo que hacemos y pensamos sin tener ni idea de por qué lo pensamos ni de por qué lo hacemos. Y es posible que ahí esté la clave de todo, o de casi todo: la existencia como una sucesión de piruetas aleatorias en el vacío.

Disfrutamos de la facultad de narrarnos, aunque a través de meras anécdotas, y de sobra sabe usted que una anécdota no es más que un entresueño disfrazado de realidad, un jalón pintoresco y más o menos coherente en la gran secuencia del sinsentido. Pero lo radicalmente abstracto, ¿cómo se cuenta? Ni los mejores filósofos sirven del todo para eso. Bien... Por suerte, no puedo creer en la predestinación: desde la cuna, yo iba para víctima colateral de la mecánica insensata del mundo, como la mayoría de la gente, pero el caso es que he sido una persona venturosa y hasta diría que tirando a feliz.

Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento con tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en una casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.

Para empezar, ¿qué sabe un adulto de su niñez? Pues me temo que poco más que un niño de su futuro. Con respecto al tiempo, estamos siempre entre dos fantasmagorías, y lo que nos sucedió ayer por la tarde no es menos neblinoso que lo que habrá de pasarnos mañana por la mañana. De todas formas, si no tiene usted inconveniente, le hablaré durante un rato, así por encima, de esa masa de niebla que he ido dejando atrás, a pesar de que comprendo que la niebla es un mal asunto de conversación.

martes, 21 de marzo de 2017


EL AZAR…

Buscando leones en las nubes vuelve a girar esta semana en torno a una única obra literaria, pues después de las emisiones centradas en Me llamo Lucy Barton, de Elizabeth Strout, y El camino estrecho al norte profundo, de Richard Flanagan, vamos a dedicar dos programas consecutivos a El azar y viceversa, la magnífica y divertidísima novela de Felipe Benítez Reyes.

En el mes de diciembre pasado, y en mi otro espacio en Radio Universidad, Todos los libros un libro, presenté una extensa reseña sobre el libro del autor gaditano. A ella me remito ahora por si queréis conocer con más detalle los pormenores de la interesante novela. Podéis leerla en el blog del programa, todoslibrosunlibro.blogspot.com. Os dejo aquí ahora un breve fragmento del libro.

Doce sugestivos fragmentos de esta obra, profundas reflexiones penetradas de un sutilísimo humor, integran la emisión de hoy, en la que se presentan acompañados de otras tantas canciones, todas ellas desenvolviéndose en la tónica melancólica habitual de Buscando leones en las nubes. Las irónicas e inteligentes, las penetrantes y casi siempre muy divertidas palabras del gaditano aparecen así entre las deliciosas canciones de Richard Hawley, Nakany Kante, Van Morrison, Lana del Rey, Lambchop, Fiorella Mannoia, Leonard Cohen, Natalie Merchant, Joan Chamorro con Andrea Motis, Norah Jones, Tekla Waterfield y Corinne Bailey Rae.


«Un día muy lejano, la mar se nos morirá», me decía mi padre, entre la pesadumbre y la videncia catastrofista, y yo imaginaba que el cadáver de la mar sería una superficie mansa y estática, sin oleaje y silente, hasta que fuera consumiéndose, evaporándose hasta la última gota, y dejara al descubierto una planicie sin fin atestada de esqueletos de ballenas y de cascos de embarcaciones náufragas, de calaveras y tesoros, como una tierra novedosa y espectral de promisión. Pero el caso es que la mar sigue ahí, envenenada pero viva, y que mi padre se me murió muy pronto. Lo tengo en la memoria como una especie de presencia volatizada, con esa indefinición de todo lo que se mueve en la línea medianera entre lo fingido y lo verdadero, aunque le dio tiempo a revelarme algunos de los secretos de la mar, que pueden ser insondables si uno no consigue establecer un patrón para ese misterio en movimiento perenne, y en eso la mar se parece mucho a la vida, por lo que ambas tienen de prodigios inestables. El patrón que me sugirió era sencillo, aplicable a la mar inmensa y, por extensión, a las cosas restantes del universo, incluidas las intangibles: dejarme fascinar por todo sin caer en la ansiedad de pretender poseerlo, de querer interpretarlo ni de procurar trascenderlo. («No estamos en el mundo para que nos den un diploma de especialistas en el mundo», me repetía.) Adopté ese patrón y no me ha ido mal, aunque reconozco que con demasiada frecuencia el pensamiento se me va por sus caminos peculiares, que suelen ser los propios de los laberintos.

Miguel Escribano Beltrami, que así se llamaba mi padre, trabajó de muchacho en la tienda de tejidos de mi abuelo y luego apenas un par de años en una caja de ahorros, tarea que complementaba con la de llevar la contabilidad pequeña de algunos comercios. Murió a los treinta y cuatro años, cuando yo tenía doce, y nunca he sabido resignarme a esa esfumación suya tan temprana. Es una figura borrosa de la que me acuerdo casi a diario: una especie de pincelada de humo en el aire, con su traje de alpaca gris —que es con el que casi siempre me lo represento, no sé por qué, ya que tenía otros, claro está— o a veces, más raramente, con la guayabera blanca de los veranos, que venía a ser el disfraz de indiano próspero de casi todos los padres, que con aquella prenda introducían una reminiscencia de ultramar en nuestros meses de calor. El tiempo traza, eso sí, perspectivas deformantes: cuando llega el momento en que recuerdas a tu padre difunto como alguien más joven que tú, la secuencia lógica del tiempo se desarticula y tienes la impresión desatinada de que el huérfano es él. Afortunados, en fin, quienes puedan recordar a sus progenitores como unos viejecillos que se despidieron poco a poco de la vida, porque en esa nostalgia habrá al menos un método, aunque es posible que no menos dolor. Tampoco menos extrañeza: la muerte es siempre rara.


martes, 14 de marzo de 2017


EL CAMINO ESTRECHO AL NORTE PROFUNDO

Una semana más, tras la anterior emisión dedicada a Me llamo Lucy Barton, el libro de Elizabeth Strout, Buscando leones en las nubes vuelve a centrarse en una obra literaria para entresacar de ella todos los textos que conformarán el programa, los cuales aparecerán acompañados, como es habitual en nuestras emisiones, de un conjunto de canciones siempre algo tristes y melancólicas pero bellísimas, caracterizadas por su tono intimista y su aire recogido y delicado.

Hace algunos meses, a finales de 2016, os presentaba en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro, mi reseña de El camino estrecho al norte profundo, una espléndida novela del australiano Richard Flanagan editada en nuestro país por Penguin Random House. Me remito a mis palabras de aquella ocasión, que podréis consultar en el blog del programa, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, para completar la información sobre el libro que hoy protagoniza Buscando leones en las nubes.

Os diré ahora, tan solo, que en el medio de una dramática historia sobre la construcción de una línea férrea levantada por Japón en la Segunda Guerra Mundial, que debería unir -con intenciones bélicas- Bangkok, capital de Tailandia, entonces Siam, y Rangún, que lo es de Birmania, hoy Myanmar, atravesando centenares de kilómetros de intrincada selva, punteada por bloques de montaña y caudalosos ríos, en unas condiciones auténticamente inhumanas para los prisioneros encargados de la ardua tarea, verdaderos esclavos explotados hasta la muerte por sus captores, el autor inserta el conmovedor relato de una emotivo y apasionado amor vivido en su juventud por el personaje principal, Dorrigo Evans, que se enamorará de la mujer de su tío, la bella Amy, en una fugaz experiencia que marcará toda su vida y le acompañará hasta su muerte. En el presente programa escucharéis una selección de textos del libro en la mayoría de los cuales es precisamente esta historia amorosa la que constituye el motivo principal.

Y entre ellos, como he señalado, unas cuantas preciosas canciones, todas muy dulces y algo tristes, rezumando belleza y sensibilidad, interpretadas por Angus y Julia Stone, Maria Taylor, Hélène, Maria Luiza, The Colorist con Emiliana Torrini, Lisa Simone, Seth James con Jessica Murray, Eve St. Jones, Joana Serrat, Grant-Lee Philips, Silvia Pérez Cruz, Van Morrison y Norah Jones.


Yo no creo en el amor, dijo ella. No, no creo. El mundo es demasiado pequeño, ¿no cree, señor Evans? Tengo una amiga en Fern Tree que da clases de piano. Tiene un don para la música. Yo en cambio no tengo nada de oído. El caso es que un día me contó que cada habitación tiene su propia nota musical, solo hay que buscarla. Se puso a hacer gorgoritos mientras se paseaba de aquí para allá, y de pronto la habitación le devolvió una nota, como si hubiese rebotado en las paredes y se hubiese elevado desde el suelo para llenar el espacio con una melodía perfecta. Un sonido precioso. Como si uno arrojara una ciruela y le devolvieran todo un huerto. No se lo creería usted, señor Evans. Era como si esas dos cosas tan distintas, una nota y una habitación, se hubiesen encontrado mutuamente. Sonaba... como si encajaran. ¿Estoy diciendo tonterías? ¿Cree usted que a eso nos referimos cuando hablamos del amor, señor Evans? ¿A la nota que vuelve a nosotros, que nos busca aunque no queramos ser encontrados? ¿Qué un buen día conocemos a alguien y todo lo que define a esa persona nos resulta extrañamente familiar, como una vieja melodía tarareada, como si todo encajara de pronto? Es algo precioso. No me explico demasiado bien, ¿verdad? Las palabras no son mi fuerte. Pero así éramos Jack y yo. En realidad no nos conocíamos demasiado. No estoy segura de que me gustara todo en él. Supongo que también había cosas en mí que le desagradaban. Pero yo era esa habitación y él era esa nota, y ahora ya no está. Y no hay más que silencio.

martes, 7 de marzo de 2017


ME LLAMO LUCY BARTON

La excusa que esta semana motiva y explica nuestro espacio es la inminente celebración, mañana, 8 de marzo, del Día Internacional de la Mujer. Como sabéis nuestros habituales seguidores, en las fechas cercanas a esta “conmemoración” suelo hacer girar el programa sobre alguna manifestación de la literatura o la música creadas por mujeres.

Y así ocurre una vez más en esta ocasión, en que he escogido como centro del programa un libro, Me llamo Lucy Barton, escrito por una mujer, la espléndida Elizabeth Strout y presentado en España por la editorial Duomo, y que tiene a otras dos como protagonistas, una directa y principal, la propia narradora, la Lucy Barton del título, y otra más indirecta aunque también fundamental, su madre, con la que Lucy habla, en un diálogo pospuesto durante años, al encontrarse la hija, una escritora de mediana edad, en un sanatorio en el centro de Manhattan en el que convalece de una intervención quirúrgica que se ha complicado y que la ha obligado a permanecer en su cama hospitalaria más tiempo del previsto.

En la novela, a partir de las conversaciones entre madre e hija, mantenidas en cinco intensas jornadas, ésta repasa su vida, los recuerdos de la infancia, el matrimonio con su ahora exmarido William, que se ha vuelto a casar y con el que mantiene un apacible contacto, la relación con sus hijas, Chrissie y Becka, que durante su internamiento permanecen con su padre, el trato con algunos amigos y, por encima de todo, la ambivalente relación con su madre, conflictiva y tortuosa en muchas ocasiones, llena de amor siempre. He seleccionado una docena de fragmentos del libro que permiten, de un modo alusivo y vagamente impresionista, formarse una idea de su atmósfera, de su espíritu.

Entre los textos, doce canciones que tienen a la maternidad, a las relaciones materno-filiares, a las madres en definitiva, como motivo central, interpretadas por Lyambiko, Tindersticks, Suzanne Vega, Pink Floyd, Micah P. Hinson, Ayo, Eels, Jill Sobule, The Dixie Chicks, John Lennon, Basia y la cantante etíope Ejigayehu “Gigi “ Shibabaw, cuya extraordinaria voz cierra el programa con la canción Mother is sent away, que aparece en la banda sonora de la película “Endurance”, en la que se narra la vida de Haile Gebrselassie, el atleta ya legendario atleta de Etiopía. Desconozco el significado de su letra, cantada en el amárico del país africano, pero se trata indudablemente de una nana que, en el contexto de la película, ilustra una escena en la que la madre de un Gebrselassie niño, muy enferma, debe ser transportada de su poblado al hospital. La familia entera, ante el destartalado vehículo que la llevará quién sabe si para nunca volver, sale a despedirla mientras el niño llora y la conmovedora nana suena ofreciéndole, como siempre hace la voz de una madre, un espacio de protección y consuelo, de abrigo y ánimo.

Espero que el programa os interese, hasta el punto de que os despierte el deseo de leer esta magnífica novela, Me llamo Lucy Barton, de Elizabeth Strout, en su integridad.