martes, 28 de junio de 2016
LATÍN Y MENTIRAS
El último programa de la temporada “regular” de Buscando leones en las nubes (habrá aún cuatro más extraordinarios en julio, que solo verán la luz en nuestro blog), quiere despedir el curso, el curso académico, con una emisión centrada en la educación. Para ello voy a leeros algunos fragmentos de Latín y mentiras, un interesante libro en el que, con el revelador subtítulo de Selección de pensamientos sobre el arte de educar, Jaime Fernández Martín introduce y selecciona un copioso número de reflexiones sobre la educación y la enseñanza debidas a ciento quince autores que van desde Confucio, en el siglo VI antes de Cristo, a Cornelius Castoriadis, filósofo muerto en 1997. El volumen, muy interesante, lo presentó en 1999 la Editorial Valdemar, dentro de su colección El Club Diógenes, en edición plagada -paradójicamente, teniendo en cuenta el ámbito en el que se desenvuelve la obra- de erratas y faltas de ortografía.
Los trece textos que escucharéis enfrentan algunas de las cuestiones clave de la educación, vigentes no solo en los tiempos pretéritos en que fueron escritos, sino actualísimas también en esta moderna era digital en la que los fines y los medios de la enseñanza debieran -presumiblemente- cambiar radicalmente.
Y así, en el programa comparecen aspectos como el aburrimiento en clase y lo inútil de esa formación inicial institucionalizada, la represión y la domesticación inevitablemente asociadas a la escuela, lo absurdo de las materias a estudiar o la pertinencia de las enseñanzas recibidas, el colegio como espacio carcelario, como antítesis de la vida, los conflictos escolares, el acoso, la violencia y los prejuicios que se infligen y se padecen a veces en esos primeros años de instrucción, la nostálgica remembranza de la niñez vivida entre las paredes de las aulas, la indeleble huella de las amistades infantiles, la evocación de los primeros amores entre adolescentes, el espíritu de escuela, el homenaje a esos grandes profesores capaces de ejercer en nuestras vidas una inolvidable influencia, los denuestos a tantos otros maestros deplorables de infausto recuerdo y nefasto influjo, la admiración y el enamoramiento juvenil suscitado en ocasiones por la presencia del carismático docente, y muchos otros temas clásicos de las recreaciones artísticas de las etapas escolares, que aparecen aquí en los textos de Alexander Sutherland Neill, Jean-Jacques Rousseau, Johann Heinrich Pestalozzi, Inmanuel Kant, Henry Louis Mencken, James Boswell, Ludwig Wittgenstein, Robert Louis Stevenson, Erich Fromm, Bruno Bettelheim, Hanna Arendt, John Dewey y Oscar Wilde.
Entre ellos suenan estupendas canciones, en su mayoría muy conocidas, y algunas abiertas a evocadores recuerdos personales, relativas también al mundo de la enseñanza y las escuelas, los profesores y las aulas. Sus intérpretes son Asfalto, Pink Floyd, Paul Simon, Doris Day, Rufus Wainwright, Lana Del Rey, The Boomtown Rats, Frank Sinatra, Prince, The Smiths, The Police, Fito y los Fitipaldis y Lulú.
La educación es algo admirable, pero conviene recordar de vez en cuando que nada que merezca saberse puede ser enseñado. Oscar Wilde
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Jaime Fernández Martín,
Latín y mentiras
martes, 21 de junio de 2016
JOHN GALSWORTHY. EL ENCANTO
Buscando leones en las nubes llega a la penúltima emisión de su temporada regular (en julio seguirán los programas, aunque solo en las páginas de nuestro blog), con una nueva entrega de su breve serie literaria que hoy se centra, como ocurriera hace siete días, en la obra maestra de John Galsworthy, la decena larga de novelas englobadas bajo el título común de La saga de los Forsyte.
Habiendo presentado hace unas semanas el monumental ciclo novelístico en mi otro espacio en Radio Universidad, y pudiendo leer en su blog, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, mis exhaustivos comentarios sobre él, me limitaré ahora a anticipar que de los muchos ejes de interés en la descomunal obra literaria, es el del amor el que protagoniza los textos que integran la presente emisión. “El sentido común enfrentado a la pasión”, podría ser el reduccionista resumen -en verdad muy reduccionista cuando hablamos de sintetizar los varios miles de páginas que integran la serie entera- de la obra de Galsworthy. Y así, el amor irrefrenable, la arrebatada pasión, el entusiasmo sentimental, que se imponen a la razón y a la conveniencia y a las timoratas presiones sociales al modo en que un río de aguas caudalosas arrambla con cuanto encuentra a su paso y rompe diques y anega campos e inunda pueblos y destruye hogares y ahoga seres humanos, están presentes en todos los textos que aparecerán en el programa, envueltos en la delicada dulzura de una docena de magníficas y tristísimas canciones.
Unas canciones interpretadas por Bia Mestriner, Stuart Staples con Dave Boulter, Amy Grant, Chris Isaak, Natalie Merchant, Seckou Keita, Mariza, Rayni Milo, Till Brönner, Mina, Vince Gill con Chris Botti, Willie Nelson con Sheryl Crow y Judy Collins con Jackson Browne.
Irene se sentó al piano bajo la lámpara eléctrica festoneada en gris perla y Jolyon, acomodado en un sillón desde donde podía verla, cruzó las piernas y aspiró lentamente el humo del puro. Ella permaneció unos momentos con las manos sobre el teclado, mientras decidía qué iba a interpretar. Luego empezó a tocar y Jolyon sintió un placer triste, sin igual en este mundo. Poco a poco cayó en un trance, solo interrumpido por el movimiento de su mano al retirar el puro de la boca, a intervalos largos, y llevárselo de nuevo a los labios. Irene estaba allí y el vino del valle del Rin y el aroma del tabaco; pero también había un mundo de luz solar que se volvía luz de luna, de estanques con cigüeñas, cubiertos de árboles azulados, rebosantes de rosas de un rojo oscuro, y campos de espliego donde pastaban las vacas blancas como la leche, y una mujer misteriosa, de ojos negros y cuello blanco, sonreía, tendiendo los brazos; cruzando un cielo que parecía música, una estrella caía y se quedaba prendida en el cuerno de una vaca. Jolyon abrió los ojos. Hermosa pieza. Tocaba bien, con la delicadeza de un ángel. Y los volvió a cerrar. Se sentía milagrosamente triste y feliz, como cuando se está bajo un tilo en flor. No necesitaba vivir de nuevo la vida, le bastaba con permanecer allí, disfrutar de la sonrisa en los ojos de una mujer y aspirar el bouquet del vino. Sacudió la mano: el perro Balthasar se había levantado para lamérsela.
-¡Qué delicia! -dijo-. Continúa, ¡más Chopin!
Irene empezó a tocar de nuevo. Esta vez la semejanza entre ella y Chopin lo impresionó. La forma en que se mecía al andar también estaba presente en su manera de tocar, y en el Nocturno que había elegido, y en la aterciopelada oscuridad de sus ojos, y en la luz de su cabello, que parecía emanar de una luna de oro. Resultaba seductora, sí, pero no había nada que recordase a Dalila ni en ella ni en su música. Del puro de Jolyon ascendía una larga espiral azul que se desvanecía en el aire. “¡Así nos desvaneceremos nosotros! -pensó-. ¡Se acaba la belleza! ¿Se acaba todo?”
Irene se sentó al piano bajo la lámpara eléctrica festoneada en gris perla y Jolyon, acomodado en un sillón desde donde podía verla, cruzó las piernas y aspiró lentamente el humo del puro. Ella permaneció unos momentos con las manos sobre el teclado, mientras decidía qué iba a interpretar. Luego empezó a tocar y Jolyon sintió un placer triste, sin igual en este mundo. Poco a poco cayó en un trance, solo interrumpido por el movimiento de su mano al retirar el puro de la boca, a intervalos largos, y llevárselo de nuevo a los labios. Irene estaba allí y el vino del valle del Rin y el aroma del tabaco; pero también había un mundo de luz solar que se volvía luz de luna, de estanques con cigüeñas, cubiertos de árboles azulados, rebosantes de rosas de un rojo oscuro, y campos de espliego donde pastaban las vacas blancas como la leche, y una mujer misteriosa, de ojos negros y cuello blanco, sonreía, tendiendo los brazos; cruzando un cielo que parecía música, una estrella caía y se quedaba prendida en el cuerno de una vaca. Jolyon abrió los ojos. Hermosa pieza. Tocaba bien, con la delicadeza de un ángel. Y los volvió a cerrar. Se sentía milagrosamente triste y feliz, como cuando se está bajo un tilo en flor. No necesitaba vivir de nuevo la vida, le bastaba con permanecer allí, disfrutar de la sonrisa en los ojos de una mujer y aspirar el bouquet del vino. Sacudió la mano: el perro Balthasar se había levantado para lamérsela.
-¡Qué delicia! -dijo-. Continúa, ¡más Chopin!
Irene empezó a tocar de nuevo. Esta vez la semejanza entre ella y Chopin lo impresionó. La forma en que se mecía al andar también estaba presente en su manera de tocar, y en el Nocturno que había elegido, y en la aterciopelada oscuridad de sus ojos, y en la luz de su cabello, que parecía emanar de una luna de oro. Resultaba seductora, sí, pero no había nada que recordase a Dalila ni en ella ni en su música. Del puro de Jolyon ascendía una larga espiral azul que se desvanecía en el aire. “¡Así nos desvaneceremos nosotros! -pensó-. ¡Se acaba la belleza! ¿Se acaba todo?”
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martes, 14 de junio de 2016
JOHN GALSWORTHY. AMAR LA BELLEZA
Buscando leones en las nubes os invita una vez más a una edición más de la serie que estamos dedicando desde hace un mes a obras literarias de las que he entresacado todos los textos que componen cada uno de los programas. Y así tras tres espacios centrados en diversas novelas de John Banville y el de hace siete días, con Tu rostro mañana de Javier Marías como referencia, esta semana y la que viene nos ocuparemos de La saga de los Forsyte, la obra magna de John Galsworthy, un ciclo novelístico integrado por tres trilogías y cuatro breves interludios que presenté el pasado 1 de junio en mi otro espacio de Radio Universidad y cuya extensa y entusiasta reseña podéis leer en todoloslibrosunlibro.blogspot.com.
Sin demasiado tiempo en el espacio para comentarios que impidan disfrutar convenientemente del interés de los fragmentos elegidos y de la belleza de las tiernas canciones que los acompañan, os adelanto ahora que de las muchas vertientes en las que se desarrolla la excepcional saga de Galsworthy, es la dimensión amorosa de la obra la que comparecerá en estas dos emisiones. Un forsyte, leemos en una de las novelas, no amará más a la belleza que a la razón, ni a sus deseos más que a su salud. Y sin embargo, ese conflicto que la estricta racionalidad de la familia protagonista resuelve aparentemente en favor de la mente y el orden, de la norma y las convenciones, de las seguras costumbres y el comportamiento cabal, permea la obra entera, en la que la fuerza del amor, de la pasión, de la belleza, surge impetuosa y hasta llega a hacer tambalear y poner en peligro las rígidas convicciones de los miembros de la muy burguesa y comedida estirpe.
Teñidos de un muy patente tono melancólico y crepuscular, los textos que os presento en el programa son, sin embargo, muy bellos e inspiradores; tristes pero también llenos de dulzura, de sensibilidad y de emoción. Como lo son también los delicados temas musicales que los complementan, interpretados por Isobel Campbell con Mark Lanegan, Hannah Miller, Cunnie Williams, The Bird and the Bee, Jerry Douglas con Paul Simon, Keren Ann, Pilar, Ben Harper, Anoushka Shankar, Ben Watt, Nancy Lane, Lisa Bassenge y Beth Gibbons con Rusty Man.
La idea fija que ha dejado atrás más agentes de policía que cualquier otra forma de desorden público nunca adquiere más velocidad y resistencia que cuando adopta el ávido disfraz del amor. La idea fija del amor no presta atención a los setos, las zanjas y las puertas, a los seres humanos sin ideas fijas o con ellas, a los cochecitos de bebé con su contenido que va succionando ideas fijas, ni siquiera a los demás enfermos de tan veloz enfermedad. Corre con la mirada centrada en su interior, en su propia luz, ajena a las demás estrellas. Los que tienen la idea fija de que la felicidad humana depende de su arte, de hacer la vivisección a los perros, de odiar a los extranjeros, de pagar el impuesto adicional, de seguir siendo ministros, de mantener las cosas en funcionamiento, de impedir que sus vecinos se divorcien, de la objeción de conciencia, de las raíces griegas, del dogma de la Iglesia, de la paradoja, de la superioridad sobre los demás y otras formas de egocentrismo, son seres inestables comparados con aquel o aquella cuya idea fija consiste en la posesión del ser amado.
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martes, 7 de junio de 2016
JAVIER MARÍAS. TU ROSTRO MAÑANA
Esta nueva emisión de Buscando leones en las nubes es la cuarta consecutiva que gira de manera monográfica sobre libros de un determinado autor. Después de los tres espacios que han tenido a John Banville como protagonista, esta semana nos centramos en Javier Marías y su trilogía Tu rostro mañana. En mi otro programa en Radio Universidad, Todos los libros un libro, he dedicado una reseñas a alguno de los libros del académico madrileño que podéis consultar en mi blog, todosloslibrosunlibro.blogspot.com. El próximo 22 de junio haré lo propio con las tres novelas que constituyen Tu rostro mañana, de las que en la presente emisión voy a ofreceros algunos fragmentos que, más allá de su significatividad en la obra, tienen interés en sí mismos y se prestan, por su inteligencia, profundidad y capacidad de penetración en el alma humana, a una lectura y reflexión y análisis autónomos, independientes de los libros a los que pertenecen.
Como de costumbre en nuestro espacio, la hondura de los textos se complementa con la belleza de unas canciones que en este caso, e incurriendo de nuevo en un hábito muy común en Buscando leones en las nubes, constituyen apacibles versiones de algunos muy conocidos temas de las últimas décadas interpretados por Hannah Trigwell, K. D. Lang, Daniela Andrade, Jasmine Thompson, Anna Ternheim, Angus & Julia Stone, Ingrid Michaelson, Karen Souza, Sofia Essaidi, Tyler Ward con Kina Grannis y Lindsey Stirling, Sarah Menescal, Cilla Black y Allison Crowe.
Si alguien ya no quiere estar con uno, uno tiene que aguantarse. A solas, y sin estar pendiente de la observación o la evolución de ese alguien, a la caza de señales y a la espera de vuelcos. Si se produce uno de éstos, no será porque tú estés mirando, ni preguntándome a mí ni sondeando a nadie. No se puede estar encima, no se puede aplicar una lupa ni un catalejo, ni recurrir a espías, ni agobiar, ni por supuesto imponerse. Tampoco fingir sirve de mucho, no sirve hacerse el displicente ni tan siquiera el civilizado, si uno no se siente civilizado ni displicente al respecto, y no me parece que tú te sientas ninguna de las dos cosas, todavía. Ella te lo notará, ese fingimiento. Ten en cuenta que una de las características del enamoramiento, o de sus aledaños, incluso de sus disfraces involuntarios (se confunde mucho con el empecinamiento, en la fase primera y en la fase última, cuando el amor del otro se percibe aún sin arraigo o ya perdiéndose), es la transparencia. A la persona querida, o que así se siente o se ha sentido (a la que ha conocido eso), es muy difícil engañarla, a no ser, claro está, que ella misma prefiera engañarse, lo cual no es infrecuente, eso lo admito. Pero uno sabe siempre cuándo ya no se lo quiere, si está dispuesto a enterarse: cuándo todo se ha reducido a costumbre, o a falta de arrojo para ponerle término, o a deseo de no armar revuelo y de no hacer daño, o a miedo vital o económico, o a mera ausencia de imaginación, la mayoría de la gente no es capaz de imaginarse otra vida que la que lleva y ya sólo por eso no la cambia, ni se mueve, ni se lo plantea; pone parches, aplaza, busca distracciones, se echa un amante, se va de timbas, se convence de que lo que hay es llevadero, se encomienda al tiempo; pero ni se le ocurre intentarlo. Al sentimiento sólo lo vence el cálculo, y sólo a veces. Y de la misma manera uno sabe cuándo aún se lo quiere, sobre todo si lo que está deseando es que eso ya se aplaque o mejor cese, como suele ser el caso entre los que se separan. El que tomó la decisión, si no es egoísta ni sádico, ansía que el otro se salga, que se desprenda de la tela de araña, que deje de quererlo y de oprimirlo con ello. Que pase a otra persona o que no pase a ninguna, pero que de una vez se desentienda.
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