martes, 28 de junio de 2011


LA VOZ INÚTIL QUE SUENA EN LA NOCHE VACÍA

Esta edición postrera de Buscando leones en las nubes, la última ‘oficial’ del curso 2010-2011 (os dejaré alguna emisión antigua a lo largo del mes de julio; ya iré contándoos mis planes), se articula a partir de la cita de Felipe Benítez Reyes, el escritor gaditano, que encabeza este blog. En una de sus novelas, El novio del mundo, altamente recomendable, la mejor, a mi jucio, de todas las suyas, el personaje principal, un desternillante Yéremi Alvarado, policía, vidente y perpetrador de un programa pirata de radio, entre otras muchas delirantes ocupaciones, pronuncia acerca de sus afanes radiofónicos las palabras bajo las que encuadramos las distintas entradas de esta página: No sé cuánta gente oirá mi programa. A veces sospecho que no está oyéndolo nadie, lo que se dice nadie: cero personas en total, y eso me produce una sensación de afantasmamiento: la voz inútil que suena en la noche vacía. Y entonces me siento como un turista belga que tocase el acordeón o similar en mitad del desierto de Nafud o similar.

El divertido a la vez que melancólico texto de Felipe Benítez Reyes, resulta absolutamente autobiográfico (autobiográfico ‘mío’ -si tiene sentido la expresión-) pues relata sin duda mi propia vida, mis propias sensaciones, mi propia experiencia cada vez que se abre el control, se enciende la lucecita roja en este estudio y salimos al aire. Siempre tengo, al hacer el programa, una impresión general de extrañeza, de una relativa soledad, soy un fantasma que vaga por las ondas, la voz inútil que suena en la noche vacía. Y, a la vez, quiero seguir hablando, quiero seguir tendiendo puentes, quiero seguir lanzando mis propuestas a una audiencia desconocida y anónima que, tan a menudo, ni sé si existe. Pero es por ello por lo que la cita no es casual, porque lo que ella dice, o más bien lo que yo mismo quiero leer en ella es una de las verdades de mi vida: la necesidad de las palabras, de las voces que cuentan historias, la inexorable condición narrativa del destino del hombre (al menos del mío), un destino que quizá no es otro que el seguir contando, relatando, hablando, intentando transmitir, comunicar, aun a sabiendas de la inutilidad de tal tarea, aun siendo consciente de la radical imposibilidad de ser entendido, de llegar de verdad al otro. De todo ello trata, en consecuencia, esta última emisión de Buscando leones en las nubes por este curso.

Así, todos los textos que he leído constituyen variaciones de esa misma idea: los relatos que se cuentan, que nos contamos, las palabras dichas fervorosamente, la infinidad de cuentos que llenan nuestras vidas, la necesidad de narrar, las historias que hablan de lo prodigioso, la ficción que nos mantiene vivos, la hermosura de las fábulas, la indispensable invención de mundos que pueblan nuestras existencias, las voces que hablan, que siguen hablando aunque nadie las escuche, y hablan y hablan y hablan... León Felipe, John Maxwell Coetzee, Jean Claude Carrière, Gustavo Martín Garzo, Sijie Dai, Leonardo Padura, Olivier Rolin, Elio Vittorini, Enrique Murillo, Salman Rushdie, Jonathan Safran Foer y John Banville son los autores de los magníficos textos.

Unos textos aderezados con estupendas canciones, siempre en la onda intimista y relajada marca de la casa, made in Buscando leones en las nubes. Doce maravillas interpretadas por Natalie Merchant, Damien Rice, Stranded Horse, Hindi Zahra, Márcio Faraco, Low, Stacey Earle, The Unthanks, Shammi Phitia, Badly Drawn Boy, Erik Truffaz con Sophie Hunger y Rodrigo Leão con Sonia Tavares. De algunos de ellos tendréis ración doble pues aparecen en los vídeos seleccionados. Son los casos de Stranded Horse, Low, The Unthanks y Márcio Faraco.

Nos vamos por este curso, pero aunque, como dice Niall Williams (y tiene razón), el mundo está hecho de aroma, sabor y tacto, no de palabras, volveremos la temporada que viene para seguir hablando, para seguir contando historias, para seguir intentando llegar a vosotros, a esos dos o tres, o quince o cien que nos escucháis, pendientes del pálpito de nuestra voz, del encantamiento de la música, en definitiva, de la fascinación de la radio y la pasión por comunicar. A todos vosotros, oyentes fieles, Buscando leones en las nubes os desea un excelente verano.



La voz inútil que suena en la noche vacía

martes, 21 de junio de 2011


EL CLUB DE LOS INOCENTES

Esta semana, agobiado por exámenes y reuniones, no tengo tiempo para recrearme en la entrada del blog. Os dejo, pues, las palabras con las que presenté el programa en la emisión radiada, confiando en que queráis suplir con vuestra propia búsqueda de información lo sucinto de la que yo os ofrezco ahora.

Y es que los protagonistas del programa bien merecen ese esfuerzo suplementario por vuestra parte. La emisión se desarrolla a lo largo de un doble eje monográfico, tanto en nuestra vertiente literaria como en la musical. En esta última tenemos, como os digo, unos invitados magníficos, el grupo Esclarecidos, uno de las primeras bandas de la llamada ‘movida madrileña’, aquel fenómeno que incendió la escena musical española en los primeros años ochenta del pasado siglo. Pese a tratarse de un grupo formidable no ha tenido una repercusión pública tan intensa como otras agrupaciones que sí han perdurado y que están en la memoria de más de una generación. Esclarecidos no son, en su impacto mediático, Nacha Pop o Los Secretos o Radio Futura, ni, por supuesto, Alaska y sus sucesivos acompañantes Los Pegamoides o Dinarama (o Fangoria en la actualidad). Y sin embargo, se trata de un grupo genial, que nos ha dejado muchas canciones memorables, aunque sin tanta incidencia como las de algunos de sus otros compañeros de profesión. Y ello quizá por la mayor edad de sus componentes -mayor con respecto a los jovencísimos miembros de esos otros grupos-, o por una formación musical en muchos casos académica -a diferencia del diletantismo de la mayor parte de los restantes protagonistas del fenómeno-, y también por su dedicación algo lateral al grupo: su vocalista principal, la elegante Cristina Lliso, madre de familia de tres hijos; enfrascado el resto de la banda en profesiones ajenas a la música. El caso es que, pese a permanecer diecisiete años en activo, su poso, al menos su poso explícito, no aparece hoy como tan decisivo como el de otras bandas con, a mi juicio, mucha menos calidad. Escuchando el programa podréis comprobar su impresionante nivel, lo exquisito, lo delicioso de su música, con una selección de once canciones que he escogido para conmemorar, con un mes de antelación, los treinta años de su primer concierto, que tuvo lugar, al parecer, pues los datos investigados no resultan muy claros, el 22 julio de 1981. Las canciones emitidas son Por amor al comercio, En plan velas, Cielo (una versión magnífica del Heaven de los Talking Heads, a quienes tendremos el curso próximo en Buscando leones en las nubes), El club de los inocentes, (cuyo título da nombre a esta entrada: inocencia hay, creo, en la letra de la canción, en los poemas de Villena, incluso, observada bajo un determinado prisma, en mi visión de la realidad; o quizá no, quizá en estos tiempos y a estas alturas de la vida ya sea imposible la inocencia y sea ése un club en el que ni tú ni yo podremos entrar), Arponera (que creo recordar que ya apareció en una de las ediciones ‘marinas’ del programa), Recorrerá tu piel, El tren azul, No hay nada como tú, Bajo la nieve, Miles, Miles, Miles (un homenaje al genial Miles Davis, al que por aquellos años todo el mundo, yo incluido, vio infinidad de veces -seis en mi caso- en conciertos sobrecogedores, asiduo frecuentador el genio de los escenarios españoles) y, para finalizar, Por qué (que nos trae reminiscencias futuras -si tal oxímoron fuera posible- del ínclito Mourinho). Como podréis observar, se trata de canciones alejadas de la estética y aun de la ética dominantes en aquella movida ahora tan artificialmente sobrevalorada: letras poéticas, que poco tienen en común con la frivolidad inane o la intensidad torturada de las de la mayoría de sus colegas de profesión; construcciones musicales bastante más refinadas que el habitual juego de bajo, batería y guitarras, con la destacada presencia de instrumentación de viento, de cuerda, aunque eso sí -resultaba inevitable- con las ráfagas, tan comunes en la época, de teclados, sintetizadores y cajas de ritmos.

Para acompañar la sutileza y la sensibilidad de las canciones de Esclarecidos he pensado en un poeta, Luis Antonio de Villena, también magnífico y también muy leído y muy querido por mí, muy cercano a mi forma de sentir, que no sólo se desenvolvió muy frecuentemente en los ambientes de aquella movida que hoy queremos recordar, sino que, en cierto modo, se ha constituido en una especie de cronista de aquella etapa, a la que muchas veces evoca en el espíritu y también en la letra de su versos, y a la que ha dedicado explícitamente alguna novela, al igual que su poesía así mismo muy recomendable. Os aconsejo, en este sentido, Madrid ha muerto, publicada en 1999 por la editorial Planeta. Pero en la emisión podréis escuchar once de sus poemas, escogidos, como es mi particular norma desde que empezó también en 1999 Buscando leones en las nubes, según el infalible criterio de mi gusto personal. Infalible no tanto porque al apelar a mi gusto esté acertando en la calidad o el valor objetivos de mis opciones, sino porque al seleccionar los versos que a mí me emocionan, aseguro una intensidad y una pasión que, modestamente, creo que pueden resultar contagiosas. Mi retrato triste y suntuoso, Un viejo poeta griego de Alejandría, Esa querida atmósfera de tango hacia las tres, Meditación de otoño, El gran sueño, De noche en la terraza de un ático bellamente decorado, Honor de los vencidos, Intento rehabilitar la dicha, Inicio de primavera, Labios bellos, ámbar suave y Un arte de vida, son los títulos de los poemas elegidos.

Y sobredosis de Esclarecidos también en los vídeos. Tras una actuación en directo en la que el grupo interpreta Arponera, quizá su mayor éxito (un término, por cierto, bastante incompatible con la trayectoria del grupo, siempre tan discreto y como en segundo plano) y que también sonó en el programa, os ofrezco otras cinco canciones no emitidas: Apostar, No quiero, Un agujero en el cielo, La mala rosa y Qué pasará mañana (las dos últimas sobre un fondo de fotos fijas, pero son tan espléndidas las canciones...). Espero que más allá de los anacronismos estéticos en la vestimenta y los peinados seáis capaces de apreciar el inmenso talento, la sensibilidad, la belleza de la música de Esclarecidos.




El club de los inocentes

martes, 14 de junio de 2011


JORGE LUIS BORGES. PRONTO SABRÉ QUIÉN SOY

Hoy, 14 de junio, se cumplen veinticinco años de la muerte de Jorge Luis Borges. Los medios de comunicación, de un modo unánime, han recogido la efeméride, glosando su figura y su personalidad literaria en infinidad de reportajes, análisis, artículos, crónicas, documentales y tantas otras fórmulas de aproximación al inabarcable universo del escritor argentino. Con ocasión de este aniversario, la emisión de ayer de Buscando leones en las nubes se centró en la inmensa obra del erudito bonaerense.

Encerrar en una pobre hora siquiera una breve muestra que con toda modestia se pretenda, sin embargo, en cierto modo representativa de la obra de un escritor de tales dimensiones literarias es tarea imposible. Jorge Luis Borges no es un escritor cualquiera, es, como suele decirse de este tipo de hombres cuya obra supera los límites de su tiempo, todo un país, toda una geografía, todo un universo. Ensayos, cuentos, narraciones varias, poemas, su legado no es significativo por una enorme cantidad de publicaciones, ni siquiera por la variedad de su producción artística (en seguida me arrepiento del desafortunado término, ‘producción’, un vocablo con reminiscencias industriales, fabriles, áspero, desabrido, absolutamente ajeno a la belleza de su poesía y de su prosa, las cuales, sin embargo, en su perfección inapelable puedan aparecer a veces como algo mecánicas y distantes, inaccesibles y hasta, en ocasiones, gélidas). Es, por el contrario, su estilo, la singularidad de su mundo personal, lo excepcional de su peculiar territorio narrativo y aun vital lo que lo convierte en un referente inexcusable de la literatura del siglo XX y de todos los tiempos, en, como os digo, un ejemplo único e inimitable del mayor magisterio literario.

Es por ello, por la magnitud de su literatura, por lo que, al margen del programa (que como señalaré más adelante se guía por otra lógica), no quiero resistirme ahora, aunque sea de modo breve, a hacerme eco aquí de su obra casi completa sin centrarme en uno solo de sus libros y a ofreceros algunas breves pautas para un mejor acercamiento al autor.

Dejadme deciros, de entrada, que la editorial Lumen edita estos días en dos grandes volúmenes -cuya lectura os recomiendo vivamente- titulados respectivamente Cuentos completos y Poesía completa, sus cuentos, narraciones, relatos y novelas cortas por un lado, y sus trece libros de poemas por otro, y que, por tanto, en ellos tenéis lo esencial, lo indispensable de la obra entera de Borges.

Sin embargo, pese a lo accesible de su obra, en sólo dos tomos, la dificultad objetiva de dar cuenta de tanta inmensidad se une a mis limitaciones para ofrecer siquiera una humilde glosa de tan elevada literatura, aunque, pese a ello, sí quiero dejaros, como digo, algunos apuntes someros sobre la escritura del argentino.

Pronto sabré quién soy, dice Borges vislumbrando su muerte, en el poema -Elogio de la sombra- que cierra el programa de esta semana y que da título a esta entrada. En él el autor presenta algunos rastros significativos de su fecundo paso por la vida. Y con esa misma técnica enumerativa del poema, tan borgiana, quiero mostraros yo, en un relato apresurado y casi telegráfico (por cierto, ¿sabe alguien hoy, en este mundo de internet y móviles, de ipads y facebooks, qué es el telégrafo?), algunos de los temas recurrentes de su obra de manera que, al modo de una nube de palabras (esta metáfora más consecuente con los tiempos que corren), me permitirán mostraros lo esencial de su figura. Recordad, antes, en este sentido, el bello texto del argentino, escrito en el epílogo a El hacedor, una de sus obras mayores en prosa: Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

El rostro de Borges: universo, tiempo, memoria, muerte, libros, laberinto, espejos, tigres, la eternidad, la Literatura, ficción y realidad, la metafísica, la ceguera, la filosofía, bibliotecas, Buenos Aires, las matemáticas, los mitos, orden y caos, el sueño, el olvido, coraje, venganza, violencia, imaginación, identidad, y, como señala la wikipedia (y disculpadme lo que quizá pueda pareceros ligero de mi fuente, pero la descripción es magnífica), ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje de las obras de Borges y definen lo sustancial de su mundo.

Hace un par de años, en mayo de 2009, la editorial Destino, en su clásica colección Áncora y Delfín, recogía también toda la obra poética del bonaerense en una edición preciosa, que es la que conozco de primera mano, la que me ha servido de referencia para la emisión y la que ahora os invito a degustar, con el mismo título de Poesía completa. De ella, como os digo, he extraído algunos poemas, once exactamente -los que caben en el corto espacio de una hora-, para mostrar una parte de una de sus facetas como escritor y con los que he completado este programa de aniversario y homenaje. No hay en mí, ya lo he dicho, no puede haberla, una voluntad pedagógica, no está aquí todo Borges, no están sus ensayos, ni sus ficciones, ni sus cuentos; no está, ni siquiera, lo esencial de su poesía, pues no he seleccionado sus poemas más clásicos, los que recogen algunos de los motivos centrales y más reconocibles de la obra borgiana: no hay pues, entre los versos que escucharéis, y en consonancia con las pautas antes señaladas, profusión de espejos, ni ajedrez, ni dobles, ni demasiados tigres, ni abundancia de personajes más o menos históricos, más o menos inventados, no hay sofisticadas referencias literarias, verdaderas o apócrifas. Sí están algunos de los poemas que más me gustan de él, los menos intelectuales, los menos fríos, los más cercanos, los más cálidos. Y no pueden faltar, claro, algunos de sus otros temas recurrentes ya mencionados: la ceguera, la muerte, el paso del tiempo, el amor, la felicidad, la memoria y el olvido; algunos de esos temas que humanizan -¡y de qué manera!- una obra tachada en ocasiones de demasiado abstracta, de demasiado perfecta, de demasiado medida, de demasiado matemática, con esa belleza siempre algo distante que encierra un mecanismo de relojería infalible.

Por otro lado, quiero adelantaros que, como hago en muchas otras ocasiones, pero ahora de un modo mucho más notorio, he transformado los versos de Borges para lo que entiendo que será un mejor disfrute por parte del oyente. He prescindido de las rimas, de las cadencias, de los ritmos originarios de los poemas para hacer una lectura en prosa, podríamos decir, una lectura que os acerque mejor su belleza extraordinaria y las muchas sugerencias que encierran las magníficas palabras de sus evocadores versos. Espero que la opción elegida pueda interesaros.

Del mismo modo, he buscado algunas canciones a mi juicio magníficas para enlazar los poemas, seleccionadas con la voluntad de crear un clima intimista y amable, sosegado y placentero, que pueda también entusiasmaros. Sus intérpretes han sido Rumer, Stacey Kent, Asa, Adele, Warren Zevon, Thievery Corporation, Margareth Menezes con Carlinhos Brown, Coeur de pirate con Nouvelle Vague, Nellie McKay, Mark Lanegan con Isobel Campbell, y Dino Saluzzi recreando al bandoneón el talento inmenso de Myriam Alter en una pieza que suena con inequívocos aires argentinos, que aparece llena de evocaciones rioplatenses y que sirve así de muy apropiado cierre al programa.

En la sección de vídeos os dejo una gema de nuestro pasado relativamente reciente. Una entrevista al maestro por el genial Joaquín Soler Serrano (aquí, no obstante, quizá demasiado ‘intervencionista’) en 1980, en aquel ya legendario programa de Televisión Española (inimaginable en estos tiempos fugaces y superficiales: hora y media de diálogo sobre la vida y la literatura) llamado A fondo.

Os ofrezco como colofón a esta celebración borgiana en la que hemos convertido Buscando leones en las nubes por esta semana, un cuento, La intrusa, intenso, emotivo y bellísimo incluido en un libro de 1970, El informe de Brodie, el primero que compré del argentino. No temáis sobreponeros a su extensión (y a su quizá leve incorrección política), excesiva para una entrada de blog, os aseguro que su lectura os cautivará. Una lectura que os aconsejo hagáis antes de adentraros en la entrevista del vídeo, pues en ella Borges habla del cuento, desvelando un detalle que quizá mejor sería no conocer antes de leerlo.

La intrusa

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.





Jorge Luis Borges. Pronto sabré quién soy

martes, 7 de junio de 2011


ORHAN PAMUK. EL MUSEO DE LA INOCENCIA

El invitado especial de esta primera emisión de junio de Buscando leones en las nubes es el premio Nobel turco Orhan Pamuk, un escritor magnífico, autor de algunas novelas apasionantes, de las que os recomiendo Me llamo Rojo, Nieve y esta El Museo de la Inocencia publicada por Mondadori que protagoniza el programa de hoy. Todos los textos de la emisión están extraídos de este libro extraordinario que es, entre otras cosas, una intensa historia de amor, un documento de primera magnitud sobre cuarenta años de la vida turca, un apasionado homenaje a Estambul y, en definitiva, y sin exageración alguna, una obra maestra de la literatura.

El Museo de la Inocencia es un libro monumental, tanto en su sentido material, pues son 650 páginas de apretada letra, como en su ‘espíritu’, ya que resume casi toda la vida, unos cuarenta años, de su protagonista, indirectamente la de su autor, el turco Orhan Pamuk, e incluso de la ciudad y el país de ambos, unos Estambul y Turquía, cuya evolución respectiva desde los años setenta del pasado siglo hasta nuestros días vemos excelentemente reflejada en la novela. El Museo de la Inocencia se presenta en la editorial Mondadori en traducción de Rafael Carpintero.

Kemal, un joven perteneciente a una adinerada familia de la burguesía más avanzada de Estambul, lleva, a sus treinta y pocos años, una holgada y feliz vida acorde con los parámetros más logrados y exitosos que se suponen inherentes a su clase social. Educado en Estados Unidos, cosmopolita, atractivo, liberal, moderno, emancipado de las ataduras religiosas que oprimen a la mayor parte de sus conciudadanos, al frente de alguna de las empresas de las que es propietario su padre, riquísimo por lo tanto, su existencia, cuando nos lo encontramos al comienzo de libro, es, como os digo, afortunada y placentera, satisfactoria y rozando la ideal perfección, en tanto ello resulta posible. En el terreno sentimental, todo se desenvuelve con idéntica ausencia de problemas y dificultades. Está a punto de comprometerse con la joven y bella Sibel, otro retoño privilegiado de la élite económica y cultural de Turquía, la más occidentalizada. Sibel es una chica inteligente y atractiva, de la que Kemal está muy enamorado, que vive su vida -y ambos se desenvuelven con soltura en ella- entre fastuosas fiestas en enormes mansiones al borde del Bósforo, cenas en elegantes restaurantes, veladas en animados cabarets nocturnos, la asidua frecuentación de las tiendas más chic de Estambul, gastando su tiempo y su mucho dinero, a falta de otras preocupaciones, en ingentes compras de ropa cara y joyas exclusivas, siendo el Vogue y el Elle, las revistas francesas, y las boutiques parisinas los referentes últimos de su estilo de vida.

Pero este plácido panorama, esta existencia inmaculada en la que todo es ya conocido y está logrado de antemano, el éxito profesional y social, la felicidad amorosa, la previsible constitución de una familia, el devenir completo de una existencia entera sometida al dictado, nada opresivo por cierto, de lo que es esperado, de lo que ‘debe ser’, se resquebrajan por completo un poco antes del mediodía del 27 de abril de 1975, como con meticulosa precisión recoge el protagonista en sus anotaciones. Esa mañana, Kemal se acerca a una de estas elitistas tiendas de moda con la intención de adquirir un carísimo bolso que regalará a su prometida. La dependiente que le atiende resulta ser Füsun, una lejana pariente por parte de madre. Con apenas dieciocho años, Füsun es también bellísima y pese a que está muy alejada de los parámetros en los que se desarrolla la vida de su remoto primo, con sus sencillos estudios preparatorios del ingreso en la Universidad y su más modesto aun desempeño laboral, Kemal se enamora de ella, se enamora perdidamente, como quiere el tópico, pero ya comprobaréis, si os decidís a leer esta extraordinaria novela, que el adverbio resulta más que ajustado al caso.

Tras unas tímidas y breves maniobras de aproximación, la inocente aventura se convierte en una desmesurada historia de amor. Kemal y Füsun se encuentran cada tarde en una vieja y abandonada casa de la familia. Durante cuarenta y cuatro días, de nuevo la obsesiva contabilidad del enamorado proporciona el dato exacto, hacen el amor con pasión y delicadeza, con ternura y entrega, con ilusión y encantamiento y alegría y entusiasmo y felicidad. Tras ese mísero tiempo, y por razones que no puedo explicar aquí, Füsun desaparece de la vida de su primo y amante. Después de la separación, y a lo largo de nueve larguísimos años, la relación amorosa entre ambos se ve truncada, nueve años en los que Kemal ve acentuarse su pasión, ve convertirse su amor en obsesión, una obsesión que acabará por descabalar su existencia, arruinar su carrera profesional, desbaratar su noviazgo y consiguientemente su matrimonio con su prometida Sibel, y, en definitiva, destrozar su vida entera.

La manifestación más destacada de esta enfermiza y obsesiva locura la constituye el afán de Kemal de crear un Museo, el Museo de la Inocencia, con todos los objetos con los que su amada Füsun ha estado en contacto, pues está persuadido de que a través de la conexión con esos objetos, incluso sólo con mirarlos una vez, podía recordar su pasado con ella, podía avivar su memoria y de esa manera revivir aquellos cuarenta y cuatro días dichosos.

Y así, a lo largo de la novela, Kemal va dando cuenta de esta colección de elementos heteróclitos vinculados a la fugaz experiencia amorosa con su prima, y cada uno de ellos sirve como desencadenante para la narración del momento, de la circunstancia, de la peripecia, del encuentro, de las palabras, del suceso vivido con ella. Vemos pasar por el libro, y mi concisa enumeración no es más que una pálida muestra de todo lo que el enamorado llegará a acumular, un salero de porcelana, un metro de costura en forma de perro, un terrible abrelatas, una botella de aceite de girasol, un frasco de colonia, un rallador de membrillo, un mortero con el que la joven partía nueces, y también bolígrafos, calcetines, jabones, vasos, peines, pasadores del pelo, innumerables prendas de ropa, pendientes, espejos, cepillos de dientes, e incluso, muebles, lámparas, cuadros y hasta la reproducción del cuarto en el que habían tenido lugar los felices encuentros, o la casa entera de la familia de ella, una casa en la que, paciente y esperanzado, Kemal vive su desvarío amoroso insistiendo, noche tras noche, de un modo estéril y algo patético, en acompañar a su amada, ahora reaparecida aunque casada.

No puedo dar cuenta de la infinidad de elementos apreciables en esta majestuosa novela, tantos son los planos en los que se desenvuelve, los aspectos de interés más allá de esta trama argumental que de un modo tan somero os he anticipado. Se trata de un resumen suficiente, no obstante (así lo espero), como para poder percibir el sentido esencial de los fragmentos seleccionados en la emisión. En cualquier caso, no deberíais dejar de leer este El Museo de la Inocencia de Orhan Pamuk que publica Mondadori. Es un libro espléndido, delicioso, que os reportará horas de enorme placer.

De placer hablamos, también, si nos adentramos en el territorio musical de la emisión. Para ambientar convenientemente los textos de la novela de Pamuk he seleccionado, como resulta inevitable, música turca, excelente música turca. Podréis escuchar así, unas cuantas piezas, más o menos intimistas, en consonancia con el tono más frecuente en Buscando leones en las nubes, de algunos de los grandes nombres del panorama musical de ese país. Por orden de aparición han sonado Arto Tunçboyaciyan, Aynur, Omar Faruk Tekbilek, Sezen Aksu, Hüsnü Senlendirici, Mercan Dede, Ajda Pekkan, Kardes Turküler y Can Atilla.

Para la sección de vídeos he escogido cuatro bastante ‘atmosféricos’, que participan de ese clima recogido de nuestras emisiones: Arto Tunçboyaciyan y Hergün yeni bir umut var, Aynur cantando Ahmedo, Hüsnü Senlendirici con Hasretinle Yandi gönlüm y Omar Faruk Tekbilek y su Moment of doubt.




Orhan Pamuk. El Museo de la Inocencia