JORGE LUIS BORGES. PRONTO SABRÉ QUIÉN SOY
Hoy, 14 de junio, se cumplen veinticinco años de la muerte de Jorge Luis Borges. Los medios de comunicación, de un modo unánime, han recogido la efeméride, glosando su figura y su personalidad literaria en infinidad de reportajes, análisis, artículos, crónicas, documentales y tantas otras fórmulas de aproximación al inabarcable universo del escritor argentino.
Con ocasión de este aniversario, la emisión de ayer de
Buscando leones en las nubes se centró en la
inmensa obra del erudito bonaerense.
Encerrar en una pobre hora siquiera una breve muestra que con toda modestia se pretenda, sin embargo, en cierto modo representativa de la obra de un escritor de tales dimensiones literarias es tarea imposible. Jorge Luis Borges no es un escritor cualquiera, es, como suele decirse de este tipo de hombres cuya obra supera los límites de su tiempo, todo un país, toda una geografía, todo un universo. Ensayos, cuentos, narraciones varias, poemas, su legado no es significativo por una enorme cantidad de publicaciones, ni siquiera por la variedad de su producción artística (en seguida me arrepiento del desafortunado término, ‘producción’, un vocablo con reminiscencias industriales, fabriles, áspero, desabrido, absolutamente ajeno a la belleza de su poesía y de su prosa, las cuales, sin embargo, en su perfección inapelable puedan aparecer a veces como algo mecánicas y distantes, inaccesibles y hasta, en ocasiones, gélidas). Es, por el contrario, su estilo, la singularidad de su mundo personal, lo excepcional de su peculiar territorio narrativo y aun vital lo que lo convierte en un referente inexcusable de la literatura del siglo XX y de todos los tiempos, en, como os digo, un ejemplo único e inimitable del mayor magisterio literario.
Es por ello, por la magnitud de su literatura, por lo que, al margen del programa (que como señalaré más adelante se guía por otra lógica), no quiero resistirme ahora, aunque sea de modo breve, a hacerme eco aquí de su obra casi completa sin centrarme en uno solo de sus libros y a ofreceros algunas breves pautas para un mejor acercamiento al autor.
Dejadme deciros, de entrada, que la editorial Lumen edita estos días en dos grandes volúmenes -cuya lectura os recomiendo vivamente- titulados respectivamente
Cuentos completos y
Poesía completa, sus cuentos, narraciones, relatos y novelas cortas por un lado, y sus trece libros de poemas por otro, y que, por tanto, en ellos tenéis lo esencial, lo indispensable de la obra entera de Borges.
Sin embargo, pese a lo accesible de su obra, en sólo dos tomos, la dificultad objetiva de dar cuenta de tanta inmensidad se une a mis limitaciones para ofrecer siquiera una humilde glosa de tan elevada literatura, aunque, pese a ello, sí quiero dejaros, como digo, algunos apuntes someros sobre la escritura del argentino.
Pronto sabré quién soy, dice Borges vislumbrando su muerte, en el poema -
Elogio de la sombra- que cierra el programa de esta semana y que da título a esta entrada. En él el autor presenta algunos rastros significativos de su fecundo paso por la vida. Y con esa misma técnica enumerativa del poema, tan borgiana, quiero mostraros yo, en un relato apresurado y casi telegráfico (por cierto, ¿sabe alguien hoy, en este mundo de internet y móviles, de
ipads y
facebooks, qué es el telégrafo?), algunos de los temas recurrentes de su obra de manera que, al modo de una nube de palabras (esta metáfora más consecuente con los tiempos que corren), me permitirán mostraros lo esencial de su figura. Recordad, antes, en este sentido, el bello texto del argentino, escrito en el epílogo a
El hacedor, una de sus obras mayores en prosa:
Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
El rostro de Borges: universo, tiempo, memoria, muerte, libros, laberinto, espejos, tigres, la eternidad, la Literatura, ficción y realidad, la metafísica, la ceguera, la filosofía, bibliotecas, Buenos Aires, las matemáticas, los mitos, orden y caos, el sueño, el olvido, coraje, venganza, violencia, imaginación, identidad, y, como señala la
wikipedia (y disculpadme lo que quizá pueda pareceros ligero de mi fuente, pero la descripción es magnífica),
ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje de las obras de Borges y definen lo sustancial de su mundo.
Hace un par de años, en mayo de 2009, la editorial Destino, en su clásica colección Áncora y Delfín, recogía también toda la obra poética del bonaerense en una edición preciosa, que es la que conozco de primera mano, la que me ha servido de referencia para la emisión y la que ahora os invito a degustar, con el mismo título de
Poesía completa. De ella, como os digo, he extraído algunos poemas, once exactamente -los que caben en el corto espacio de una hora-, para mostrar una parte de una de sus facetas como escritor y con los que he completado este programa de aniversario y homenaje. No hay en mí, ya lo he dicho, no puede haberla, una voluntad pedagógica, no está aquí todo Borges, no están sus ensayos, ni sus ficciones, ni sus cuentos; no está, ni siquiera, lo esencial de su poesía, pues no he seleccionado sus poemas más clásicos, los que recogen algunos de los motivos centrales y más reconocibles de la obra borgiana: no hay pues, entre los versos que escucharéis, y en consonancia con las pautas antes señaladas, profusión de espejos, ni ajedrez, ni dobles, ni demasiados tigres, ni abundancia de personajes más o menos históricos, más o menos inventados, no hay sofisticadas referencias literarias, verdaderas o apócrifas. Sí están algunos de los poemas que más me gustan de él, los menos intelectuales, los menos fríos, los más cercanos, los más cálidos. Y no pueden faltar, claro, algunos de sus otros temas recurrentes ya mencionados: la ceguera, la muerte, el paso del tiempo, el amor, la felicidad, la memoria y el olvido; algunos de esos temas que humanizan -¡y de qué manera!- una obra tachada en ocasiones de demasiado abstracta, de demasiado perfecta, de demasiado medida, de demasiado matemática, con esa belleza siempre algo distante que encierra un mecanismo de relojería infalible.
Por otro lado, quiero adelantaros que, como hago en muchas otras ocasiones, pero ahora de un modo mucho más notorio, he transformado los versos de Borges para lo que entiendo que será un mejor disfrute por parte del oyente. He prescindido de las rimas, de las cadencias, de los ritmos originarios de los poemas para hacer una lectura en prosa, podríamos decir, una lectura que os acerque mejor su belleza extraordinaria y las muchas sugerencias que encierran las magníficas palabras de sus evocadores versos. Espero que la opción elegida pueda interesaros.
Del mismo modo, he buscado algunas canciones a mi juicio magníficas para enlazar los poemas, seleccionadas con la voluntad de crear un clima intimista y amable, sosegado y placentero, que pueda también entusiasmaros. Sus intérpretes han sido Rumer, Stacey Kent, Asa, Adele, Warren Zevon, Thievery Corporation, Margareth Menezes con Carlinhos Brown, Coeur de pirate con Nouvelle Vague, Nellie McKay, Mark Lanegan con Isobel Campbell, y Dino Saluzzi recreando al bandoneón el talento inmenso de Myriam Alter en una pieza que suena con inequívocos aires argentinos, que aparece llena de evocaciones rioplatenses y que sirve así de muy apropiado cierre al programa.
En la sección de vídeos os dejo una gema de nuestro pasado relativamente reciente. Una entrevista al maestro por el genial Joaquín Soler Serrano (aquí, no obstante, quizá demasiado ‘intervencionista’) en 1980, en aquel ya legendario programa de Televisión Española (inimaginable en estos tiempos fugaces y superficiales: hora y media de diálogo sobre la vida y la literatura) llamado
A fondo.
Os ofrezco como colofón a esta celebración borgiana en la que hemos convertido
Buscando leones en las nubes por esta semana, un cuento,
La intrusa, intenso, emotivo y bellísimo incluido en un libro de 1970,
El informe de Brodie, el primero que compré del argentino.
No temáis sobreponeros a su extensión (y a su quizá leve incorrección política), excesiva para una entrada de
blog, os aseguro que su lectura os cautivará. Una lectura que os aconsejo hagáis antes de adentraros en la entrevista del vídeo, pues en ella Borges habla del cuento, desvelando un detalle que quizá mejor sería no conocer antes de leerlo.
La intrusa
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.