martes, 22 de febrero de 2011


DE NUEVO LA LLUVIA

Hoy, aparte de mis habituales premuras de tiempo, no tengo demasiado ánimo para urdir una presentación razonable para el programa de esta semana (vamos, que estoy vago). De manera que despacharé el trámite de un modo sencillo y breve, sin demasiado esfuerzo por mi parte aunque, como podréis comprobar dentro de un momento, el resultado final os va a interesar muchísimo.

Digamos, pues, para resumir, que vuelve la lluvia a Buscando leones en las nubes (en la imagen, una estupenda fotografía de un tal McGuire -perdón por el tono, pero no sé quién es, ni su nombre completo- que encontré en la red). Si hace unos meses era la Lluvia oblicua de Fernando Pessoa la que protagonizaba la emisión, ahora retomo el mismo tema pero con una aproximación más diversa y variada. Desde la perspectiva literaria el programa ofrece versos, lluviosos versos, escritos por Carlos Marzal, Claribel Alegría, Juana de Ibarbourou, Jorge Luis Borges, Carlos Sahagún, Julio Cortázar (en su caso es un texto en prosa, que se abre con un ‘mirá’ que mi pobre dicción no ha sido capaz de ‘argentinizar’ suficientemente), Pablo Neruda, Octavio Paz, Cristina Peri Rossi y Pablo García Casado. Acompañando a los poemas podréis escuchar canciones con la lluvia como sujeto principal, deliciosas canciones interpretadas por Eurythmics, The Little Willies con Norah Jones, Bob Dylan, Holly Cole con Bob Belden, Janis Joplin, Adéle, Al Green, Molly Johnson, Dar Williams y Maria Muldaur. La habitual sección de vídeos se constituye hoy con algunos muy informales, con una simplicidad sin pretensiones, acústicos, sin arreglos, cercanos a la grabación casera: Norah Jones con los Little Willies en Easy as the rain, relajados todos en un pub nocturno; Adéle pasando frío pero mostrando su impresionante voz en Right as rain; Dar Williams, sosota pero llena de sensibilidad en Beauty of the rain; y para finalizar Annie Lennox, sin Eurythmics, con el gran éxito del grupo Here comes the rain again.

Y para no cerrar de un modo tan sucinto esta entrada del blog os dejo -íntegro, perdón por el exceso, sin embargo justificado- un cuento, una maravilla de ingenio, una inteligente y divertidísima exaltación de los logros de la razón, uno de los cuentos que más me ha llamado la atención de todos los que he leído en mi vida, y cuya presencia aquí resulta, no obstante, bastante forzada, algo traída por los pelos tan sólo a partir de su título -Nueve millas bajo la lluvia-, pero ya veréis como la ciertamente artificiosa operación merece la pena. Escrito por el poco conocido (nada conocido, en realidad) escritor norteamericano Harry Kemelman, yo lo leí hace más de treinta años en Los mejores cuentos policiales, una antología en dos tomos, publicada por Alianza Editorial, en la que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares seleccionan sus cuentos preferidos en el género. Unos libros de imprescindible lectura y un relato, este Nueve millas bajo la lluvia, que os van a entusiasmar.

NUEVE MILLAS BAJO LA LLUVIA

Hice el papel de tonto con un discurso que pronuncié‚ en la comida del Good Government Association; Nicky Welt me acorraló al día siguiente, mientras desayunábamos en el Blue Moon, lugar donde íbamos siempre que teníamos deseos de encontrarnos. Había cometido el error de salirme del discurso que llevaba preparado, para criticar una afirmación que hizo a los diarios mi antecesor en el puesto de fiscal. Saqué una cantidad de conclusiones de la tal afirmación, quedando así a merced de refutaciones que no tardaron en producirse; esto me dejó como un intelectual deshonesto.
Yo era nuevo en este asunto de la política; hacía apenas unos meses que había dejado la Law School para convertirme en el candidato del Partido Reformista al cargo de fiscal. Lo que antecede es a modo de disculpa, pero Nicholas Welt, que jamás abandonaba sus maneras pedagógicas (era profesor de Lengua y Literatura Inglesas en Snowdon), me contestó en el mismo tono que hubiera empleado para negar la petición de algún estudiante del curso secundario.
—No es una excusa —me dijo.
A pesar de no ser más de dos o tres años mayor que yo (y estamos doblando la curva de los cuarenta), siempre me trata como un profesor a un alumno particularmente estúpido. Y yo, tal vez por lo mucho más viejo que se ve con el pelo blanco y su parecido a un gnomo, soporto sus lecciones.
—Fueron conclusiones muy lógicas —dije en tono suplicante.
—Mi querido muchacho —dijo quedamente—, aunque sea casi imposible no sacar conclusiones de lo que leemos u oímos, generalmente estas conclusiones son erróneas. En la profesión de abogado, estos errores se producen en un elevado porcentaje, ya que en este caso la intención no es descubrir lo que se desea comunicar, sino más bien lo que se desea ocultar.
Tomé mi adición y me levanté. Al hacer esto le dije:
—Me imagino que te refieres al interrogatorio de testigos en la sala de Tribunales. Bien, en estos casos siempre está la parte contraria que rechazará cualquier conclusión ilógica.
— ¿Quién habló de lógica? —replicó—. Una conclusión puede ser lógica, y no por eso ser verídica.
Me siguió hasta la caja, donde pagué mi consumición; después esperé impaciente mientras Nick rebuscaba en un monedero pasado de moda, y pescaba varias monedas una por una, colocándolas en el mostrador al lado de su cuenta; pero descubrió que el total era insuficiente. Las deslizó otra vez en su monedero y con un suspiro de pesadumbre sacó un billete del prehistórico monedero, y se lo dio al cajero.
—Dime una frase de diez o doce palabras —me dijo Nick—, y te armaré una cadena de conclusiones lógicas que ni soñaste al construir la frase.
Como el espacio era reducido, y seguían llegando clientes a la caja, decidí salir y esperar en la acera que Nick terminara su operación con el cajero. Me acuerdo que me divirtió la idea de que Nick pensara que yo estaba todavía a su lado, escuchando su perorata.
Cuando se me reunió, le dije:
—El caminar nueve millas no es broma, especialmente si está lloviendo.
—No, no lo es —dijo distraídamente. De pronto, detuvo sus pasos, y me miró en forma inquisitiva—. ¿De qué diablos estás hablando?
—Es una frase y tiene once palabras —dije repitiendo la frase, al mismo tiempo que contaba las palabras con los dedos.
— ¿Y qué quiere decir?
—Me dijiste que si hacía una frase de diez o doce palabras...
— ¡Ah sí! —me miró con desconfianza—. ¿De dónde la sacaste?
—Se me ocurrió. Vamos, saca tus conclusiones.
— ¿De veras? —preguntó mientras los ojillos le brillaban—. ¿En verdad lo deseas?
Era muy de Nick el desafiar a alguien y después demostrar gozo cuando se le aceptaba. Esto me hizo enojar.

—Habla o cállate—le dije.
—Muy bien, no te enojes. Acepto. Hum... ¿Cómo era la frase? “El caminar nueve millas no es broma, especialmente si está lloviendo.” No hay mucho material.
—Son más de diez palabras.
—Bien —su voz se fue haciendo brusca a medida que iba estudiando mentalmente el problema—. Primera conclusión: el sujeto está molesto.
—De acuerdo dije, aunque en realidad es una conclusión un poco rebuscada; la afirmación lo implica.
Nick asintió impaciente.
—Segunda conclusión: la lluvia no estaba prevista; si no, hubiera dicho: “El caminar nueve millas bajo la lluvia no es broma”, en lugar de colocar la frase “bajo la lluvia” al final, precedida del adverbio “especialmente”, que está indicando a las claras una idea que se le ocurrió después.
—Lo dejo pasar, aunque es obvio.
—Las primeras conclusiones deben ser obvias.
No dije nada; me pareció que se había metido en camisa de once varas, y no quería hacérselo notar.
—La siguiente conclusión es que el sujeto no es un atleta ni afecto al aire libre.
—Explícame eso.
—Otra vez la palabrita “especialmente”. El sujeto no dice que una caminata de nueve millas no es broma bajo la lluvia, sino que la distancia, fíjate, no es broma. Ahora bien, nueve millas no constituyen una distancia tan larga; se camina más de la mitad de esa distancia en diez y ocho hoyos de golf, y el golf es un juego de viejos —y agregó con modestia—: Yo juego al golf.
—Eso está muy bien en circunstancias comunes—dije—, pero hay otras posibilidades. El sujeto puede ser un soldado en la jungla; en este caso, no sería ninguna broma, con o sin lluvia.
—Si —Nicky se puso sarcástico. También puede ser un individuo con una sola pierna; o un graduado que está escribiendo su tesis sobre gustos, y que empieza por anotar todas las cosas que no son divertidas. Antes de continuar te voy a confiar dos presunciones.
— ¿Qué quieres decir? —pregunté desconfiado.
—Recuerda que tomo la frase tal como me la presentaste, sin pretender saber quién la dijo, ni en qué circunstancias. Generalmente, una frase encaja en el marco de una situación.
—Ya veo. ¿Cuáles son tus presunciones?
—En primer lugar, presumo que la frase no tiene una intención frívola; el sujeto se refiere a una caminata efectuada, y no con el propósito de hacer ejercicio, ni de ganar alguna apuesta, o algo por el estilo.
—Me parece lógico y razonable.
—También presumo que la caminata tuvo lugar par aquí cerca.
— ¿En Fairfield?
—No necesariamente aquí, sino por esta zona.
—Probable.
—Entonces, si aceptas estas presunciones, tienes también que estar de acuerdo conmigo en la conclusión que saqué: el sujeto no es un atleta ni aficionado al aire libre.
—Bueno, muy bien; sigue.
—Mi otra conclusión es que la caminata se realizó a altas horas de la noche, o muy temprano por la mañana; digamos entre medianoche y las cinco o seis de la mañana.
— ¿De dónde sacas eso?
—Por la distancia de nueve millas. Estamos en una zona bastante poblada; cualquier camino que tomes te llevará a algún pequeño pueblo, mucho antes de recorrer nueve millas. Por ejemplo, Hadley está a cinco millas; Hadley Falls, a siete millas y media; Goreton está a once, pero East Goreton está antes, y la distancia para llegar a este último lugar es de ocho millas. Hay trenes para Goreton; y para las demás localidades, hay servicio de autobús. Los caminos están siempre muy concurridos. Entonces dime: ¿Por qué tuvo alguien que caminar nueve millas bajo la lluvia, si no fue a altas horas de la noche, o por la madrugada, momentos en los cuales los medios de transporte son escasos, y en los que un conductor particular difícilmente hará subir a su vehículo a un desconocido?
—Tal vez no quiso ser visto —sugerí yo,
Nick me miró con lástima.
— ¿Te parece menos visible ir solo por un camino, y no mezclado entre el público de un tren o de un autobús que generalmente está enfrascado en la lectura de algún diario?
—Está bien, no insisto —dije con brusquedad.
—A ver qué te parece esto, iba hacia una ciudad, más bien que de una ciudad.
Yo asentí.
—Es casi seguro. Si hubiera estado en una ciudad, le habría sido fácil combinar algún medio de transporte. ¿En eso te basas para tu conclusión?
—En parte —dijo Nick—, pero también saco una conclusión de la distancia.
Recuerda que es una caminata de nueve millas, y nueve es un número exacto.
—Lamento no comprender.
El gesto exasperado del maestro de escuela apareció en la cara de Nick.
—Supongamos que dices que hiciste "una caminata de diez millas", o "un paseo en coche de cien millas". Yo puedo pensar que caminaste entra ocho o doce millas, o que manejaste un auto durante ochenta o ciento diez millas. Diez y ciento no son números exactos, puedes haber caminado exactamente diez millas o aproximadamente diez millas; pero cuando dices que caminaste nueve millas, yo tengo derecho a suponer que la distancia fue exactamente nueve millas. Ahora bien, podemos saber con más exactitud la distancia a la ciudad, desde un punto dado, que saber la que existe desde la ciudad a un punto dado. Por ejemplo, si le preguntas a una persona de aquí, a qué distancia esta la granja de Brown, y siempre que la conozca bien, te dirá que hay unas tres o cuatro millas. Pero pregúntale al granjero Brown en persona cuánto hay desde su granja hasta la ciudad y te dirá: “Tres millas, seiscientas, y lo sé, porque más de una vez he medido la distancia con el cuentakilómetros”.
—Es algo débil, Nick —dije.
—Pero en comparación con la tuya de que si hubiera salido de la ciudad, hubiera podido arreglar algún medio de transporte...
—Si, tienes razón; te dejo seguir. ¿Algo más?
—Ahora empiezo a dar en el clavo —se jactó—. Otra conclusión que saco es que debía estar en un lugar determinado a una hora exacta, no se trataba de ir en busca de ayuda porque su coche estaba estropeado, o su esposa enferma, o porque hubieran entrado ladrones en su casa.
— ¡Por favor! La avería del coche me parece la conclusión más probable; la distancia la podía conocer muy bien, si había controlado el cuentakilómetros al salir de la ciudad.
—No; en un caso así, lo más probable es que se hubiera acomodado en el asiento trasero para dormir o, en el peor de los casos, parado al lado del coche con el objeto de llamar la atención del primero que pasara. Recuerda que se trata de nueve millas. ¿Cuánto tiempo dices que se necesita para recorrerlas a pie?
—Cuatro horas —contesté.
Nick asintió.
—Y nada menos, teniendo en cuenta la lluvia. Nos hemos puesto de acuerdo en un punto, y éste es que la caminata la realizó a altas horas de la noche o muy temprano por la mañana. Si el desperfecto del auto se produjo a la una de la mañana, no hubiera podido llegar a la ciudad antes de las cinco, a esa hora ya circulan muchos vehículos por los caminos. Los autobuses son los que empiezan a circular un poco más tarde, a eso de las cinco y media. Por lo demás, no tenía necesidad de caminar hasta la ciudad misma; lo más natural hubiera sido que llegara sólo al teléfono más cercano. No, no me cabe la menor duda que tenía una cita en una ciudad, y algo más temprano de las cinco y media.
— ¿Y por qué no ir antes y esperar? Podía tomar el último autobús, llegar a eso de la una, y esperar el momento de la cita. En lugar de hacer eso, caminó nueve millas bajo la lluvia y. según dices, no es ningún atleta.
Íbamos a esta altura de nuestra conversación, cuando llegamos al edificio de la Municipalidad, donde está mi oficina. Generalmente, nuestras discusiones empezaban en el Blue Moon y terminaban a la entrada de la Municipalidad; pero como esta vez me encontraba realmente interesado en las demostraciones de Nick, le sugerí que subiera un momento a mi oficina.
Cuando nos sentamos, le pregunté:
— ¿Qué me contestas, Nicky? ¿Por qué no pudo llegar más temprano, y esperar?
—Pudo, pero no lo hizo. Debemos presumir que, por alguna causa, perdió el último autobús; o si no, que debía esperar en el lugar en que estuviera alguna señal o una llamada telefónica.
—Según tú, tenía una cita entre la medianoche y las cinco y media...
—Podemos acercarnos mucho más a la hora exacta. Recuerda que la caminata le lleva cuatro horas; el último autobús deja de circular a las doce y media de la noche. Si él no lo toma, y empieza a caminar a esa hora, no llega antes de las cuatro y media. Por otro lado, si toma el primer autobús, llegará a las cinco y media aproximadamente. De esto se deduce que su cita se debía efectuar entre las cuatro y media y las cinco y media.
—Ya veo, quieres decir que si la cita era antes de las cuatro y media, hubiera tomado el último autobús, si era después de las cinco y media, hubiera tomado el primero de la mañana.
—Eso mismo. Y otra cosa más, si esperaba una señal o una llamada telefónica, éstas deben haberse producido no mucho más tarde de la una de la madrugada.
—Lo que significa que habrá empezado a caminar alrededor de la una de la mañana.
Nick asintió y se quedó silencioso; por alguna razón que no me pude explicar, no quise interrumpir sus pensamientos. En la pared colgaba un mapa del condado, y me acerqué a mirarlo.
—Tienes razón, Nick —dije por sobre el hombro—, no hay ninguna ciudad a nueve millas de Fairfield; éste es el centro de una cantidad de pequeños pueblos.
Nick se acercó a mirar el mapa.
—No tuvo que ser precisamente Fairfield —dijo despacio; fíjate en otros lugares, Hadley por ejemplo.
— ¿Hadley? ¿Y quién pudo tener algo que hacer a las cinco de la mañana en Hadley?
—El
Washington Flyer se detiene más o menos a esa hora en Hadley para cargar agua.
—Acertaste otra vez. Más de una noche en que no he podido dormir lo he oído cuando entra en la estación y casi en seguida el reloj de la Iglesia Metodista da las cinco —me acerqué a mi escritorio para consultar un horario de trenes—. El
Flyer sale de Washington a las doce y cuarenta y siete de la noche y llega a Boston a las ocho de la mañana.
Nick estaba midiendo distancias en el mapa con un lápiz.
—Exactamente a nueve millas de Hadley está la hostería de
Old Sumter —dijo
Nick.
—La hostería
Old Sumter —repetí haciendo eco—. Pero ahí pudo contratar un medio de transporte, como en una ciudad.
Nick negó con la cabeza.
—Los vehículos se guardan en un lugar cerrado; hay que hablar con un encargado que controla los pedidos; le sería muy fácil recordar a alguien que pidiera un auto a esa hora. Es un lugar un poco conservador. Mejor es que hubiera esperado en su habitación la llamada telefónica, tal vez de Washington, para darle el número de vagón y el de la litera. Todo lo que le quedaba que hacer era salir de la hostería y caminar hasta Hadley.
Lo miré como hipnotizado.
—Tampoco iba a ser muy difícil subir al tren mientras estaba detenido para cargar agua; entonces, si sabía el número del vagón y el de la litera...
—Nick —dije excitado—, a pesar de que como fiscal y miembro del Partido Reformista he propalado una campaña basada en un programa económico, voy a gastar un poco de dinero que pagan los contribuyentes en hacer una llamada de larga distancia a Boston. ¡Es ridículo, no lo puedo creer... pero lo haré!
Los ojillos azules relampaguearon, y se humedeció los labios.
—Manos a la obra —dijo roncamente.

Cuando terminé de hablar por teléfono, le dije a mi amigo:
—Nick, ésta es tal vez la coincidencia más notable en los anales de la investigación criminal: ¡Han encontrado a un hombre asesinado en una litera del tren que salió anoche desde Washington a las doce y cuarenta y siete! Hacía tres horas más o menos que estaba muerto, lo que viene a colocar el crimen a la altura de Hadley.
—Me imaginé algo por el estilo —dijo Nick—. Pero estás equivocado al calificar esto de coincidencia. No lo es. ¿De dónde sacaste esa frase?
—Una simple frase; se me ocurrió y te la dije.
— ¡No puede ser! Esa no es la clase de oración que se le ocurre a uno de pronto. Si tú hubieras enseñado gramática y composición como yo, sabrías que cuando se le pide a alguien que forme una frase de más o menos diez palabras, siempre resulta algo así como "Me gusta la leche...", y algunas otras palabras para darle más sentido, como, par ejemplo: "Es buena para la salud..." En cambio, la frase que tú dijiste se relacionaba demasiado con una situación particular.
—Pero yo no hablé con nadie esta mañana, y sólo tú me acompañabas en el Blue Moon.
—No estabas conmigo mientras yo pagaba dijo con brusquedad—. ¿No encontraste a nadie cuando me esperabas en la acera?
Sacudí la cabeza con desaliento.
—Te esperé menos de un minuto. Sólo recuerdo a dos hombres que llegaron mientras buscabas el cambio; uno de ellos me empujó y entonces pensé en esperar...
— ¿Los habías visto antes?
— ¿A quiénes?
—A esos dos hombres —dijo en tono exasperado.
—Yo... no, no eran caras conocidas.
— ¿Estaban hablando?
—Creo que sí; sí... Y parecían muy absortos en lo que hablaban; creo que por eso me empujó uno de ellos.
—No van muchos desconocidos al Blue Moon —me hizo notar Nick.
— ¿Crees que se trata de ellos?, dije esperanzado—. Me parece que los reconocería si los volviera a ver.
Los ojos de Nick se achicaron.
—Es posible, tienen que ser dos, uno para seguir a la víctima y comprobar el número de la litera, el otro para esperar aquí y hacer el trabajo. El de Washington tuvo que venir aquí, ya que si se trata de un crimen con fines de robo entre dos, se podían dividir el producto. Si fue solamente un crimen, el de allá tuvo que venir a pagar a su ayudante.
Me acerqué al teléfono.
—Hace menos de media hora que salimos del Blue Moon —Nick continuó—, en el momento en que ellos entraban, y el servicio en ese lugar es muy lento. El que caminó las nueve millas debe de estar hambriento y el otro probablemente viajó toda la noche desde Washington.
—Llámeme inmediatamente en cuanto haga un arresto —dije, y colgué el receptor del teléfono.
Ninguno de nosotros habló mientras esperábamos la llamada. Ni nos atrevíamos a mirar, como si hubiéramos hecho algo vergonzoso.
La campanilla nos sacó de la situación. Escuché y colgué.
—Uno de ellos trató de escaparse por la cocina —dije a Nick—. Pero Winn tenía un hombre estacionado en la puerta de atrás y lo pescaron.
—Eso parece que nos da la prueba —dijo Nick con una helada sonrisita.
Yo asentí, y Nick miró su reloj.
— ¡Oh! —exclamó—. Quería empezar temprano esta mañana, y he perdido todo el tiempo contigo.
Lo acompañé hasta la puerta.
—Nick, escucha —le dije cuando ya se iba—. ¿Qué querías probar?
—Que una cadena de conclusiones puede ser lógica y no verídica —me contestó.
— ¡Ah!
— ¿De qué te ríes? —me preguntó, y después también se echó a reír.





De nuevo la lluvia

jueves, 17 de febrero de 2011


MODERACIÓN DE COMENTARIOS

Después de casi dos años y medio de vida de este blog (una vida extraordinariamente fecunda y muy placentera para mí; espero que también para la mayoría de vosotros), un tiempo durante el que habéis participado en él como habéis querido, en uso de vuestra libertad, dejando vuestras sugerencias, vuestras reflexiones, vuestras críticas, vuestras discrepancias también, casi siempre vuestro cariño y vuestro agradecimiento, me veo obligado a tomar una decisión -sobre la que reflexioné mucho cuando abrí este espacio, y que entonces resolví en sentido contrario al que ahora os anticipo- y que resulta contraria a mis principios, aunque hoy se me revela por desgracia necesaria.

Creo que internet es el reino de la libertad, un territorio magnífico para dar a conocer todas las ideas, todas las opiniones, todas las visiones de la vida. No creo, sin embargo, que sea un ámbito salvaje en el que no deban regir ciertos principios básicos. Uno de ellos, esencial, es el del respeto, el de la aceptación implícita de una noción primordial según la cual todas las razones pueden exponerse, todos los argumentos defenderse... si se hace de un modo educado, correcto, sin ofensas, sin insultos, sin insidias, sin desprecio. Unas ofensas, unos insultos, unas insidias, un desprecio singularmente rechazables cuando se emiten desde la confortable seguridad de una impunidad mezquina, de un anonimato irresponsable (en sentido literal: ¿qué responsabilidad puede asumir quien no tiene nombre, quien no da la cara?, ¿cómo defenderse si se es atacado?, ¿a quién contestar?, ¿contra quién se argumenta?, ¿a quién se replica?).

En las últimas semanas se han registrado aquí algunos comentarios que se han adentrado peligrosamente en un terreno personal (nada del otro mundo, por cierto; nada excesivo, nada insoportable... bobaditas insulsas de algunos débiles mentales). Unos comentarios, no obstante, hechos desde la cobardía del anonimato, sin posibilidad por lo tanto de defensa en un plano de igualdad; unos comentarios, lo diré tajantemente, que pese a la presumible estulticia, la indigencia intelectual y el analfabetismo de quien los perpetra, no estoy dispuesto a tolerar. Es legítimo que a alguien le resulte insoportable el programa, horrorosa la música, intragables los textos, pseudointelectualoide la idea del programa o su creador, y que todo ello se exprese en público. Pero que esas críticas -insisto, entendibles y legítimas- se utilicen, al margen de la finalidad del blog, al margen de la valoración que se haga de las emisiones, para denostar, para ofender, para -intuyo- saldar cuentas personales tras el, a mi juicio, moralmente despreciable ocultamiento que proporciona la indigna máscara de un apodo, de un nombre falso, de un indiscernible ‘anónimo’, es algo que -en la medida en que sea posible- no consentiré.

Si el programa o el blog no gustan... que se diga libremente, aunque de modo educado y con respeto. Por el contrario, si se tiene algo contra mí, si no caigo bien, si se me aborrece o se me odia (todo ello parece difícil que pueda provocarlo un mero programa de radio, de ahí mi deducción -por otro lado obvia- de que aquí se dirimen otras luchas, se juegan otras partidas, se plantean otras guerras; unas luchas, unas partidas, unas guerras que, al parecer, no se tiene la valentía suficiente para plantear en persona, de frente y cara a cara), si es así, si se me insulta o se vierten insinuaciones personales... voy a reprimir (no me tiembla el ánimo para emplear ciertas palabras; sí, reprimir) esas expresiones, respetables si se formulan de modo argumentado y con nobleza y en igualdad de condiciones, pero profundamente aborrecibles si no son más que una manifestación cobarde de míseros celos, envidias infantiles, venganzas mediocres o miserables ajustes de cuentas por vaya usted a saber qué agravios nacidos -de haberlo hecho- en otros ámbitos.

En definitiva, pues, a partir de ahora voy a activar la opción de Moderación de comentarios de la que todo blog está provisto; de hecho, en los últimos días, ya he eliminado algunos comentarios estúpidos y malintencionados. Como he señalado antes, esa opción se me planteó al abrir la página, en octubre de 2008. La rechacé por esa confianza apriorística en las ventajas de la libertad. Opto por ella ahora, no sin dolor, pero por pequeño que haya sido el agravio (¿agravio?, demasiada palabra: un enojoso picotazo de un vulgar abejorro), no me apetece dar un espacio aquí, en mi casa -lo es, en muchos modos, Buscando leones en las nubes, es mi casa-, a la menor majadería insidiosa y ridícula.

La opción citada me permite leer vuestros comentarios antes de su publicación y, en consecuencia, autorizar o no ésta en función del tono de los mensajes. En condiciones normales permitiré todas vuestras intervenciones, también las más críticas e incluso las abiertamente hostiles, las que no sólo discrepen sino hasta cuestionen mis planteamientos. No dejaré pasar ni una, en cambio y pese a los riesgos evidentes, de las que contengan la más mínima insinuación u ofensa personal (sobre mí o sobre otros comentaristas).

¿Los riesgos? Que decidáis -a la vista de los incómodos filtros- no participar en el blog. Y admitiendo que sentiría esa situación si finalmente llegara a darse, dejadme insistir de nuevo en una idea que vengo sosteniendo desde que empezó la andadura de esta página. Éste no es un blog al uso, uno de esos -casi todos- en los que el autor pretende opinar, trasladar su visión del mundo, reflexionar sobre la vida cotidiana, sobre política o literatura o arte, sobre, en suma, todo lo divino y lo humano. Unos blogs en los que -por definición- se celebra, se alienta incluso, la participación, el intercambio de ideas, la confrontación de posturas. Ello es muy loable, y sin duda necesario que existan espacios así, en la red y fuera de ella. No es, sin embargo, mi pretensión, nunca lo ha sido. En el momento de su creación me movió tan sólo la voluntad de crear un lugar en el que el programa pudiera ser escuchado sin el sometimiento a los rígidos horarios de emisión radiofónica. Es todo, pues, mucho más fácil: hago un programa en la radio en el que ofrezco las canciones y los textos que me entusiasman. Creo, en mi inocencia, que lo que me gusta a mí puede gustar a muchas más personas. Y lo dejo en una dirección de internet para que se difunda y para poder llegar así a esos potenciales ‘disfrutadores’ de mis elecciones literarias y musicales. ¿Que gusta y se sigue?... fantástico, habré conseguido mi propósito. ¿Que no lo escucha nadie?... qué pena, se ve que mis gustos son más bien raros e imposibles de compartir. Y nada más... No necesito comentarios, ni siquiera los elogiosos; no necesito rendida admiración, ni halagos (mi ego se alimenta solo). Es más -creédme-, tal y como he señalado en otras ocasiones, me incomodan, incluso, los excesos laudatorios. Agradezco sinceramente que queráis intervenir, que ofrezcáis vuestros versos, vuestras opiniones, vuestras vivencias; agradezco vuestra participación (por cierto, se acerca el programa 300, y como en el 100 y en el 200, quiero que lo ‘hagáis’ vosotros; ya lo comentaré en los próximos meses), agradezco vuestra amabilidad al escribir aquí. Pero si todo ello desapareciera, seguiría existiendo Buscando leones en las nubes, como ha existido, sin comentarios externos, durante los diez años previos a la creación del blog.

En fin, para variar (y como bien sabe cualquiera que trate conmigo, en especial mis alumnos) ya me he alargado demasiado. Gracias de nuevo a todos los que disfrutáis de Buscando leones en las nubes.

martes, 15 de febrero de 2011


CUANDO LLEGA LA NOCHE

Como me ocurre, por desgracia, muy habitualmente no tengo tiempo para escribir una entrada medianamente digna para presentar el programa de esta semana. (Siento aludir tan repetidamente a mis obligaciones laborales, pero así es, hay semanas en las que a duras penas extraigo de mis ocupaciones unos minutos libres para esbozar algunas palabras con las que introducir el programa correspondiente).

En fin, el caso es que no hay tiempo para más que para indicar que la emisión de hoy continúa la pauta marcada hace siete días: la noche como eje central de la selección de textos y canciones. Poemas, en la parte literaria del programa, escritos por Antonio Machado, José Manuel Caballero Bonald, Juan Luis Panero, Philip Larkin, Concha García, Miguel D’Ors, José Corredor-Matheos, Javier Ruiz Taboada, Joyce Mansur, Wislawa Szymborska, Piedad Bonnett y Joan Margarit. Y canciones, en nuestra vertiente musical, interpretadas por Mia Doi Todd, Claudine Longet, Adriana Calcanhoto, Lori Donato, Lisa Germano, Richard Hawley, Jane Birkin, Carly Simon, Gianmaria Testa, Julie Peel, Bill Callahan, líder del grupo Smog, y nuestra muy querida y omnipresente en Buscando leones en las nubes Natalie Merchant con una espléndida versión (hay más en el programa, estupenda también la de A night like this, de The Cure), la del Because the night que, escrita por Bruce Springsteen, popularizó Patti Smith.

Natalie Merchant, con el grupo con el que empezó su carrera, los 10.000 Maniacs, abre, obviamente, la sección de vídeos. A continuación, The Cure con ese su A night like this original. En tercer lugar, Richard Hawley con otra canción nocturna distinta a la que interpretó en el programa, Tonight the streets are ours, más una propina, Lonesome town. Por último, Mia Doi Todd canta What if we do, una maravilla que ya emitimos hace años y que os ofrezco ahora a falta de un vídeo ‘decente’ de la también preciosa Last night of winter.

Para ilustrar la entrada os dejo un cuadro genial, Nighthawks, de Edward Hopper. Un cuadro que de manera obvia está muy vinculado a la noche y que ha sido citado en el cine y la música, en infinidad de otros cuadros y fotografías, una obra maestra sobre la que se han escrito infinidad de páginas, recreaciones varias de su atmósfera, imaginativas interpretaciones del hipotético sentir de sus protagonistas. También a mí me sugiere una personal e incluso íntima visión, una lectura subjetiva y algo desmesurada, que dice más de mí que de la propia obra y que ahora -con algo de pudor, lo confieso- me atrevo a ofreceros.

Cuando llega la noche los solitarios imaginan sueños imposibles

Thomas Bernhard, el genial escritor austríaco, decía que todo hombre (sin duda se refería a cualquier ser humano; andémonos con pies de plomo ante las versiones más romas del feminismo, no es cosa de ir abriendo frentes polémicos, ya bastante tengo con lo que hay), todo hombre, digo, quiere a la vez 'pertenecer y que le dejen en paz'. Los dos personajes masculinos principales del cuadro de Hopper recogen esa doble aspiración en la que yo me reconozco, con la que tanto me identifico, y son por ello, en ese sentido, yo mismo (aunque creo que también son cualquiera, de ahí el valor y el reconocimiento universales del cuadro).

Uno, el solitario de la izquierda, quiere que 'le dejen en paz'. Es independiente, muy autónomo, un punto triste, solitario (ya lo he dicho), se lame solo sus heridas, es algo asocial, odia (casi) al género humano. Sentado en la barra del bar, la noche oscureciendo la ciudad, aislado, ajeno a todo, piensa en las vidas que pudo vivir y nunca ha logrado, piensa en sus fracasos, en sus sueños, en sus quimeras, las sólitas cavilaciones nocturnas. Añora la normalidad, haber constituido una familia, tener hijos, llevarlos a correr por el parque, comprarles los libros del colegio cada septiembre, tiene nostalgia de lo que no ha sido, de las mujeres que no ha amado, o más exactamente, de las que ha amado y ha dejado partir. A la vez, es fuerte, está muy seguro de sí mismo, de su independencia conseguida con esfuerzo, ganada a pulso, sabe que la vida es así, uno asume las consecuencias de sus elecciones. Su genuino afán de independencia, su personalidad fortísima, su integridad, su profunda honestidad consigo mismo le han llevado a buscar mujeres hermosas, vivir amores apasionados, perseguir la plenitud que sólo existe en los sueños. Y ha pagado el precio de esa búsqueda valiente y siempre imposible. Es por ello que está sentado, solo, a las tres de la mañana en un anónimo bar en el que no es nadie ni nunca lo será, no es nadie para nadie, nadie le espera, nadie lo acogerá en su soledad, nadie lo recibirá, ahora, en esa madrugada estéril, en su casa un poco triste, otra noche solitaria. Sabe, y lo acepta con entereza, que está condenado a esperar el amanecer solo, sin siquiera el insignificante consuelo de un cuerpo conocido a su lado, sin un pobre abrazo rutinario e insípido y pese a ello tibio. Por eso, muy fugazmente, de reojo, echa una mirada a su izquierda, mira al otro hombre, que cuenta chistes al barman y hace reír a la mujer, y podemos percibir en esa mirada un ligero matiz de envidia, de celos incluso, de añoranza de una felicidad que no es para él, que los azares de la vida no le han dado.

A su lado, el otro gran personaje masculino, el de la derecha (excluyo al
barman, mero comparsa, creo, en esta historia; excluyo, claro, a la mujer, me costaría adoptar la perspectiva femenina... ¿alguien querrá escribir su historia?), sueña también en la noche. Este otro hombre está con su mujer, 'pertenece', tiene un sitio en la vida, su existencia parece completa, realizada, ama a su mujer, ella le ama. Quizá han dejado a sus niños con alguien (en aquella época no sería la abuela; hoy sí), salen a disfrutar de un sábado feliz, la cálida exaltación de una noche acogedora. Conocen al barman, ríen, charlan con él. Del hombre emana la tranquilidad de quien se sabe integrado, de quien conoce su sitio en el mundo, de quien está satisfecho con su espacio vital, con su trayectoria, con sus logros. No piensa en las oportunidades perdidas, en los mundos huidizos que no volverán, no tiene nostalgia de un pasado que se ha difuminado para siempre, no añora otras mujeres, otras vidas, otros mundos, otras experiencias. Está contento, no es conformista, no se ‘conforma’ con lo que tiene, es más que eso: quiere lo que tiene, sigue enamorado de su mujer, que ha sido bellísima y se hace poco a poco mayor a su lado, disfruta con su trabajo, que otros ven como rutina, es feliz. Y sin embargo, a hurtadillas, sin que nadie, ni siquiera su mujer, lo perciba, mira al otro hombre, su entereza, su empaque, su seguridad, su atractiva independencia. Y por un momento, sólo por un momento (una ráfaga de niebla que vela fugazmente su plácida normalidad y que desaparece pronto), desearía tener la oportunidad de otra existencia, cambiar su vida por la de él, hacerla intensa, apasionada, vivir sueños vagamente enloquecidos, recorrer países exóticos, entregarse a causas imposibles en destinos ignotos, afrontar proyectos excitantes, conocer gentes admirables, amar mujeres espléndidas... como imagina que hará el hombre solo de su derecha.

O no… o todo es mentira y ninguno es así. Son unos tipos normales en una situación banal, criaturas nocturnas sumidas en pensamientos triviales, rumiando algún oscuro asunto profesional, burdos papeleos por hacer, ridículas tareas inacabadas, apurando la última copa acostumbrada, pura rutina intrascendente antes del sueño que apaga todos los anhelos. Qué sé yo, siempre proyectamos nuestro mundo en lo que leemos, en lo que vemos, en nuestra interpretación de la realidad… Qué sé yo…

(Al final he acabado escribiendo... En fin... culpemos al poderoso influjo de la noche).




Cuando llega la noche

martes, 8 de febrero de 2011


MIL NOCHES

Nuestra emisión de esta semana, al igual que la de dentro de siete días, tiene a la noche como centro, como eje monográfico, tanto en los versos, pues los poemas que integran ambos programas se desenvuelven en un ámbito nocturno, como en la música, pues todas las canciones se refieren, directa o indirectamente, a la noche. La noche como espacio obvio del sueño y de los sueños, de las esperanzas, de las ilusiones, pero también como territorio del amor, del éxtasis erótico, del apasionado encuentro de los cuerpos y, sobre todo, de las almas. La fulgurante noche de los amantes desnudos. La noche como ominoso escenario de las frustraciones, del fracaso, de la soledad. La noche del insomnio y sus angustias, la noche de los proyectos incumplidos, la noche de la inquietud y la zozobra. La noche y la ausencia, la noche y la espera, la noche y la bebida, la noche y sus pesadillas, la noche y la certeza anticipada de la muerte. La noche y sus personajes siniestros, la noche fría, la noche de las calles mojadas, la noche en los bares, la noche entre las luces difusas de una farola mortecina, la noche antesala del infierno. La noche silenciosa, la noche mágica, la noche intensa, la noche llanto, la noche amor, la noche confidencia, la noche sexo, la noche risas, la noche secreta. La noche misterio, la noche encanto, la noche tortura, la noche anhelo, la noche sospecha. La noche de las pasiones, de los enigmas, de las dulzuras. La noche, todas las noches, las mil y una noches.

Poemas nocturnos, pues, íntimos e intensísimos poemas escritos por Javier Vela, Enrique García-Máiquez, Felipe Benítez Reyes, Luis García Montero, Pablo Neruda, Francisco Bejarano, José María Álvarez, Luis Muñoz, Ángeles Mora, Roger Wolfe y Antonio Vela.

Y bellísimas canciones de noche también, piezas preciosas -algunas versiones, Police, Rolling Stones, Tom Waits- interpretadas por Julie London, Chiara Civello, Liquid Blue, Esclarecidos, que tendrán un programa monográfico antes de fin de curso, Amazonics, Madredeus, Gwyneth Herbert, Aretha Franklin, Shelby Lynne, The Blue Nile y la guapa brasileña Ive Mendes.

Presidiendo esta entrada del blog os dejo un cuadro magnífico, algo inquietante pero lleno para mí de evocaciones, que me ha acompañado desde hace muchos años. Se trata de La noche, del pintor simbolista suizo Ferdinand Hodler. Tuve, durante toda la carrera y en los primeros años de mi ejercicio profesional, encima de mi cama, una pequeña postal que reproducía el cuadro, y los distintos personajes en él representados siempre me ofrecieron infinidad de sugerencias: la maravilla que es siempre el abrazo de los amantes, la placidez del sueño reparador, el reposo apaciguado de quien tiene el alma en paz, el confortable descanso que proporciona el hombro amigo, la agitada inquietud que nos traen las aterradoras pesadillas, la insoportable desazón, la lacerante tristeza del que duerme en soledad. Una obra maestra.

Para completar la entrega de esta semana, algunos vídeos estupendos. Chiara Civello en Night; el magnífico grupo escocés The Blue Nile con Saturday night, una maravilla; Shelby Lynne, a la que vemos con Tony Joe White en Rainy day in Georgia, un clásico que ella interpreta en solitario en el programa; para terminar con la brasileña Ive Mendes, de la que he elegido Natural high, dado que el Night, night de la emisión no he podido encontrarlo con imágenes en movimiento. Musicalmente, sonando agradable, la chica no es gran cosa, pero es, en cambio, muy atractiva (imagino una nueva polémica al estilo de la de hace unos años con Scarlett Johansson; espero que no).

PD.- Inexplicablemente, pues el vídeo puede verse en Youtube sin problemas, algo impide que podáis disfrutar aquí de Ive Mendes (será el destino, que quiere evitarme nuevos rifirrafes dialécticos).




Mil noches

martes, 1 de febrero de 2011


DON ELOY MILLÁN SOLO FRENTE A LA PIZARRA

El pasado viernes, 28 de enero, se celebró en nuestra comunidad el llamado –de modo algo pedante- Día del docente, festividad que afecta a todo el profesorado -y en supongo que afortunada consecuencia a todo el alumnado- no universitario. Por ello, Buscando leones en las nubes quiso aprovechar la ocasión y -con esta tenue excusa- constituirse en una especie de celebración, una suerte de homenaje a todos los profesores y maestros entre los que como ya sabéis yo mismo me encuentro.

Para ello, en la parte literaria del programa, he elegido un cuento precioso de un excelente aunque no demasiado “popular” ni siquiera conocido escritor español, muy mayor -nació en 1925- pero que aún sigue escribiendo y que en cada nueva entrega de su producción literaria sigue mostrando su calidad, su interés, su capacidad de observación, su humor, su ternura. Se trata de Medardo Fraile y su relato, el cuento escogido para la emisión de esta semana, se titula Punto final. En él el narrador nos lleva a una clase de Don Eloy Millán, el maestro que lo protagoniza y que encarna, a mi entender, uno de los -llamémosles así- pequeños dramas consustanciales a la tarea del profesor, de un profesor cuyo quehacer profesional tantas veces hoy día -por desgracia- se ve envuelto en no ya pequeñas sino grandes tragedias. Así es, pues más allá de los problemas que habitualmente la enseñanza plantea y que son recogidos a diario en los medios de comunicación -cada vez con mayor frecuencia-, existe además otra vertiente de la profesión docente, no tan divulgada pero que -igualmente- genera dificultades y frustraciones sin cuento. Y esa dimensión no tan conocida -o sobre la que no se reflexiona tanto- de la educación tiene que ver con el hecho -muy común, por otra parte- de que no pocos profesores, no pocos maestros entregan lo mejor de sus capacidades, de sus esfuerzos, de sus energías, en definitiva de su vida, a la tarea de hacer crecer a sus jóvenes alumnos, a mostrarles el mundo a través de la ventana del aula y a enseñarles a volar y, en efecto, esos chicos vuelan, vuelan lejos, huyen al mundo que tan sabiamente su maestro les mostró y cuando eso sucede -y el fenómeno se repite año tras año, curso tras curso- el profesor se queda del lado de acá de la ventana, un año más viejo, un año más cansado, un año más solo en la austera frialdad del aula, observando feliz -su labor cumplida- aunque nostálgico, alegre -su tarea lograda- pero melancólico, la marcha de sus alumnos, el pequeño drama de esa pérdida siempre, curso tras curso, reinventado.

Más allá del cuento concreto que constituye el núcleo central del programa, más allá de este Punto final espléndido y conmovedor, quiero aprovechar para recomendaros la obra completa de Medardo Fraile, como digo un escritor no demasiado conocido, pese a que en su larga trayectoria literaria nos ha dejado, nos sigue dejando decenas de relatos memorables. La primera gran recopilación de cuentos de Medardo Fraile se titula Cuentos completos y la publicó en 1991 Alianza Editorial. La editorial Cátedra ofreció una edición crítica en 2000, a cargo de Mª Pilar Palomo, bajo la rúbrica Cuentos de verdad. En el año 2004, Páginas de Espuma recogía todos sus relatos escritos hasta ese momento con el título de Escritura y verdad: Cuentos completos, que se abría con un prólogo muy interesante e iluminador de Ángel Zapata. Por fin, en 2010, la misma editorial daba a la luz Antes del futuro imperfecto, el libro en el que quiero detenerme especialmente. En todas estas antologías y recopilaciones está presente el Punto final leído en la emisión, a mi juicio uno de sus más brillantes logros.

La crítica considera a Medardo Fraile un destacado representante de la generación del medio siglo, los autores que escribieron su obra a partir de la pasada década de los cincuenta, caso de Ferlosio y Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano o Ana María Matute y singularmente Carmen Martín Gaite, una generación cuya propuesta literaria se caracteriza, entre otros rasgos, por el realismo y la lírica descripción de la sin embargo oscura y gris vida de la España de la posguerra, que a mi juicio no puede ser conocida adecuadamente sin la lectura de las obras de estos escritores. Medardo Fraile no ha alcanzado, sin embargo, la repercusión que sí tuvieron todos esos otros nombres que acabo de referiros, y a ello ha contribuido su residencia fuera de España, en Glasgow, durante gran parte de su vida, su alejamiento físico de nuestro país, de los corrillos literarios, de los cenáculos del oficio, además de una cierta deuda que su generación ha debido pagar a la olvidadiza modernidad, una modernidad para la que la tristeza, el desamparo, la mediocridad de aquellos años terribles eran viejos restos de una España antigua que había que dejar anclada en el pasado, que no merecía la pena revisitar pues, quizá, nos traería a la conciencia nuestro origen, un origen rural, provinciano, limitado, tradicional y algo primitivo, sencillo y esencial también, no tan remoto, mucho más arraigado en nuestras almas, en nuestras personalidades que lo que quisiéramos hacernos creer a nosotros mismos, ahora tan modernos, tan cosmopolitas, tan globalizados, tan viajeros, tan tecnologizados, con nuestros ipads y nuestro internet, y nuestros coches de carrocería abrillantada y nuestros hogares repletos de electrodomésticos que ni siquiera vemos, por obvios. El mundo de Medardo Fraile es el de nuestros padres, el de nuestros abuelos: suelos de linóleo, pensiones baratas, pisos sin calefacción, representantes de comercio que llevan existencias solitarias, noviazgos interminables y aburridos, hombres que visten su único traje y fuman y llevan sombrero, de vez en cuando algunas atrevidas mujeres de labios pintados que consumen sus esperanzas en las barras de los escasos bares de noche, entre artistas fracasados y deprimentes bohemios, o, sobre todo, mujeres sin más horizontes que las cuatro anodinas paredes de su hogar familiar, atadas a matrimonios romos, con hijos que pronto abandonan el nido, uncidas a yugos sutiles casi inapreciables, las misas, los confesores espirituales, los rituales de una clase media empobrecida e incipiente que acaba de dejar atrás la guerra con su carga de miseria y tristeza, de desolación y resentimiento, de derrotas y silencio y dolor y desánimo. También el inhóspito universo de los humillados y los ofendidos, de los que poco o nada tienen, de los obreros modestos, de los pobres y desarraigados, de los fracasados.

Y sin embargo, en Medardo Fraile, a diferencia de sus compañeros de generación, todos esos rasgos no son más, en mi opinión, que un escenario de fondo en el que transcurren sus cuentos. Y en ello, en esta distancia con el realismo limitado y chato, en su voluntario alejamiento de la lúgubre estética de la época puede residir también, ahora que lo pienso, una de las razones de que su nombre no figure con mayúsculas en los libros de texto de nuestros escolares, como si lo hacen -y no con muchos mayores méritos- algunos de los autores antes citados. Esa España opaca y algo siniestra, ese ambiente ceniciento que define la época, no se muestran con pretensión realista, no hay intención documental, son, como digo, sólo un marco en el que se desarrolla la peripecia de sus relato; cierto que un marco fidedigno y verosímil, muy reconocible y exacto, aunque mostrado con sobriedad y sin maniqueísmos, sin voluntad de denuncia, sin moralismos panfletarios.

Y he escrito peripecia y en seguida me arrepiento, pues no hay cambios, no hay acción, no hay historia, no hay grandes aconteceres, no hay anécdota casi, en los cuentos de Medardo Fraile. Por el contrario, en sus relatos destaca el clima interior, como señala Ángel Zapata, la vida íntima de sus personajes, unos personajes de los que, por otro lado, no sabemos casi nada que vaya más allá del pequeño fragmento de vida que se nos narra en el cuento. Lo esencial, como en todos los grandes maestros de la narración breve, pasa fuera, en lo no dicho, en lo sólo esbozado, en lo que apenas se entrevé tras la leve anécdota descrita.

Antes del futuro imperfecto, el último libro publicado de Medardo Fraile, cuya lectura puede resultar, quizá, el mejor modo de adentrarse en su obra si no se conoce con anterioridad, se divide en dos partes. En la primera, que se presenta con idéntico título al que da nombre al volumen completo, se recogen cuentos de las aulas, algunos -todos salvo cuatro inéditos- de los muchos cuentos con temática escolar escritos por el madrileño. Aulas, pizarras, pupitres, exámenes, patios y juegos, asignaturas con añejas denominaciones, profesores y bedeles, maestros y señoritas, y niños, muchos niños, con su inocencia, con sus angustias, con sus difíciles infancias pasan por estas páginas estructuradas en secciones bien definidas: el colegio, el instituto, el recreo, la Universidad. En esta sección aparece, claro, Punto final. La segunda parte, Cuentos del futuro imperfecto, acoge una veintena de relatos inéditos, escritos después de 2004 y por tanto no presentes en la precedente “obra completa”. En ellos afloran todas las pautas habituales de Medardo Fraile, el humor, la emoción, la ternura, su profunda humanidad.

Para complementar la atmósfera nostálgica que emana del relato de Medardo Fraile que he leído, el programa ofrece una selección de canciones impregnadas de ese mismo aire recogido y melancólico. Unas canciones que han interpretado Cassandra Wilson, Zizi Possi, Mojave 3, la Orchestra Marrabenta Star, Coleman Hawkins, Paulo Flores, Garbage, Joni Mitchell con The Chieftains y Jacky Terrason.

En la habitual sección de vídeos de nuevo un monográfico de Cassandra Wilson, de quien ya os ofrecí hace meses una muestra de algunas de sus mejores versiones de clásicos del pop. Hoy os dejo otras estupendas canciones, empezando por Death letter, que sonó en el programa hace un par de semanas. A continuación, Saint James infirmary, You don’t know waht love is, Love is blindness, A little warm death, Last train to Clarksville, terminando con otro clásico, Corcovado.




Don Eloy Millán solo frente a la pizarra