DE NUEVO LA LLUVIA
Hoy, aparte de mis habituales premuras de tiempo, no tengo demasiado ánimo para urdir una presentación razonable para el programa de esta semana (vamos, que estoy vago). De manera que despacharé el trámite de un modo sencillo y breve, sin demasiado esfuerzo por mi parte aunque, como podréis comprobar dentro de un momento, el resultado final os va a interesar muchísimo.
Digamos, pues, para resumir, que vuelve la lluvia a Buscando leones en las nubes (en la imagen, una estupenda fotografía de un tal McGuire -perdón por el tono, pero no sé quién es, ni su nombre completo- que encontré en la red). Si hace unos meses era la Lluvia oblicua de Fernando Pessoa la que protagonizaba la emisión, ahora retomo el mismo tema pero con una aproximación más diversa y variada. Desde la perspectiva literaria el programa ofrece versos, lluviosos versos, escritos por Carlos Marzal, Claribel Alegría, Juana de Ibarbourou, Jorge Luis Borges, Carlos Sahagún, Julio Cortázar (en su caso es un texto en prosa, que se abre con un ‘mirá’ que mi pobre dicción no ha sido capaz de ‘argentinizar’ suficientemente), Pablo Neruda, Octavio Paz, Cristina Peri Rossi y Pablo García Casado. Acompañando a los poemas podréis escuchar canciones con la lluvia como sujeto principal, deliciosas canciones interpretadas por Eurythmics, The Little Willies con Norah Jones, Bob Dylan, Holly Cole con Bob Belden, Janis Joplin, Adéle, Al Green, Molly Johnson, Dar Williams y Maria Muldaur. La habitual sección de vídeos se constituye hoy con algunos muy informales, con una simplicidad sin pretensiones, acústicos, sin arreglos, cercanos a la grabación casera: Norah Jones con los Little Willies en Easy as the rain, relajados todos en un pub nocturno; Adéle pasando frío pero mostrando su impresionante voz en Right as rain; Dar Williams, sosota pero llena de sensibilidad en Beauty of the rain; y para finalizar Annie Lennox, sin Eurythmics, con el gran éxito del grupo Here comes the rain again.
Y para no cerrar de un modo tan sucinto esta entrada del blog os dejo -íntegro, perdón por el exceso, sin embargo justificado- un cuento, una maravilla de ingenio, una inteligente y divertidísima exaltación de los logros de la razón, uno de los cuentos que más me ha llamado la atención de todos los que he leído en mi vida, y cuya presencia aquí resulta, no obstante, bastante forzada, algo traída por los pelos tan sólo a partir de su título -Nueve millas bajo la lluvia-, pero ya veréis como la ciertamente artificiosa operación merece la pena. Escrito por el poco conocido (nada conocido, en realidad) escritor norteamericano Harry Kemelman, yo lo leí hace más de treinta años en Los mejores cuentos policiales, una antología en dos tomos, publicada por Alianza Editorial, en la que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares seleccionan sus cuentos preferidos en el género. Unos libros de imprescindible lectura y un relato, este Nueve millas bajo la lluvia, que os van a entusiasmar.
Yo era nuevo en este asunto de la política; hacía apenas unos meses que había dejado la Law School para convertirme en el candidato del Partido Reformista al cargo de fiscal. Lo que antecede es a modo de disculpa, pero Nicholas Welt, que jamás abandonaba sus maneras pedagógicas (era profesor de Lengua y Literatura Inglesas en Snowdon), me contestó en el mismo tono que hubiera empleado para negar la petición de algún estudiante del curso secundario.
—No es una excusa —me dijo.
A pesar de no ser más de dos o tres años mayor que yo (y estamos doblando la curva de los cuarenta), siempre me trata como un profesor a un alumno particularmente estúpido. Y yo, tal vez por lo mucho más viejo que se ve con el pelo blanco y su parecido a un gnomo, soporto sus lecciones.
—Fueron conclusiones muy lógicas —dije en tono suplicante.
—Mi querido muchacho —dijo quedamente—, aunque sea casi imposible no sacar conclusiones de lo que leemos u oímos, generalmente estas conclusiones son erróneas. En la profesión de abogado, estos errores se producen en un elevado porcentaje, ya que en este caso la intención no es descubrir lo que se desea comunicar, sino más bien lo que se desea ocultar.
Tomé mi adición y me levanté. Al hacer esto le dije:
—Me imagino que te refieres al interrogatorio de testigos en la sala de Tribunales. Bien, en estos casos siempre está la parte contraria que rechazará cualquier conclusión ilógica.
— ¿Quién habló de lógica? —replicó—. Una conclusión puede ser lógica, y no por eso ser verídica.
Me siguió hasta la caja, donde pagué mi consumición; después esperé impaciente mientras Nick rebuscaba en un monedero pasado de moda, y pescaba varias monedas una por una, colocándolas en el mostrador al lado de su cuenta; pero descubrió que el total era insuficiente. Las deslizó otra vez en su monedero y con un suspiro de pesadumbre sacó un billete del prehistórico monedero, y se lo dio al cajero.
—Dime una frase de diez o doce palabras —me dijo Nick—, y te armaré una cadena de conclusiones lógicas que ni soñaste al construir la frase.
Como el espacio era reducido, y seguían llegando clientes a la caja, decidí salir y esperar en la acera que Nick terminara su operación con el cajero. Me acuerdo que me divirtió la idea de que Nick pensara que yo estaba todavía a su lado, escuchando su perorata.
Cuando se me reunió, le dije:
—El caminar nueve millas no es broma, especialmente si está lloviendo.
—No, no lo es —dijo distraídamente. De pronto, detuvo sus pasos, y me miró en forma inquisitiva—. ¿De qué diablos estás hablando?
—Es una frase y tiene once palabras —dije repitiendo la frase, al mismo tiempo que contaba las palabras con los dedos.
— ¿Y qué quiere decir?
—Me dijiste que si hacía una frase de diez o doce palabras...
— ¡Ah sí! —me miró con desconfianza—. ¿De dónde la sacaste?
—Se me ocurrió. Vamos, saca tus conclusiones.
— ¿De veras? —preguntó mientras los ojillos le brillaban—. ¿En verdad lo deseas?
Era muy de Nick el desafiar a alguien y después demostrar gozo cuando se le aceptaba. Esto me hizo enojar.
—Habla o cállate—le dije.
—Muy bien, no te enojes. Acepto. Hum... ¿Cómo era la frase? “El caminar nueve millas no es broma, especialmente si está lloviendo.” No hay mucho material.
—Son más de diez palabras.
—Bien —su voz se fue haciendo brusca a medida que iba estudiando mentalmente el problema—. Primera conclusión: el sujeto está molesto.
—De acuerdo dije, aunque en realidad es una conclusión un poco rebuscada; la afirmación lo implica.
Nick asintió impaciente.
—Segunda conclusión: la lluvia no estaba prevista; si no, hubiera dicho: “El caminar nueve millas bajo la lluvia no es broma”, en lugar de colocar la frase “bajo la lluvia” al final, precedida del adverbio “especialmente”, que está indicando a las claras una idea que se le ocurrió después.
—Lo dejo pasar, aunque es obvio.
—Las primeras conclusiones deben ser obvias.
No dije nada; me pareció que se había metido en camisa de once varas, y no quería hacérselo notar.
—La siguiente conclusión es que el sujeto no es un atleta ni afecto al aire libre.
—Explícame eso.
—Otra vez la palabrita “especialmente”. El sujeto no dice que una caminata de nueve millas no es broma bajo la lluvia, sino que la distancia, fíjate, no es broma. Ahora bien, nueve millas no constituyen una distancia tan larga; se camina más de la mitad de esa distancia en diez y ocho hoyos de golf, y el golf es un juego de viejos —y agregó con modestia—: Yo juego al golf.
—Eso está muy bien en circunstancias comunes—dije—, pero hay otras posibilidades. El sujeto puede ser un soldado en la jungla; en este caso, no sería ninguna broma, con o sin lluvia.
—Si —Nicky se puso sarcástico. También puede ser un individuo con una sola pierna; o un graduado que está escribiendo su tesis sobre gustos, y que empieza por anotar todas las cosas que no son divertidas. Antes de continuar te voy a confiar dos presunciones.
— ¿Qué quieres decir? —pregunté desconfiado.
—Recuerda que tomo la frase tal como me la presentaste, sin pretender saber quién la dijo, ni en qué circunstancias. Generalmente, una frase encaja en el marco de una situación.
—Ya veo. ¿Cuáles son tus presunciones?
—En primer lugar, presumo que la frase no tiene una intención frívola; el sujeto se refiere a una caminata efectuada, y no con el propósito de hacer ejercicio, ni de ganar alguna apuesta, o algo por el estilo.
—Me parece lógico y razonable.
—También presumo que la caminata tuvo lugar par aquí cerca.
— ¿En Fairfield?
—No necesariamente aquí, sino por esta zona.
—Probable.
—Entonces, si aceptas estas presunciones, tienes también que estar de acuerdo conmigo en la conclusión que saqué: el sujeto no es un atleta ni aficionado al aire libre.
—Bueno, muy bien; sigue.
—Mi otra conclusión es que la caminata se realizó a altas horas de la noche, o muy temprano por la mañana; digamos entre medianoche y las cinco o seis de la mañana.
— ¿De dónde sacas eso?
—Por la distancia de nueve millas. Estamos en una zona bastante poblada; cualquier camino que tomes te llevará a algún pequeño pueblo, mucho antes de recorrer nueve millas. Por ejemplo, Hadley está a cinco millas; Hadley Falls, a siete millas y media; Goreton está a once, pero East Goreton está antes, y la distancia para llegar a este último lugar es de ocho millas. Hay trenes para Goreton; y para las demás localidades, hay servicio de autobús. Los caminos están siempre muy concurridos. Entonces dime: ¿Por qué tuvo alguien que caminar nueve millas bajo la lluvia, si no fue a altas horas de la noche, o por la madrugada, momentos en los cuales los medios de transporte son escasos, y en los que un conductor particular difícilmente hará subir a su vehículo a un desconocido?
—Tal vez no quiso ser visto —sugerí yo,
Nick me miró con lástima.
— ¿Te parece menos visible ir solo por un camino, y no mezclado entre el público de un tren o de un autobús que generalmente está enfrascado en la lectura de algún diario?
—Está bien, no insisto —dije con brusquedad.
—A ver qué te parece esto, iba hacia una ciudad, más bien que de una ciudad.
Yo asentí.
—Es casi seguro. Si hubiera estado en una ciudad, le habría sido fácil combinar algún medio de transporte. ¿En eso te basas para tu conclusión?
—En parte —dijo Nick—, pero también saco una conclusión de la distancia.
Recuerda que es una caminata de nueve millas, y nueve es un número exacto.
—Lamento no comprender.
El gesto exasperado del maestro de escuela apareció en la cara de Nick.
—Supongamos que dices que hiciste "una caminata de diez millas", o "un paseo en coche de cien millas". Yo puedo pensar que caminaste entra ocho o doce millas, o que manejaste un auto durante ochenta o ciento diez millas. Diez y ciento no son números exactos, puedes haber caminado exactamente diez millas o aproximadamente diez millas; pero cuando dices que caminaste nueve millas, yo tengo derecho a suponer que la distancia fue exactamente nueve millas. Ahora bien, podemos saber con más exactitud la distancia a la ciudad, desde un punto dado, que saber la que existe desde la ciudad a un punto dado. Por ejemplo, si le preguntas a una persona de aquí, a qué distancia esta la granja de Brown, y siempre que la conozca bien, te dirá que hay unas tres o cuatro millas. Pero pregúntale al granjero Brown en persona cuánto hay desde su granja hasta la ciudad y te dirá: “Tres millas, seiscientas, y lo sé, porque más de una vez he medido la distancia con el cuentakilómetros”.
—Es algo débil, Nick —dije.
—Pero en comparación con la tuya de que si hubiera salido de la ciudad, hubiera podido arreglar algún medio de transporte...
—Si, tienes razón; te dejo seguir. ¿Algo más?
—Ahora empiezo a dar en el clavo —se jactó—. Otra conclusión que saco es que debía estar en un lugar determinado a una hora exacta, no se trataba de ir en busca de ayuda porque su coche estaba estropeado, o su esposa enferma, o porque hubieran entrado ladrones en su casa.
— ¡Por favor! La avería del coche me parece la conclusión más probable; la distancia la podía conocer muy bien, si había controlado el cuentakilómetros al salir de la ciudad.
—No; en un caso así, lo más probable es que se hubiera acomodado en el asiento trasero para dormir o, en el peor de los casos, parado al lado del coche con el objeto de llamar la atención del primero que pasara. Recuerda que se trata de nueve millas. ¿Cuánto tiempo dices que se necesita para recorrerlas a pie?
—Cuatro horas —contesté.
Nick asintió.
—Y nada menos, teniendo en cuenta la lluvia. Nos hemos puesto de acuerdo en un punto, y éste es que la caminata la realizó a altas horas de la noche o muy temprano por la mañana. Si el desperfecto del auto se produjo a la una de la mañana, no hubiera podido llegar a la ciudad antes de las cinco, a esa hora ya circulan muchos vehículos por los caminos. Los autobuses son los que empiezan a circular un poco más tarde, a eso de las cinco y media. Por lo demás, no tenía necesidad de caminar hasta la ciudad misma; lo más natural hubiera sido que llegara sólo al teléfono más cercano. No, no me cabe la menor duda que tenía una cita en una ciudad, y algo más temprano de las cinco y media.
— ¿Y por qué no ir antes y esperar? Podía tomar el último autobús, llegar a eso de la una, y esperar el momento de la cita. En lugar de hacer eso, caminó nueve millas bajo la lluvia y. según dices, no es ningún atleta.
Íbamos a esta altura de nuestra conversación, cuando llegamos al edificio de la Municipalidad, donde está mi oficina. Generalmente, nuestras discusiones empezaban en el Blue Moon y terminaban a la entrada de la Municipalidad; pero como esta vez me encontraba realmente interesado en las demostraciones de Nick, le sugerí que subiera un momento a mi oficina.
Cuando nos sentamos, le pregunté:
— ¿Qué me contestas, Nicky? ¿Por qué no pudo llegar más temprano, y esperar?
—Pudo, pero no lo hizo. Debemos presumir que, por alguna causa, perdió el último autobús; o si no, que debía esperar en el lugar en que estuviera alguna señal o una llamada telefónica.
—Según tú, tenía una cita entre la medianoche y las cinco y media...
—Podemos acercarnos mucho más a la hora exacta. Recuerda que la caminata le lleva cuatro horas; el último autobús deja de circular a las doce y media de la noche. Si él no lo toma, y empieza a caminar a esa hora, no llega antes de las cuatro y media. Por otro lado, si toma el primer autobús, llegará a las cinco y media aproximadamente. De esto se deduce que su cita se debía efectuar entre las cuatro y media y las cinco y media.
—Ya veo, quieres decir que si la cita era antes de las cuatro y media, hubiera tomado el último autobús, si era después de las cinco y media, hubiera tomado el primero de la mañana.
—Eso mismo. Y otra cosa más, si esperaba una señal o una llamada telefónica, éstas deben haberse producido no mucho más tarde de la una de la madrugada.
—Lo que significa que habrá empezado a caminar alrededor de la una de la mañana.
Nick asintió y se quedó silencioso; por alguna razón que no me pude explicar, no quise interrumpir sus pensamientos. En la pared colgaba un mapa del condado, y me acerqué a mirarlo.
—Tienes razón, Nick —dije por sobre el hombro—, no hay ninguna ciudad a nueve millas de Fairfield; éste es el centro de una cantidad de pequeños pueblos.
Nick se acercó a mirar el mapa.
—No tuvo que ser precisamente Fairfield —dijo despacio; fíjate en otros lugares, Hadley por ejemplo.
— ¿Hadley? ¿Y quién pudo tener algo que hacer a las cinco de la mañana en Hadley?
—El Washington Flyer se detiene más o menos a esa hora en Hadley para cargar agua.
—Acertaste otra vez. Más de una noche en que no he podido dormir lo he oído cuando entra en la estación y casi en seguida el reloj de la Iglesia Metodista da las cinco —me acerqué a mi escritorio para consultar un horario de trenes—. El Flyer sale de Washington a las doce y cuarenta y siete de la noche y llega a Boston a las ocho de la mañana.
Nick estaba midiendo distancias en el mapa con un lápiz.
—Exactamente a nueve millas de Hadley está la hostería de Old Sumter —dijo
Nick.
—La hostería Old Sumter —repetí haciendo eco—. Pero ahí pudo contratar un medio de transporte, como en una ciudad.
Nick negó con la cabeza.
—Los vehículos se guardan en un lugar cerrado; hay que hablar con un encargado que controla los pedidos; le sería muy fácil recordar a alguien que pidiera un auto a esa hora. Es un lugar un poco conservador. Mejor es que hubiera esperado en su habitación la llamada telefónica, tal vez de Washington, para darle el número de vagón y el de la litera. Todo lo que le quedaba que hacer era salir de la hostería y caminar hasta Hadley.
Lo miré como hipnotizado.
—Tampoco iba a ser muy difícil subir al tren mientras estaba detenido para cargar agua; entonces, si sabía el número del vagón y el de la litera...
—Nick —dije excitado—, a pesar de que como fiscal y miembro del Partido Reformista he propalado una campaña basada en un programa económico, voy a gastar un poco de dinero que pagan los contribuyentes en hacer una llamada de larga distancia a Boston. ¡Es ridículo, no lo puedo creer... pero lo haré!
Los ojillos azules relampaguearon, y se humedeció los labios.
—Manos a la obra —dijo roncamente.
Cuando terminé de hablar por teléfono, le dije a mi amigo:
—Nick, ésta es tal vez la coincidencia más notable en los anales de la investigación criminal: ¡Han encontrado a un hombre asesinado en una litera del tren que salió anoche desde Washington a las doce y cuarenta y siete! Hacía tres horas más o menos que estaba muerto, lo que viene a colocar el crimen a la altura de Hadley.
—Me imaginé algo por el estilo —dijo Nick—. Pero estás equivocado al calificar esto de coincidencia. No lo es. ¿De dónde sacaste esa frase?
—Una simple frase; se me ocurrió y te la dije.
— ¡No puede ser! Esa no es la clase de oración que se le ocurre a uno de pronto. Si tú hubieras enseñado gramática y composición como yo, sabrías que cuando se le pide a alguien que forme una frase de más o menos diez palabras, siempre resulta algo así como "Me gusta la leche...", y algunas otras palabras para darle más sentido, como, par ejemplo: "Es buena para la salud..." En cambio, la frase que tú dijiste se relacionaba demasiado con una situación particular.
—Pero yo no hablé con nadie esta mañana, y sólo tú me acompañabas en el Blue Moon.
—No estabas conmigo mientras yo pagaba dijo con brusquedad—. ¿No encontraste a nadie cuando me esperabas en la acera?
Sacudí la cabeza con desaliento.
—Te esperé menos de un minuto. Sólo recuerdo a dos hombres que llegaron mientras buscabas el cambio; uno de ellos me empujó y entonces pensé en esperar...
— ¿Los habías visto antes?
— ¿A quiénes?
—A esos dos hombres —dijo en tono exasperado.
—Yo... no, no eran caras conocidas.
— ¿Estaban hablando?
—Creo que sí; sí... Y parecían muy absortos en lo que hablaban; creo que por eso me empujó uno de ellos.
—No van muchos desconocidos al Blue Moon —me hizo notar Nick.
— ¿Crees que se trata de ellos?, dije esperanzado—. Me parece que los reconocería si los volviera a ver.
Los ojos de Nick se achicaron.
—Es posible, tienen que ser dos, uno para seguir a la víctima y comprobar el número de la litera, el otro para esperar aquí y hacer el trabajo. El de Washington tuvo que venir aquí, ya que si se trata de un crimen con fines de robo entre dos, se podían dividir el producto. Si fue solamente un crimen, el de allá tuvo que venir a pagar a su ayudante.
Me acerqué al teléfono.
—Hace menos de media hora que salimos del Blue Moon —Nick continuó—, en el momento en que ellos entraban, y el servicio en ese lugar es muy lento. El que caminó las nueve millas debe de estar hambriento y el otro probablemente viajó toda la noche desde Washington.
—Llámeme inmediatamente en cuanto haga un arresto —dije, y colgué el receptor del teléfono.
Ninguno de nosotros habló mientras esperábamos la llamada. Ni nos atrevíamos a mirar, como si hubiéramos hecho algo vergonzoso.
La campanilla nos sacó de la situación. Escuché y colgué.
—Uno de ellos trató de escaparse por la cocina —dije a Nick—. Pero Winn tenía un hombre estacionado en la puerta de atrás y lo pescaron.
—Eso parece que nos da la prueba —dijo Nick con una helada sonrisita.
Yo asentí, y Nick miró su reloj.
— ¡Oh! —exclamó—. Quería empezar temprano esta mañana, y he perdido todo el tiempo contigo.
Lo acompañé hasta la puerta.
—Nick, escucha —le dije cuando ya se iba—. ¿Qué querías probar?
—Que una cadena de conclusiones puede ser lógica y no verídica —me contestó.
— ¡Ah!
— ¿De qué te ríes? —me preguntó, y después también se echó a reír.
De nuevo la lluvia