martes, 16 de diciembre de 2014
CHET BAKER. NACIDO PARA LA TRISTEZA
Esta semana y la de dentro de siete días, os presentamos dos ediciones monográficas centradas en Chet Baker, el trompetista y cantante de jazz de cuyo nacimiento, el 23 de diciembre de 1929, se cumplen dentro de unos días ochenta y cinco años. No hay tiempo, en el corto espacio de esta presentación para dar cuenta siquiera de modo breve de la intensa vida y la notable obra musical del malogrado artista norteamericano. Os recomiendo, en este sentido, dos obras esenciales: una biografía, Deep in a dream. La larga noche de Chet Baker, escrita por James Gavin, publicada en español por Mondadori hace menos de diez años y hoy prácticamente inencontrable en las librerías, y una película, la magnífica Let’s get lost, dirigida por el fotógrafo Bruce Weber en 1988 y estrenada poco después de que, en mayo de ese mismo año, Baker muriera en condiciones extrañas al caer por la ventana de su habitación en un hotel de Ámsterdam.
Para acompañar la selección de temas del músico que aparecerán en esta corta serie de dos programas (Every time we say goodbye, There will never be another you, Everything depends on you, I fall in love too easily, You go to my head, I've never been in love before, It’s always you, You don't know what love is, Tenderly, The thrill is gone y Born to be blue), podréis escuchar, leído por mí en su integridad -aunque obviamente dividido a lo largo de las dos sesiones-, el capítulo dedicado a Chet Baker en Pero hermoso, el espléndido libro de Geoff Dyer del que ya os hablé aquí hace unas semanas y del que podéis leer una completa reseña en el blog de mi otro espacio en Radio Universidad: todosloslibrosunlibro.blogspot.com. En él nos encontramos a Baker en los últimos momentos de su vida recreando algunos episodios de su existencia en la habitación del hotel de Ámsterdam que lo verá morir.
Se sentó al borde de la cama, tocando flojito, encorvado sobre la trompeta como un científico mirando por el microscopio. Desnudo salvo por los calzoncillos, marcando con un pie un ritmo lento como un reloj en una casa vieja, con la campana de la trompeta casi rozando el suelo. Ella apretó la cara contra su cuello, le abrazó los hombros, deslizó una mano por la curva suave de la columna como si las notas que él tocaba las decidieran los patrones que dibujaban sus dedos en su piel, como si la trompeta y el hombre formaran un único instrumento que ella estuviese tocando con una mano. Los dedos femeninos volvieron a trepar por las muescas de la espalda hasta alcanzar los pelillos afeitados de la nuca de él.
La primera vez que ella había escuchado sus discos, su forma de tocar tan frágil y delicada le había parecido casi femenina, modesta hasta el punto de que los solos concluían antes incluso de que te dieras cuenta de que habían empezado. No fue hasta que se hicieron amantes cuando ella aprendió a detectar lo que hacía especial su forma de tocar. Al principio, cuando tocaba así después de hacer el amor, perdida al borde del sueño, había creído que tocaba para ella. Luego comprendió que él nunca tocaba para nadie más que para él mismo. Fue escuchándolo así, acostada con las piernas abiertas, con el semen frío resbalándole de dentro, como entendió, de forma repentina y por ninguna razón evidente, cuál era la fuente de la ternura con la que tocaba: podía tocar con tanta ternura solo porque nunca había conocido la ternura de verdad. Todo lo que tocaba era una suposición. Y tumbada en la cama, observando los valles y las dunas de las sábanas arrugadas, humedecidas por un ligero rocío de sudor, comprendió lo equivocada que estaba al pensar que solo tocaba para él mismo: ni siquiera tocaba para sí... solo tocaba, si más. Justo al contrario que su amigo Art, que volcaba todo su ser en cada nota: Chet no volcaba nada propio en la música y de ahí nacía el patetismo de su interpretación. La música que tocaba se sentía abandonada. Tocaba viejas baladas y standards con una larga serie de caricias que no conducían a nada ni se disolvían en nada.
Siempre había tocado así y así tocaría siempre. Cada vez que tocaba una nota se despedía de ella. A veces, ni siquiera se despedía. Aquellas viejas canciones estaban acostumbradas a que la gente que las tocaba las amara y las quisiera; los músicos las abrazaban y las hacían sentirse nuevas, frescas. Chet dejaba a la canción sintiéndose despojada. Cuando él la tocaba, la canción necesitaba consuelo: no era la interpretación la que estaba cargada de sentimiento, sino la propia canción dolida. Notabas que cada nota intentaba quedarse un poquito más con él, se lo suplicaba. La canción misma le gritaba a cualquiera que quisiera escucharla: por favor, por favor, por favor.
Y al escucharlo comprendías no solo la belleza, sino la sabiduría que contenían esas canciones. Si las juntabas todas formaban un libro, una guía onírica del corazón. Contenían todo, todas las novelas del mundo no te dirían más sobre los hombres y las mujeres y los momentos que pasan como estrellas fugaces entre ellos.
Otros músicos buscaban en las viejas canciones una frase o una melodía que elaborar y transformar, o se colaban en la canción con el saxo. Con Chet la canción hacía todo el trabajo; Chet lo único que tenía que hacer era extraer la ternura maltrecha que escondían todas esas canciones viejas.
Por eso nunca tocaba blues. Incluso cuando tocaba un blues en realidad no era tal porque no sentía la necesidad de la fraternidad, de la religión, que implicaba el blues. El blues era una promesa que él nunca podría cumplir.
Dejó la trompeta en la cama y fue al baño. Al oír cerrarse la puerta, a ella le sorprendió que incluso esa minúscula despedida estuviera teñida de tristeza. Cada vez que una puerta se cerraba detrás de él parecía una premonición de la separación final, igual que cada nota que tocaba de una canción era una premonición de la última: como si improvisar constituyera una forma de clarividencia, como si tocara elegías al futuro.
Era un hombre que daba siempre la impresión de estar yéndose. Quedabas con él y aparecía tres o cuatro horas tarde, o no se presentaba, o desaparecía durante días, semanas incluso, y no dejaba un teléfono ni una explicación. Y lo sorprendente era lo fácil, lo adictivo que resultaba amar a un hombre así, cómo sentías un abandono similar a la compañía: hasta tal punto Chet te acercaba a la soledad con la que todo el mundo carga, la soledad que atisbas en las caras implorantes de los desconocidos en un vagón de metro medio vacío. Incluso después de hacer el amor y de que él saliera de su interior, incluso entonces, minutos después de correrse, ella sentía que lo estaba perdiendo. Cuando algunos hombres te hacían el amor te dejaban en el cuerpo una impronta de pasión que era como un niño creciéndote dentro. Podían desaparecer un año y tu cuerpo seguía sintiéndose lleno de ellos, lleno de su amor. Cuando Chet se iba te sentías vacía, llena de añoranza de él, llena de esperanzas en la próxima vez, la próxima vez... Y para cuando comprendías que nunca podría darte lo que querías, él era lo único que querías. Notó que las lágrimas le entelaban la vista y recordó algo que le había dicho una vez un amigo de Chet sobre su forma de tocar, que el modo en que sostenía las notas te hacía pensar en el momento justo antes de que una mujer se ponga a llorar, cuando su cara desborda belleza como el agua desborda un vaso y darías cualquier cosa por no haberle hecho daño. Su cara es algo tan sereno, tan perfecto que sabes que no puede durar, pero ese instante, más que ningún otro, posee cierta cualidad de eternidad: cuando sus ojos comprenden la historia de todo lo que alguna vez se han dicho hombres y mujeres. Y entonces le dices “No llores, no llores”, consciente de que esas palabras, más que nada en el mundo, la harán llorar...
En el cuarto de baño, Chet se echó agua plateada a la cara, se miró en el espejo a través de las gotas de mercurio que le caían entre las manos. Le sostenía la mirada una cara cuyos rasgos parecían controlados por una gravedad interna que tiraba de todo hacia dentro. Hombros encogidos, brazos con moretones y venas rotas. Bajó las manos y vio hacer lo mismo al reflejo, las manos brotaban como astas de las estrechas muñecas. Sonrió y el reflejo le devolvió la sonrisa, una sonrisa espectral sin dientes, solo encías endurecidas.
Esta súbita aparición no le asustó. Según sus cálculos podrían haber pasado treinta años desde la primera vez que la vio en el espejo. Para él el tiempo transcurría así. Se podía mantener una nota en la trompeta lo suficiente para que pareciera la eternidad. Mientras duraba parecía que nunca acabaría.
Ya había pasado una vez, igual de repentina, mientras se dirigía a pie al local de ensayo una tarde de noviembre de hacía un par de años. Encorvado contra un viento polvoriento entrevió su reflejo vestido de cuero en la fachada acristalada de un edificio de oficinas del otro lado de la calle. Le gustó que ocurriera, le gustó verse reflejado de pronto como otra persona en un largo tapiz de imágenes. La secuencia de reflejos quedó brevemente interrumpida por la entrada del edificio y cuando volvió a mirar le sorprendió ver, en lugar de su reflejo, a un viejo con abrigo de cuero que le devolvía la mirada. Al aproximarse distinguió con más detalle al hombre que se le acercaba arrastrando los pies, devolviéndole la mirada como una amenaza: un rostro surcado por arrugas como de corteza de árbol, barba, pelo largo y ralo, ojos apagados que oteaban el horizonte a un brazo de distancia. Se dirigió al bordillo de la acera y el viejo hizo otro tanto, escudriñando con paciencia el tráfico, dibujando con la boca la misma mueca que había visto en las ancianas europeas, que las hacía parecer familiarizadas con el sufrimiento y los achaques: labios que encerraban el dolor, que jamás dejaban escapar una queja porque entonces tendrían que admitir lo mal que estaban y eso les habría resultado insoportable. Seguro ya de lo que pasaría, saludó al viejo y lo vio remedar simultáneamente su gesto. Entendió con tanta claridad el significado de lo que acababa de ocurrir que ni siquiera tuvo que pensarlo, giró hacia la cara cortante del viento y siguió caminando.
Abandonaba a sus mujeres a capricho, a menudo sin ningún motivo. Normalmente volvía con ellas, igual que de vez en cuando regresaba a ciertas canciones. Había dejado a tantas mujeres que a veces se preguntaba si no sería eso lo que las atraía de él: el saber que las abandonaría. Ser completamente egoísta, indigno de confianza, informal... y vulnerable; era la combinación más atractiva del mundo. Una vez se lo había contado a una mujer y ella le había replicado que eso lo sabía cualquiera, que cualquier chulo podría explicártelo.
La misma mujer le dijo que leía las manos y las cartas del Tarot y se ofreció a echarle la buenaventura. El tenía veintiocho años y pensó que por qué no. Se sentó enfrente de ella, mirando la bola de cristal de tienda de regalos y las cartas desplegadas a la luz de las velas, fascinado por los colores y la belleza de lo que mostraban: un mundo de imágenes más simples e incluso más generales que las que ofrecían las canciones que él cantaba.
– Estas imágenes contienen todas las permutaciones y posibilidades de la vida –dijo ella en tono serio.
Él contempló cómo ordenaba la baraja, cómo señalaba una carta primero y luego otra, y escuchó la larga ristra de tribulaciones que le deparaban los próximos veinte años. La dejó terminar, vio que esperaba alguna reacción por su parte, encendió un cigarrillo, expulsó una fina niebla de humo y, apoyando una mano en la rodilla de la mujer, dijo:
–Entonces, ¿a qué tantas prisas?
Siempre había mujeres... y siempre, una cámara. La industria musical quería promocionar a una estrella blanca en un firmamento mayoritariamente negro y Chet era un sueño hecho realidad. Tenía esa mirada ausente, el toque vaquero, pero también el porte de una chica tímida mirando a la cámara por encima del hombro, escondiéndose de sí misma. Seducía a la cámara, se le entregaba. En el escenario del Birdland, con los ojos cerrados, un brazo colgando sin fuerza, el pelo cayéndole sobre la frente, la trompeta pegada a los labios como una botella de brandy (sin tocar la trompeta, bebiendo de ella, ni siquiera a tragos, solo a sorbos). Con el pecho desnudo, haciendo mohínes en los brazos de Halima, con la trompeta descansando en el regazo de ella. Bolonia 1961, con smoking y pajarita, Carol de negro y con perlas, con hombres que le rozaban los brazos desnudos al pasar, rodeados por los flashes de las cámaras, gentes pisándose, derramando copas y empujándose. Se quedaron solo unos minutos y se abrieron paso entre la muchedumbre de fotógrafos y traficantes de imágenes. Salieron al frío de la noche, notó los duros ángulos de sus huesos en la blandura de los hombros de ella, que le rodeaba la cintura con la mano. Las cámaras seguían ahí cuando unos polis malencarados lo esposaron y lo condujeron a empujones al tribunal de Lucca. Los policías enseguida empezaron a disfrutar de la exposición mediática, sonreían a la cámara mientras cruzaban con él puertas blindadas, posando a su lado mientras Chet miraba al público de fotógrafos que esperaba fuera de la sala, a los flashes que destellaban como aplausos dispersos mientras él permanecía en pie, agarrado a los barrotes con esa intensidad que decía “sacadme de aquí” que todos esperaban. Y seguían esperando cuando salió de la prisión al año siguiente como si apareciera por la puerta VIP del Idlewild.
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Pero Hermoso
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