martes, 23 de septiembre de 2014
LESTER YOUNG. LA COSA ESA DE LA SOLEDAD
La segunda emisión de Buscando leones en las nubes centrada en el universo musical del saxofonista Lester Young con ocasión del reciente aniversario de su nacimiento, hace ciento cinco años, en Woodville, Mississippi, incluye once piezas de nuestro invitado, en las que el saxo de Young suena acompañado por el piano de Oscar Peterson. Nueve de ellas pertenecen al álbum que ambos músicos grabaron en 1952, con la guitarra de Barney Kessel sonando en casi todas. Otros dos temas están entresacados del disco Pres & Sweets, registrado en 1955 por Lester Young con Harry “Sweets” Edison a la trompeta y el mencionado Oscar Peterson al piano.
Entre las magníficas piezas, textos extraídos de Pero hermoso, el espléndido libro de jazz escrito por Geoff Dyer, en el que se repasan las trayectorias vitales y artísticas de nueve nombres capitales de la historia del género, entre ellos el propio Lester Young. En todosloslibrosunlibro.blogspot.com, el blog de mi otro espacio en Radio Universidad, encontraréis una reseña del libro en las próximas semanas. Tras haber presentado la semana pasada la primera parte del artículo del que se han entresacado los fragmentos radiados, hoy os ofrezco aquí su segunda mitad.
Por la mañana vio un cielo tan transparente como el cristal de una ventana. Un pájaro revoloteaba por ahí y Lester volvió la vista para seguir su vuelo antes de que desapareciera por encima de los tejados cercanos. Una vez se había encontrado un pájaro en un alféizar, herido de un modo que no supo determinar: le pasaba algo en un ala. Al cogerlo con las manos notó la calidez palpitante de su corazón y lo cuidó hasta que se curó, le dio calor y lo alimentó con granos de arroz. Cuando vio que el pájaro no recuperaba las fuerzas, llenó un platillo con bourbon y así lo consiguió: después de picotear unos días en el plato, el animal echó a volar. Ahora cada vez que veía un pájaro deseaba que fuera el que había cuidado.
¿Cuánto hacía que se había encontrado el pájaro? ¿Dos semanas? ¿Dos meses? Tenía la impresión de llevar en el Alvin como mínimo diez años, desde que salió de la prisión militar y del ejército. Todo había ocurrido de forma tan gradual que costaba concretar el momento en que había comenzado esta fase de su vida. Una vez había dicho que su interpretación había pasado por tres fases. Primero se había concentrado en el registro alto del saxo, lo que denominaba alto tenor. Y luego en el registro medio, tenor tenor, antes de pasar al tenor barítono. Recordaba haberlo dicho pero no cuándo se habían dado las diversas fases porque los períodos de su vida con los que coincidían estaban muy borrosos. La fase barítona coincidía con su retirada del mundo, pero ¿cuándo había comenzado? Poco a poco había dejado de salir con los colegas con los que tocaba y se había acostumbrado a comer a solas en la habitación. Después había dejado de comer, no veía prácticamente a nadie y apenas salía de la habitación a menos que fuera imprescindible. Con cada palabra que le dirigían se alejaba un poco más del mundo, hasta que el aislamiento pasó de circunstancial a interiorizado, pero en cuanto ocurrió se dio cuenta de que aquello, la cosa esa de la soledad, siempre había estado ahí: siempre había formado parte de su forma de tocar.
Mil novecientos cincuenta y siete fue cuando se vino abajo y acabó en el hospital Kings County. Después se había instalado en el Alvin y había perdido el interés por todo salvo otear por la ventana y pensar que el mundo era demasiado sucio, duro, ruidoso y violento para él. Y el alcohol, al menos el alcohol conseguía arrancarle algunos brillos al mundo. En 1955 lo habían ingresado en Bellevue por la bebida, pero apenas recordaba nada de Bellevue ni de Kings, más allá de la vaga sensación de que los hospitales eran como el ejército excepto que no tenías que hacer todo el trabajo. Aun así, yacer en una cama sintiéndote débil y sin ninguna prisa por levantarte tenía algo agradable. Ah, sí, y lo otro. Fue en Kings donde un joven doctor de Oxford, Inglaterra, le leyó un poema, «Los lotófagos», sobre unos gatos que arribaban a un isla y decidían quedarse allí a drogarse y no hacer nada. Lester se había atrincherado en las cadencias soñadoras del poema, en la sensación lenta y perezosa, en el río que fluía como el humo. El tipo que lo escribió tenía el mismo sonido que él. No recordaba su nombre, pero si alguna vez alguien hubiese querido grabarlo, Lester se habría lanzado a musicarlo, a tocar solos entre los versos. Pensaba mucho en él, en el poema, pero no conseguía recordar las palabras, solo la sensación, como cuando alguien tararea una canción sin recordar bien cómo sonaba.
Fue en 1957. Recordaba la fecha, pero no le servía de nada. El problema estribaba en que no recordaba cuánto hacía desde 1957. De todos modos, en realidad era muy sencillo: había una vida antes del ejército, que había sido plácida, y luego llegó el ejército, una pesadilla de la que nunca había despertado.
Ejercicio al frío del amanecer, hombres cagando a la vista de todos, comida que le revolvía el estómago antes incluso de probarla. Dos tíos peleándose a los pies de su cama, uno golpeando la cabeza del otro contra el suelo hasta que la sangre salpicaba las sábanas y el resto del barracón enardecido a su alrededor. Limpiar las letrinas de color óxido, el olor de la mierda ajena en las manos, vomitar en la taza mientras la limpiaba.
– No está limpia, Young, límpiala a lametones.
– Sí, mi teniente.
Por la noche se desplomaba en la cama, agotado pero incapaz de dormir. Clavaba la vista en el techo, los diversos dolores del cuerpo le dejaban manchas moradas y rojas en los ojos. Cuando dormía soñaba con que estaba de vuelta en la plaza de armas, desfilando lo que quedaba de noche hasta que el golpeteo del bastón del suboficial contra los pies de su cama partía el sueño en dos como un hacha.
Siempre que podía se colocaba: alcohol casero, pastillas, hierba, lo que cayera en sus manos. Si se drogaba a primera hora de la mañana, el resto del día pasaba como un sueño fugaz que terminaba casi antes de empezar. A veces casi le entraba la risa a pesar del miedo: adultos que interpretaban fantasías infantiles, hombres que odiaban el hecho de que la guerra hubiera acabado y estaban dispuestos a prolongarla por cualquier medio.
– ¡Young!
– Sí, mi teniente.
– Negro ignorante de mierda eres un hijoputa.
– Sí, mi teniente.
Ridículo. Por mucho que lo intentara no alcanzaba a comprender a qué propósito se suponía que servía eso de que te gritaran constantemente...
– ¿Estás sonriendo, Young?
– No, mi teniente.
– Dime una cosa, Young. ¿Eres negro o es que te salen morados con facilidad?
– ¿Mi teniente?
Alaridos, órdenes, exigencias, insultos y amenazas: un delirio de bocas abiertas y voces en grito. Dondequiera que mirase había una boca chillando, una enorme lengua rosa retorciéndose como una pitón, gotas de saliva salpicando por todas partes. A él le gustaban las frases largas, de tallo fino, y en el ejército solo se oían gritos de cabezas rapadas. Las voces semejaban un bastón golpeando metal. Las palabras se agrupaban en puños, vocales-nudillo le atizaban en los oídos: hasta el habla era una forma de acoso. Cuando no estabas desfilando, oías desfilar a otros. Por la noche los oídos le pitaban al recordar los portazos y los golpes de tacón. Todo cuanto oía era una forma de dolor. El ejército era una negación de la melodía y acabó pensando que sería un alivio quedarse sordo, no oír nada, estar ciego, mudo. Carecer de sentidos.
Delante de las dependencias de su unidad había pequeñas tiras de jardín donde no crecía nada. Todo era cemento salvo por esas tiras estrechas de suelo pedregoso, y existían solo para mantenerlas limpias de cualquier forma de vida vegetal. Empezó a considerar que un hierbajo era tan bello como un girasol.
Cielos plomizos, nubes de asbesto. Los pájaros evitaban sobrevolar los barracones. Una vez vio una mariposa y le desconcertó.
Salió del hotel y se dirigió a pie a un cine donde pasaban La legión invencible. Ya la había visto, pero daba lo mismo: probablemente había visto todas las películas del Oeste. La tarde era la peor franja del día, y una película se comía buena parte de ella de un solo bocado. Al mismo tiempo, tampoco quería pasarse la tarde a oscuras viendo películas que transcurrían de noche, películas de gángsters o de terror. En las del Oeste siempre era por la tarde, de modo que podía evitar la tarde y, a la vez, saborearla un poco. Le gustaba colocarse y dejar que las imágenes flotaran delante de él como el sinsentido que en realidad eran. Solía sentarse con los viejos y los enfermos, sin distinguir muy bien a los elegidos de los parias, indiferente a todo lo que ocurría en pantalla salvo al paisaje quemado y a las nubes de las diligencias abriéndose paso por un cielo azul arenoso. No podría aguantar un día sin películas del Oeste, pero mientras estaba viéndolas se moría de ganas de que acabasen, impaciente por que terminara aquella pantomima con resultado amañado para poder volver a salir a la luz del atardecer.
Cuando acabó la película estaba lloviendo. Mientras caminaba despacio de vuelta al Alvin vio un periódico en una alcantarilla, con una fotografía suya. Absorbía lluvia como una esponja, y fue desintegrándose, la humedad hinchó la foto, las palabras se transparentaron en su cara hasta que el periódico se volvió una pasta gris.
En el hospital, después de accidentarse durante la instrucción, lo entrevistó el jefe de neuropsicología: médico, pero también soldado, habituado a tratar con chicos con el cerebro destrozado por lo que habían visto en combate y de limitada compasión cuando trataba problemas de no combatientes. Escuchó secamente las respuestas desquiciadas y absurdas de Young, convencido de que el paciente era homosexual, aunque en el informe dio un diagnóstico más elaborado: «Psicopatía constitucional manifestada a través de la drogadicción (marihuana, barbitúricos), el alcoholismo crónico y el nomadismo... Un problema puramente disciplinario».
En el último momento, a modo de resumen, añadió: «Jazz».
Salieron juntos del bar, Lady con sus pieles blancas, cogida de su brazo como de un bastón. Lady vivía en Central Park, con la única compañía de su perro y con las persianas cerradas para que solo entrara luz filtrada. Una vez Lester había estado en el piso y la había visto dar de comer al perro con un biberón. La observó con lágrimas en los ojos, no porque le diera lástima Lady, sino por pena de él y el pájaro que había levantado el vuelo y lo había abandonado. Lady escuchaba sus discos viejos para oírle a él, igual que él los ponía para oírla a ella.
Esa noche era la primera vez en no sabía cuánto tiempo que quedaba con alguien. Ya nadie hablaba con él, nadie entendía lo que decía aparte de Lady. Se había inventado un idioma propio en el que las palabras solo eran una melodía, el habla una forma de cantar: un lenguaje almibarado que endulzaba el mundo pero incapaz de mantenerlo a raya. Cuando más duro le parecía el mundo, más se suavizaba su lenguaje, hasta que las palabras devenían sinsentidos de bella cadencia, una preciosa canción que solo Lady escuchaba.
Se pararon en la esquina de la calle a esperar un taxi. Taxis... Probablemente entre los dos se habían gastado más dinero en taxis y autobuses que la mayoría de la gente en su casa. Los semáforos colgaban como bellos farolillos de Navidad: rojo perfecto, verde perfecto, contra el cielo azul. Lady atrajo a Lester hasta que el ala de su sombrero le tapó la cara y sus labios le rozaron la mejilla. Su relación dependía de esos pequeños roces: labios picoteándose, una mano en el codo del otro, sostener los dedos de Lester en la mano como si ya no tuvieran suficiente sustancia para arriesgarse a un contacto más firme. Pres era el hombre más delicado que había conocido, su sonido recordaba a una estola alrededor de unos hombros desnudos, no pesaba nada. A Lady le gustaba su manera de tocar más que ninguna otra y probablemente tampoco nadie le gustaba tanto como él. Quizá siempre querías de una forma más pura a las personas que no te habías tirado. Nunca te prometían nada, pero cada instante era una promesa a punto de pronunciarse. Lady le miró a la cara, flácida y gris por la bebida, y se preguntó si sus vidas contendrían la semilla de la ruina desde el nacimiento, una ruina que habían esquivado durante unos años pero de la que nunca escaparían. Alcohol, jaco, cárcel. No era que los músicos de jazz muriesen jóvenes, sencillamente envejecían más rápido. Lady había vivido mil años en las canciones que había interpretado, canciones sobre mujeres maltratadas y los hombres a los que amaban.
Pasó un policía y luego un turista gordo que titubeó, volvió a mirarlos, se decidió a hablar y le preguntó a Lady con acento alemán si era Billie Holiday.
—Eres una de las dos mejores cantantes del siglo —sentenció.
—¿Una de dos? ¿Quién es la otra?
—Maria Callas. Es una tragedia que no hayáis cantado juntas.
—Vaya, gracias.
—Y tú tienes que ser el gran Lester Young —dijo el turista, girándose hacia Lester—. El Presidente, el hombre que aprendió a susurrar con el tenor cuando todos querían gritar.
—Ding-dong, ding-dong —respondió Lester, con una sonrisa.
El hombre lo miró un segundo, carraspeó y sacó un sobre de correo aéreo en el que ambos garabatearon sus nombres. Resplandeciente, el turista les estrechó la mano, anotó su dirección en otro sobre y les aseguró que siempre serían bien recibidos en Hamburgo.
—Europa —dijo Billie, viéndolo alejarse por la calle.
—Europa —dijo Lester.
Paró un taxi justo cuando comenzaba a llover. Lester le dio un beso a Lady y la ayudó a subir, se despidió mientras el taxi se reincorporaba a las luces cambiantes del tráfico.
A unas manzanas del hotel bajó a la calzada y los coches pulularon a través de él como si fuera un fantasma. La verdad es que no tenía ni idea de lo que pasaba, pero cuando alcanzó la acera de enfrente recordó los ojos aterrorizados de los conductores, los frenazos y una mano tocando el claxon hasta que el coche lo atravesó como si no estuviera.
En el consejo de guerra estaba relajado: lo que quiera que pasara no podía ser peor que lo que acababa de vivir. Si tanto problema era, ¿por qué no le daban la patada? Una licencia deshonrosa ya le iba bien. Un psiquiatra lo calificó de psicópata constitucional con escasas probabilidades de llegar a convertirse en buen soldado. Lester terminó asintiendo, casi sonriendo: ah sí, pintaba bien, pintaba muy bien.
Entonces le tocó el turno de testificar a Ryan, tieso como si le hubieran metido un rifle con bayoneta por el culo, y detalló las circunstancias del arresto de Young. Lester no se molestó en escuchar: sus recuerdos de lo ocurrido eran claros como una ginebra a la luz de la luna. Ocurrió tras unas faenas en los cuarteles del batallón y estaba delirando de cansancio, todo le daba igual, estaba tan reventando y agotado que lo dominaba una desesperación rayana con la euforia. Incluso cuando levantó la vista a las paredes ensangrentadas y vio a Ryan de pie delante de él apenas lo asimiló, casi ni parpadeó, todo le importaba una mierda.
—Pareces enfermo, Young.
—Bah, voy colocado.
—¿Colocado?
—He fumado un poco de hierba, me he metido algo para animarme.
—¿Llevas drogas encima?
—Sí.
—¿Me las enseñas?
—Claro. Sírvase si quiere.
Aferrado a sus papeles, el abogado de la defensa escuchó la versión de Ryan y preguntó:
—¿En qué momento se dio cuenta de que el acusado se hallaba bajo los efectos de narcóticos o algo similar?
—Lo sospeché el día mismo que llegó a la compañía.
—¿Qué le hizo sospechar?
—Bueno, su color, señor, y el hecho de tener los ojos inyectados en sangre y no reaccionar a la instrucción como debería.
Pres volvió a desconectar. Pensó en una luz amarilla bañando un campo, en amapolas color sangre cabeceando con la brisa.
Cuando volvió en sí estaba en el estrado, de pie con su uniforme color caca y una Biblia oscura en la mano.
—¿Cuántos años tiene, Young?
—Treinta y cinco, señor.
Su voz flotó por el tribunal como el yate de un niño por un lago azul.
—¿Es músico de profesión?
—Sí, señor.
—¿Ha tocado en alguna orquesta o en algún grupo en California?
—Con Count Basie. He tocado diez años con él.
Para su sorpresa, todos los miembros del tribunal quedaron cautivados por su voz, anhelantes de conocer su historia.
—¿Hace tiempo que toma narcóticos?
—Diez años. Este hace once.
—¿Por qué comenzó?
—Bueno, señor, por la noche teníamos muchos pases únicos. Luego, en lugar de dormir, iba a tocar a otro baile y después me marchaba. Era el único modo de aguantar.
—¿Los demás músicos también los tomaban?
—Sí, todos los que conocía...
Subirse al estrado para testificar era como subirse al escenario a tocar un solo. Llamada y respuesta. Sabía que había captado la atención de la pequeña sala y sus escasos ocupantes, un panda de estirados, pero pendientes de cada una de sus palabras. Como en un solo, tenías que contar una historia, que cantarles una canción que les apeteciera escuchar. Todos le miraban. Cuanto más se concentraban en lo que estaba contando, más pausado y quedo hablaba, dejaba colgando las palabras, se paraba a mitad de frase y los encantaba con su voz cantarina, los encandilaba. De pronto su atención se le antojó tan familiar que esperaba oír el tintineo de los vasos, el crujido del hielo al sacarlo de la cubitera, las volutas de humo y la cháchara...
El abogado militar estaba preguntándole si sabían de su adicción cuando se presentó en la oficina de reclutamiento.
—Seguro que sí, señor, porque antes de alistarme tenían que hacerme una punción lumbar y yo no quería. Cuando me presenté iba colocadísimo y me encerraron, llevaba tal subidón que me quitaron el whisky y me metieron en una celda acolchada y, mientras estaba en la celda, me registraron la ropa.
Las pausas entre las frases, las conexiones que no terminaban de estar, la voz siempre por detrás de lo que quería decir. Dolor y dulce perplejidad en cada palabra. Daba igual lo que dijera, el mero sonido, la manera en que las palabras tomaban forma unas alrededor de otras, conseguía que cada miembro del jurado tuviera la impresión de que le hablaba en privado.
—Cuando dice que llevaba un subidón, ¿a qué se refiere? ¿Se refiere al whisky?
—Sí, señor, al whisky y a la marihuana y a los barbitúricos.
—Cuando habla de ir colocado, ¿podría explicarnos a qué se refiere?
—Bueno, es la única forma que tengo de explicarlo.
—Cuando va colocado, ¿le afecta físicamente?
—Ah, sí, señor. No quiero hacer nada. Me da igual tocar el saxo, me da igual estar con gente...
—¿Le afecta negativamente?
—Solo a los nervios.
Su voz como una brisa que busca el viento.
Seducidos por la voz y odiándose por haber sucumbido a ella, lo sentenciaron a un año en la prisión militar de Fort Gordon, en Georgia. Peor aún que el ejército. Cuando estabas en el ejército ser libre significaba salir del ejército; allí la libertad significaba volver al ejército. Suelos de cemento, puertas de hierro, literas metálicas colgando de la pared por unas gruesas cadenas. Incluso las mantas —bastas, grises— parecían tejidas con limaduras de hierro barridas del suelo del taller de la prisión. En aquel lugar todo estaba ideado para recordarte lo fácil que sería reventarte los sesos. En comparación, el cráneo humano parecía delicado como una gasa.
Portazos, tableteo de voces. El único modo de reprimir los gritos era llorar, y para detener el llanto tenía que gritar. Todo lo que hacías empeoraba la situación. No podía soportarlo, no podía soportarlo... pero lo único que podía hacer era aguantar. No podía soportarlo, pero incluso decirlo era una forma de soportarlo. Se volvió más callado, no miraba a nadie a los ojos, intentó buscar escondites pero no había ninguno, de modo que intentó encerrarse en sí mismo, los ojos le asomaban de la cara como el rostro de un anciano por un hueco entre las cortinas.
Por la noche se acostaba en el catre y contemplaba el fragmento de cielo nocturno que se colaba por el minúsculo ventanuco de la prisión. El tipo de la litera contigua se giró hacia él, con la cara resplandeciendo a la luz amarilla de una cerilla.
—¿Young...? ¿Young?
—Sí...
—¿Estás mirando las estrellas?
—Sí.
—No hay ninguna.
No dijo nada.
—¿Me oyes? No hay.
Aceptó el cigarrillo que le tendía, dio una calada honda.
—Están todas muertas. La luz tarda tanto en llegar hasta aquí que para cuando lo consigue están acabadas. Quemadas. Estás mirando algo que en realidad no está ahí, Lester. Y las que están, todavía no se ven.
Echó el humo hacia la ventana. Las estrellas muertas se nublaron un segundo y luego volvieron a brillar.
Apiló varios álbumes en el tocadiscos y se encaminó a la ventana, a observar cómo la luna baja se escondía detrás de un edificio abandonado. Habían derribado las paredes interiores y a los pocos minutos vio la luna con toda claridad a través de las ventanas rotas de la fachada del edificio. Una ventana la enmarcaba tan bien que parecía que la luna estuviera dentro del edificio: un planeta argentino moteado, atrapado en un universo de ladrillos. Mientras la contemplaba, la luna se alejó de la ventana despacio como un pez, solo para volver a aparecer en otra ventana a los pocos minutos, deambulando lentamente por la casa vacía y, de paso, asomándose a cada ventana.
Una ráfaga de viento lo persiguió por la habitación, las cortinas lo señalaron.
Cruzó el suelo chirriante y vació el culo de la botella en el vaso. Volvió a tenderse en la cama, con la vista clavada en el techo color nube.
Esperó a que sonara el teléfono, convencido de que alguien le comunicaría la noticia de que había muerto mientras dormía. Se despertó sobresaltado y agarró el teléfono silencioso. El auricular devoró sus palabras en dos tragos, como una serpiente. Las sábanas estaban mojadas como algas, la habitación, inundada por una neblina oceánica de neón verde.
Luz diurna y luego otra vez la noche, cada día era una estación. ¿Ya había ido a París o solo lo había planeado? O se iba el mes próximo o ya había ido y había regresado. Rememoró una vez en París, años atrás, cuando había visitado la Tumba al Soldado Desconocido en el Arco del Triunfo, con las inscripciones 1914-1918: cuánto lo entristecía todavía pensar en que alguien hubiera muerto tan joven.
La muerte ya ni siquiera era una frontera, solo algo que cruzaba a la deriva en el trayecto entre la cama y la ventana, cosa que hacía tan a menudo que ya no sabía de qué lado estaba. En ocasiones, como alguien que se pellizca para comprobar si sigue soñando, se tomaba el pulso para ver si estaba vivo. Normalmente no se lo encontraba, ni en la muñeca, ni el pecho, ni el cuello; si escuchaba con atención le parecía captar un latido lento y apagado, como un tambor sordo en un funeral lejano o como un enterrado que golpease la tierra húmeda.
Las cosas estaban perdiendo color, incluso el luminoso de fuera era de un verde pálido. Todo estaba volviéndose blanco. Entonces lo comprendió: era nieve, que caía en la acera a grandes copos, abrazando las ramas de los árboles, extendiendo un manto blanco sobre los coches aparcados. No había tráfico, ningún peatón, nada de ruido. Todas las ciudades tienen silencios así, intervalos de respuesta cuando, aunque sea durante un solo momento en todo un siglo, nadie habla, no suena ningún teléfono, cuando no hay ningún televisor encendido ni ningún coche en marcha.
Mientras se reanudaba el zumbido del tráfico, puso el mismo montón de discos y regresó junto a la ventana. Sinatra y Lady Day: su vida era una canción que se acababa. Apoyó la cara en el cristal frío de la ventana y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la calle era un río negro con los márgenes nevados.
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