El hijo del hombre, una pintura de René Magritte de 1964, acompaña este comentario.
martes, 22 de octubre de 2019
UNA VIDA ÚNICA
La tercera edición de la serie de cinco que estamos dedicando desde hace quince días a Eugenio Baroncelli y su muy recomendable Doscientas sesenta y siete vidas en dos o tres gestos, se presenta hoy muy apretada dada la larga extensión de las canciones y los textos seleccionados.
Once biografías más entresacadas del volumen citado, todas singulares, todas interesantes, configuran nuestra emisión de hoy, que se completa con otros tantos temas musicales, muy propicios, por su atmósfera de intimismo y recogimiento, para degustar plenamente el talento de Baroncelli, de su agudeza, de su capacidad de penetración psicológica, de su inabarcable caudal de conocimientos y de su sutil sentido del humor.
Sus intérpretes son The Lemmonheads, Tania Saleh, Arnaldo Antunes, Eleni Mandell, Vincent Peirani con Serena Fisseau, José James, Alba Griot Ensemble con Toumani Diabaté, Angus & Julia Stone, Luisa Sobral, Gino Paoli, y la siempre acogedora y algo hipnótica voz de Sophie Zelmani, en una nueva manifestación de la variedad y el cosmopolitismo musical que caracterizan a Buscando leones en las nubes.
El hijo del hombre, una pintura de René Magritte de 1964, acompaña este comentario.
El hijo del hombre, una pintura de René Magritte de 1964, acompaña este comentario.
Ermanno Dinard, pesador culpable
Su vida fue única, como la del todo el mundo.
Nació en Génova, en 1954. Acabada la secundaria encontró trabajo en el mercado como pesador de pescado. Día tras día se levantó en el corazón de la madrugada para no acabar hasta las once de la mañana. La vida le dibujó en el rostro rasgos huraños. El tiempo le endureció las manos como a un púgil. Por las tardes se ponía en las esquinas de las calles a mendigar un poco de pan que no necesitaba, y si alguien le ofrecía esa caridad la rechazaba. Los domingos iba al aeropuerto a ver despegar los aviones. “Así me siento una insignificancia vista desde la ventanilla del avión”, le explicó una vez a su amigo Natalino De Prà, quien ha dado fe del recuerdo. Parecía que con esos caprichosos castigos expiase una culpa inconfesable. Negó que fuese la de haber traicionado alguna vez a una mujer o a un amigo. Los amigos y las mujeres lo confirmaron. No negó que fuese la de haber nacido, porque, según parece, nadie se lo preguntó nunca. El hecho es que la cultivaba con mimo, como sus rosas en el patio. Una mañana lo encontraron muerto, en bata, arrodillado en medio de las macetas.
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